Homilías por id

Benedicto XVI

IV Domingo de Pascua (Año B).
Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones. Misa de Ordenación Sacerdotal y Diaconal de la Diócesis de Roma
¿En qué se reconoce al pastor?

Venerados hermanos, queridos ordenandos, queridos hermanos y hermanas:

1. La tradición romana de celebrar las ordenaciones sacerdotales en este IV domingo de Pascua, el domingo «del Buen Pastor», contiene una gran riqueza de significado, ligada a la convergencia entre la Palabra de Dios, el rito litúrgico y el tiempo pascual en que se sitúa. En particular, la figura del pastor, tan relevante en la Sagrada Escritura y naturalmente muy importante para la definición del sacerdote, adquiere su plena verdad y claridad en el rostro de Cristo, en la luz del misterio de su muerte y resurrección. De esta riqueza también vosotros, queridos ordenandos, podéis siempre beber, cada día de vuestra vida, y así vuestro sacerdocio se renovará continuamente.

2. Este año el pasaje evangélico es el central del capítulo 10 de san Juan y comienza precisamente con la afirmación de Jesús: «Yo soy el buen pastor», a la que sigue enseguida la primera característica fundamental: «El buen pastor da su vida por las ovejas» (Jn 10, 11). He ahí que se nos conduce inmediatamente al centro, al culmen de la revelación de Dios como pastor de su pueblo; este centro y culmen es Jesús, precisamente Jesús que muere en la cruz y resucita del sepulcro al tercer día, resucita con toda su humanidad, y de este modo nos involucra, a cada hombre, en su paso de la muerte a la vida. Este acontecimiento —la Pascua de Cristo—, en el que se realiza plena y definitivamente la obra pastoral de Dios, es un acontecimiento sacrificial: por ello el Buen Pastor y el Sumo Sacerdote coinciden en la persona de Jesús que ha dado la vida por nosotros.

3. Pero observemos brevemente también las primeras dos lecturas y el salmo responsorial (Sal 118). El pasaje de los Hechos de los Apóstoles (4, 8-12) nos presenta el testimonio de san Pedro ante los jefes del pueblo y los ancianos de Jerusalén, después de la prodigiosa curación del paralítico. Pedro afirma con gran franqueza: «Jesús es la piedra que desechasteis vosotros, los arquitectos, y que se ha convertido en piedra angular»; y añade: «No hay salvación en ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos» (vv. 11-12).

4. El Apóstol interpreta después, a la luz del misterio pascual de Cristo, el Salmo 118, en el que el orante da gracias a Dios que ha respondido a su grito de auxilio y lo ha puesto a salvo. Dice este Salmo: «La piedra que desecharon los arquitectos / es ahora la piedra angular. / Es el Señor quien lo ha hecho, / ha sido un milagro patente» (Sal 118, 22-23). Jesús vivió precisamente esta experiencia de ser desechado por los jefes de su pueblo y rehabilitado por Dios, puesto como fundamento de un nuevo templo, de un nuevo pueblo que alabará al Señor con frutos de justicia (cfr. Mt 21, 42-43). Por lo tanto la primera lectura y el salmo responsorial, que es el mismo Salmo 118, aluden fuertemente al contexto pascual, y con esta imagen de la piedra desechada y restablecida atraen nuestra mirada hacia Jesús muerto y resucitado.

5. La segunda lectura, tomada de la Primera Carta de Juan (3,1-2), nos habla en cambio del fruto de la Pascua de Cristo: el hecho de habernos convertido en hijos de Dios. En las palabras de san Juan se oye de nuevo todo el estupor por este don: no sólo somos llamados hijos de Dios, sino que «lo somos realmente» (v. 1). En efecto, la condición filial del hombre es fruto de la obra salvífica de Jesús: con su encarnación, con su muerte y resurrección, y con el don del Espíritu Santo, él introdujo al hombre en una relación nueva con Dios, su propia relación con el Padre. Por ello Jesús resucitado dice: «Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro» (Jn 20, 17). Es una relación ya plenamente real, pero que aún no se ha manifestado plenamente: lo será al final, cuando —si Dios lo quiere— podremos ver su rostro tal cual es (cfr. v. 2).

6. [...] Volvamos al Evangelio, y a la palabra del pastor. «El buen pastor da su vida por la ovejas» (Jn 10, 11). Jesús insiste en esta característica esencial del verdadero pastor que es él mismo: «dar la propia vida». Lo repite tres veces, y al final concluye diciendo: «Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre» (Jn 10, 17-18). Este es claramente el rasgo cualificador del pastor tal como Jesús lo interpreta en primera persona, según la voluntad del Padre que lo envió. La figura bíblica del rey-pastor, que comprende principalmente la tarea de regir el pueblo de Dios, de mantenerlo unido y guiarlo, toda esta función real se realiza plenamente en Jesucristo en la dimensión sacrificial, en el ofrecimiento de la vida. En una palabra, se realiza en el misterio de la cruz, esto es, en el acto supremo de humildad y de amor oblativo. Dice el abad Teodoro Studita: «Por medio de la cruz nosotros, ovejas de Cristo, hemos sido reunidos en un único redil y destinados a las eternas moradas» (Discurso sobre la adoración de la cruz: PG 99, 699).