Juan Pablo II
Fiesta del Bautismo del Señor (Ciclo B)
Inauguró el tiempo de la misericordia
1. «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco» (Mc 1, 11).
Amadísimos hermanos y hermanas, hemos escuchado hoy esas palabras en la liturgia de la fiesta del Bautismo del Señor, acontecimiento que da inicio al ministerio público de Jesús.
En el Jordán, resuena en la historia la voz eterna del Padre, que señala a Cristo como Mesías.
Es voz del cielo que, a la vez que revela la identidad mesiánica y divina de Cristo, inaugura el nuevo tiempo del amor de Dios hacia el hombre.
Jesús vio abrirse los cielos y descender el Espíritu Santo sobre Él en forma de paloma (cf. Mc 1, 10): esta manifestación del Espíritu de Dios marca el inicio del gran tiempo de la misericordia, después de que el pecado había cerrado los cielos, creando una especie de barrera entre el ser humano y su Creador. Ahora los cielos se abren. Dios nos da en Cristo la prenda de un amor indefectible.
2. Tú eres mi Hijo. Acabamos de repetir en la basílica de San Pedro esa afirmación del evangelio. Cuarenta y un niños de varios pueblos y continentes, al recibir el bautismo, han sido injertados en Cristo. Inmersos en el misterio de su muerte y resurrección, se han convertido, por adopción, en hijos de Dios. La complacencia del Padre se ha posado también sobre cada uno de ellos, por la semejanza con el Redentor que recibieron en la gracia bautismal. Éste es el gran designio de Dios para nosotros, los hombres: creados a su imagen (cf. Gn 1, 26), pero deformados por el pecado, estamos llamados a ser re-creados como hijos adoptivos suyos mediante la participación en la misma vida de su Hijo, Jesucristo (cf. Ga 4, 5-7).
«Tú eres mi Hijo», proclama la voz del Padre en la ribera del Jordán. Esas palabras fueron dirigidas al Hijo unigénito, consustancial al Padre, pero se convierten en proyecto y vocación para todo hombre. ¡Cómo quisiera gritar esas palabras para todos los niños del mundo! ¡Cómo quisiera que llegaran no sólo a los bautizados, que jamás darán suficientemente gracias al Señor por ese don recibido, sino también como invitación a la esperanza, a cuantos buscan sinceramente el sentido de su vida! ¡Qué sabor tan diverso adquiere la vida cuando nos dejamos abrazar por el amor de Dios!
3. Amadísimos hermanos y hermanas, pidamos a la Virgen santísima que estemos dispuestos a acoger ese amor.
En cierto sentido, antes que junto a la ribera del Jordán, fue precisamente en su corazón donde los cielos se abrieron, en el momento de la Anunciación. María se convirtió en Madre de Dios y, por tanto, en Madre del Amor. Ella nos guíe ahora con maternal dulzura a hacer una experiencia viva de aquel que es el Amor (cf. 1 Jn 4, 8).