Juan Pablo II
Visita a la Parroquia Romana de la Santísima Trinidad.
Solemnidad de Cristo, Rey del universo, Domingo XXXIV del Tiempo Ordinario (Ciclo B)
El Reino de la Verdad
1. Este domingo, que concluye el año litúrgico, la Iglesia celebra la solemnidad de nuestro Señor Jesucristo, Rey del universo. Hemos escuchado en el evangelio la pregunta que Poncio Pilato hace a Jesús: «¿Eres tú el rey de los judíos? » (Jn 18, 33). Jesús responde, preguntando a su vez: «¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?» (Jn 18, 34). Y Pilato replica: «¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí: ¿qué has hecho? » (Jn 18, 35).
En este momento del diálogo, Cristo afirma: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí» (Jn 18, 36).
Ahora todo es claro y transparente. Frente a la acusación de los sacerdotes, Jesús revela que se trata de otro tipo de realeza, una realeza divina y espiritual. Pilato le pide una confirmación: «Conque, ¿tú eres rey?» (Jn 18, 37). Aquí Jesús, excluyendo cualquier interpretación errónea de su dignidad real, indica la verdadera: «Soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz» (Jn 18, 37).
Él no es rey como lo entendían los representantes del Sanedrín, pues no aspira a ningún poder político en Israel. Por el contrario, su reino va más allá de los confines de Palestina. Todos los que son de la verdad escuchan su voz (cf. Jn 18, 37), y lo reconocen como rey. Este es el ámbito universal del reino de Cristo y su dimensión espiritual.
2. «Para ser testigo de la verdad» (Jn 18, 37). En la lectura tomada del libro del Apocalipsis se dice que Jesucristo es «testigo fiel» (Ap 1, 5). Es testigo fiel, porque revela el misterio de Dios y anuncia el reino ya presente. Es el primer servidor de este reino. «Obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2, 8), testimoniará el poder del Padre sobre la creación y sobre el mundo. Y el lugar del ejercicio de su realeza es la cruz que abrazó en el Gólgota. Pero su muerte ignominiosa representa una confirmación del anuncio evangélico del reino de Dios. En efecto, a los ojos de sus enemigos esa muerte debía ser la prueba de que todo lo que había dicho y hecho era falso.
«Si es el rey de Israel, que baje ahora de la cruz y creeremos en él» (Mt 27, 42). No bajó de la cruz, pero, como el buen pastor, dio la vida por sus ovejas (cf. Jn 10, 11). Sin embargo, la confirmación de su poder real se produjo poco después, cuando, al tercer día, resucitó de entre los muertos, revelándose como «el primogénito de entre los muertos» (Ap 1, 5).
Él, siervo obediente, es rey, porque tiene «las llaves de la muerte y del infierno » (Ap 1, 18). Y, en cuanto vencedor de la muerte, del infierno y de satanás, es «el príncipe de los reyes de la tierra» (Ap 1, 5). En efecto, todas las cosas terrenas están inevitablemente sujetas a la muerte. En cambio, aquel que tiene las llaves de la muerte abre a toda la humanidad las perspectivas de la vida inmortal. Él es el alfa y la omega, el principio y el culmen de toda la creación (cf. Ap 1, 8), de modo que cada generación puede repetir: bendito su reino que llega (cf. Mc 11, 10).
5. Amadísimos hermanos y hermanas, la liturgia de hoy nos recuerda que la verdad sobre Cristo Rey constituye el cumplimiento de las profecías de la antigua alianza. El profeta Daniel anuncia la venida del Hijo del hombre, a quien dieron «poder real, gloria y dominio; todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin» (Dn 7, 14). Sabemos bien que todo esto encontró su perfecto cumplimiento en Cristo, en su Pascua de muerte y de resurrección.
La solemnidad de Cristo, Rey del universo, nos invita a repetir con fe la invocación del Padre nuestro, que Jesús mismo nos enseñó: «Venga tu reino».
¡Venga tu reino, Señor! «Reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz» (Prefacio). Amén.