Homilías por id

Benedicto XVI

Domingo VII de Pascua (A).
Santa Misa con ocasión de la Jornada nacional de las familias católicas croatas en el Hipódromo de Zagreb
Permanecer juntos

[...] Hemos celebrado hace poco la Ascensión del Señor, y nos preparamos para recibir el gran don del Espíritu Santo. Hemos escuchado en la primera lectura cómo la comunidad apostólica estaba reunida en oración en el Cenáculo, con María, la madre de Jesús (cf. Hch 1,12-14). Esto es un retrato de la Iglesia, que hunde sus raíces en el acontecimiento pascual. En efecto, el Cenáculo es el lugar en el que Jesús instituyó la Eucaristía y el Sacerdocio, en la Última Cena; y donde, resucitado de entre los muertos, derramó el Espíritu Santo sobre los Apóstoles la tarde de Pascua (cf. Jn 20,19-23). El Señor había ordenado a sus discípulos «que no se alejaran de Jerusalén sino «aguardad que se cumpla la promesa del Padre»» (Hch 1,4); es decir, les había pedido que permanecieran juntos para prepararse a recibir el don del Espíritu Santo. Y ellos se reunieron en oración con María en el Cenáculo, en espera del acontecimiento prometido (cf. Hch 1,14). Permanecer juntos fue la condición puesta por Jesús para recibir la llegada del Paráclito, y la oración prolongada fue el presupuesto de su concordia. Encontramos aquí una formidable lección para toda comunidad cristiana. A veces se piensa que la eficacia misionera depende principalmente de una atenta programación y de su sagaz puesta en práctica mediante un compromiso concreto. Ciertamente, el Señor pide nuestra colaboración, pero antes de cualquier respuesta nuestra es necesaria su iniciativa: su Espíritu es el verdadero protagonista de la Iglesia, al que se ha de invocar y acoger.

En el Evangelio hemos escuchado la primera parte de la llamada «oración sacerdotal» de Jesús (cf. Jn 17,1-11a) –como conclusión de su discurso de despedida– llena de confianza, dulzura y amor. Se llama «oración sacerdotal» porque en ella Jesús se presenta en la actitud del sacerdote que intercede por los suyos, en el momento en que está a punto de dejar este mundo. El pasaje está presidido por el doble tema de la hora y de la gloria. Se trata de la hora de la muerte (cf. Jn 2,4; 7,30; 8,20), la hora en la que Cristo debe pasar de este mundo al Padre (13,1). Pero, al mismo tiempo, es también la hora de su glorificación que se cumple por la cruz, y que el evangelista Juan llama «exaltación», es decir, ensalzamiento, elevación a la gloria: la hora de la muerte de Jesús, la hora del amor supremo, es la hora de su gloria más alta. También para la Iglesia, para cada cristiano, la gloria más alta es aquella Cruz, es vivir la caridad, don total a Dios y a los demás.