Homilías por id

Juan Pablo II

nn. 1.6
Visita Pastoral a la Archidiócesis de Vercelli y Turín.
Misa de Beatificación del Presbítero Secondo Polo.
Vercelli, Plaza de la Catedral.
Ascensión del Señor (C)

«A estos mismos, después de su pasión, se les presentó dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta días» (Hch 1, 3).

1. ¡Cuarenta días! La solemnidad de la Ascensión de Cristo al cielo concluye el período de cuarenta días a partir del domingo de Resurrección. Existe un significativo paralelismo litúrgico entre el tiempo cuaresmal y el pascual, una singular convergencia espiritual, que abre a nuevos horizontes para la vida cristiana: la Cuaresma lleva a la Resurrección; los cuarenta días después de la Pascua son la preparación para la Ascensión.

La Cuaresma, al remitirse idealmente a los cuarenta años de camino de Israel hacia la Tierra prometida, muestra en el Nuevo Testamento el itinerario de los creyentes hacia el misterio pascual, culminación y punto clave de la historia de la humanidad y de la economía de la salvación. Los cuarenta días que preceden a la Ascensión simbolizan el camino de la Iglesia en la tierra hacia la Jerusalén celestial, en la que entrará al fin junto con su Señor.

En los acontecimientos pascuales, Jesús revela la plenitud de la vida inmortal. En la cruz, vence a la muerte, y, mediante su sacrificio, ilumina con una luz nueva toda la existencia humana. Esto es lo que ponen de relieve los textos litúrgicos de la solemnidad de la Ascensión y, especialmente, el pasaje de la carta a los Hebreos que acabamos de escuchar: «Está establecido que los hombres mueran una sola vez, y luego el juicio» (Hb 9, 27). Cristo resucitado y transfigurado en la gloria, como sacerdote eterno de la nueva Alianza, no entra «en un santuario hecho por mano de hombre (...), sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro» (Hb 9, 24).

Esta conciencia aumenta en la contemplación de los misterios sagrados y da un sentido nuevo a la vida diaria, proyectándola constantemente hacia las realidades últimas y eternas. El cielo es nuestra morada definitiva, como sugiere el apóstol Pablo: «Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra» (Col 3, 1-2).

[...]

6. Volvamos a la Ascensión: «Mientras los bendecía, (Jesús) se separó de ellos y fue llevado al cielo» (Lc 24, 51).

El encuentro del Resucitado con sus discípulos concluye con dos gestos, que san Lucas refiere al final de su evangelio, mientras narra el acontecimiento de la Ascensión: la despedida del Señor resucitado que bendice a los Apóstoles y la actitud de éstos.

La bendición de Cristo glorioso suscita en los discípulos la adoración y la alegría. Así, el misterio de la Ascensión asume el tono solemne de una liturgia armoniosa. Los discípulos reconocen en Jesús al Señor victorioso sobre la muerte y, al mismo tiempo, comprenden el significado profundo de su misión.

Su corazón está embargado de estupor y alabanza; no es la melancolía de un adiós, sino el gozo por la certeza de una presencia renovada. Jesús se oculta a los ojos físicos de sus discípulos, para hacerse presente a los ojos de su corazón; se libera de los límites del espacio y del tiempo, para hacerse presente al hombre de todos los tiempos y lugares, y ofrecerles a todos el don de la salvación.

Como los Apóstoles, como san Eusebio, como la multitud de los santos y beatos de esta ilustre Iglesia, a la que hoy se añade don Secondo Pollo, también nosotros tenemos la certeza de su presencia.

Sí. Cristo está con nosotros, dentro de nosotros; está con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amén.