Homilías por id

Juan Pablo II

Visita pastoral a la parroquia romana de Nuestra Señora de Coromoto
Segundo Domingo de Cuaresma (Ciclo A)
Cuaresma: un camino hacia la vida nueva

[...] 2. La Cuaresma es presentada en la liturgia de hoy como un camino, como el camino al que Dios llamó a Abraham.

Efectivamente, en la primera lectura hemos oído las palabras del Señor: «Sal de tu tierra y de la casa de tu padre hacia la tierra que te mostraré» (Gén 12, 1). Y Abraham se pone en camino sin demora, y sin otro apoyo que la promesa divina. Pues bien, también para nosotros la Cuaresma es un camino, que estamos invitados a afrontar con resolución y fiándonos de los proyectos que Dios tiene sobre nosotros. Aun cuando el viaje esté lleno de pruebas, San Pablo nos asegura en la segunda lectura que, como Timoteo, también cada uno de nosotros es «ayudado por la fuerza de Dios» (2 Tim 1, 8). Y el país hacia el que nos encaminamos es la vida nueva del cristiano, una vida pascual, que sólo puede realizarse con la «fuerza» y con la «gracia» de Dios. Se trata de una potencia misteriosa, que nos ha sido dada «no por nuestros méritos, sino porque antes de la creación, desde tiempo inmemorial, Dios dispuso darnos su gracia por medio de Jesucristo; y ahora esa gracia se ha manifestado por medio del Evangelio, al aparecer nuestro Salvador Jesucristo, que destruyó la muerte y sacó a la luz la vida inmortal» (ib 1, 9-10). La Carta a Timoteo precisa, luego, que el país de la vida nueva se nos ha dado, teniendo como base una misteriosa vocación y asignación por parte de Dios, «no por nuestros méritos, sino en virtud de su propósito y gracia» (ib., 1, 9). Por esto, debemos ser hombres de fe, como Abraham: es decir, hombres que no se apoyan tanto en sí mismos, cuanto en la palabra, en la gracia y en la potencia de Dios.

3. El Señor Jesús, mientras vivió en la tierra, descubría personalmente este camino con sus discípulos. En El realizó también el excepcional acontecimiento que describe el Evangelio de hoy: la Transfiguración del Señor.

«Su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con El» (Mt 17, 2-3). Pero en el centro del acontecimiento están las palabras divinas, que le confieren su verdadero significado: «Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo» (ib, 17, 5). Así comprendemos que se trata de una cristofanía, esto es, la transfiguración representa la revelación del Hijo de Dios, del cual el relato pone en claro algunas cosas: su gloria, a causa del esplendor que adquirió; el hecho de que es el centro y como el compendio de la historia de la salvación, significados por la presencia de Moisés y Elías; su autoridad profética, legítimamente propuesta por la perentoria invitación: «Escuchadlo»; y sobre todo, la denominación de «Hijo», que subraya las relaciones íntimas y únicas que existen entre Jesús y el Padre celestial.

Además, las palabras de la transfiguración repiten las que ya se oyeron en el relato del bautismo en el Jordán, como para significar que, después de haber recorrido un camino preciso en su vida pública, Jesús es el mismo «Hijo predilecto», como había sido proclamado ya al comienzo.

Los Apóstoles manifiestan su felicidad: «¡Qué hermoso es estar aquí!» (Mt 17, 4). Pero Cristo les hace saber que el acontecimiento del monte Tabor sólo se encuentra en el camino hacia la revelación del misterio pascual: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos» (Mt 17, 9).

El camino de Cuaresma que el Señor Jesús ha realizado durante su vida terrena, con sus discípulos, lo continúa realizando con la Iglesia. La Cuaresma es el período de una presencia de Cristo, particularmente intensa, en la vida de la Iglesia.

4. Es necesario, pues, buscar, de modo especial en este tiempo, la cercanía de Cristo: «¡Qué hermoso es estar aquí!» (Mt 17, 4).

Es preciso vivir en la intimidad con El; abrir ante El el propio corazón, la propia conciencia; hablar con El tal como escuchamos en el Salmo responsorial de la liturgia de hoy: «Que tu misericordia. Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti» (Sal 32 [33], 22).

La Cuaresma es precisamente un período en el que la gracia debe estar de modo particular «sobre nosotros». Por esto, es necesario que nos abramos sencillamente a ella; en efecto, la gracia de Dios no es tanto objeto de conquista, cuanto de disponible y gozosa aceptación, como para recibir un don, sin ponerle impedimentos. Esto es posible concretamente, ante todo, mediante una actitud de profunda oración, que lleva consigo precisamente entablar un diálogo con el Señor; luego, mediante una actitud de sincera humildad, puesto que la fe es precisamente la adhesión de la mente y del corazón a la Palabra de Dios; y, finalmente, mediante un comportamiento de auténtica caridad, que deje traslucir todo el amor, del que nosotros ya hemos sido hechos objeto por parte del Señor.

5. Como Abraham, a quien Dios ordenó ponerse en camino, así también nosotros nos encaminamos, de nuevo, por esta vía de la Cuaresma, al fin de la cual está la resurrección.

Se ve a Cristo, al Hijo predilecto, en el que se ha complacido el Padre (cf. Mt 17, 5).

Se ve a Cristo, que vence a la muerte y hace resplandecer la vida y la inmortalidad por medio del Evangelio (cf. 2 Tim 1, 10).

Y por esto: sostenidos por la fuerza de Dios, ¡debemos tomar parte en las fatigas y en las contrariedades soportadas por el Evangelio! (cf. ib., 1, 8). Estas palabras de la Carta a Timoteo abren también un noble y comprometido programa para todo cristiano en su vida de cada día. Es el programa de la evangelización, es decir, de la participación en la difusión del mensaje evangélico. Como Cristo «sacó a la luz de vida inmortal por medio del Evangelio» (ib, 1, 10), así debemos hacer también nosotros; así debe hacer toda la parroquia. Esto es, se trata de hacer ver a la sociedad y al mundo que el Evangelio, con su luz proyectada sobre el camino de la humanidad (cf. Sal 119 [118], 105), es fuente de vida, y de vida inmortal. Es preciso que el cristiano haga ver a todos la verdad de la exclamación de Pedro: «Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68). Los hombres deben comprender que con la adhesión a Cristo no sólo no pierden nada, sino que lo ganan todo, porque con Cristo el hombre se hace más hombre (cf. Gaudium et spes, 41). Mas para esto necesitan un testimonio; y sólo pueden darlo los discípulos mismos de Jesús, esto es, los cristianos, a los cuales escribía ya San Pablo: «Aparecéis como antorchas en el mundo, llevando en alto la palabra de vida» (Flp 2, 15-16).

Y esto se puede hacer de mil modos, según las varias ocupaciones de cada uno: en casa y en el mercado, en la escuela y en la fábrica, en el trabajo y en el tiempo libre.

Y puesto que Jesucristo es «el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8, 29), deseamos y pedimos que, asemejándonos a El, también nosotros podamos ser contados por Dios entre sus hijos predilectos (cf. Mt 17, 5).

¡Amén!