Juan Pablo II
Domingo VI de Pascua, Ciclo A.
Visita Pastoral a Ischia (Italia)
Sólo el amor es creíble
1. «Queridos hermanos, glorificad en vuestros corazones a Cristo Señor y estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere» (1 P 3, 15).
Con estas palabras del apóstol san Pedro, deseo saludaros a todos vosotros, amadísimos hermanos y hermanas...
2. Amadísimos hermanos y hermanas, permitidme que, en el marco de esta solemne y festiva celebración eucarística, dirija a vuestra amada comunidad tres palabras importantes, tomándolas de las lecturas bíblicas recién proclamadas.
La primera es: «¡escucha!». La encontramos en el vivo relato del libro de los Hechos de los Apóstoles, donde se narra que «el gentío escuchaba con aprobación lo que decía Felipe, porque había oído hablar de los signos que hacía y los estaba viendo» (Hch 8, 6). La escucha del testigo de Jesús, que habla de él con amor y entusiasmo, produce, como fruto inmediato, la alegría. San Lucas observa: «La ciudad se llenó de alegría» (Hch 8, 8).
[..] Si quieres experimentar también tú esta alegría, ¡permanece a la escucha de la palabra de Dios! Así cumplirás tu misión, caminando bajo la acción del Espíritu Santo. Difundirás el evangelio de la alegría y de la paz, permaneciendo unida a tu obispo y a los sacerdotes, sus primeros colaboradores.
Como sucedió con la comunidad de Samaría, de la que habla la primera lectura, también descenderá sobre ti la efusión abundante del Consolador, el cual, como recuerda el concilio Vaticano II, «mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede a todos gusto en aceptar y creer la verdad» (Dei Verbum, 5).
3. Amadísimos hermanos y hermanas, hay una segunda palabra que quisiera dirigiros, y es: «¡acoge!». [Saber reconocer] el valor de la acogida... [Convertirse] en un laboratorio privilegiado de la típica acogida que los discípulos de Cristo están llamados a ofrecer a todos, sea cual sea el país del que procedan y sea cual sea la cultura a la que pertenezcan. Sólo quien ha abierto su corazón a Cristo es capaz de ofrecer una acogida nunca formal y superficial, sino caracterizada por la «mansedumbre» y el «respeto» (cf. 1 P 3, 15).
La fe acompañada por obras buenas es contagiosa y se irradia, porque hace visible y comunica el amor de Dios. Tended a vivir este estilo de vida, escuchando las palabras del apóstol san Pedro, que acabamos de proclamar en la segunda lectura (cf. 1 P 3, 15). Exhorta a los creyentes a estar siempre prontos «para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere». Y añade: «Mejor es padecer haciendo el bien, si tal es la voluntad de Dios, que padecer haciendo el mal» (1 P 3, 17).
4. ¡Cuánta sabiduría humana y cuánta riqueza espiritual en estos consejos ascéticos y pastorales, sencillos pero fundamentales! Estos consejos nos llevan a la tercera palabra que quisiera dirigiros: «¡ama!». La escucha y la acogida abren el corazón al amor. El pasaje del evangelio de san Juan que acabamos de leer nos ayuda a comprender mejor esta misteriosa realidad. Nos muestra que el amor es la plena realización de la vocación de la persona según el designio de Dios. Este amor es el gran don de Jesús, que nos hace verdadera y plenamente hombres. «El que acepta mis mandamientos y los guarda -dice el Señor-, ese me ama. Al que me ama, lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelará a él» (Jn 14, 21).
Cuando nos sentimos amados, nos resulta más fácil amar. Cuando experimentamos el amor de Dios, estamos más dispuestos a seguir a Aquel que amó a sus discípulos «hasta el extremo» (Jn 13, 1), es decir, hasta la entrega total de sí mismo.
La humanidad necesita hoy, tal vez más que nunca, este amor, porque sólo el amor es creíble. La fe inquebrantable en este amor inspira en los discípulos de Jesús de todas las épocas pensamientos de paz, abriendo horizontes de perdón y concordia. Ciertamente, esto es imposible según la lógica del mundo, pero todo resulta posible para quien se deja transformar por la gracia del Espíritu de Cristo, derramada con el bautismo en nuestro corazón (cf. Rm 5, 5).
5. [...] sé dócil y obediente a la palabra de Dios y serás laboratorio de paz y de auténtico amor. Así llegarás a ser una Iglesia cada vez más acogedora, donde todos se sientan como en su casa. Los que vengan a visitarte saldrán fortalecidos en el cuerpo, pero aún más robustecidos en el espíritu.
Bajo la guía iluminada y prudente de tu pastor, sé una comunidad que sepa escuchar, una tierra dispuesta a acoger, y una familia que se esfuerce por amar a todos en Cristo.
Te encomiendo a la Virgen María, Madre del Amor hermoso, para que te ayude a hacer que resplandezca tu identidad de Iglesia de Cristo, de Iglesia del amor.
Amadísima Iglesia..., el soplo del Espíritu de Cristo te impulsa hacia los horizontes ilimitados de la santidad. No temas. Al contrario, rema mar adentro con confianza.
Avanza siempre con confianza.
¡Alabado sea Jesucristo!