Juan Pablo II
Visita Pastoral a Sotto Il Monte y Bérgamo
Domingo II de Pascua (Año A)
Trae su paz a nuestra Iglesia doméstica
1. «Entró Jesús, se puso en medio y les dijo: Paz a vosotros» (Jn 20, 19).
La experiencia que vivieron los Apóstoles «al anochecer de aquel día, el primero de la semana» (ib.), experiencia que se repitió ocho días después en el mismo Cenáculo, también nosotros la revivimos, de modo misterioso pero real, esta tarde: en nuestra asamblea litúrgica, recogida en torno al altar para celebrar la Eucaristía, Cristo renueva su presencia de resucitado y repite su augurio: ¡Paz a vosotros!
El Cenáculo de Jerusalén es el primer lugar de la Iglesia sobre la tierra. Y es, en cierto sentido, el prototipo de la Iglesia en todo lugar y en toda época. También en la nuestra. Cristo, que fue adonde estaban los Apóstoles la primera tarde después de su resurrección, viene siempre de nuevo a nosotros para repetir continuamente las palabras: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo... Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos...» (Jn 20, 21-23).
¿La verdad contenida precisamente en estas palabras no se ha convertido tal vez en la idea guía del Concilio Vaticano II?, ¿del Concilio que ha dedicado sus trabajos al misterio de la Iglesia y a la misión del Pueblo de Dios, recibida de Cristo a través de los Apóstoles? ¿Misión de los obispos, sacerdotes, religiosos y laicos? «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20, 21).
De este Concilio —cuya obra comenzó Juan XXIII guiado (como él mismo confesaba) por la clara inspiración del Espíritu Santo— la Iglesia ha salido con fe renovada en el poder de las palabras de Cristo, dirigidas a los Apóstoles en el Cenáculo. Ha salido con una nueva certeza sobre la propia misión: la misión recibida del Señor y Salvador. Ha salido hacia el porvenir. [...] la Iglesia como cenáculo de todos los pueblos y continentes, abierta hacia el futuro.
Es difícil someter aquí a un análisis profundo la perspectiva de esta apertura. Pero es también difícil no mencionar al menos lo que, de modo particular, salió del corazón del Papa Juan. Es el nuevo impulso hacia la unidad de los cristianos y una especial comprensión para la misión de la Iglesia en relación con el mundo contemporáneo. Éstos temas han visto una profundización esencial en la mesa del Concilio. Si bien en este espacioso cenáculo de la Iglesia de nuestros tiempos, difundida en todo el globo terrestre, no faltan las dificultades, las tensiones, las crisis, que crean temores justificados, sería difícil no reconocer que gracias al Papa salido de vuestra tierra bergamasca, de Sotto il Monte, ha tenido origen una obra providencial. Se necesita tan sólo que nosotros mantengamos fidelidad al Espíritu de Verdad, que ha guiado esta obra, que seamos honestos en comprender y realizar el Concilio, y éste demostrará que es precisamente ése el camino por el que la Iglesia de nuestros tiempos y del futuro debe caminar hacia el cumplimiento de su destino.
Aceptemos por tanto estas palabras de la liturgia de hoy, tomadas de la primera Carta de San Pedro: «Alegraos de ello, aunque de momento tengáis que sufrir un poco, en pruebas diversas: así la comprobación de vuestra fe —de más precio que el oro que, aunque perecedero, lo aquilatan a fuego— llegará a ser alabanza y gloria y honor cuando se manifieste Jesucristo Nuestro Señor» (1 Pe 1, 6-7).
Acojamos estas palabras —y acojamos la prueba de nuestra fe— pidiendo al Señor resucitado que seamos capaces de ello como lo fue el Papa Juan.
4. [Aquí] se ven las grandes perspectivas de la iglesia y del mundo. Las perspectivas de la familia humana que vive en la paz construida sobre la verdad, sobre la libertad, sobre la justicia y sobre el amor, gracias al mensaje que salió del cenáculo jerosolimitano. Se ve, pues, ese gran cenáculo de la Iglesia de nuestros tiempos, difundida en medio de las gentes y de los continentes, en medio de las naciones y de los pueblos... la dimensión universal de la Iglesia.
Pero se ve también la dimensión más pequeña de la Iglesia: la «iglesia doméstica». El Papa Juan ha permanecido fiel a esa Iglesia hasta el fin de la vida, y constantemente volvía a ella, primero en el sentido literal de la palabra, como sacerdote, obispo y cardenal patriarca de Venecia; después como Papa, entonces ya sólo con el recuerdo, con el pensamiento y con el corazón y mediante las visitas de sus seres queridos.
[...] Este mensaje hay que volverlo a leer con la óptica de las palabras de la primera Carta de San Pedro: «Bendito sea Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que en su gran misericordia, por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva, para una herencia incorruptible, pura, imperecedera, que os está reservada en el cielo...» (1, 3-4).
Pero hay que volver a leer al mismo tiempo que este mensaje, el mensaje particular del Papa Juan, en el contexto de las amenazas, amenazas reales, que hieren el patrimonio humano y cristiano de la familia, desarraigando los principios fundamentales sobre los que está construida, desde sus fundamentos, la más espléndida comunidad humana. Estos principios afectan, al mismo tiempo, a los valores esenciales, de los cuales no puede prescindir ningún programa, no sólo el cristiano, sino el simplemente humano.
El primero de estos valores es el amor fiel de los mismos esposos, como fuente de su confianza recíproca y también de la confianza de los hijos hacia ellos. Sobre esta confianza como sobre una roca se basa toda la sutil construcción interior de la familia, toda la «arquitectura de las almas», que se irradia con una humanidad madura sobre las generaciones nuevas.
El segundo valor fundamental es el respeto a la vida desde el momento de su concepción bajo el corazón de la madre.
[...] «Efectivamente, existe en nuestra época una amenaza creciente al valor de la vida. Esta amenaza que, sobre todo, se hace notar en las sociedades del progreso técnico, de la civilización material y del bienestar, plantea un interrogante a la misma autenticidad humanade ése progreso. Quitar la vida humana significa siempre que el hombre ha perdido la confianza en el valor de su existencia; que ha destruido en sí, en su conocimiento, en su conciencia y voluntad, ese valor primario y fundamental.
Dios dice: «No matarás» (Ex 20, 13). Y este mandamiento es al mismo tiempo el principio fundamental y la norma del código de la moralidad inscrito en la conciencia de cada hombre.
»Si se concede derecho de ciudadanía al asesinato del hombre cuando todavía está en el seno de la madre, entonces, por esto mismo, se nos pone en el resbaladero de incalculables consecuencias de naturaleza moral. Si es lícito quitar la vida a un ser humano, cuando es el más débil, totalmente dependiente de la madre, de los padres, del ámbito de las conciencias humanas, entonces se asesina no sólo a un hombre inocente, sino también a las conciencias mismas.
»Y no se sabe lo amplia y velozmente que se propaga el radio de esa destrucción de las conciencias, sobre las que se basa, ante todo, el sentido más humano de la cultura y del progreso del hombre.
»Si aceptamos el derecho a quitar el don de la vida al hombre aún no nacido, ¿lograremos defender después el derecho del hombre a la vida en todas las demás situaciones? ¿Lograremos detener el proceso de destrucción de las conciencias humanas?» (L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 12 de abril de 1981, pág. 1).
¡Papa Juan! He pronunciado estas palabras el domingo 5 de abril y las repito hoy aquí, en tu tierra natal. Fueron dictadas por el amor hacia el hombre, por ese amor que tiene su fuente en la caridad con la que abraza al hombre Aquel que lo ha creado y Aquel que lo ha redimido: Cristo crucificado y resucitado. Fueron dictadas por el sentido de la especial dignidad que tiene todo hombre desde el instante de la concepción hasta la muerte. ¡Papa Juan! Estas palabras fueron dictadas por el amor y por el respeto hacia esta nación de la que tú has sido hijo, así como yo soy hijo de mi nación. Y como hijo de mi patria, Polonia, deseo intercambiar el amor que tú has tenido hacia ella, sirviendo yo a Italia, así como, a causa de la misión que he heredado de ti en la Sede de San Pedro, deseo servir a toda la sociedad, a todas las naciones, a todos los hombres, puesto que el hombre es «el camino de la Iglesia» (cf. Redemptor hominis, 14), así como Cristo es para todo hombre en la Iglesia «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6).
¡Queridos hermanos y hermanas! Por la memoria del Papa Juan debemos hacer todo lo que puede servir a tutelar la familia y la dignidad de la paternidad y de la maternidad responsable, la confianza recíproca de las generaciones, debemos hacer todo lo posible para tutelar nuestra «iglesia doméstica», en medio de la cual se revela Cristo resucitado, así como se reveló a los Apóstoles en el Cenáculo, donde El entra... y dice: «¡Paz a vosotros!».
Amén.