Francisco
Saber discernir la voluntad de Dios
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el itinerario dominical con el Evangelio de Mateo, llegamos hoy al punto crucial en el que Jesús, tras verificar que Pedro y los otros once habían creído en Él como Mesías e Hijo de Dios, comenzó «a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho..., ser ejecutado y resucitar al tercer día» (16, 21). Es un momento crítico en el que emerge el contraste entre el modo de pensar de Jesús y el de los discípulos. Pedro, incluso, siente el deber de reprender al Maestro, porque no puede atribuir al Mesías un final tan infame. Entonces Jesús, a su vez, reprende duramente a Pedro, lo pone «a raya», porque no piensa «como Dios, sino como los hombres» (cf. v. 23) y sin darse cuenta hace las veces de Satanás, el tentador.
Sobre este punto insiste, en la liturgia de este domingo, también el apóstol Pablo, quien, al escribir a los cristianos de Roma, les dice: «No os amoldéis a este mundo —no entrar en los esquemas de este mundo—, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios» (Rm 12, 2).
En efecto, nosotros cristianos vivimos en el mundo, plenamente incorporados en la realidad social y cultural de nuestro tiempo, y es justo que sea así; pero esto comporta el riesgo de convertirnos en «mundanos», el riesgo de que «la sal pierda el sabor», como diría Jesús (cf. Mt 5, 13), es decir, que el cristiano se «agüe», pierda la carga de novedad que le viene del Señor y del Espíritu Santo. En cambio, tendría que ser al contrario: cuando en los cristianos permanece viva la fuerza del Evangelio, ella puede transformar «los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida» (Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 19). Es triste encontrar cristianos «aguados», que se parecen al vino diluido, y no se sabe si son cristianos o mundanos, como el vino diluido no se sabe si es vino o agua. Es triste esto. Es triste encontrar cristianos que ya no son la sal de la tierra, y sabemos que cuando la sal pierde su sabor ya no sirve para nada. Su sal perdió el sabor porque se entregaron al espíritu del mundo, es decir, se convirtieron en mundanos.
Por ello es necesario renovarse continuamente recurriendo a la savia del Evangelio. ¿Cómo se puede hacer esto en la práctica? Ante todo leyendo y meditando el Evangelio cada día, de modo que la Palabra de Jesús esté siempre presente en nuestra vida. Recordadlo: os ayudará llevar siempre el Evangelio con vosotros: un pequeño Evangelio, en el bolsillo, en la cartera, y leer un pasaje durante el día. Pero siempre con el Evangelio, porque así se lleva la Palabra de Jesús y se la puede leer. Además, participando en la misa dominical, donde encontramos al Señor en la comunidad, escuchamos su Palabra y recibimos la Eucaristía que nos une a Él y entre nosotros; y además son muy importantes para la renovación espiritual las jornadas de retiro y de ejercicios espirituales. Evangelio, Eucaristía y oración. No lo olvidéis: Evangelio, Eucaristía, oración. Gracias a estos dones del Señor podemos configurarnos no al mundo, sino a Cristo, y seguirlo por su camino, la senda del «perder la propia vida» para encontrarla de nuevo (v. 25). «Perderla» en el sentido de donarla, entregarla por amor y en el amor —y esto comporta sacrificio, incluso la cruz— para recibirla nuevamente purificada, libre del egoísmo y de la hipoteca de la muerte, llena de eternidad.
La Virgen María nos precede siempre en este camino; dejémonos guiar y acompañar por ella.