Juan Pablo II
V Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo A).
Transmitir la luz.
1. «Vosotros sois la sal de la tierra ... Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5, 13.14).
Al escuchar estas palabras de Cristo, pronunciadas a los discípulos y dirigidas a nosotros hoy, nos invade el santo temor. Nos gustaría responder de inmediato al Maestro: eres tu la luz del mundo. Tú has venido a ser la sal de la tierra, que preserva y renueva todo. ¡Eres tú! No nosotros.
Y, la liturgia de hoy parece decir lo mismo, cuando, antes del Evangelio, nos recuerda las palabras de Cristo: «Yo soy la luz del mundo. . . el que me sigue tendrá la luz de la vida» (Jn 8, 12); y cuando, en el salmo responsorial, proclama: «En las tinieblas brilla como una luz el que es justo, clemente y compasivo» (Salmo 112, 4), entendemos estas palabras como una profecía sobre Cristo.
2. «Tú - nosotros»... «Tú y nosotros»...
Sin embargo, la palabra de la liturgia de hoy no se detiene en la oposición, todo lo contrario, pues Cristo no solo dice de sí mismo: «Yo soy la luz del mundo», sino que también dice de los discípulos, y a los discípulos, dice de nosotros y a nosotros: «Vosotros sois la luz del mundo». Vosotros lo sois, sí, lo sois, ya que me seguís. Vosotros recibís esta luz que está en mí. Yo no vine al mundo solo para «ser luz», sino también para «dar luz», para transferirla a las mentes y corazones humanos, para encenderla en las profundidades del hombre.
San Pablo, quien escribió a los corintios sobre sí mismo, su debilidad y el temor que siempre lo acompañaba cuando tenía que dar testimonio de Cristo ante los hombres, era plenamente consciente de esta verdad. Por eso confiesa: «Nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y este crucificado... para que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios» (1 Cor 2, 2. 5) .
3. El Apóstol es para nosotros un modelo de cómo recibir esta luz que está en Cristo, la luz que es Cristo, y cómo comunicarla a otros, cómo transmitirla.
En efecto, Cristo quiere esto de nosotros cuando dice «vosotros sois la luz del mundo». Por eso agrega: «No puede ocultarse una ciudad ubicada en una montaña, ni se enciende una lámpara para ponerla debajo del celemín, sino encima del tragaluz para que arroje luz sobre todos los que están en la casa» (Mt 5, 14-15).
Entonces tenemos una tarea. Tenemos una responsabilidad como consecuencia del regalo recibido: la responsabilidad de la luz que nos ha sido transmitida. No podemos simplemente apropiárnosla. No podemos encerrarla entre las cuatro paredes de nuestro «yo», sino que debemos comunicarla los demás. Debemos «darla». Debemos hacerla brillar «ante los hombres» (Mt 5, 16).
4. Isaías también explica qué significa «brillar»: cuando la luz que está en el hombre - «tu luz» - se eleva como el amanecer (cf. Is 58, 8). Esto sucede a través de buenas obras, con las cuales la bondad del Señor penetra al creyente y resplandecer hacia afuera.
En la primera lectura, de hecho, el profeta nos revela el deseo de Dios de que no se le rinda un culto formalista, sino un culto verdadero e interiorizado: porque la piedad es genuina cuando lleva a practicar lo que la fe cree a través de obras de misericordia. De esta manera, el autor sagrado recuerda cuál debe ser la actitud fundamental de los justos hacia Dios, quien otorga así una abundante bendición de luz y de gloria.
Con un premio que supera el mérito, el verdadero creyente brilla ante los hombres por la plenitud de la vida, por la rectitud de intención, por la longanimidad y por la solicitud.
5. Jesús reafirma la misma enseñanza cuando dice: «Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5, 16). Por lo tanto, la luz que hay en el hombre por obra de Cristo, de su Evangelio y de su gracia se manifiesta en el testimonio de las buenas obras. Nuestra fe requiere obras que se deriven de la fe, cuya luz puede venir a menos si no se nutre del amor.
Y este es al mismo tiempo un testimonio dado a Dios: todo bien que tiene su origen en las buenas obras, enriquece el mundo y al mismo tiempo da gloria a Dios.
6. Así, la metáfora de «luz» se encuentra con la de «sal».
Como discípulos de Cristo estamos llamados a ser la sal de la tierra. La sal conserva los alimentos de la alteración. Los cristianos están llamados a garantizar en este mundo los valores que dan salud y frescura a los corazones, las conciencias y las obras humanas, que hacen que la vida humana sea verdaderamente digna del hombre.
Entonces, «ser luz» significa al mismo tiempo «ser sal de la tierra», y ser sal «significa ser luz». No pueden separarse estas dos corrientes de la vida cristiana , estas dos tareas, estas dos dimensiones de la misión que recibimos a través de la participación en el misterio de Cristo: de su cruz y de su resurrección.
Por lo tanto, la Iglesia, incluso en su misión magisterial y pastoral, ve su responsabilidad particular en cuestiones de fe y de moral y las protege conjuntamente porque ellas constituyen el legado de nuestra redención. Son nuestra participación en esta sabiduría y poder que está en Cristo.
7. Debido a esta comunión, la mente se agudiza y se hace sabia, es decir, capaz de reconocer en Cristo la respuesta estupenda e inaudita - respuesta esperada incesantemente -, al anhelo del hombre. Gracias a esta participación íntima, la voluntad puede ajustarse a la voluntad de gracia del Padre, que hoy nos ha dado, a mi y a vosotros, queridos hermanos, la alegría de poder reunirnos en este templo para celebrar las maravillas de su amor...
[...]
9. ¡Queridos hermanos y hermanas! ... Hemos meditado juntos acerca de la verdad sobre «la luz del mundo» y «la sal de la tierra».
Por intercesión de la virgen María, que Cristo sea para vosotros, en todo momento y cada vez más, «la luz» que hace nacer en toda la comunidad el testimonio de la fe y de las buenas obras.
Brille, por tanto, «vuestra luz ante los hombres para que vean vuestras buenas obras». Brille, para que a través de estas obras todos puedan glorificar al Padre.
¡Qué indispensable es todo esto en el mundo contemporáneo... al final del segundo milenio de la herencia apostólica de la fe y la moral cristiana!