Homilías por id

Juan Pablo II


No quiero la muerte

1. «Nolo mortem impii sed ut convertatur impius a via sua et vivat: Yo no me gozo en la muerte del impío, sino en que se retraiga de su camino y viva» (Ez 33, 11).

Nolo mortem!

En la liturgia cuaresmal se repiten muchas veces estas palabras, con las cuales se expresa Dios mismo, el Señor de la vida, ¡el único Señor de la vida, el Dios que ama la vida! (cf. Sab 11, 26).

De este amor toma origen el misterio pascual, en el que la muerte es superada por la Muerte, y Dios se revela hasta el fondo como Dador de la vida indestructible.

Cuando repetimos en la oración: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14), pensamos en el valor inmenso que ha tenido esa única vida humana concebida por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen de Nazaret. Al hacer de esta vida un don absoluto y definitivo al Padre, en la muerte de cruz, Cristo con este don asegura a la vida la victoria y, al mismo tiempo, vuelve a confirmar la dignidad única e irrepetible de cada vida humana. Vuelve a confirmar la ley fundamental de la vida.

Todo hombre tiene derecho al don de la vida.

2. El tiempo de Cuaresma exige de nosotros una profunda reflexión sobre los problemas de la vida y de la muerte. Cuanto más profundamente entramos en este período, cuando más nos acercamos al Triduum Sacrum, tanto más intensamente debemos concentrarnos sobre este problema: sobre el problema de la vida y de la muerte, en todos sus aspectos y en todas sus consecuencias.

Efectivamente, existe en nuestra época una amenaza creciente al valor de la vida. Esta amenaza que, sobre todo, se hace notar en las sociedades del progreso técnico, de la civilización material y del bienestar, plantea un interrogante a la misma autenticidad humana de ese progreso.

En efecto, si sustituyéramos el derecho a la vida, el don de la vida, por el derecho de quitar la vida al hombre inocente, entonces no podríamos dudar que en medio de todos los valores técnicos y materiales, con los que computamos la dimensión del progreso y de la civilización, quedaría quebrantado el valor esencial y fundamental que es la razón justa y el metro del verdadero progreso: el valor de la vida humana, o sea, el valor de la existencia del hombre, dado que vivere est viventibus esse.

Quitar la vida humana significa siempre que el hombre ha perdido la confianza en el valor de su existencia; que ha destruido en sí, en su conocimiento, en su conciencia y voluntad, ese valor primario y fundamental.

Dios dice: «No matarás» (Ex 20, 13). Y este mandamiento es al mismo tiempo el principio fundamental y la norma del código de la moralidad inscrito en la conciencia de cada hombre.

Si se concede derecho de ciudadanía al asesinato del hombre cuando todavía está en el seno de la madre, entonces, por esto mismo, se nos pone en el resbaladero de incalculables consecuencias de naturaleza moral. Si es lícito quitar la vida a un ser humano, cuando es el más débil, totalmente dependiente de la madre, de los padres, del ámbito de las conciencias humanas, entonces se asesina no sólo a un hombre inocente, sino también a las conciencias mismas. Y no se sabe lo amplia y velozmente que se propaga el radio de esa destrucción de las conciencias, sobre las que se basa, ante todo el sentido más humano de la cultura y del progreso del hombre.

Los que piensan y afirman que éste es un problema privado y que, en tal caso, es necesario defender el derecho estrictamente personal a la decisión, no piensan y no dicen toda la verdad. El problema de la responsabilidad por la vida concebida en el seno de cada madre es problema eminentemente social. Y, al mismo tiempo, es problema de cada uno y de todos. Se halla en la base de la cultura moral de toda sociedad. Y de él depende el futuro de los hombres y de la sociedad. Si aceptásemos el derecho a quitar el don de la vida al hombre aún no nacido, ¿lograremos defender después el derecho del hombre a la vida en todas las demás situaciones? ¿Lograremos detener el proceso de destrucción de las conciencias humanas?

3. El período de Cuaresma constituye un desafío. A la luz del misterio pascual, al que nos acercamos, penetrando cada vez más profundamente en la meditación de la pasión y de la muerte de Cristo, es necesario que se despierten las conciencias y asuman la gran causa del valor de la vida y de la responsabilidad por la vida, que es, al mismo tiempo, la responsabilidad por el hombre hasta las raíces mismas de su existencia y de su vocación. Y es necesario que aumente la oración, porque se trata de un problema de máximo nivel desde el punto de vista tanto de la dignidad del hombre, como del futuro digno de él.

Recordemos que Dios dice: Nolo mortem!