Homilías por id

Benedicto XVI

Misa conclusiva de la Asamblea especial para Oriente Medio del Sínodo de los Obispos (Basílica Vaticana)
Orar al Dios cercano

[...] Esta mañana hemos dejado el aula del Sínodo y hemos venido «al templo para orar»; por esto, nos atañe directamente la parábola del fariseo y el publicano que Jesús relata y el evangelista san Lucas nos refiere (cf. Lc 18, 9-14). Como el fariseo, también nosotros podríamos tener la tentación de recordar a Dios nuestros méritos, tal vez pensando en el trabajo de estos días. Pero, para subir al cielo, la oración debe brotar de un corazón humilde, pobre. Por tanto, también nosotros, al concluir este acontecimiento eclesial, deseamos ante todo dar gracias a Dios, no por nuestros méritos, sino por el don que él nos ha hecho. Nos reconocemos pequeños y necesitados de salvación, de misericordia; reconocemos que todo viene de él y que sólo con su gracia se realizará lo que el Espíritu Santo nos ha dicho. Sólo así podremos «volver a casa» verdaderamente enriquecidos, más justos y más capaces de caminar por las sendas del Señor.

La primera lectura y el salmo responsorial insisten en el tema de la oración, subrayando que es tanto más poderosa en el corazón de Dios cuanto mayor es la situación de necesidad y aflicción de quien la reza. «La oración del pobre atraviesa las nubes» afirma el Sirácida (Si 35, 17); y el salmista añade: «El Señor está cerca de los que tienen el corazón roto, salva a los espíritus hundidos» (Sal 34, 19). Tenemos presentes a tantos hermanos y hermanas que viven en Oriente Medio y que se encuentran en situaciones difíciles, a veces muy duras, tanto por los problemas materiales como por el desaliento, el estado de tensión y, a veces, de miedo. La Palabra de Dios hoy nos ofrece también una luz de esperanza consoladora, donde presenta la oración, personificada, que «no desiste hasta que el Altísimo lo atiende, juzga a los justos y les hace justicia» (Si 35, 18). También este vínculo entre oración y justicia nos hace pensar en tantas situaciones en el mundo, especialmente en Oriente Medio. El grito del pobre y del oprimido encuentra eco inmediato en Dios, que quiere intervenir para abrir una vía de salida, para restituir un futuro de libertad, un horizonte de esperanza.

Esta confianza en el Dios cercano, que libera a sus amigos, es la que testimonia el apóstol san Pablo en la epístola de hoy, tomada de la segunda carta a Timoteo. Al ver ya cercano el final de su vida terrena, san Pablo hace un balance: «He competido en la noble competición, he llegado a la meta en la carrera, he conservado la fe» (2 Tm 4, 7). Para cada uno de nosotros, queridos hermanos en el episcopado, este es un modelo que hay que imitar: que la Bondad divina nos conceda hacer nuestro un balance análogo. «Pero el Señor, —prosigue san Pablo— me asistió y me dio fuerzas para que, por mi medio, se proclamara plenamente el mensaje y lo oyeran todos los gentiles» (2 Tm 4, 17). Es una palabra que resuena con especial fuerza en este domingo en que celebramos la Jornada mundial de las misiones. Comunión con Jesús crucificado y resucitado, testimonio de su amor. La experiencia del Apóstol es paradigmática para todo cristiano, especialmente para nosotros, los pastores. Hemos compartido un momento fuerte de comunión eclesial. Ahora nos separamos para volver cada uno a su misión, pero sabemos que permanecemos unidos, permanecemos en su amor.