San Matías, apóstol, fiesta (14 de Mayo) – Homilías
/ 14 mayo, 2015 / Propio de los SantosHomilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Juan Crisóstomo, obispo
Homilía
Sobre el libro de los Hechos de los apóstoles, Homilía 3,1. 2. 3: PG 60, 33-36. 38
Muéstranos, Señor, cuál es el elegido
Uno de aquellos días, Pedro se puso en pie en medio de los hermanos y dijo. Pedro, a quien se había encomendado el rebaño de Cristo, es el primero en hablar, llevado de su fervor y de su primacía dentro del grupo: Hermanos, tenemos que elegir de entre nosotros. Acepta el parecer de los reunidos, y al mismo tiempo honra a los que son elegidos, e impide la envidia que se podía insinuar.
¿No tenía Pedro facultad para elegir a quienes quisiera? La tenía, sin duda, pero se abstiene de usarla, para no dar la impresión de que obra por favoritismo. Por otra parte, Pedro aún no había recibido el Espíritu Santo. Propusieron —dice el texto sagrado— dos nombres: José apellidado Barsabá, de sobrenombre Justo, y Matías. No es Pedro quien propone los candidatos, sino todos los asistentes. Lo que sí hace Pedro es recordar la profecía, dando a entender que la elección no es cosa suya. Su oficio es el de intérprete, no el de quien impone un precepto.
Hace falta, por tanto, que uno de los que nos acompañaron. Fijaos qué interés tiene en que los candidatos sean testigos oculares, aunque aún no hubiera venido el Espíritu.
Uno de los que nos acompañaron —precisa— mientras convivió con nosotros el Señor, Jesús. Se refiere a los que han convivido con él, y no a los que sólo han sido discípulos suyos. Es sabido, en efecto, que eran muchos los que lo seguían desde el principio. Y, así, vemos que dice el Evangelio: Era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús.
Y prosigue: Mientras convivió con nosotros el Señor Jesús, desde que Juan bautizaba. Con razón señala este punto de partida, ya que los hechos anteriores nadie los conocía por experiencia, sino que los enseñó el Espíritu Santo.
Luego continúa diciendo: Hasta el día de su ascensión, y: Como testigo de la resurrección de Jesús. No dice: «Testigo de las demás cosas», sino: Testigo de la resurrección de Jesús. Pues merecía mayor fe quien podía decir: «El que comía, bebía y fue crucificado, este mismo ha resucitado.» No era necesario ser testigo del período anterior ni del siguiente, ni de los milagros, sino sólo de la resurrección. Pues aquellos otros hechos habían sido públicos y manifiestos, en cambio, la resurrección se había verificado en secreto y sólo estos testigos la conocían.
Todos rezan, diciendo: Señor, tú penetras el corazón de todos, muéstranos. «Tú, no nosotros.» Llaman con razón al que penetra todos los corazones, pues él solo era quien había de hacer la elección. Le exponen su petición con toda confianza, dada la necesidad de la elección. No dicen: «Elige», sino muéstranos a cuál has elegido, pues saben que todo ha sido prefijado por Dios. Echaron suertes: No se creían dignos de hacer por sí mismos la elección, y por eso prefieren atenerse a una señal.
Tertuliano
De praescriptione
20-21; CCL 1, 201-203
«Os he dado a conocer todo lo que he oído del Padre.» (Jn 15,15)
Cristo escogió entre sus discípulos a aquellos que acercó más estrechamente a sí mismo para enviarlos a todos los pueblos. Uno de ellos se excluyó de su número. Por esto, encomendó a los otros once, en el momento de su retorno al Padre después de su resurrección, de ir a predicar a todos los pueblos y bautizarlos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Al instante, los apóstoles –cuyo nombre significa ‘enviados’—escogieron a Matías en el lugar de Judas, según la profecía contenida en un salmo de David (Sal 108,8). Recibieron, por la fuerza del Espíritu prometido, el don de obrar prodigios y el don de lenguas. Primero en Judea dieron testimonio de la fe en Cristo Jesús y constituyeron las comunidades. De ahí partieron hacia el mundo entero para anunciar entre las naciones la misma doctrina y la misma fe…
¿Cuál fue la predicación de los apóstoles? ¿Qué les reveló Cristo? Yo diría que no hay que intentar saberlo por otro camino que por el de las mismas comunidades que los apóstoles fundaron personalmente, anunciándoles tanto de viva voz como por escrito la fe en Jesucristo. Si esto es verdad, no hay que dudar que toda doctrina que concuerda con las comunidades apostólicas, madres y fuentes de la fe, se debe considerar como verdadera porque contiene lo que las comunidades recibieron de los apóstoles, los apóstoles de Cristo y Cristo de Dios.
Benedicto XVI, papa
Catequesis: Audiencia General (10-05-2006)
La sucesión apostólica
En las últimas dos audiencias hemos meditado en lo que significa la Tradición en la Iglesia y hemos visto que es la presencia permanente de la palabra y de la vida de Jesús en su pueblo. Pero la palabra, para estar presente, necesita una persona, un testigo. Así nace esta reciprocidad: por una parte, la palabra necesita la persona; pero, por otra, la persona, el testigo, está vinculado a la palabra que le ha sido confiada y que no ha inventado él. Esta reciprocidad entre contenido —palabra de Dios, vida del Señor— y persona que la transmite es característica de la estructura de la Iglesia. Y hoy queremos meditar en este aspecto personal de la Iglesia.
El Señor lo había iniciado convocando, como hemos visto, a los Doce, en los que estaba representado el futuro pueblo de Dios. Con fidelidad al mandato recibido del Señor, los Doce, después de su Ascensión, primero completan su número con la elección de Matías en lugar de Judas (cf. Hch 1, 15-26); luego asocian progresivamente a otros en las funciones que les habían sido encomendadas, para que continúen su ministerio. El Resucitado mismo llama a Pablo (cf. Ga 1, 1), pero Pablo, a pesar de haber sido llamado por el Señor como Apóstol, confronta su Evangelio con el Evangelio de los Doce (cf. Ga 1, 18), se esfuerza por transmitir lo que ha recibido (cf. 1 Co 11, 23; 15, 3-4), y en la distribución de las tareas misioneras es asociado a los Apóstoles, junto con otros, por ejemplo con Bernabé (cf. Ga 2, 9).
Del mismo modo que al inicio de la condición de apóstol hay una llamada y un envío del Resucitado, así también la sucesiva llamada y envío de otros se realizará, con la fuerza del Espíritu, por obra de quienes ya han sido constituidos en el ministerio apostólico. Este es el camino por el que continuará ese ministerio, que luego, desde la segunda generación, se llamará ministerio episcopal,«episcopé».
Tal vez sea útil explicar brevemente lo que quiere decir obispo. Es la palabra que usamos para traducir la palabra griega«epíscopos». Esta palabra indica a una persona que contempla desde lo alto, que mira con el corazón. Así, san Pedro mismo, en su primera carta, llama al Señor Jesús «pastor y obispo —guardián— de vuestras almas» (1 P 2, 25). Y según este modelo del Señor, que es el primer obispo, guardián y pastor de las almas, los sucesores de los Apóstoles se llamaron luego obispos, “epíscopoi”. Se les encomendó la función del “episcopé”.
Esta precisa función del obispo se desarrollará progresivamente, con respecto a los inicios, hasta asumir la forma —ya claramente atestiguada en san Ignacio de Antioquía al comienzo del siglo II (cf. Ad Magnesios, 6, 1: PG 5, 668)— del triple oficio de obispo, presbítero y diácono. Es un desarrollo guiado por el Espíritu de Dios, que asiste a la Iglesia en el discernimiento de las formas auténticas de la sucesión apostólica, cada vez más definidas entre múltiples experiencias y formas carismáticas y ministeriales, presentes en la comunidad de los orígenes.
Así, la sucesión en la función episcopal se presenta como continuidad del ministerio apostólico, garantía de la perseverancia en la Tradición apostólica, palabra y vida, que nos ha encomendado el Señor. El vínculo entre el Colegio de los obispos y la comunidad originaria de los Apóstoles se entiende, ante todo, en la línea de la continuidad histórica.
Como hemos visto, a los Doce son asociados primero Matías, luego Pablo, Bernabé y otros, hasta la formación del ministerio del obispo, en la segunda y tercera generación. Así pues, la continuidad se realiza en esta cadena histórica. Y en la continuidad de la sucesión está la garantía de perseverar, en la comunidad eclesial, del Colegio apostólico que Cristo reunió en torno a sí. Pero esta continuidad, que vemos primero en la continuidad histórica de los ministros, se debe entender también en sentido espiritual, porque la sucesión apostólica en el ministerio se considera como lugar privilegiado de la acción y de la transmisión del Espíritu Santo.
Un eco claro de estas convicciones se percibe, por ejemplo, en el siguiente texto de san Ireneo de Lyon (segunda mitad del siglo II): «La Tradición de los Apóstoles, que ha sido manifestada en el mundo entero, puede ser percibida en toda la Iglesia por todos aquellos que quieren ver la verdad. Y nosotros podemos enumerar los obispos que fueron establecidos por los Apóstoles en las Iglesias y sus sucesores hasta nosotros (…). En efecto, (los Apóstoles) querían que fuesen totalmente perfectos e irreprensibles aquellos a quienes dejaban como sucesores suyos, transmitiéndoles su propia misión de enseñanza. Si obraban correctamente, se seguiría gran utilidad; pero, si hubiesen caído, la mayor calamidad» (Adversus haereses, III, 3, 1: PG 7, 848).
San Ireneo, refiriéndose aquí a esta red de la sucesión apostólica como garantía de perseverar en la palabra del Señor, se concentra en la Iglesia «más grande, más antigua y más conocida de todos», «fundada y establecida en Roma por los más gloriosos apóstoles, Pedro y Pablo», dando relieve a la Tradición de la fe, que en ella llega hasta nosotros desde los Apóstoles mediante las sucesiones de los obispos.
De este modo, para san Ireneo y para la Iglesia universal, la sucesión episcopal de la Iglesia de Roma se convierte en el signo, el criterio y la garantía de la transmisión ininterrumpida de la fe apostólica: «Con esta Iglesia, a causa de su origen más excelente (propter potiorem principalitatem), debe necesariamente estar de acuerdo toda la Iglesia, es decir, los fieles de todas partes, pues en ella se ha conservado siempre la tradición que viene de los Apóstoles» (ib., III, 3, 2: PG 7, 848). La sucesión apostólica —comprobada sobre la base de la comunión con la de la Iglesia de Roma— es, por tanto, el criterio de la permanencia de las diversas Iglesias en la Tradición de la fe apostólica común, que ha podido llegar hasta nosotros desde los orígenes a través de este canal: «Por este orden y sucesión, han llegado hasta nosotros aquella tradición que, procedente de los Apóstoles, existe en la Iglesia y el anuncio de la verdad. Y esta es la prueba más palpable de que es una sola y la misma fe vivificante, que en la Iglesia, desde los Apóstoles hasta ahora, se ha conservado y transmitido en la verdad» (ib., III, 3, 3: PG 7, 851).
De acuerdo con estos testimonios de la Iglesia antigua, la apostolicidad de la comunión eclesial consiste en la fidelidad a la enseñanza y a la práctica de los Apóstoles, a través de los cuales se asegura el vínculo histórico y espiritual de la Iglesia con Cristo. La sucesión apostólica del ministerio episcopal es el camino que garantiza la fiel transmisión del testimonio apostólico. Lo que representan los Apóstoles en la relación entre el Señor Jesús y la Iglesia de los orígenes, lo representa análogamente la sucesión ministerial en la relación entre la Iglesia de los orígenes y la Iglesia actual. No es una simple concatenación material; es, más bien, el instrumento histórico del que se sirve el Espíritu Santo para hacer presente al Señor Jesús, cabeza de su pueblo, a través de los que son ordenados para el ministerio mediante la imposición de las manos y la oración de los obispos.
Así pues, mediante la sucesión apostólica es Cristo quien llega a nosotros: en la palabra de los Apóstoles y de sus sucesores es él quien nos habla; mediante sus manos es él quien actúa en los sacramentos; en la mirada de ellos es su mirada la que nos envuelve y nos hace sentir amados, acogidos en el corazón de Dios. Y también hoy, como al inicio, Cristo mismo es el verdadero pastor y guardián de nuestras almas, al que seguimos con gran confianza, gratitud y alegría.
Homilía, 14-05-2010
Viaje Apostólico a Portugal en el 10º Aniversario de la Beatificación de Jacinta y Francisco, Pastorcillos de Fátima. (11-14 de Mayo de 2010)
Avenida de los Aliados, Oporto. Viernes 14 de mayo de 2010
“En el libro de los Salmos está escrito: […] «que su cargo lo ocupe otro». Hace falta, por tanto, que uno se asocie a nosotros como testigo de la resurrección” (Hch 1, 20-22). Así habló Pedro, leyendo e interpretando la palabra de Dios en medio de sus hermanos, reunidos en el Cenáculo después de la Ascensión de Jesús a los cielos. El elegido fue Matías, que había sido testigo de la vida pública de Jesús y de su triunfo sobre la muerte, permaneciendo fiel hasta el final, a pesar del abandono de muchos. La “desproporción” de fuerzas en acción, que hoy nos asusta, impresionaba ya hace dos mil años a los que veían y escuchaban a Jesús. Desde las orillas del lago de Galilea hasta las plazas de Jerusalén, Jesús se encontraba prácticamente solo o casi solo en los momentos decisivos; eso sí, en unión con el Padre, guiado por la fuerza del Espíritu. Y con todo, el mismo amor que un día creó el mundo hizo que surgiese la novedad del Reino como una pequeña semilla que brota en la tierra, como un destello de luz que irrumpe en las tinieblas, como aurora de un día sin ocaso: es Cristo resucitado. Y se apareció a sus amigos mostrándoles la necesidad de la cruz para llegar a la resurrección.
Aquel día Pedro buscaba un testigo de todas estas cosas. De los dos que presentaron, y el cielo designó a Matías, y “lo asociaron a los once apóstoles” (Hch 1, 26). Hoy celebramos su gloriosa memoria en esta “Ciudad invicta”, que se ha vestido de fiesta para acoger al Sucesor de Pedro. Doy gracias a Dios por haberme traído hasta vosotros, y encontraros en torno al altar…
“Hace falta, por tanto, que uno se asocie a nosotros como testigo de la resurrección de Jesús”, decía Pedro. Y su Sucesor actual repite a cada uno de vosotros: Hermanos y hermanas míos, hace falta que os asociéis a mí como testigos de la resurrección de Jesús. En efecto, si vosotros no sois sus testigos en vuestros ambientes, ¿quién lo hará por vosotros? El cristiano es, en la Iglesia y con la Iglesia, un misionero de Cristo enviado al mundo. Ésta es la misión apremiante de toda comunidad eclesial: recibir de Dios a Cristo resucitado y ofrecerlo al mundo, para que todas las situaciones de desfallecimiento y muerte se transformen, por el Espíritu, en ocasiones de crecimiento y vida. Para eso debemos escuchar más atentamente la Palabra de Cristo y saborear asiduamente el Pan de su presencia en las celebraciones eucarísticas. Esto nos convertirá en testigos y, aún más, en portadores de Jesús resucitado en el mundo, haciéndolo presente en los diversos ámbitos de la sociedad y a cuantos viven y trabajan en ellos, difundiendo esa vida “abundante” (cf. Jn 10, 10) que ha ganado con su cruz y resurrección y que sacia las más legítimas aspiraciones del corazón humano.
Sin imponer nada, proponiendo siempre, como Pedro nos recomienda en una de sus cartas: “Glorificad en vuestros corazones a Cristo Señor y estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere” (1 P 3, 15). Y todos, al final, nos la piden, incluso los que parece que no lo hacen. Por experiencia personal y común, sabemos bien que es a Jesús a quien todos esperan. De hecho, los anhelos más profundos del mundo y las grandes certezas del Evangelio se unen en la inexcusable misión que nos compete, puesto que “sin Dios el hombre no sabe adónde ir ni tampoco logra entender quién es. Ante los grandes problemas del desarrollo de los pueblos, que nos impulsan casi al desasosiego y al abatimiento, viene en nuestro auxilio la palabra de Jesucristo, que nos hace saber: ‘Sin mí no podéis hacer nada’ (Jn 15, 5). Y nos anima: ‘Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final del mundo’ (Mt 28, 20)” (Enc. Caritas in veritate, 78).
Aunque esta certeza nos conforte y nos dé paz, no nos exime de salir al encuentro de los demás. Debemos vencer la tentación de limitarnos a lo que ya tenemos, o creemos tener, como propio y seguro: sería una muerte anunciada, por lo que se refiere a la presencia de la Iglesia en el mundo, que por otra parte, no puede dejar de ser misionera por el dinamismo difusivo del Espíritu. Desde sus orígenes, el pueblo cristiano ha percibido claramente la importancia de comunicar la Buena Noticia de Jesús a cuantos todavía no lo conocen. En estos últimos años, ha cambiado el panorama antropológico, cultural, social y religioso de la humanidad; hoy la Iglesia está llamada a afrontar nuevos retos y está preparada para dialogar con culturas y religiones diversas, intentando construir, con todos los hombres de buena voluntad, la convivencia pacífica de los pueblos. El campo de la misión ad gentes se presenta hoy notablemente dilatado y no definible solamente en base a consideraciones geográficas; efectivamente, nos esperan no solamente los pueblos no cristianos y las tierras lejanas, sino también los ámbitos socio-culturales y sobre todo los corazones que son los verdaderos destinatarios de la acción misionera del Pueblo de Dios.
Se trata de un mandamiento, cuyo fiel cumplimiento “debe caminar, por moción del Espíritu Santo, por el mismo camino que Cristo siguió, es decir, por el camino de la pobreza, de la obediencia, del servicio, y de la inmolación de sí mismo hasta la muerte, de la que salió victorioso por su resurrección” (Decr. Ad gentes, 5). Sí, estamos llamados a servir a la humanidad de nuestro tiempo, confiando únicamente en Jesús, dejándonos iluminar por su Palabra: “No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure” (Jn 15, 16). ¡Cuánto tiempo perdido, cuánto trabajo postergado, por inadvertencia en este punto! En cuanto al origen y la eficacia de la misión, todo se define a partir de Cristo: la misión la recibimos siempre de Cristo, que nos ha dado a conocer lo que ha oído a su Padre, y el Espíritu Santo nos capacita en la Iglesia para ella. Como la misma Iglesia, que es obra de Cristo y de su Espíritu, se trata de renovar la faz de la tierra partiendo de Dios, siempre y sólo de Dios.
Queridos hermanos y amigos de Porto, levantad los ojos a Aquella que habéis elegido como patrona de la ciudad, Nuestra Señora de Vandoma. El Ángel de la anunciación saludó a María como “llena de gracia”, significando con esta expresión que su corazón y su vida estaban totalmente abiertos a Dios y, por eso, completamente desbordados por su gracia. Que Ella os ayude a hacer de vosotros mismos un “sí” libre y pleno a la gracia de Dios, para que podáis ser renovados y renovar la humanidad a través de la luz y la alegría del Espíritu Santo.
Pablo VI, papa
Exhortación Apostólica Gaudete in Domino
9 de mayo del año 1975
29. La alegría pascual no es solamente la de una transfiguración posible: es la de una nueva presencia de Cristo resucitado, dispensando a los suyos el Espíritu, para que habite en ellos. Así el Espíritu Paráclito es dado a la Iglesia como principio inagotable de su alegría de esposa de Cristo glorificado. El lo envía de nuevo para recordar, mediante el ministerio de gracia y de verdad ejercido por los sucesores de los Apóstoles, la enseñanza misma del Señor. El suscitó en la Iglesia la vida divina y el apostolado. Y el cristiano sabe que este Espíritu no se extinguirá jamás en el curso de la historia. La fuente de esperanza manifestada en Pentecostés no se agotará.
42. En la vida de los hijos de la Iglesia, esta participación en la alegría del Señor es inseparable de la celebración del misterio eucarístico, en donde comen y beben su Cuerpo y su Sangre. Así sustentados, como los caminantes, en el camino de la eternidad, reciben ya sacramentalmente las primicias de la alegría escatológica.
43. Puesta en esta perspectiva, la alegría amplia y profunda derramada ya en la tierra dentro del corazón de los verdaderos fieles, no puede menos de revelarse como «diffusivum sui», lo mismo que la vida y el amor de los que es un síntoma gozoso. La alegría es el resultado de una comunión humano-divina cada vez más universal. De ninguna manera podría incitar a quien la gusta a una actitud de repliegue sobre sí mismo Procura al corazón una apertura católica hacia el mundo de los hombres, al mismo tiempo que los hiere con la nostalgia de los bienes eternos. En los que la adoptan ahonda la conciencia de su condición de destierro, pero los preserva de la tentación de abandonar su puesto de combate por el advenimiento del Reino. Los hace encaminarse con premura hacia la consumación celestial de las Bodas del Cordero. Está serenamente tensa entre el tiempo de las fatigas terrestres y la paz de la Morada eterna, conforme a la ley de gravitación del Espíritu: «Si pues, por haber recibido estas arras (del espíritu filial), gritamos ya desde ahora: «Abba, Padre», ¿qué será cuando, resucitados, los veamos cara a cara, cuando todos los miembros en desbordante marea prorrumpirán en un himno de júbilo, glorificando a Aquel que los ha resucitado de entre los muertos y premiado con la vida eterna? Porque si ahora las simples arras, envolviendo completamente en ellas al hombre, le hacen gritar: «Abba, Padre», ¿qué no hará la gracia plena del Espíritu, cuando Dios la haya dado a los hombres? Ella nos hará semejantes a él y dará cumplimiento a la voluntad del Padre, porque ella hará al hombre a imagen y semejanza de Dios» (S. Ireneo, Adversus haereses, V, 8, 1: PG 7, 1142). Ya desde ahora, los santos nos ofrecen una pregustación de esta semejanza.
Beato John Henry Newman
Sermón «El yugo de Cristo» PPS, vol. 7, n°8
«Permaneced en mi amor…, para que mi alegría esté en vosotros y seáis plenamente felices»
Cristo se ha ido; los Apóstoles poseían, ciertamente, en abundancia la paz y la alegría, más aún que cuando Jesús estaba con ellos, más no era una alegría, «como la da el mundo» (Jn 14,27). Esta es su alegría, nacida del sufrimiento y la aflicción. Esta fue la alegría que San Matías recibió cuando se hizo un apóstol… El resto habían sido elegidos (por así decirlo) en su infancia: herederos certeros del reino, pero por ahora, bajo tutores y curadores (Ga 4,2), y, como los apóstoles, no habían entendido su llamada, habían tenido pensamientos de ambición humana, deseos de riquezas, y lo aceptaron así por un tiempo…, pero San Matías entró de lleno en su heredad. Desde su elección tomó sobre sí el poder de los apóstoles y el precio a pagar. No sueña con el éxito terrenal ni podría alcanzar el trono que se eleva sobre la tumba, de uno que había sido juzgado y había caído, a la sombra misma de la cruz de aquel a quien había traicionado. Sí, san Matías bien puede repetirnos hoy las palabras del Señor: «Cargad con mi yugo, y aprended de mí,» (Mt 11,29) porque ese yugo, lo había llevado él mismo desde el principio…desde su «juventud apostólica», él ha llevado el yugo del Señor. Embarcado sin duda en una gran Cuaresma, encontró la alegría…
«Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz, y sígame»(Mt 16,24). Venir a Cristo, es venir a su casa; tomar su cruz, es tomar su yugo; si Él nos dice que es ligero sin que deje de ser un yugo laborioso… No quiero decir, ciertamente, que la vida en la casa del Señor sea sin alegría y paz. «Mi yugo es llevadero, dice Jesús, y mi carga ligera»(Mt 11,30)… es la gracia que hace que sea tal, puesto que sigue siendo austero… sigue siendo una cruz.