Texto Bíblico26 Y decía: «El reino de Dios se parece a un hombre que echa semilla en la tierra.27 Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo.28 La tierra va produciendo fruto sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano.29 Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega».
30 Dijo también: «¿Con qué podemos comparar el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos?31 Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña,32 pero después de sembrada crece, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros del cielo pueden anidar a su sombra».
33 Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender.34 Todo se lo exponía con parábolas, pero a sus discípulos se lo explicaba todo en privado.
26 Y decía: «El reino de Dios se parece a un hombre que echa semilla en la tierra.27 Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo.28 La tierra va produciendo fruto sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano.29 Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega».
30 Dijo también: «¿Con qué podemos comparar el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos?31 Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña,32 pero después de sembrada crece, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros del cielo pueden anidar a su sombra».
33 Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender.34 Todo se lo exponía con parábolas, pero a sus discípulos se lo explicaba todo en privado.
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Comentarios Exegéticos
Rudolf Schnackenburg
Exégesis: La parábola de la semilla que crece por sí sola (Mc 4,26-29)
El Evangelio según San Marcos, en El Nuevo Testamento y su Mensaje, Editorial Herder, Comentario a Mc 4,27-34
Parábola de la semilla
26 Dijo además: «El reino de Dios viene a ser esto: Un hombre arroja la semilla en la tierra. 27 Y ya duerma o ya vele, de noche o de día, la semilla germina y va creciendo sin que él sepa cómo. 28 La tierra, por sí misma, produce primero la hierba, luego la espiga, y por último el trigo bien granado en la espiga. 29 Y cuando el fruto está a punto, en seguida aquel hombre manda meter la hoz, parque ha llegado el tiempo de la siega.»
Narra el evangelista ahora una segunda parábola sobre el reino de Dios, que trata también de semilla, crecimiento y cosecha. Sólo se encuentra en Marcos; Lucas se contenta con la parábola del sembrador y las sentencias vinculadas; Mateo trae en este lugar la parábola de la cizaña entre el trigo, y ciertamente que no sin un propósito concreto 1.
Marcos quiere esclarecer el mensaje del reino de Dios que irrumpe. Y ahora dirige su atención al tiempo que media entre la siembra y la recolección. Podría decirse que en las tres parábolas del capítulo 4 de Marcos el acento va desplazándose de la siembra (parábola del sembrador), al período intermedio (la semilla que crece) y al tiempo final (el grano de mostaza). Aunque los tres aspectos están presentes en cada una de ellas, pues siembra, maduración y cosecha no se pueden separar. La parábola narra un proceso evidente, conocido de todos los oyentes y que nadie discutía. Jesús quiere enseñar algo concreto sobre el reino de Dios y exhortar a los oyentes a una actitud adecuada a la acción de Dios en esta hora. Pero ¿cuál es la lección particular de esta parábola? Después de la siembra el campesino aguarda paciente y confiado que llegue el tiempo de la recolección. La tierra lleva fruto por sí sola. Llega indefectiblemente el tiempo de la siega y entonces el campesino puede recoger el fruto.
Se ha pensado que Jesús se consideraba aquí a sí mismo como el labrador y que expresaba su confianza de que su predicación no resultase inútil. No hay que excluir esta idea; pero Jesús quiere sobre todo dar aliento a los oyentes con esta parábola. Deben saber que la sementera se ha llevado a cabo con éxito, que las fuerzas de Dios siguen operando, aunque ocultas y desarrollándose de una forma callada. Todavía no ha llegado la cosecha, pero su llegada es segura. En este tiempo conviene esperar pacientes y tranquilos y confiar en el poder de Dios. No serán la propia actividad e inquietud las que consigan el objetivo; el reino de Dios no lo establecen los hombres por sus propias fuerzas. Por importante que sea la predicación, la acción de Dios sigue siendo lo más importante.
Mas, a pesar de la tranquilidad de la espera, la mirada se dirige a la cosecha. Tan pronto como el fruto lo permite, el labrador mete la hoz. Las últimas palabras son una cita de Jl 4,13 2 y tienen su centro de gravedad en el anuncio jubiloso de «¡Ha llegado el tiempo de la siega!» Así tiene que estar preparada la comunidad para recoger la cosecha de Dios al fin de los tiempos. Jesús quería afianzar en su tiempo la confianza en Dios y en su obra: el reino de Dios llega ciertamente y está cerca. Llega por la fuerza de Dios y va creciendo calladamente, «por sí solo», sin que se advierta su crecimiento. En el tiempo post-pascual de la comunidad la idea volverá a ser actual de una manera nueva. La comunidad, que ya ha desplegado una predicación misionera, pero se ve asediada de fracasos y dificultades, tiene que poner en manos de Dios el desarrollo ulterior de una manera tranquila y confiada, paciente y firme y dirigir su mirada hacia el futuro. La espera inminente que invade a la comunidad (cf. 9,1; 13,30) y que se refleja en la parábola de la higuera (13,28s), se sitúa así en la perspectiva adecuada: lo decisivo no es la proximidad temporal, sino la proximidad siempre operante de Dios, que conoce el día y la hora (13,32). La parábola exige de nosotros una actitud fundamental parecida: confianza creyente en Dios, que opera en silencio y hace madurar su semilla y una serenidad que saca paz y fuerza de ese conocimiento.
Parábola del grano de mostaza (Mc 4,30-34)
30 Y proseguía diciendo: «¿A qué compararemos el reino de Dios o con qué parábola lo describiremos? 31 Es como el grano de mostaza que, cuando se siembra en la tierra, es la más pequeña de todas las semillas que sobre la tierra existen; 32 pero, una vez, sembrado, se pone a crecer y sube más alto que todas las hortalizas, y echa ramas tan grandes, que los pájaros del cielo pueden anidar bajo su sombra.» 33 Y con muchas parábolas así les proponía el mensaje, según que lo podían recibir. 34 Y sin parábolas no les hablaba. Pero, a solas, se lo explicaba todo a sus propios discípulos.
La última de estas parábolas relativas al crecimiento del reino de Dios empieza con una introducción detallada. La doble pregunta puede indicar lo difícil que resulta explicar a los oyentes la verdad y realidad del reino de Dios. Como sucede siempre en estas parábolas, el reino de Dios no debe identificarse sin más ni más con la imagen elegida -en este caso con el grano de mostaza-, sino que debe ilustrarse por el proceso general. Del minúsculo grano de mostaza crece un arbusto vigoroso, lo que constituye un proceso sorprendente. La parábola tiende a poner de relieve este crecimiento desde unos comienzos insignificantes hasta el máximo desarrollo. El grano de mostaza, proverbialmente pequeño (cf. Luc 17,6 = Mat 17,20), contiene en sí la fuerza para desarrollar un gran tronco y echar ramas a cuya sombra anidan los pájaros. A diferencia de lo que ocurre en la parábola de la semilla que crece por sí sola, aquí no se describe cada uno de los estadios del crecimiento, sino que la mirada se dirige al sorprendente resultado final. No otra cosa pretende exponer también la parábola de la levadura que en su origen debió formar una parábola paralela a la del grano de mostaza (Luc 13,18-21; Mat 13,31-33). El espléndido resultado final viene también indicado mediante «los pájaros del cielo», imagen bien conocida ya del Antiguo Testamento (Cf. Dan 4,9.11.18; Eze 17,23; Eze 31,6). La vivienda de las aves a la sombra o entre las ramas del árbol es como un símbolo del reino de Dios; que acoge a muchos pueblos y se convierte para ellos en su hogar. (...)
La parábola del grano de mostaza actúa como un poderoso aguijón alentando una fe inquebrantable y una esperanza que no puede engañarse. En contra de todas las apariencias exteriores el reino de Dios seguirá desarrollándose y al final obtendrá la victoria. Eso es también lo que quiere decir el evangelista a su comunidad. A pesar de su profundo interés misionero, el evangelista no cede a la tentación de alimentar sus esperanzas de un futuro terreno. Sabe, sin duda que, antes del fin, el Evangelio será anunciado a todos los pueblos (Eze 13,10); pero sabe también que antes de la venida del Hijo del hombre han de llegar muchas persecuciones, tentaciones y grandes angustias (Eze 13,5-23).
También para nosotros es sumamente importante esta mirada al triunfo final de Dios. Cierra así el evangelista este capítulo de parábolas, de las que sólo intenta presentar una selección. «Con muchas parábolas así» hablaba Jesús al pueblo. Para Marcos esto no es simplemente doctrina o instrucción, sino proclamación, que imprime en los oídos la palabra de Dios. Se trata de una expresión acuñada ya en el lenguaje misionero y en la catequesis de la Iglesia primitiva (cf. v. 14s) 3.
La palabra de Dios contiene una fuerza salvadora, pero se trueca en juicio para quienes la escuchan y no creen. En la palabra de la predicación se les brinda a los hombres el reino de Dios, y en el escuchar con fe y obediencia o con endurecimiento e incredulidad deciden los oyentes su salvación o su ruina. Teniendo en cuenta la sentencia del v. 11s, sorprende que el evangelista continúe: «según que lo podían recibir.» Tal vez el evangelista ha tomado esta observación de la tradición, testificando así que en un principio las parábolas no ocultaban sino que hacían patente el sentido de las palabras de Jesús. Pero la frase puede también poner de manifiesto la función crítica del lenguaje en parábolas: no todos podían escuchar del mismo modo. Al emplear las parábolas Jesús tiene en cuenta la capacidad de comprensión de los oyentes al tiempo que la sensibilidad de su fe. Así se comprende la última observación: «Pero, a solas, lo explicaba todo a sus discípulos.» Porque creen y se mantienen fieles a él, los adentra en la inteligencia más profunda del acontecimiento, en «el misterio del reino de Dios».
De este modo, sin embargo, también la comunidad queda invitada a una escucha y comprensión adecuadas. Quien reflexiona con fe sobre las parábolas obtiene luz sobre el acontecimiento enigmático que se desarrolla en el mundo, sobre la eficacia oculta de Dios tanto entonces como hoy. Entendido así, el v. 34 que cierra la perícopa se convierte asimismo en una enseñanza más profunda acerca de la revelación. Tal revelación se presenta siempre bajo un cierto velo -«Y sin parábolas no les hablaba»-, al tiempo que se descubre a los creyentes bien dispuestos: «A solas se lo explicaba todo.» La revelación divina encierra algunas obscuridades, aunque tiene la luz suficiente; es una alocución de Dios que reclama la respuesta y decisión del hombre. Su verdad no aparece en la superficie, sino que se oculta en las profundidades, como la sabiduría y la fuerza de Dios
Notas
Mateo dirige la mirada a la época del crecimiento de modo particular a la comunidad en el mundo, todavía amenazada de peligros e influencias perniciosas. Hasta en ella existen miembros indignos que no responden a su vocación; al final serán arrojados del reino del Hijo del hombre todos los que cometen la maldad (13,41s; cf. también 7,22s; 22,11 ss.).
“Meted la hoz, porque la mies está madura; venid, pisad, porque el lagar está lleno, las cubas rebosan, ¡tan grande es su maldad!” (Jl 4,13).
La Iglesia primitiva ha desarrollado una teología de la «palabra de Dios». La palabra de la predicación no es palabra humana, sino palabra de Dios (1Tes 2,13). Aunque se reciba entre tribulaciones externas, se realiza con la alegría del Espíritu Santo (1Tes 1,6). El predicador sufre persecuciones por causa de esa palabra; pero «la palabra de Dios no está encadenada» (2Tim 2,9). Crece, se desarrolla, se fortalece (Hch 6,7; Hch 12,24; Hch 19,20) y lleva fruto (Col 1,6) Es «la palabra de la verdad» (Efe 1,13; Col 1,5), con la que «nos engendró» el Padre (St 1,18; cf. 1Pe 1,23); es la «palabra de vida» (Flp 2,16).
Documentos Catequéticos
San Juan Pablo II, papa
Catequesis: Audiencia General (18-03-1987)
Jesucristo, inauguración y cumplimiento del Reino de Dios
3. Frente a la experiencia dolorosa de los límites humanos y del pecado, los Profetas anuncian una nueva Alianza, en la que el Señor mismo será el guía salvífico y real de su pueblo renovado (cf. Jer 31, 31-34; Ez 34, 7-16; 36, 24-28).
En este contexto surge la expectación de un nuevo David, que el Señor suscitará para que sea el instrumento del éxodo, de la liberación, de la salvación (Ez 34, 23-25; cf. Jer 23, 5-6). Desde ese momento la figura del Mesías aparece en relación íntima con la manifestación de la realeza plena de Dios.
Tras el exilio, aún cuando la institución de la monarquía decayera en Israel, se continuó profundizando la fe en la realeza que Dios ejerce sobre su pueblo y que se extenderá hasta “los confines de la tierra”. Los Salmos que cantan al Señor rey constituyen el testimonio más significativo de esta esperanza (cf. Sal 95/96 - 98/99).
Esta esperanza alcanza su grado máximo de intensidad cuando la mirada de la fe, dirigiéndose más allá del tiempo de la historia humana, llegará a comprender que sólo en la eternidad futura se establecerá el reino de Dios en todo su poder: entonces, mediante la resurrección, los redimidos se encontrarán en la plena comunión de vida y de amor con el Señor (cf. Dan 7, 9-10; 12, 2-3).
4. Jesús alude a esta esperanza del Antiguo Testamento y proclama su cumplimiento. El reino de Dios constituye el tema central de su predicación, como lo demuestran sobre todo las parábolas.
La parábola del sembrador (Mt 13, 3-8) proclama que el reino de Dios está ya actuando en la predicación de Jesús; al mismo tiempo invita a contemplar a abundancia de frutos que constituirán la riqueza sobreabundante del reino al final de los tiempos. La parábola de la semilla que crece por sí sola (Mc 4, 26-29) subraya que el reino no es obra humana, sino únicamente don del amor de Dios que actúa en el corazón de los creyentes y guía la historia humana hacia su realización definitiva en la comunión eterna con el Señor. La parábola de la cizaña en medio del trigo (Mt 13, 24-30) y la de la red para pescar (Mt 13, 47-52) se refieren, sobre todo, a la presencia, ya operante, de la salvación de Dios. Pero, junto a los “hijos del reino”, se hallan también los “hijos del maligno”, los que realizan la iniquidad: sólo al final de la historia serán destruidas las potencias del mal, y quien hay cogido el reino estará para siempre con el Señor. Finalmente, las parábolas del tesoro escondido y de la perla preciosa (Mt 13, 44-46), expresan el valor supremo y absoluto del reino de Dios: quien lo percibe, está dispuesto a afrontar cualquier sacrificio y renuncia para entrar en él.
5. De la enseñanza de Jesús nace una riqueza muy iluminadora. El reino de Dios, en su plena y total realización, es ciertamente futuro, “debe venir” (cf. Mc 9, 1; Lc 22, 18); la oración del Padrenuestro enseña a pedir su venida: “Venga a nosotros tu reino” (Mt 6, 10).
Pero al mismo tiempo, Jesús afirma que el reino de Dios “ya ha venido” (Mt 12, 28), “está dentro de vosotros” (Lc 17, 21) mediante la predicación y las obras, de Jesús. Por otra parte, de todo el Nuevo Testamento se deduce que la Iglesia, fundada por Jesús, es el lugar donde la realeza de Dios se hace presente, en Cristo, como don de salvación en la fe, de vida nueva en el Espíritu, de comunión en la caridad.
Se ve así la relación íntima entre el reino y Jesús, una relación tan estrecha que el reino de Dios puede llamarse también “reino de Jesús” (Ef 5, 5; 2 Pe 1, 11), como afirma, por lo demás, el mismo Jesús ante Pilato al decir que “su” reino no es de este mundo (cf. 18, 36).
6. Desde esta perspectiva podemos comprender las condiciones indicadas por Jesús para entrar en el reino se pueden resumir en la palabra “conversión”. Mediante la conversión el hombre se abre al don de Dios (cf. Lc 12, 32), que llama “a su reino y a su gloria” (1 Tes 2, 12); acoge como un niño el reino (Mc 10, 15) y está dispuesto a todo tipo de renuncias para poder entrar en él (cf. Lc 18, 29; Mt 19, 29; Mc 10, 29)
El reino de Dios exige una “justicia” profunda o nueva (Mt 5, 20); requiere empeño en el cumplimiento de la “voluntad de Dios” (Mt 7, 21), implica sencillez interior “como los niños” (Mt 18, 3; Mc 10, 15); comporta la superación del obstáculo constituido por las riquezas (cf. Mc 10, 23-24).
Catequesis: Audiencia General (25-09-1991)
El crecimiento del reino de Dios según las parábolas evangélicas
1. Como dijimos en la catequesis anterior, no es posible comprender el origen de la Iglesia sin tener en cuenta todo lo que Jesús predicó y realizó (cf. Hch 1, 1). Precisamente de este tema habló a sus discípulos, y nos ha dejado su enseñanza fundamental en las parábolas del reino de Dios. Entre éstas, revisten importancia particular las que enuncian y nos permiten descubrir el carácter de desarrollo histórico y espiritual que es propio de la Iglesia según el proyecto de su mismo Fundador.
2. Jesús dice: «El reino de Dios es como un hombre que echa el grano en la tierra; duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece, sin que él sepa cómo. La tierra da el fruto por sí misma; primero hierba, luego espiga, después trigo abundante en la espiga. Y cuando el fruto lo admite, en seguida se le mete la hoz, porque ha llegado la siega» (Mc 4, 26-29). Por tanto, el reino de Dios crece aquí en la tierra, en la historia de la humanidad, en virtud de una siembra inicial, es decir, de una fundación que viene de Dios, y de uno obrar misterioso de Dios mismo, que la Iglesia sigue cultivando a lo largo de los siglos. En la acción de Dios en relación con el Reino también está presente la «hoz» del sacrificio: el desarrollo del Reino no se realiza sin sufrimiento. Éste es el sentido de la parábola que narra el evangelio de Marcos.
3. Volvemos a encontrar el mismo concepto también en otras parábolas, especialmente en las que están agrupadas en el texto de Mateo (13, 3-50).
«El reino de los cielos ―leemos en este evangelio― es semejante a un grano de mostaza que tomó un hombre y lo sembró en su campo. Es ciertamente más pequeña que cualquier semilla, pero cuando crece es mayor que las hortalizas, y se hace árbol, hasta el punto de que las aves del cielo vienen y anidan en sus ramas» (Mt 13, 31-32). Se trata del crecimiento del Reino en sentido «extensivo».
Por el contrario, otra parábola muestra su crecimiento en sentido «intensivo» o cualitativo, comparándolo a la «levadura que tomó una mujer y la metió en tres medidas de harina, hasta que fermentó todo» (Mt 13, 33).
4. En la parábola del sembrador y la semilla, el crecimiento del reino de Dios se presenta ciertamente como fruto de la acción del sembrador; pero la siembra produce fruto en relación con el terreno y con las condiciones climáticas: «una ciento, otra sesenta, otra treinta» (Mt 13, 8). El terreno representa la disponibilidad interior de los hombres. Por consiguiente, a juicio de Jesús, también el hombre condiciona el crecimiento del reino de Dios. La voluntad libre del hombre es responsable de este crecimiento. Por eso Jesús recomienda que todos oren: «Venga tu Reino» (cf. Mt 6, 10; Lc 11, 2). Es una de las primeras peticiones del Pater noster.
5. Una de las parábolas que narra Jesús acerca del crecimiento del reino de Dios en la tierra, nos permite descubrir con mucho realismo el carácter de lucha que entraña el Reino a causa de la presencia y la acción de un «enemigo» que «siembra cizaña (gramínea) en medio del grano». Dice Jesús que cuando «brotó la hierba y produjo fruto, apareció entonces también la cizaña». Los siervos del amo del campo querrían arrancarla, pero éste no se lo permite, «no sea que, al recoger la cizaña, arranquéis a la vez el trigo. Dejad que ambos crezcan juntos hasta la siega. Y al tiempo de la siega, diré a los segadores: recoged primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo recogedlo en mi granero» (Mt 13, 24-30). Esta parábola explica la coexistencia y, con frecuencia, el entrelazamiento del bien y del mal en el mundo, en nuestra vida y en la misma historia de la Iglesia. Jesús nos enseña a ver las cosas con realismo cristiano y a afrontar cada problema con claridad de principios, pero también con prudencia y paciencia. Esto supone una visión trascendente de la historia, en la que se sabe que todo pertenece a Dios y que todo resultado final es obra de su Providencia. Como quiera que sea, no se nos oculta aquí el destino final ―de dimensión escatológica― de los buenos y los malos; está simbolizado por la recogida del grano en el granero y la quema de la cizaña.
6. Jesús mismo da la explicación de la parábola del sembrador a petición de sus discípulos (cf. Mt 13, 36-43). En sus palabras se transparenta la dimensión temporal y escatológica del reino de Dios.
Dice a los suyos: «A vosotros se os ha dado el misterio del reino de Dios» (Mc 4, 11). Los instruye acerca de este misterio y, al mismo tiempo, con su palabra y su obra «prepara un Reino para ellos, así como el Padre lo preparó para él » (cf. Lc 22, 29). Esta preparación se lleva a cabo incluso después de su resurrección. En efecto, leemos en los Hechos de los Apóstoles que «se les apareció durante cuarenta días y les hablaba acerca de lo referente al reino de Dios» (cf. Hch 1, 3) hasta el día en que «fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios» (Mc 16, 19). Eran las últimas instrucciones y disposiciones para los Apóstoles sobre lo que debían hacer después de la Ascensión y Pentecostés, a fin de que comenzara concretamente el reino de Dios en los orígenes de la Iglesia.
7. También las palabras dirigidas a Pedro en Cesarea de Filipo se inscriben en el ámbito de la predicación sobre el Reino. En efecto, le dice: «A ti te daré las llaves del reino de los cielos» (Mt 16, 19), inmediatamente después de haberlo llamado piedra, sobre la que edificará su Iglesia, que será invencible para las «puertas del Hades» (cf. Mt 16, 18). Es una promesa que en ese momento se formula con el verbo en futuro, «edificaré», porque la fundación definitiva del reino de Dios en este mundo todavía tenía que realizarse a través del sacrificio de la cruz y la victoria de la resurrección. Después de este hecho, Pedro y los demás Apóstoles tendrán viva conciencia de su vocación a «anunciar las alabanzas de Aquel que les ha llamado de las tinieblas a su luz admirable» (cf. 1 Pe 2, 9). Al mismo tiempo, todos tendrán también conciencia de la verdad que brota de la parábola del sembrador, es decir, que «ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer», como escribió san Pablo (1 Cor 3, 7).
8. El autor del Apocalipsis da voz a esta misma conciencia del Reino cuando afirma en el canto al Cordero: «Porque fuiste degollado y compraste para Dios con tu sangre hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación; y has hecho de ellos para nuestro Dios un reino de sacerdotes» (Ap 5, 9. 10). El apóstol Pedro precisa que fueron hechos tales «para ofrecer sacrificios espirituales aceptos a Dios por mediación de Jesucristo» (cf. 1 P 2, 5). Todas éstas son expresiones de la verdad aprendida de Jesús quien, en las parábolas del sembrador y la semilla, del grano bueno y la cizaña, y del grano de mostaza que se siembra y luego se convierte en un árbol, hablaba de un reino de Dios que, bajo la acción del Espíritu, crece en las almas gracias a la fuerza vital que deriva de su muerte y su resurrección; un Reino que crecerá hasta el tiempo que Dios mismo previó.
9. «Luego, el fin ―anuncia san Pablo― cuando entregue a Dios Padre el Reino, después de haber destruido todo Principado, Dominación y Potestad» (1 Cor 15, 24). En realidad, «cuando hayan sido sometidas a él todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todo» (1 Cor 15, 28).
Desde el principio hasta el fin, la existencia de la Iglesia se inscribe en la admirable perspectiva escatológica del reino de Dios, y su historia se despliega desde el primero hasta el último día.
Catequesis: Audiencia General (06-12-2000)
Cooperar a la llegada del reino de Dios en el mundo
2. Con el Evangelio del Reino, Cristo se remite a las Escrituras sagradas que, con la imagen de un rey, celebran el señorío de Dios sobre el cosmos y sobre la historia. Así leemos en el Salterio: "Decid a los pueblos: "El Señor es rey; él afianzó el orbe, y no se moverá; él gobierna a los pueblos rectamente"" (Sal 96, 10). Por consiguiente, el Reino es la acción eficaz, pero misteriosa, que Dios lleva a cabo en el universo y en el entramado de las vicisitudes humanas. Vence las resistencias del mal con paciencia, no con prepotencia y de forma clamorosa.
Por eso, Jesús compara el Reino con el grano de mostaza, la más pequeña de todas las semillas, pero destinada a convertirse en un árbol frondoso (cf. Mt 13, 31-32), o con la semilla que un hombre echa en la tierra: "duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece, sin que él sepa cómo" (Mc 4, 27). El Reino es gracia, amor de Dios al mundo, para nosotros fuente de serenidad y confianza: "No temas, pequeño rebaño -dice Jesús-, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino" (Lc 12, 32). Los temores, los afanes y las angustias desaparecen, porque el reino de Dios está en medio de nosotros en la persona de Cristo (cf. Lc 17, 21).
3. Con todo, el hombre no es un testigo inerte del ingreso de Dios en la historia. Jesús nos invita a "buscar" activamente "el reino de Dios y su justicia" y a considerar esta búsqueda como nuestra preocupación principal (cf. Mt 6, 33). A los que "creían que el reino de Dios aparecería de un momento a otro" (Lc 19, 11), les recomienda una actitud activa en vez de una espera pasiva, contándoles la parábola de las diez minas encomendadas para hacerlas fructificar (cf. Lc 19, 12-27). Por su parte, el apóstol san Pablo declara que "el reino de Dios no es cuestión de comida o bebida, sino -ante todo- de justicia" (Rm 14, 17) e insta a los fieles a poner sus miembros al servicio de la justicia con vistas a la santificación (cf. Rm 6, 13. 19).
Así pues, la persona humana está llamada a cooperar con sus manos, su mente y su corazón al establecimiento del reino de Dios en el mundo. Esto es verdad de manera especial con respecto a los que están llamados al apostolado y que son, como dice san Pablo, "cooperadores del reino de Dios" (Col 4, 11), pero también es verdad con respecto a toda persona humana.
Catequesis: Audiencia General (31-01-2001)
Hacia cielos nuevos y una tierra nueva
4. A la tentación de los que imaginan escenarios apocalípticos de irrupción del reino de Dios y de los que cierran los ojos bajo el peso del sueño de la indiferencia, Cristo opone la venida sin clamor de los nuevos cielos y de la nueva tierra. Esta venida es semejante al oculto pero activo crecimiento de la semilla en la tierra (cf. Mc 4, 26-29).
Por consiguiente, Dios ha entrado en la historia humana y en el mundo, y avanza silenciosamente, esperando con paciencia a la humanidad con sus retrasos y condicionamientos. Respeta su libertad, la sostiene cuando es presa de la desesperación, la lleva de etapa en etapa y la invita a colaborar en el proyecto de verdad, justicia y paz del Reino. Así pues, la acción divina y el compromiso humano deben entrelazarse. "El mensaje cristiano no aparta a los hombres de la construcción del mundo ni les impulsa a despreocuparse del bien de sus semejantes, sino que les obliga más a llevar a cabo esto como un deber" (Gaudium et spes, 34).
5. Así se abre ante nosotros un tema de gran importancia, que siempre ha interesado a la reflexión y la acción de la Iglesia. El cristiano, sin caer en los extremos opuestos del aislamiento sagrado y el secularismo, debe manifestar su esperanza también dentro de las estructuras de la vida secular. Aunque el Reino es divino y eterno, está sembrado en el tiempo y en el espacio: está "en medio de nosotros", como dice Jesús.
El concilio Vaticano II subrayó con fuerza este íntimo y profundo vínculo: "La misión de la Iglesia no consiste sólo en ofrecer a los hombres el mensaje y la gracia de Cristo, sino también en impregnar y perfeccionar con el espíritu evangélico el orden de las realidades temporales" (Apostolicam actuositatem, 5). Los órdenes espiritual y temporal, "aunque distintos, están de tal manera unidos en el plan divino, que Dios mismo busca, en Cristo, reasumir el mundo entero en una nueva creación, incoativamente aquí en la tierra, plenamente en el último día" (ib.).
El cristiano, animado por esta certeza, camina con valentía por las sendas del mundo tratando de seguir los pasos de Dios y colaborando con él para suscitar un horizonte en el que "la misericordia y la fidelidad se encuentren, la justicia y la paz se besen" (Sal 85, 11).