Domingo XXIV Tiempo Ordinario (C) – Homilías
/ 30 agosto, 2016 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
Para ver el texto completo de las lecturas haz clic aquí.
Ex 32, 7-11. 13-14: El Señor se arrepintió de la amenaza que habla pronunciado
Sal 50, 3-4. 12-13. 17 y 19: Me pondré en camino adonde está mi padre
1 Tm 1, 12-17: Cristo vino para salvar a los pecadores
Lc 15, 1-32: Habrá alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (16-09-2001)
domingo 16 de septiembre de 20011. "Danos, Padre, la alegría del perdón" (cf. Salmo responsorial).
La alegría del perdón: esta es la "buena nueva" que hoy la liturgia hace resonar con vigor entre nosotros. El perdón es alegría de Dios, antes que alegría del hombre. Dios se alegra al acoger al pecador arrepentido; más aún, él mismo, que es Padre de infinita misericordia, "dives in misericordia", suscita en el corazón humano la esperanza del perdón y la alegría de la reconciliación.
Con este anuncio de consolación y paz vengo a vosotros, amadísimos hermanos y hermanas...
2. "Dios es más grande que nuestro corazón". Así hemos cantado en el Aleluya. En la primera lectura Moisés demuestra conocer el corazón de Dios, invocando su perdón para el pueblo infiel (cf. Ex 32, 11-13), pero es la página evangélica de hoy la que nos introduce plenamente en el misterio de la misericordia de Dios: Jesús nos revela a todos el rostro de Dios, haciéndonos penetrar en su corazón de Padre, dispuesto a alegrarse por la vuelta del hijo perdido.
También es testigo privilegiado de la misericordia divina el apóstol san Pablo, que, como hemos proclamado en la segunda lectura, al escribir a su fiel colaborador Timoteo, aduce su propia conversión como prueba de que Cristo vino al mundo para salvar a los pecadores (cf. 1 Tm 1, 15-16).
Esta es la verdad que la Iglesia no se cansa de proclamar: Dios nos ama con un amor infinito. Dio a la humanidad a su Hijo unigénito, muerto en la cruz para el perdón de nuestros pecados. Así, creer en Jesús significa reconocer en él al Salvador, a quien podemos decir desde lo más profundo de nuestro corazón: "Tú eres mi esperanza" y, juntamente con todos nuestros hermanos, "tú eres nuestra esperanza".
3. Jesús, nuestra esperanza.
[...]¡El perdón de Dios! Que este anuncio de felicidad, que el mundo necesita hoy particularmente, esté de modo especial en el centro de vuestra vida, queridos sacerdotes, llamados a ser ministros de la misericordia divina, que se manifiesta en su grado supremo en el perdón de los pecados. Precisamente al sacramento de la reconciliación quise dedicar la Carta a los sacerdotes del pasado Jueves santo. Y por eso, queridos hermanos en el sacerdocio, hoy vuelvo a entregaros idealmente este mensaje, invocando para cada uno de vosotros y para todo el presbiterio la sobreabundancia de gracia de la que nos ha hablado el apóstol san Pablo (cf. 1 Tm 1, 14).
Y vosotros, religiosos y religiosas, irradiad con vuestro ejemplo la alegría de quien ha experimentado el misterio del amor de Dios, expresado muy bien en el Aleluya: "Hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él" (1 Jn 4, 16).
4. En nuestro tiempo, es urgente proclamar a Cristo, Redentor del hombre, para que su amor sea conocido por todos y se difunda por doquier. El gran jubileo del año 2000 fue un vehículo providencial de este anuncio. Pero es preciso seguir recorriendo este camino. Por eso, en la clausura del Año santo, volví a dirigir a la Iglesia y al mundo la invitación que Cristo hizo a Pedro: "Duc in altum, Rema mar adentro" (Lc 5, 4).
Ojalá que se multipliquen en las comunidades parroquiales los momentos fuertes de estudio y reflexión sobre la palabra de Dios. Meditar, profundizar y amar la sagrada Escritura quiere decir ponerse a la escucha humilde y atenta del Señor, para que la comunidad crezca en torno a la mesa de esta Palabra: ella ilumina las orientaciones y las opciones, muestra los objetivos que hay que alcanzar, pero, ante todo, hace arder la fe en los corazones, alimenta la esperanza, y da vigor al deseo de anunciar a todos la buena nueva. Esta es la nueva evangelización, para la cual vuestra comunidad diocesana ha instituido un "Centro pastoral" específico.
5. Amadísimos hermanos y hermanas, que la Eucaristía sea el centro y la guía de vuestro itinerario espiritual y apostólico. En efecto, la vida sacramental es fuente de gracia y salvación para la Iglesia. Todo parte de Cristo-Eucaristía y todo vuelve a Cristo vivo, corazón del mundo, corazón de la comunidad diocesana y parroquial. Si, como os deseo, lográis poner a Cristo en el centro de vuestra vida, descubriréis que no sólo os pide a cada uno acogerlo personalmente, sino también ofrecerlo, darlo, transmitirlo, comunicarlo a los demás. Así, en su nombre os convertiréis en "buenos samaritanos" para las personas necesitadas, para los pobres, para los últimos y para tantos inmigrantes que han venido a esta región desde países lejanos. Experimentaréis que toda la actividad pastoral de los centros diocesanos "para el culto y la santificación" y "para el servicio y el testimonio de la caridad" brota de la fuente sobreabundante de santidad que es el misterio eucarístico, y a todos llama a tender a la santidad.
Tras la huellas de los santos y santas de esta tierra de Ciociaria, también vosotros tened como objetivo fundamental llegar a ser santos, como es santo el Padre celestial, como es santo el Hijo Jesucristo y como es santo el Espíritu Santo que habita en nuestro corazón. Y se llega a ser santo con la oración, con la participación en la Eucaristía, con las obras de caridad y con el testimonio de una vida humilde y generosa en el bien.
6. Quiero dirigir ahora mi palabra en particular a los padres. Queridas madres y queridos padres, con vuestra entrega mostrad a vuestros hijos que Dios es bueno y grande en el amor. Indicadles con una vida honrada y laboriosa que la santidad es el camino "normal" de los cristianos.
[...] Que María, Madre de la Iglesia, te acompañe con su intercesión para que, así como has orado intensamente preparando mi visita pastoral, así también sigas siendo una comunidad viva, firme en la fe, unida en la esperanza y perseverante en la caridad. Amén.
Raniero Cantalamessa
Homilía (16-09-2007): El padre corrió a su encuentro
domingo 16 de septiembre de 2007En la liturgia de este domingo se lee íntegramente el capítulo decimoquinto del Evangelio de Lucas, que contiene las tres parábolas llamadas «de la misericordia»: la oveja perdida, la dracma perdida y el hijo pródigo. «Un padre tenía dos hijos...». Basta con oír estas palabras para que quien tenga una mínima familiaridad con el Evangelio exclame enseguida: ¡la parábola del hijo pródigo! En otras ocasiones he subrayado el significado espiritual de parábola: esta vez desearía subrayar en ella un aspecto poco desarrollado, pero extremadamente actual y cercano a la vida. En su fondo la parábola no es sino la historia de una reconciliación entre padre e hijo, y todos sabemos qué vital es una reconciliación así para la felicidad tanto de padres como de hijos.
Quién sabe por qué la literatura, el arte, el espectáculo, la publicidad, se aprovechan de una sola relación humana: la de trasfondo erótico entre el hombre y la mujer, entre esposo y esposa. Publicidad y espectáculo no hacen más que cocinar este plato de mil maneras. Dejamos en cambio sin explorar otra relación humana igualmente universal y vital, otra de las grandes fuentes de alegría de la vida: la relación padre-hijo, el gozo de la paternidad. En literatura la única obra que trata de verdad este tema es la «Carta al padre», de F. Kafka (la famosa novela «Padres e hijos» de Turgenev no trata en realidad de la relación entre padres e hijos, sino entre generaciones distintas).
Si en cambio se ahonda con serenidad y objetividad en el corazón del hombre se descubre que, en la mayoría de los casos, una relación conseguida, intensa y serena con los hijos es, para un hombre adulto y maduro, no menos importante y satisfactoria que la relación hombre-mujer. Sabemos cuán importante es esta relación también para el hijo o la hija y el tremendo vacío que deja su ruptura.
Igual que el cáncer ataca, habitualmente, los órganos más delicados del hombre y de la mujer, la potencia destructora del pecado y del mal ataca los núcleos vitales de la existencia humana. No hay nada que se someta al abuso, a la explotación y a la violencia como la relación hombre-mujer, y no hay nada que esté tan expuesto a la deformación como la relación padre-hijo: autoritarismo, paternalismo, rebelión, rechazo, incomunicación.
No hay que generalizar. Existen casos de relaciones bellísimas entre padre e hijo y yo mismo he conocido varias de ellas. Pero sabemos que hay también, y más numerosos, casos negativos de relaciones difíciles entre padres e hijos. En el profeta Isaías se lee esta exclamación de Dios: «Hijos crié y saqué adelante, y ellos se rebelaron contra mí» (Is 1, 2). Creo que muchos padres hoy en día saben, por experiencia, qué quieren decir estas palabras.
El sufrimiento es recíproco; no es como en la parábola, donde la culpa es única y exclusivamente del hijo... Hay padres cuyo sufrimiento más profundo en la vida es ser rechazados o hasta despreciados por los hijos. Y hay hijos cuyo sufrimiento más profundo e inconfesado es sentirse incomprendidos, no estimados o incluso rechazados por el padre.
He insistido en el aspecto humano y existencial de la parábola del hijo pródigo. Pero no se trata sólo de esto, o sea, de mejorar la calidad de vida en este mundo. Entra en el esfuerzo de una nueva evangelización la iniciativa de una gran reconciliación entre padres e hijos y la necesidad de una sanación profunda de su relación. Se sabe lo mucho que la relación con el padre terreno puede influir, positiva o negativamente, en la propia relación con el Padre celestial y por lo tanto la misma vida cristiana. Cuando nació el precursor Juan Bautista el ángel dijo que una de sus tareas sería la de «hacer volver los corazones de los padres a los hijos y los corazones de los hijos hacia los padres» (Cf. Lc 1,17), una misión más actual que nunca.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico
La conducta de Jesús es desconcertante. Para la lógica de los fariseos –y quizás también para la nuestra–, los pecadores han de ser señalados con el dedo, han de ser puestos aparte y despreciados. Sin embargo, él «acoge a los pecadores y come con ellos» Jesús introduce en el mundo otra lógica. Él nunca considera bueno al pecador. Él nunca dice que la oveja descarriada no esté descarriada. Lo que hace es, en lugar de rechazarla, ir a buscarla, y cuando la encuentra se llena de alegría, la carga sobre sus hombros, la venda las heridas, la cuida, la alimenta.... Así es el corazón de Cristo. Su amor vence el mal con el bien. Para hasta rehacer por completo al pecador, hasta sacarle de su fango y devolverle la dignidad de hijo de Dios.
Lo que ocurre es que en la categoría de pecadores estamos todos. Frente al orgullo altanero y despreciativo de los fariseos, san Pablo afirma categóricamente: «Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores, y yo soy el primero» (2ª lectura). Todos necesitamos ser salvados. Y si no hemos caído más bajo ha sido por pura gracia. Ello no es motivo de orgullo y el desprecio de los demás, sino para la humildad y el agradecimiento.
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
Las lecturas primera y tercera nos refieren la misericordia del Señor con respecto al pecador arrepentido. San Pablo en la segunda lectura se presenta como el pecador perdonado, el perseguidor convertido. Se insiste en la necesidad de la conversión, tanto más necesaria cuanto mayor es el peligro cotidiano de ser infieles al designio divino, de identificarnos cada vez más con su Hijo muy amado (Rom 8,29).
Solo con una actitud constante de renovación en Cristo conseguiremos mantener la aptitud para participar en la herencia de los santos en la Luz (Col 1,12), para la que el Señor nos ha destinado.
–Éxodo 32,7-11.13-14: El Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado. Dios mantiene siempre la Alianza de la salvación. Aunque se rompa la fidelidad por parte del hombre o del pueblo elegido, no se rompe el proceso de la misericordia divina, abierta siempre al perdón para el arrepentido. Se dice en la Carta de Bernabé (4,6-8):
«... No os asemejéis a ciertos hombres que no hacen sino amontonar pecados, diciéndoos que la alianza es tanto de ellos como vuestra. Porque es nuestra, pero aquéllos, después de haberla recibido de Moisés, la perdieron absolutamente... Volviéndose a los ídolos la destruyeron, pues dice el Señor: Moisés, Moisés, baja a toda prisa, porque mi pueblo, a quien saqué yo de Egipto, ha prevaricado (Ex 32,7; 3,4; Dt 9,12). Y cuando Moisés lo comprobó, arrojó de sus manos las dos tablas, y se rompió su alianza, para que la de su amado Jesucristo fuera sellada en nuestro corazón con la esperanza de la fe en Él».
–Con el estribillo del arrepentimiento del hijo pródigo: «Me pondré en camino, adonde está mi padre» se dicen algunos versos del Salmo 50: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa, lava del todo mi delito, limpia mi pecado... Oh Dios, crea en mí un corazón puro... un corazón quebrantado y humillado Tú no lo desprecias».
–1 Timoteo 1,12-17: Jesús vino para salvar a los pecadores. Para el verdadero convertido a Cristo, como Pablo, su pecado y toda su vida pasada en la infidelidad le sirven de aguijón para intensificar su amor a Cristo y su ansiedad insobornable por la santidad. San Pablo evoca el momento más decisivo de su vida, cuando de obstinado enemigo de Cristo y de los cristianos, vino a ser su seguidor y apasionado Apóstol. Ha sido una acción espléndida de la gracia divina. San Agustín ha comentado con frecuencia este pasaje paulino:
«Cuando el Apóstol Pablo perseguía a los cristianos, arrestándolos dondequiera que los hallare, presentándolos a los sacerdotes para que los oyeran en tribunal y los castigasen, ¿qué pensáis que hacía la Iglesia? ¿Oraba por él o contra él? La Iglesia que había aprendido la lección de su Señor, quien pendiente de la Cruz dijo: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen», pedía eso mismo para Pablo, mejor, para Saulo en aquel entonces, a fin de que tuviera lugar en él lo que efectivamente realizó» (Sermón 56,3).
–Lucas 15,1-32: Habrá alegría en el cielo por un pecador que se convierta. Ante el misterio del Corazón Redentor de Cristo, todo hombre es siempre recuperable para la salvación y la santidad. La Iglesia muestra muchos ejemplos de esto y es una consoladora revelación que nos garantiza toda la historia de la salvación. San Ambrosio escribe:
«Un poco más arriba has aprendido cómo es necesario desterrar la negligencia, evitar la arrogancia, y también adquirir la devoción y a no a entregarte a los quehaceres de este mundo, ni anteponer los bienes caducos a los que no tienen fin; pero, puesto que la fragilidad humana no puede conservarse en línea recta en medio de un mundo tan corrompido, ese buen médico te ha proporcionado los remedios, aun contra el error, y ese juez misericordioso te ha ofrecido la esperanza del perdón. Y así, no sin razón, San Lucas ha narrado por orden tres parábolas: la de la oveja perdida y hallada después, la de la dracma que se había extraviado y fue encontrada, y el hijo que se había muerto y volvió a la vida; y todo esto para que aleccionados con este triple remedio, podamos curar nuestras heridas, pues «una cuerda triple no se rompe» (Eclo 4,12).
«¿Quién es este padre, ese pastor y esa mujer? ¿Acaso representan a Dios Padre, a Cristo y la Iglesia? Cristo te lleva sobre sus hombros, te busca la Iglesia y te recibe el Padre. Uno porque es Pastor, no cesa de llevarte; la otra, como madre, sin cesar te busca y el Padre te vuelve a vestir. El primero por obra de misericordia; la segunda cuidándote, y el tercero, reconciliándote con Él. A cada uno de ellos le cuadra perfectamente una de esas cualidades: El Redentor viene a salvar, la Iglesia asiste y el Padre reconcilia. En todo actuar divino está presente la misma misericordia, aunque la gracia varíe según nuestros méritos. El Pastor llama a la oveja cansada, es hallada la dracma que se había perdido, y el hijo, por sus propios pasos, vuelve al Padre y vuelve arrepentido del error que le acusa sin cesar» (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas lib. VII, 207-208).
Adrien Nocent
El Año Litúrgico: Celebrar a Jesucristo
-Alegría en el cielo por un pecador que se convierte (Lc 15, 1-22)
La parábola del hijo pródigo es bien conocida; en el 4.° do- mingo de cuaresma (ciclo C) se hizo su proclamación. Pero la óptica de la actual proclamación es diferente a la de aquel domingo. Entonces era sobre todo la actitud de conversión del hijo pródigo y su voluntad de reconciliación lo que se ponía de relieve. La cuaresma nos hace caminar hacia la Pascua y la renovación de la conversión bautismal. En la proclamación de hoy es más bien el perdón de Dios lo que se presenta a nuestra meditación.
El relato deja entrever la continua angustia del padre por el hijo que se ha separado de él. Percibe a su hijo cuando todavía está lejos, lo cual permite adivinar la esperanza de que algún día el hijo volverá y hace suponer que con esta esperanza el padre dirige a menudo y pensativamente su mirada a lo lejos. Puede pensarse en la actitud de Dios que no olvida al pecador, sino que lo espera con una larga paciencia. Al divisar a su hijo de lejos, el padre se conmovió. Es una actitud frecuente de Dios: quedar sobrecogido de compasión. Porque el Señor es un Dios de perdón.
El libro del Éxodo, del que nos ofrece un pasaje la 1ª lectura, presenta al Señor como un "Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad...", y Moisés dirá en su oración al Señor: "... aunque sea un pueblo de dura cerviz perdona nuestra iniquidad y nuestro pecado, y recíbenos como herencia tuya" (Ex 34, 6-9).
El padre no resiste a su compasión por su hijo; es él quien toma la iniciativa de ir a su encuentro para recobrarlo: "y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo". Iniciativa de Dios desde el momento en que ve un inicio de conversión. La misma actitud vemos en Jesús cuando descubre arrepentimiento y deseo de conversión; por ejemplo, en el episodio de Zaqueo que desea verle, Jesús, al constatar ese comienzo de cambio de vida, da los primeros pasos y se invita a su casa ese mismo día, y declara: "El Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc 19, 1-10).
Pero las intenciones del hijo pródigo no son completamente desinteresadas. Su vuelta a casa no ha sido motivada exclusivamente por el sentimiento de su ingratitud y de su falta de amor para con su padre. La parábola deja ver claramente el egoísmo siempre latente en la mentalidad del hijo: "¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre!". Lo mismo que en el caso de Zaqueo, no encontramos al principio una intención pura, ni un verdadero pesar de haber procedido mal. El pecador se deja llevar, en un principio, por el deseo de escapar al sufrimiento provocado por su actitud. Para Dios, ese comienzo es ya un signo, y es el padre quien corre al encuentro de su hijo.
Aunque el hijo pródigo manifiesta su pesar, el padre parece de tal manera sumido en la alegría, que no parece reparar en ello; él es todo alegría: "Sacad en seguida el mejor traje, y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete". El padre lo ha olvidado todo, ninguna amargura aparece en su comportamiento, su único sentimiento es la alegría: "Porque este hijo mío estaba muerto, y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado".
El perdón de Dios no siempre es entendido por todos. Es posible que san Lucas aprovechara la ocasión de la parábola enseñada por Jesús para insistir en la aceptación dentro de la comunidad cristiana de los que han pecado pero viven en la Iglesia. Jesús mismo se encontró con personas que aceptaban mal al pecador y lo consideraban como reprobado por Dios. La finalidad de la parábola es hacerles comprender la actitud de Dios.
Por eso, se describe minuciosamente la reacción del hijo mayor: es la de algunos contemporáneos de Jesús; fue la de algunos discípulos de Lucas; es la de algunos cristianos de hoy día. El hijo mayor se considera siervo fiel, y es verdad. Se siente como ofendido por el recibimiento hecho a su hermano. A él, siempre fiel, nunca se le ha festejado con un banquete. Y en cambio, al que abandonó el hogar para gastar todos sus bienes, se le recibe con honores y con una alegría jamás manifestada con el siervo fiel. Es el escándalo de muchos cristianos de hoy día. Por lo menos en su imaginación, llevan mal que tal persona, que ha llevado una vida disoluta, sea acogido por Dios después de su muerte lo mismo que el que ha pasado toda su vida al servicio de Dios. Concepción mercenaria de la vida cristiana y de la justicia de Dios, que deja poco sitio al amor. Jesús quiere corregirla. Cristo quiere oponerse con firmeza a toda actitud religiosa que pudiera ser como una especie de contrato de "do ut des" (te doy para que me des) entre Dios y los hombres. Es el amor el que debe ocupar el primer lugar. Para el padre no hay ninguna depreciación del hijo mayor que permaneció siempre fiel, al contrario; lo afirma el padre: "Hijo, tu estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo". No hay ninguna injusticia con él; sólo, por parte del padre, voluntad de perdón y de devolver la vida al hijo que estaba muerto.
-El Señor renuncia a castigar a su pueblo pecador (Ex 32, 7-14)
El pueblo de Dios se ha dejado llevar a adorar el Toro de metal. Falta imperdonable, si se piensa que ha sido cometida poco tiempo después de la promulgación del Decálogo. La plegaria de Moisés que implora el perdón, constituye el centro de este relato. Es una audaz defensa, estructurada en tres argumentos bien construidos.
¿Por qué quiere Dios destruir "su" pueblo? Porque este pueblo es el suyo, y es el el que le hizo salir de Egipto con gran poder y mano robusta. Se daría en el Señor una singular contradicción de actitudes: destruir un pueblo al que, por otro lado, ha querido salvar con medios tan espectaculares.
Precisamente porque el Señor liberó a su pueblo de forma espectacular y le ha engrandecido en medio de las demás naciones, sería para él una especie de deshonor la destrucción de un pueblo al que ha salvado como suyo. El propio honor de Dios está en entredicho. ¿Qué va a quedar del respeto y del temor de su gran poder y mano robusta? Verdadero "chantaje" que Moisés no duda emplear en su oración, en la que la fe permite todas las audacias.
Pero el argumento más fuerte es el de la fidelidad a la que el Señor está obligado. Aunque el pueblo no sea fiel, el Señor sí debe serlo. Se ha comprometido con los patriarcas a darles una descendencia. Aunque prometida a Moisés, no es menos cierto que ya se la había prometido a Abraham.
El Señor renuncia al castigo previsto. Así pues, a pesar de la falta, siempre es posible obtener el perdón de Dios. El perdón es siempre la última actitud del Señor.
-Cristo vino para salvar a los pecadores (1 Tim 1, 12-17)
San Pablo comunica aquí su experiencia personal: él, pecador, ha sido, no obstante, escogido por Dios para ejercer un ministerio, Dios le ha otorgado su confianza. Esto era un acontecimiento para la jovencísima Iglesia. A la vista de los demás apóstoles elegidos por Jesús y que habían compartido su existencia, Pablo, el que los perseguía, se ve colmado de la gracia del Señor, y helo ahí ministro del Señor, como ellos. El caso podía resultar chocante. Pablo recuerda la conversión, siempre posible con la fe y el amor en Cristo Jesús. Más rotundo todavía: considera que su estado de pecador y su conversión entran en el plan de la Providencia divina: él, pecador, fue elegido "para que en mí, el primero, mostrara Cristo toda su paciencia, y pudiera ser modelo de todos los que creerán en él y tendrán vida eterna".
De esta forma, Pablo se presenta como el primero de los pecadores y también como el primer testigo de la longanimidad de Dios. La principal enseñanza que quiere dar es: "Que Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores". San Lucas ponía en labios del Señor las mismas palabras: "No he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores" (Lc 5, 32); y también: "El Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc 19, l0).
Las lecturas de este domingo son preciosas; ponen fin a toda actitud rigorista. No por ello estimulan a la bonachonería y a la condescendencia con las faltas de los hombres, pero engrandecen el perdón de Dios hacia quienes creen, a los cuales, a pesar de su falta, otorga a veces gracias de elección. No tenemos que condenar a los demás, toda vez que Dios, desde el momento en que constata el arrepentimiento, perdona y no niega su gracia. Así se derrumba todo lo que pudiera constituir orgullo del "justo" y del observante, frente al perdón que viene de Dios.
Santos Benetti
Caminando por el Desierto
1. El testimonio del Padre
Siendo el tema de hoy uno de los más repetidos en la pastoral, trataremos de centrarnos en algunos puntos de mayor interés para la maduración de nuestra fe. Lo que más resalta en la parábola es la figura de Dios Padre y la relación que mantiene con sus hijos.
Jesús nos presenta una típica familia de campo: todos trabajan para lo mismo; la tierra es patrimonio familiar, por lo que es grave pecado pretender dividirla... Sin embargo, para aquel padre lo importante no era todo eso sino la relación con sus hijos. Respeta su libertad, sabe esperar y callar. Ante la petición del menor, accede. Sabe que su hijo ya no es un niño: quiere hacer su vida y el padre comprende, no sin gran dolor.
Después, la larga y confiada espera. Es que conoce a fondo el corazón de su hijo: sabe de su debilidad, pero también de las posibilidades que hay en él. Sabe que tiene que hacerse hombre en la escuela de la vida y acepta el derroche de sus bienes a cambio de la madurez de su hijo. Su testimonio de comprensión, silencio y amor será como un imán para el hijo en desgracia.
Así ve Jesús a Dios, el «Padre» por excelencia. No impone su voluntad ni mendiga el cariño de nadie. Le dio la libertad al hombre y acepta el riesgo de su desobediencia y el desafío del pecado... sin resentimiento.
Es un Dios que cree en el amor; y que el amor es más fuerte que el pecado más tremendo. Cree que el amor puede transformar al hombre; por eso espera. Es un amor que se adelanta a todo gesto de arrepentimiento; un amor -gran paradoja- que hace vivir al pecador.
Un Dios que no tiene más ley que el amor ni más justicia que el perdón; sin tribunales, ni fiscales ni cárceles. Sólo tiene casa que quiere llenar con la alegría de sus hijos. Ya bastante tribunal y juez tiene cada uno con su conciencia; ya bastante cárcel es la vida de todos los días con sus heridas y limitaciones.
Un Dios que no castiga ni aplasta sino que espera en silencio el proceso de liberación interior de cada hombre: duro y trabajoso parto hacia la luz...
Y es una pena que los cristianos, a lo largo de los siglos, hayamos fabricado otro Dios, otro modelo de «padre». El Padre de la severidad y del miedo, del premio y del castigo. El de la ley y del código; el de la obediencia ciega y el del cumplimiento frío e interesado de su voluntad. Es el padre que oprime a sus hijos con una larga lista de «no se debe hacer», «eso está mal», «si no cumples esto, tendrás tu merecido...». Es el Dios-padre que fabricó una sociedad que tenía necesidad de oprimir a los hombres y de mantenerlos en perpetuo infantilismo.
Y es una pena que Ia misma Iglesia haya fabricado una religión que muchas veces tiene más de derecho romano que del Evangelio de Lucas; iglesia llena de tribunales, jueces y acusadores; una iglesia sin segundas ni terceras oportunidades... ¿No será ésta la iglesia del hijo mayor de la parábola?
2. El camino del pecado
Otro concepto que se clarifica mucho desde la luz de esta parábola es el pecado. El pecado aparece como una decisión personal, como algo que define a uno mismo. Más que un acto malo, es una actitud en la que el hombre pretende encontrarse consigo mismo, si bien acabará en un frágil espejismo.
El hijo menor -también aquí se contrasta la cómoda postura del mayor- quiso hacer su vida y tener nombre propio. En eso tenía plena razón; solamente que se equivocó de camino. Acostumbrado al solícito amor protector del padre, creyó que la vida era cosa muy fácil. Nunca había reparado en el sacrificio que le había costado al padre levantar su casa y su hacienda; por eso no le dio importancia y se fue...
El pecado aparece, pues, como la fuga de la condición humana, como un evadirse de la responsabilidad de todos los días, como un negarse a construir algo en un proceso lento y un tanto duro. El pecado es -como dirá Jesús- «un camino ancho y fácil...».
De ahí que el pecado aparezca como la tentación permanente del hombre, un ser en constante construcción de sí mismo. La vida no está hecha ni acabada. Pero la pereza se filtra en el proceso, como el pecado esencial del hombre: negarse a trabajar en la construcción de uno mismo y en la construcción de la propia comunidad o familia. En el inconsciente del hombre yace la tentación de Adán que quiso muy pronto hacerse dios para escapar a su situación de hombre: trabajador y luchador. Es la tentación que nos llega en oleadas sucesivas: ¿Para qué trabajar si puedo vivir a costa de otros? ¿Para qué ser fiel en mi matrimonio si puedo aprovechar esta fácil oportunidad? ¿Para qué sacrificar mis horas por la comunidad.... para qué..., para qué...?
Y el pecado llega, llama y golpea a la puerta con fuerza. Bastan pocos minutos para destrozar una familia; pocas horas para destruir un país levantado en años o siglos de esfuerzo. Nada importante. Porque el pecado es egoísmo ciego y totalitario. La esencia del pecado -thánatos, muerte- es destruir y levantar la bandera del «yo» y «solamente yo». Pecadores, muy despacio comprendemos que el yo se construye sobre el no-yo, sobre el vaciamiento de nuestro instinto de muerte. Entonces surge la vida del «nosotros», difícil palabra que la humanidad aún no aprendió a pronunciar; todavía está en la etapa del niño pequeño que grita: «Esto es mío..., mi juguete..., mi torta..., mi mamá . . . »
Y el hijo menor parte de la casa, abandona el hogar; da las espaldas al padre. No podemos comprender el pecado si antes no comprendemos que formamos una comunidad, la familia de los hombres. El pecado nos vuelve contra esa comunidad.
Por eso, el pecado «no es cosa mía», como a veces decimos; porque esa cosa mía atenta contra muchos, contra el bien de otros, contra la «cosa nuestra» de la comunidad. Así, quien odia, deja de aportar amor; quien miente, deja de aportar verdad. No hay, entonces, término medio: o aportamos en la construcción de la comunidad o colaboramos en su debilitamiento y destrucción.
El famoso slogan: «Yo y mi Dios», fórmula tan típica del mundo «occidental y cristiano», no tiene nada que ver con el mensaje de Jesucristo.
Ahora el hijo está lejos de su casa y libre de toda responsabilidad. A veces, se mantiene la ilusión de libertad y felicidad; después, la cruda y cruel realidad lo vuelve en sí. Está solo; tremendamente solo. Vacío, desnudo, hambriento. Es el último eslabón del egoísmo: sólo yo...
Y, por primera vez en su vida, comprende que ha perdido su dignidad de hombre y de hijo. Y siente envidia de los puercos... El pecado, en efecto, nos prostituye, y esa prostitución es su peor castigo. Una íntima vergüenza nos invade, prisioneros de una ilusión suicida. «Soy un pobre-hombre», concluimos.
Es la sensación que todos, alguna vez, hemos vivido: esa rara mezcla de amargura, desazón, vergüenza y lástima de nosotros mismos. Son los momentos en que tocamos con nuestras propias manos nuestro límite, para reconocer al fin que nos hemos equivocado. Pero aún no sabemos si ese sentimiento es orgullo herido o sincero arrepentimiento. Sin embargo -esto es lo maravilloso de la vida-, esa amarga y humillante experiencia puede ser el punto de partida de un nuevo y largo camino: el camino de la reconstrucción de la vida. Nunca la partida está totalmente perdida; nunca la debilidad es tan grande; nunca el egoísmo es tan ciego... En el fondo de uno mismo -fondo misterioso e insondable- hay una fuerza irresistible, una llama que nunca se apaga, una fuerza sobrehumana.
Descubrir que en ese fondo está Dios esperándonos pacientemente para iniciar la nueva etapa de nuestra liberación es, quizá, la experiencia más rica y densa del ser humano. Al sentirnos pecadores descubrimos, en efecto, que cada uno es sujeto y actor de su propio destino...
Fue lo que no supo hacer el hijo mayor; no porque no fuera pecador, sino porque ni siquiera había descubierto que era un hombre.
3. El proceso de la conversión.
La parábola describe tres momentos en la conversión del hombre: «Recapacitando entonces se dijo... me pondré en camino... adonde está mi padre.»
Lo primero: pensar y reflexionar... Cada día cometemos errores y nos desviamos. Pero eso es parte de nuestra condición de hombres. Si queremos ser hombres auténticos, enfrentémonos con los hechos, juzguemos nuestra propia conducta y avancemos. Mirar nuestro pasado, reconocer nuestros errores, aceptar nuestro pecado... Todo eso supone sinceridad y valentía. Y también es un acto de esperanza: creer en nosotros mismos; confiar en el amor del Padre.
El hijo menor cree, pero aún no lo suficiente. El amor del padre fue mucho más allá de lo que él había imaginado.
No hay conversión sin fe en uno mismo. He ahí una seria secuela del pecado: socava nuestra confianza; nos vuelve esclavos de una vieja situación que suponemos irreparable. Después viene el momento más crítico: levantarse...
Y partir, desandar el camino, corregir un rumbo, volver a la comunidad.
En ese «levantarse» del hijo hay todo un sentido de resurrección y de re-generación: nacer de nuevo a otro estilo de vida. Hay que sepultar el pasado y enterrar una vida vieja y absurda. Pero el hombre no muere: renace.
Y el hijo vuelve a la casa. Es un paso inevitable: lo llamamos «reparación». Si antes se ha destruido algo, ahora hay que volverlo a construir. Si antes se rompió con la comunidad, ahora hay que reconciliarse. Sin esto, la conversión es una simple palabra vacía.
Los cristianos hemos perdido este elemento esencial de la conversión y del perdón de los pecados, convirtiendo el perdón en un acto individualista, frío y cerrado: «Yo me las arreglo con Dios», decimos. Y, por eso mismo, hemos hecho de la confesión sacramental un rito incongruente, hueco, desprovisto de calor y de vida. Un acto infantil en el que el hijo-pecador se somete a la reprimenda del padre-malo a quien se promete el oro y el moro, para volver a repetir la misma historia una y otra vez...
Quisiéramos concluir con otra reflexión acerca del perdón de los pecados. En la parábola no se dice que el padre perdonó al hijo; al contrario, la parábola supera ese concepto demasiado enmarcado en un contexto de infantilismo. Pero sí dice el padre: «Este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado.»
El perdón no es algo que se otorga o que se recibe, sino algo que se construye, porque es la vuelta al amor, a un amor más profundo y duradero. Perdonar y ser perdonado significa volver a amar; el perdón es la síntesis de dos amores: un amor muerto que resucita y un amor fiel que recibe.
Primero fue el abrazo del padre con el hijo. Después vino la fiesta: la familia se ha reencontrado. Sólo faltó a la cita el hijo mayor -expresión de los fariseos-, que reprocha a su padre porque no le dio un cabrito para premiar su obediencia...
Insistimos: debemos superar un concepto infantil de perdón de los pecados. No puede ser que sigamos creyendo que, por ir al confesonario o arrepentirnos interiormente, «recibimos el perdón de Dios». Así obra el niño pequeño que, después de haber roto una copa de cristal, se presenta a la madre para que le perdone... Aún no ha entendido -por su propia inmadurez- que es uno mismo quien debe saber darse cuenta cuándo ha obrado mal y que lo que corresponde después es reparar, reconstruyendo de alguna forma lo destruido. La parábola -una página evangélica que refleja una madurez religiosa y psicológica- nos obliga a cambiar nuestro concepto de Dios-padre, del pecado y del perdón de los pecados. Todo es mucho más dinámico y personal que lo enseñado en estos últimos siglos de individualismo moralizante.
El perdón de los pecados, aunque se haga en un sacramento en nombre de Dios, es algo vacío e inútil si no expresa todo un proceso de cambio de mentalidad y de vida. Debemos superar esa imagen minimalista de un Dios que da su perdón al final de un rito humillante. Más que hablar de perdón de los pecados, debemos hablar de reconciliación del hombre consigo mismo y con la comunidad; de reconstrucción de la vida; de reparación de un pasado estéril. Es vergonzoso que en cinco minutos de confesonario pretendamos quedar con la «conciencia tranquila» cuando sabemos positivamente que, en realidad, todo sigue igual y nada ha cambiado. Como también es vergonzoso el concepto de misericordia infinita de Dios, basado en una absolución semanal de las mismas faltas que esconden la misma pereza de toda una vida.
Aunque Lucas sólo hubiera descrito esta parábola, tendríamos motivos para cambiar todo un esquema religioso.
Y si el siglo moderno ha descubierto la palabra «terapia» para expresar la superación del hombre de sus conflictos, es porque los cristianos nos hemos olvidado de que siempre, tanto en el Evangelio como en los primeros escritos cristianos, el proceso de conversión fue descrito como una auténtica «curación o terapia» del pecador. Bien lo dijo el criado al hermano mayor, que preguntaba qué estaba pasando en la casa: «Ha vuelto tu hermano, y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud».
Hans Urs von Balthasar
Luz de la Palabra
1. «Pero Dios tuvo compasión de mí».
Todos los textos hablan hoy de la misericordia de Dios. La misericordia es ya en la Antigua Alianza el atributo de Dios que da acceso a lo más íntimo de su corazón. En la segunda lectura Pablo se muestra como un puro producto de la misericordia divina, diciendo dos veces: «Dios tuvo compasión de mí», y esto para que «pudiera ser modelo de todos los que creerán en él»: «Se fió de mí y me confió este ministerio. Eso que yo antes era un blasfemo, un perseguidor y un violento». Y esto por una obcecación que Dios con su potente luz transformó en una ceguera benigna, para que después «se le cayeran de los ojos una especie de escamas». Pablo, para poner de relieve la total paradoja de la misericordia de Dios, se pone en el último lugar: se designa como «el primero de los pecadores», para que aparezca en él «toda la paciencia» de Cristo, y se convierte así en objeto de demostración de la misericordia de Dios en beneficio de la Iglesia por los siglos de los siglos.
2. «Y busca con cuidado».
El evangelio de hoy cuenta las tres parábolas de la misericordia divina. Dios no es simplemente el Padre bueno que perdona cuando un pecador se arrepiente y vuelve a casa, sino que «busca al que se ha perdido hasta que lo encuentra». Así en la parábola de la oveja y de la dracma perdidas. En la tercera parábola el padre no espera en casa al hijo pródigo, sino que corre a su encuentro, se le echa al cuello y se pone a besarlo. Que Dios busque al que se ha perdido, no quiere decir que no sepa dónde se encuentra éste, indica simplemente que busca los caminos -si alguno de ellos es el adecuado- en los que el pecador puede encontrar el camino de vuelta. Tal es el esfuerzo de Dios, que se manifiesta en último término en el riesgo supremo de entregar a su Hijo por el mundo perdido. Cuando el Hijo desciende a la más profunda derelicción del pecador, hasta la pérdida del Padre, se está realizando el esfuerzo más penoso de Dios a la búsqueda del hombre perdido. «La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Rm 5 ,8).
3. Apelación al corazón de Dios.
La primera lectura, en la que Moisés impide que se encienda la ira de Dios contra su pueblo y, por así decirlo, trata de hacerle cambiar de opinión, parece contradecir en principio lo dicho hasta ahora. Pero en el fondo no es así. Aunque la ira de Dios está más que justificada, Moisés apela a los sentimientos más profundos de Dios, a su fidelidad a los patriarcas y por tanto también al pueblo, lo que hace que Dios, más allá de su indignación, reconsidere su actitud en lo más íntimo de su corazón. Moisés apela a lo más divino que hay en Dios. Este corazón de Dios tampoco dejará de latir cuando tenga que experimentar que el pueblo prácticamente ha roto la alianza y tenga que enviarlo al exilio. Ningún destierro de Israel puede ser definitivo. «Si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo» (2 Tm 2,13).