Homilías por id

Benedicto XVI

Visita Pastoral a Savona y Génova.
Santísima Trinidad (A).
En la Trinidad aprendemos lo que es ser «persona».

[...] Esta solemne concelebración eucarística, como todos los domingos, nos invita a participar de modo comunitario en la doble mesa: la de la Palabra de verdad y la del Pan de vida eterna.

En la primera lectura (cf. Ex 34, 4-9) escuchamos un texto bíblico que nos presenta la revelación del nombre de Dios. Es Dios mismo, el Eterno, el Invisible, quien lo proclama, pasando ante Moisés en la nube, en el monte Sinaí. Y su nombre es: «El Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en gracia y fidelidad» (Ex 34, 6). San Juan, en el Nuevo Testamento, resume esta expresión en una sola palabra: «Amor» (1 Jn 4, 8. 16). Lo atestigua también el pasaje evangélico de hoy: «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único» (Jn 3, 16).

Así pues, este nombre expresa claramente que el Dios de la Biblia no es una especie de mónada encerrada en sí misma y satisfecha de su propia autosuficiencia, sino que es vida que quiere comunicarse, es apertura, relación. Palabras como «misericordioso», «compasivo», «rico en clemencia», nos hablan de una relación, en particular de un Ser vital que se ofrece, que quiere colmar toda laguna, toda falta, que quiere dar y perdonar, que desea entablar un vínculo firme y duradero.

La sagrada Escritura no conoce otro Dios que el Dios de la alianza, el cual creó el mundo para derramar su amor sobre todas las criaturas (cf. Misal Romano, plegaria eucarística IV), y se eligió un pueblo para sellar con él un pacto nupcial, a fin de que se convirtiera en una bendición para todas las naciones, convirtiendo así a la humanidad entera en una gran familia (cf. Gn 12, 1-3; Ex 19, 3-6). Esta revelación de Dios se delineó plenamente en el Nuevo Testamento, gracias a la palabra de Cristo. Jesús nos manifestó el rostro de Dios, uno en esencia y trino en personas: Dios es Amor, Amor Padre, Amor Hijo y Amor Espíritu Santo. Y, precisamente en nombre de este Dios, el apóstol san Pablo saluda a la comunidad de Corinto y nos saluda a todos nosotros: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios (Padre) y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros» (2 Co 13, 13).

Por consiguiente, el contenido principal de estas lecturas se refiere a Dios. En efecto, la fiesta de hoy nos invita a contemplarlo a él, el Señor; nos invita a subir, en cierto sentido, al «monte», como hizo Moisés. A primera vista esto parece alejarnos del mundo y de sus problemas, pero en realidad se descubre que precisamente conociendo a Dios más de cerca se reciben también las indicaciones fundamentales para nuestra vida: como sucedió a Moisés que, al subir al Sinaí y permanecer en la presencia de Dios, recibió la ley grabada en las tablas de piedra, en las que el pueblo encontró una guía para seguir adelante, para encontrar la libertad y para formarse como pueblo en libertad y justicia. Del nombre de Dios depende nuestra historia; de la luz de su rostro depende nuestro camino.

De esta realidad de Dios, que él mismo nos ha dado a conocer revelándonos su «nombre», es decir, su rostro, deriva una imagen determinada de hombre, a saber, el concepto de persona. Si Dios es unidad dialogal, ser en relación, la criatura humana, hecha a su imagen y semejanza, refleja esa constitución. Por tanto, está llamada a realizarse en el diálogo, en el coloquio, en el encuentro. Es un ser en relación.

En particular, Jesús nos reveló que el hombre es esencialmente «hijo», criatura que vive en relación con Dios Padre, y, así, en relación con todos sus hermanos y hermanas. El hombre no se realiza en una autonomía absoluta, creyendo erróneamente ser Dios, sino, al contrario, reconociéndose hijo, criatura abierta, orientada a Dios y a los hermanos, en cuyo rostro encuentra la imagen del Padre común.

Se ve claramente que esta concepción de Dios y del hombre está en la base de un modelo correspondiente de comunidad humana y, por tanto, de sociedad. Es un modelo anterior a cualquier reglamentación normativa, jurídica, institucional, e incluso anterior a las especificaciones culturales. Un modelo de humanidad como familia, transversal a todas las civilizaciones, que los cristianos expresamos afirmando que todos los hombres son hijos de Dios y, por consiguiente, todos son hermanos. Se trata de una verdad que desde el principio está detrás de nosotros y, al mismo tiempo, está permanentemente delante de nosotros, como un proyecto al que siempre debemos tender en toda construcción social.

El magisterio de la Iglesia, que se ha desarrollado precisamente a partir de esta visión de Dios y del hombre, es muy rico. Basta recorrer los capítulos más importantes de la doctrina social de la Iglesia, a la que han dado aportaciones sustanciales mis venerados predecesores, de modo especial en los últimos ciento veinte años, haciéndose intérpretes autorizados y guías del movimiento social de inspiración cristiana.

Aquí quiero mencionar sólo la reciente Nota pastoral del Episcopado italiano «Regenerados para una esperanza viva: testigos del gran «sí» de Dios al hombre», del 29 de junio de 2007. Esta Nota propone dos prioridades: ante todo, la opción del «primado de Dios»: toda la vida y obra de la Iglesia dependen de poner a Dios en el primer lugar, pero no a un Dios genérico, sino al Señor, con su nombre y su rostro, al Dios de la alianza, que hizo salir al pueblo de la esclavitud de Egipto, resucitó a Cristo de entre los muertos y quiere llevar a la humanidad a la libertad en la paz y en la justicia.

La otra opción es la de poner en el centro a la persona y la unidad de su existencia, en los diversos ámbitos en los que se realiza: la vida afectiva, el trabajo y la fiesta, su propia fragilidad, la tradición, la ciudadanía. El Dios uno y trino y la persona en relación: estas son las dos referencias que la Iglesia tiene la misión de ofrecer a todas las generaciones humanas, como servicio para la construcción de una sociedad libre y solidaria. Ciertamente, la Iglesia lo hace con su doctrina, pero sobre todo mediante el testimonio, que por algo es la tercera opción fundamental del Episcopado italiano: testimonio personal y comunitario, en el que convergen vida espiritual, misión pastoral y dimensión cultural.

En una sociedad que tiende a la globalización y al individualismo, la Iglesia está llamada a dar el testimonio de la koinonía, de la comunión. Esta realidad no viene «de abajo», sino de un misterio que, por decirlo así, tiene sus «raíces en el cielo», precisamente en Dios uno y trino. Él, en sí mismo, es el diálogo eterno de amor que en Jesucristo se nos ha comunicado, que ha entrado en el tejido de la humanidad y de la historia, para llevarlas a la plenitud.

He aquí precisamente la gran síntesis del concilio Vaticano II: La Iglesia, misterio de comunión, «es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium, 1). También aquí, en esta gran ciudad, al igual que en su territorio, la comunidad eclesial, con sus diversos problemas humanos y sociales, hoy como ayer es ante todo el signo, pobre pero verdadero, de Dios Amor, cuyo nombre está impreso en el ser profundo de toda persona y en toda experiencia de auténtica sociabilidad y solidaridad.

[Mantengámonos unidos, seamos misioneros], para anunciar a todos la alegría de la fe y la belleza de ser familia de Dios. Queridos amigos, mirad al futuro con confianza y esforzaos por construirlo juntos, evitando sectarismos y particularismos, poniendo el bien común por encima de los intereses particulares, por más legítimos que sean.

Quiero concluir con un deseo que tomo también de la estupenda oración de Moisés que hemos escuchado en la primera lectura: el Señor camine siempre en medio de vosotros y haga de vosotros su herencia (cf. Ex 34, 9). Que os lo obtenga la intercesión de María santísima... Que con su ayuda vuestra fe y vuestras obras sean siempre para alabanza y gloria de la santísima Trinidad. Sed una comunidad misionera: a la escucha de Dios y al servicio de los hombres. Amén.