Juan Pablo II
Domingo de Ramos (A)
Llamados a una altísima vocación
1. «¡Viva el Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!... Viva el Altísimo» (Mt 21, 9).
Hoy viene Jesús a Jerusalén. Y hoy es el día que la liturgia recuerda una semana antes de la Pascua.
Hoy es el día en el que las multitudes rodean a Jesús. Entre la muchedumbre están los jóvenes. Este es en especial su día. Este es vuestro día, queridísimos jóvenes —que estáis aquí en la plaza de San Pedro, y al mismo tiempo en tantos otros lugares de la tierra donde la Iglesia celebra la liturgia del Domingo de Ramos— como vuestra fiesta particular.
Este es vuestro día. Como Obispo de Roma salgo junto con vosotros al encuentro de Cristo que viene. «¡Bendito el que viene en nombre del Señor!». Junto con vosotros aquí, y junto con todos vuestros coetáneos en todas las partes del mundo. Me uno espiritualmente también a aquellos casos en los que la fiesta de la juventud se celebra en otro día del año litúrgico.
¡He aquí que la gran muchedumbre se extiende a través de las naciones y los continentes! Esta muchedumbre está en torno a Cristo, mientras entra en Jerusalén, mientras va al encuentro de su «hora». Mientras se acerca a su misterio pascual.
2. Jesús de Nazaret hizo sólo una vez su ingreso solemne en Jerusalén para la Pascua. Y sólo una vez se cumplió lo que los próximos días confirmarán. Pero, al mismo tiempo, El permanece en esta su venida. Y ha escrito en la historia de la humanidad, una vez para siempre, lo que proclama san Pablo en la liturgia de hoy.
«A pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo» (Flp 2, 6-9).
Jesucristo —el Hijo de Dios de la misma sustancia del Padre— se humilló como hombre..., se despojó de su rango, aceptando la muerte en la cruz, que, humanamente hablando, es el mayor oprobio.
En ese despojo Jesucristo fue exaltado por encima de todo. Dios mismo lo exaltó y unió la exaltación del Hijo a la de la historia del hombre y del mundo.
En Él la historia del hombre y del mundo tienen una medida divina. «Jesucristo es el Señor para gloria de Dios Padre» (Flp 2, 11).
3. Todos nosotros, que estamos aquí presentes en la plaza de San Pedro o en cualquier otro lugar de la tierra, nosotros que entramos con Cristo en Jerusalén, profesamos, anunciamos y proclamamos el misterio pascual de Cristo que perdura. Perdura en la Iglesia y, mediante la Iglesia, en la humanidad y en el mundo.
Profesamos, anunciamos y proclamamos el misterio de esta humillación, que exalta, y de este despojo, que da la vida eterna.
En este misterio —en el misterio pascual de Cristo— Dios se ha revelado plenamente. Dios que es amor.
Y en este misterio —en el misterio pascual de Cristo— el hombre ha sido revelado plenamente. Cristo ha revelado basta el fondo el hombre al hombre, y le ha dado a conocer su altísima vocación (cf. Gaudium et spes, 22).
Efectivamente, el hombre existe entre el limite de la humillación y del despojo a través de la muerte y el del insuprimible deseo de la exaltación, de la dignidad y de la gloria.
Esa es la medida del ser humano. Esa es la dimensión de sus exigencias terrenas. Ese es el sentido de su irrenunciable dignidad y el fundamento de todos sus derechos.
En el misterio pascual Cristo entra en esta medida del ser humano. Abraza toda esta dimensión de la existencia humana. La toma toda en sí. La confirma. Y al mismo tiempo la supera.
Cuando entra en Jerusalén, Él va al encuentro del propio sufrimiento —y al mismo tiempo, va al encuentro del sufrimiento de todos los hombres— para revelar no tanto la miseria de ese sufrimiento cuanto más bien su poder redentor.
Cuando entra en Jerusalén, Él va al encuentro de la exaltación que, en Él, el Padre ofrece a todos los hombres. «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá» (Jn 11, 25).
4. Así, pues, entramos con Cristo, en Jerusalén. «Bendito el que viene en nombre del Señor».
Caminando junto con El, somos la Iglesia que habla con las lenguas de tantos pueblos, naciones, culturas y generaciones. En efecto, ella anuncia en todas las lenguas el mismo misterio de Jesucristo: el misterio pascual. En este misterio se encierra de modo especial la medida del hombre. En este misterio la medida del hombre resulta penetrada por el poder divino, por el poder más grande que es el amor.
Todos llevamos en nosotros a Cristo, que es «la vid» (cf. Jn 15, 5), de la que germina la historia del hombre y del mundo. A Cristo, que es la perenne levadura de la nueva vida en Dios...
Bendito el que viene...
¡Hosanna!