Juan Pablo II
nn. 2-3
Domingo VI del Tiempo Ordinario (Ciclo B)
Festividad de la Virgen de Lourdes
Una curación mucho más importante
[...] El Señor Jesús, en el Evangelio de hoy, encuentra a un hombre gravemente enfermo: un leproso que le pide: "Si quieres puedes limpiarme" (Mc 1,40). E inmediatamente después Jesús le prohíbe divulgar el milagro realizado, es decir, hablar de su curación. Y aunque sepamos que " Jesús iba... predicando el, Evangelio del reino y curando toda enfermedad y toda dolencia" (Mt 9,35), sin embargo la restricción, "la reserva" de Cristo respecto a la curación que El había realizado es significativa. Quizá hay aquí una lejana previsión de aquella "reserva", de aquella cautela con que la Iglesia examina todas las presuntas curaciones milagrosas, por ejemplo, las que desde hace más de cien años se realizan en Lourdes. Es sabido a qué severos controles médicos se somete cada una de ellas.
La Iglesia ruega por la salud de todos los enfermos, de todos los que sufren, de todos los incurables humanamente condenados a invalidez irreversible. Ruega por los enfermos y ruega con los enfermos. Acoge cada curación, aunque sea parcial y gradual, con el mayor reconocimiento. Y al mismo tiempo con toda su actitud hace comprender —como Cristo— que la curación es algo excepcional, que desde el punto de vista de la "economía" divina de la salvación es un hecho extraordinario y casi "suplementario".
Esta economía divina de la salvación —como la ha revelado Cristo— se manifiesta indudablemente en la liberación del hombre de ese mal que es el sufrimiento "físico". Pero se manifiesta aún más en la transformación interior de ese mal que es el sufrimiento espiritual, en el bien "salvífico", en el bien que santifica al que sufre y también, por medio de él, a los otros...
[Cristo nos invita esencialmente a "seguirle"] Estas palabras no tienen la fuerza de curar, no libran del sufrimiento. Pero tienen una fuerza transformante. Son una llamada a ser un hombre nuevo, a ser particularmente semejante a Cristo, para encontrar en esta semejanza, a través de la gracia, todo el bien interior en lo que de por sí mismo es un mal que hace sufrir, que limita, que quizá humilla o trae malestar. Cristo que dice al hombre que sufre "ven y sígueme", es el mismo Cristo que sufre Cristo de Getsemaní, Cristo flagelado, Cristo coronado de espinas, Cristo caminando con la cruz, Cristo en la cruz... Es el mismo Cristo que bebió hasta el fondo el cáliz del sufrimiento humano "que le dio el Padre" (cf. Jn Jn 18,11). El mismo Cristo que asumió todo el mal de la condición humana sobre la tierra, excepto el pecado, para sacar de él el bien salvífico: el bien de la redención, el bien de la purificación, y de la reconciliación con Dios, el bien de la gracia.
Queridos hermanos y hermanas, si el Señor dice a cada uno de vosotros: "ven y sígueme", os invita y os llama a participar en la misma transformación, en la misma transmutación del mal del sufrimiento en el bien salvífico: de la redención, de la gracia, de la purificación, de la conversión... para sí y para los demás.
Precisamente por esto San Pablo, que quería tan apasionadamente ser imitador de Cristo, afirma en otro lugar: "Suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo" (Col 1,24).
Cada uno de vosotros puede hacer de estas palabras la esencia de la propia vida y de la propia vocación.
Os deseo una transformación tal que es "un milagro interior", todavía mayor que el milagro de la curación; esta transformación que corresponde a la vía normal de la economía salvífica de Dios como nos la ha presentado Jesucristo. Os deseo esta gracia y la imploro para cada uno de vosotros, queridos hermanos y hermanas.