Juan Pablo II
Visita Pastoral a la Parroquia Romana de San Lino, Papa
Solemnidad de la SantÃsima Trinidad (Año B).
Injertados en la comunión trinitaria.
1. «Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo: al Dios que es, que era y que vendrá» (Aclamación del Aleluya).
La Iglesia repite sin cesar esta aclamación a la santísima Trinidad. En efecto, la oración cristiana comienza con el signo de la cruz: «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», y concluye a menudo con la doxología trinitaria: «Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo, Padre, en la unidad del Espíritu Santo y es Dios, por todos los siglos de los siglos».
La comunidad de los creyentes eleva cada día una ininterrumpida aclamación trinitaria, pero hoy, primer domingo después de Pentecostés, celebramos de modo especial este gran misterio de la fe.
Gloria tibi, Trinitas, aequalis, una Deitas, et ante omnia saecula et nunc et in perpetuum! «Gloria a ti, Trinidad, en la igualdad de las Personas, único Dios, antes de todos los siglos, ahora y por siempre» (Primeras Vísperas de la solemnidad de la santísima Trinidad).
En esta fórmula litúrgica contemplamos el misterio de la unidad inefable y de la inescrutable Trinidad de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es lo que profesamos en el Credo apostólico:
«Creo en un solo Dios (...).
Creo en un solo Señor, Jesucristo (...).
Por obra del Espíritu Santo
se encarnó en el seno de María,
la Virgen,
y se hizo hombre».
El Credo niceno-constantinopolitano prosigue:
«Creo en el Espíritu Santo,
Señor y dador de vida,
que procede del Padre y del Hijo,
que con el Padre y el Hijo
recibe una misma adoración y gloria,
y que habló por los profetas».
Esta es nuestra fe. Esta es la fe de la Iglesia. Este es el Dios de nuestra fe: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
2. La liturgia de la Palabra nos invita a profundizar nuestra fe trinitaria. En la primera lectura, tomada del Deuteronomio, hemos escuchado las palabras de Moisés, que nos recuerdan cómo Dios se eligió un pueblo y se le manifestó de modo especial. El concilio Vaticano II, después de afirmar que el hombre, por la creación, puede llegar a conocer a Dios como Ser primero y absoluto, anota que Dios mismo se reveló a la humanidad, en primer lugar a través de mediadores y, luego, por medio de su Hijo (cf. Dei Verbum, 3-4). El Dios que hoy confesamos es el Dios de la Revelación y creemos todo lo que él ha querido revelar de sí mismo.
Las lecturas bíblicas de este domingo ponen de relieve que Dios vino a hablar de sí mismo al hombre, revelándole quién es. Y eligió a Israel como destinatario de su manifestación. Dijo al pueblo escogido: «Pregunta (...) a los tiempos antiguos, que te han precedido, desde el día en que Dios creó al hombre sobre la tierra: ¿hubo jamás (...) algún pueblo que haya oído, como tú has oído, la voz del Dios vivo, hablando desde el fuego, y haya sobrevivido?» (Dt 4, 32-33). Con estas palabras Moisés quiere aludir a la manifestación de Dios en el monte Sinaí y a la entrega de los diez mandamientos, así como a su experiencia personal en el monte Horeb. En esa ocasión Dios le había hablado desde la zarza ardiente, encomendándole la misión de liberar a Israel de la esclavitud de Egipto y le había revelado su propio nombre: «Yahveh» «Yo soy el que soy» (cf. Ex 3, 1-14).
3. Estos textos bíblicos nos sirven de guía en un camino de profundización del misterio trinitario, que lleva desde Moisés hasta Cristo. El evangelista san Mateo refiere que, antes de subir al cielo, el Resucitado dijo a los discípulos: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 18-19). El misterio manifestado a Moisés desde la zarza ardiente es revelado plenamente en Cristo en su aspecto trinitario. En efecto, por medio de él descubrimos la unidad de la divinidad, la trinidad de las Personas. Misterio del Dios vivo, misterio de la vida de Dios. Jesús es profeta de este misterio. Él se ofreció a sí mismo en sacrificio sobre el altar de este inmenso misterio de amor.
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6. «Habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: ¡Abbá, Padre!» (Rm 8, 15).
San Pablo, con estas palabras, pone de manifiesto que la Iglesia apostólica anuncia a la santísima Trinidad. Dios se revela como dador de vida por medio de Cristo, único Mediador.
Creemos en el Hijo de Dios, que trajo la vida divina como fuego, para que se encendiera sobre la tierra. Creemos en el Espíritu Santo, que es Señor y dador de vida. Por obra del Espíritu Santo los creyentes son constituidos hijos en el Hijo, como escribe san Juan en el Prólogo de su evangelio (cf. Jn 1, 13). Los hombres, engendrados por el Espíritu, se dirigen a Dios con las mismas palabras de Cristo, llamándolo: «¡Abbá, Padre! ».
Por el bautismo hemos sido injertados en la comunión trinitaria. Todo cristiano es bautizado en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; es inmerso en la vida de Dios. ¡Qué gran don y gran misterio!
Con mucha razón, por consiguiente, la Iglesia canta con profunda gratitud en el Te Deum su fe en la Trinidad:
«Sanctus, sanctus, sanctus, Dominus Deus sabaoth».
«Los cielos y la tierra están llenos de tu gloria.
Te aclama el coro de los Apóstoles
y el blanco ejército de los mártires;
la santa Iglesia proclama tu gloria,
adora a tu único Hijo,
y al Espíritu Santo Paráclito».