Juan Pablo II
Domingo V de Cuaresma (Ciclo B)
Una muerte que da fruto
1. En el Evangelio de este quinto domingo de Cuaresma, Jesús explica el sentido de su muerte sirviéndose de la imagen del grano de trigo que, muriendo, da fruto (cf. Jn 12, 24).
La ocasión para esta reflexión se la ofrece el hecho de que, entre la multitud que fue a recibirlo mientras se acercaba a Jerusalén, había también extranjeros, precisamente algunos griegos, que manifestaron a los Apóstoles su deseo de verlo: «Quisiéramos ver a Jesús» (Jn 12, 21). Con estas palabras, se hacen en cierto modo portavoces de toda la humanidad, destacando el valor universal de la salvación ofrecida por Jesús.
2. ¡Quisiéramos ver a Jesús! Este es el grito que la humanidad dirige también hoy a los discípulos de Cristo, pidiéndoles que muestren, con su vida y sus obras, el rostro divino. Lo acogemos con emoción, sabiendo que, como dice el apóstol Pablo, llevamos un tesoro en «recipientes de barro» (2 Co 4, 7). No ignoramos que la historia cristiana, aunque es tan rica en santidad, muestra también mucha fragilidad humana. El Concilio ha observado que, con frecuencia, precisamente la incoherencia de los creyentes constituye un obstáculo en el camino de cuantos buscan al Señor (cf. Gaudium et spes, 19). Por esta razón, el camino de la Iglesia hacia el tercer milenio tiene que ser un serio itinerario de conversión, un esfuerzo de renovación personal y comunitaria a la luz del Evangelio. Este, y sólo este, debe ser el gran jubileo del año 2000. Cuanto más se refleje Cristo en nuestra vida, tanto más mostrará la atracción irresistible que él mismo anunció hablando de su muerte en la cruz: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32).
3. Señor Jesús, ¡da al mundo la paz!
Amadísimos hermanos y hermanas, os invito, una vez más, a implorar al Señor la paz para Albania.
La crisis que está sacudiendo a esa nación, que acaba de salir de un largo período de dictadura inhumana, ya se ha extendido a todo su territorio, sumiendo a esas amadas poblaciones en la falta total de seguridad.
Por el bien de Albania, a todos los que han empuñado un arma, les pido que la depongan: ciertamente, la violencia destructora no es el medio adecuado para resolver los problemas sociales. Al contrario, cada uno tiene que sentirse comprometido a colaborar, dentro del respeto a las personas y al derecho, en el restablecimiento de la confianza entre los ciudadanos y sus autoridades. Todo esto no puede realizarse sin el orden público.
Ciertamente, estos acontecimientos trágicos interpelan a toda Europa, que debe ayudar a los gobernantes y al pueblo albanés a construir su país sobre la base de la democracia y el diálogo político y social. Que la Virgen María, nuestra Señora del Buen Consejo, interceda para que la fuerza de las armas no triunfe sobre la paz, y para que la indiferencia no prevalezca sobre la solidaridad.