Juan Pablo II
nn. 2 in fine y 3-8.
Amar a Cristo y seguirle.
2. [...] Jesús nos quiere inculcar que sólo Dios puede y debe ser amado sobre todo lo creado; y sólo de cara a Dios puede haber dentro del hombre la exigencia de un amor sobre todas las cosas. Sólo Dios, en virtud de esta exigencia de amor radical y total, puede llamar al hombre para que «lo siga» sin reservas, sin limitaciones, de forma indivisible, tal como leemos ya en el Antiguo Testamento: «Habéis de ir tras de Yavé, vuestro Dios.... habéis de guardar sus mandamientos..., servirle y allegaros a Él» (Dt 13, 4). En efecto, sólo Dios «es bueno» en el sentido absoluto (cf. Mc 10, 18; también Mt 19, 17). Sólo Él «es amor» (1 Jn 4, 16) por esencia y por definición. Pero aquí hay un elemento nuevo y sorprendente en la vida y en la enseñanza de Cristo.
3. Jesús llama a seguirle personalmente. Podemos decir que esta llamada está en el centro mismo del Evangelio. Por una parte Jesús lanza esta llamada; por otra oímos hablar a los Evangelistas de hombres que lo siguen, y aún más, de algunos de ellos que lo dejan todo para seguirlo.
Pensemos en todas las llamadas de las que nos han dejado noticia los Evangelistas: «Un discípulo le dijo: Señor, permíteme ir primero a sepultar a mi padre; pero Jesús le respondió: Sígueme y deja a los muertos sepultar a sus muertos» (Mt 8, 21-22): forma drástica de decir: déjalo todo inmediatamente por Mí. Esta es la redacción de Mateo. Lucas añade la connotación apostólica de esta vocación: «Tú vete y anuncia el reino de Dios» (Lc 9, 60). En otra ocasión, al pasar junto a la mesa de los impuestos, dijo y casi impuso a Mateo, quien nos atestigua el hecho: «Sígueme. Y él, levantándose lo siguió» (Mt 9, 9; cf. Mc 2, 13-14).
Seguir a Jesús significa muchas veces no sólo dejar las ocupaciones y romper los lazos que hay en el mundo, sino también distanciarse de la agitación en que se encuentra e incluso dar los propios bienes a los pobres. No todos son capaces de hacer ese desgarrón radical: no lo fue el joven rico, a pesar de que desde niño había observado la ley y quizá había buscado seriamente un camino de perfección, pero «al oír esto (es decir, la invitación de Jesús), se fue triste, porque tenía muchos bienes» (Mt 19, 22; Mc 10, 22). Sin embargo, otros no sólo aceptan el «Sígueme», sino que, como Felipe de Betsaida, sienten la necesidad de comunicar a los demás su convicción de haber encontrado al Mesías (cf. Jn 1, 43 ss.). Al mismo Simón es capaz de decirle desde el primer encuentro: «Tú serás llamado Cefas (que quiere decir, Pedro)» (Jn 1, 42). El Evangelista Juan hace notar que Jesús «fijó la vista en él»: en esa mirada intensa estaba el «Sígueme» más fuerte y cautivador que nunca. Pero parece que Jesús, dada la vocación totalmente especial de Pedro (y quizá también su temperamento natural), quiera hacer madurar poco a poco su capacidad de valorar y aceptar esa invitación. En efecto, el «Sígueme» literal llegará para Pedro después del lavatorio de los pies, durante la última Cena (cf. Jn 13, 36), y luego, de modo definitivo, después de la resurrección, a la orilla del lago de Tiberíades (cf. Jn 21, 19).
4. No cabe duda que Pedro y los Apóstoles —excepto Judas— comprenden y aceptan la llamada a seguir a Jesús como una donación total de sí y de sus cosas para la causa del anuncio del reino de Dios. Ellos mismos recordarán a Jesús por boca de Pedro: «Pues nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido» (Mt 19, 27). Lucas añade: «todo lo que teníamos» (Lc 18, 28). Y el mismo Jesús parece que quiere precisar de «qué» se trata al responder a Pedro. «En verdad os digo que ninguno que haya dejado casa, mujer, hermanos, padres e hijos por amor al reino de Dios dejará de recibir mucho más en este siglo, y la vida eterna en el venidero» (Lc 18, 29-30).
En Mateo se especifica también el dejar hermanas, madre, campos «por amor de mi nombre»; a quien lo haya hecho Jesús le promete que «recibirá el céntuplo y heredará la vida eterna» (Mt 19, 29).
En Marcos hay una especificación posterior sobre el abandonar todas las cosas «por mí y por el Evangelio», y sobre la recompensa: «El céntuplo ahora en este tiempo en casas, hermanos, hermanas, madre e hijos y campos, con persecuciones, y la vida eterna en el siglo venidero» (Mc 10, 29-30).
Dejando a un lado de momento el lenguaje figurado que usa Jesús, nos preguntamos: ¿Quién es ese que pide que lo sigan y que promete a quien lo haga darle muchos premios y hasta «la vida eterna»? ¿Puede un simple Hijo del hombre prometer tanto, y ser creído y seguido, y tener tanto atractivo no sólo para aquellos discípulos felices, sino para millares y millones de hombres en todos los siglos?
5. En realidad los discípulos recordaron bien a autoridad con que Jesús les había llamado a seguirlo sin dudar en pedirles una dedicación radical, expresada en términos que podían parecer paradójicos, como cuando decía que había venido a traer «no la paz, sino la espada», es decir, a separar y dividir alas mismas familias para que lo siguieran, y luego afirmaba: «El que ama al padre o a la madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama al hijo o a la hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí» (Mt 10, 37-38). Aún es más fuerte y casi dura la formulación de Lucas: «Si alguno viene a mí y no aborrece a (expresión del hebreo para decir: no se aparte de) su padre, su madre, su mujer, sus hermanos, sus hermanas y aún su propia vida, no puede ser mi discípulo» (Lc 14, 26).
Ante estas expresiones de Jesús no podemos dejar de reflexionar sobre lo excelsa y ardua que es la vocación cristiana. No cabe duda que las formas concretas de seguir a Cristo están graduadas por Él mismo según las condiciones, las posibilidades, las misiones, los carismas de las personas y de los grupos. Las palabras de Jesús, como Él dice, son «espíritu y vida» (cf. Jn 6, 63), y no podemos pretender concretarlas de forma idéntica para todos. Pero según Santo Tomás de Aquino, la exigencia evangélica de renuncias heroicas como las de los consejos evangélicos de pobreza, castidad y renuncia de sí por seguir a Jesús —y podemos decir igual de la oblación de sí mismo en el martirio, antes que traicionar la fe y el seguimiento de Cristo— compromete a todos «secundum praeparationem animi» (cf. S. Th. II-II q. 184, a. 7, ad 1), o sea, según la disponibilidad del espíritu para cumplir lo que se le pide en cualquier momento que se le llame, y por lo tanto comportan para todos un desapego interior, una oblación, una autodonación a Cristo, sin las cuales no hay un verdadero espíritu evangélico.
6. Del mismo Evangelio podemos deducir que hay vocaciones particulares, que dependen de una elección de Cristo: como la de los Apóstoles y de muchos discípulos, que Marcos señala con bastante claridad cuando escribe: «Subió a un monte, y llamando a los que quiso, vinieron a Él, y designó a doce para que lo acompañaran...» (Mc 3, 13-14). El mismo Jesús, según Juan, dice a los Apóstoles en el discurso final: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino yo os he elegido a vosotros...» (Jn 15, 16).
No se deduce que Él condenara definitivamente al que no aceptó seguirlo por un camino de total dedicación a la causa del Evangelio (cf. el caso de joven rico: Mc 10, 17-27). Hay algo más que pone en juego la libre generosidad de cada uno. Pero no hay duda que la vocación a la fe y al amor cristiano es universal y obligatoria: fe en la Palabra de Jesús, amor a Dios sobre todas las cosas y también al prójimo como a nosotros mismos, porque «el que no ama a su hermano a quien ve, no es posible que ame a Dios a quien no ve» (1 Jn 4, 20).
7. Jesús, al establecer la exigencia de la respuesta a la vocación a seguirlo, no esconde a nadie que su seguimiento requiere sacrificio, a veces incluso el sacrificio supremo. En efecto, dice a sus discípulos: «El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la salvará...» (Mt 16, 24-25).
Marcos subraya que Jesús había convocado con los discípulos también a la multitud, y habló a todos de la renuncia que pide a quien quiera seguirlo, de cargar con la cruz y de perder la vida «por mi y el Evangelio» (Mc 8, 34-35). (Y esto después de haber hablado de su próxima pasión y muerte! (cf. Mc 8, 31-32).
8. Pero, al mismo tiempo, Jesús proclama la bienaventuranza de los que son perseguidos «por amor del Hijo del hombre» (Lc 6, 22): «Alegraos y regocijaos, porque grande será en los cielos vuestra recompensa» (Mt 5, 12).
Y nosotros nos preguntamos una vez más: ¿Quién es éste que llama con autoridad a seguirlo, predice odio, insultos y persecuciones de todo género (cf. Lc 6, 22), y promete «recompensa en los cielos»? Sólo un Hijo del hombre que tenía la conciencia de ser Hijo de Dios podía hablar así. En este sentido lo entendieron los Apóstoles y los discípulos, que nos transmitieron su revelación y su mensaje. En este sentido queremos entenderlo nosotros también, diciéndole de nuevo con el Apóstol Tomás: «Señor mío y Dios mío».