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Homilías y comentarios bíblicos
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Santa Isabel de Hungría. Memoria (17 de Noviembre) – Homilías

/ 17 noviembre, 2016 / Propio de los Santos

Santas Mujeres



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1 Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
1.1 Juan Pablo II, Papa
1.1.1 Carta(12-11-1981): Veía con la mirada del alma
1.2 Benedicto XVI, Papa
1.2.1 Audiencia General(20-10-2010): Imitó al que amó
1.3 Conrado de Marburgo
1.3.1 Cartas: Isabel reconoció y amó a Cristo en la persona de los pobres

Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia

Juan Pablo II, Papa

Carta(12-11-1981): Veía con la mirada del alma


A la Iglesia de Hungría con motivo del 750 aniversario de la muerte de Santa Isabel
Thursday 12 de November de 1981

Con gran alegría me dirijo de nuevo a vosotros, queridos hermanos y hermanas de Hungría, con ocasión del 750 aniversario de la bienaventurada muerte de Santa Isabel, de la dinastía de Arpad, hija digna de admiración, de la nación y la Iglesia húngaras. Deseo, pues, hacerme espiritualmente presente entre vosotros en Sarospataka, probable lugar de su nacimiento, donde estos días y este año muchos peregrinos honran a la flor perfumada que brotó de la dinastía de San Esteban.

Al cantar la "vida de Doña Isabel" y recordar sus "muchas obras buenas", evocáis la espléndida figura de una mujer joven y madre que vivió apenas veinticuatro años. Con vosotros, también yo observo a la niña Isabel, de carácter vivaz, que de su madre, de suerte trágica, aprendió a amar a Jesús y María. Pronto la vemos en Turingia, en el castillo de Wartburgo, famoso por los Minnesinger, donde se conquista con su dinamismo y amor sin prejuicios a cuantos le están en torno. Sólo quería cumplir la voluntad de Cristo; el amor de Cristo irradiaba de su persona. Ante el Crucifijo se quitó la corona diciendo: "¿Cómo podría yo llevar corona de oro cuando el Señor la lleva de espinas?; y ¡la lleva por mí!".

Su vida se realiza en el amor al conde Luis. Con 14 años escasos Isabel, y Luis, de 21 años, se amaban en Dios y se ayudaban mutuamente a amar a Dios cada vez más. Aceptaban con gratitud profunda el don de Dios de una vida nueva. ¿Quién podría permanecer indiferente ante el gozo arrebatador de una madre de 15 años y ante el amor inmenso de Luis e Isabel?

Urgida por el amor de Cristo, la joven madre visita a los pobres, enfermos y niños abandonados. Si San Pablo se hizo todo para todos para salvar a todos, Isabel se hizo madre de todos para compartir con ellos la Buena Noticia de Cristo. En el gran castillo de Wartburgo había una casa grande en la que albergó a muchos enfermos. Consolándoles y hablando con ellos de la paciencia y la salvación del alma, satisfacía el deseo de cada uno, tanto de bebida como de comida, vendiendo incluso sus adornos para alimentarles. En su casa tenía muchos criados jovencillos a quienes atendía tan bien y trató tan dulce y benignamente junto a ella que la llamaban madre y al entrar en casa corrían a ella. De entre ellos amó especialmente a los más rudos, a los enfermos, débiles y deformes, les cogía la cabeza entre las manos y los acercaba a su corazón (De dictis quattuor ancillarum, cap. II, 771 y ss.).

El secreto del gozo y el servicio incansables lo revela ella misma a sus criadas: "Qué gran fortuna la nuestra poder lavar al Señor y preparar la cama para El". Como San Francisco, su modelo, no tenía miedo a los leprosos y consideraba un privilegio poder cuidarlos. Isabel y Luis veían, con la mirada del alma, a Cristo en cada persona enferma.

Con los ojos bien abiertos Isabel observaba las heridas causadas por las injusticias sociales. En tiempos de carestía abría las despensas del condado para saciar el hambre de los pobres, llegados de tierras lejanas, y al mismo tiempo les procuraba trabajo. Sobrepasando las barreras de su época, ella misma trabajaba mientras educaba a sus hijos y atendía a los deberes de su posición. Jamás se extinguió la alegría en su corazón; daba con gozo evangélico: "Debemos dar todo lo que poseemos con alegría y gusto".

En Isabel debemos ver también a la mujer fuerte de la Biblia, a quien el sufrimiento no quebranta, sino que la hace participar en el misterio pascual. Cuando estaba esperando el segundo hijo, Isabel tuvo que sostener dura batalla para permitir a su marido ir a la Cruzada de Tierra Santa. Los esposos que se aman, piden y encuentran en la oración fuerza para aceptar la voluntad de Dios. En símbolo de su unión esponsal, ofrecieron, con una misma voluntad al servicio de Dios, el hijo que iba a nacer. Esta joven madre de tres hijos, a los veinte años perdió en pocas semanas al esposo fiel y, al mismo tiempo, sus familiares la despojaron de los bienes materiales. Persuadida de que según su conciencia no podía seguir viviendo en el castillo de Wartburgo, Isabel lo abandona por decisión propia y confía a Dios su futuro y el de sus hijos. Quería imitar a Cristo que "tomó la forma de siervo... se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz" (Flp 2, 7-8); entonces descubrió, a la luz de la gracia, que también para ella había llegado el bendito momento de la "kénosis". Desheredada y abandonada, canta un Te Deum jubiloso. "Despojada de todo lo temporal, atormentada en muchas partes del cuerpo, seguía a Cristo esperándole no de lejos con las otras mujeres, sino sintiendo de cerca que la espada de la tribulación le atravesaba el alma" (De dictis..., pról. 80-84).

Después de haber puesto al seguro prudentemente el futuro de sus hijos, viste el sencillo sayal gris de San Francisco; el Viernes Santo renuncia solemnemente a su voluntad y comienza a vivir exclusivamente para la oración y el servicio del prójimo, como terciaria franciscana, la primera en tierras alemanas.

Acudían a ella muy numerosos los enfermos y desesperados, y ella —viviendo incesantemente en la presencia de Dios— a muchos devolvía la salud y la paz de Dios. "Ya veis, os lo he dicho, es necesario hacer felices a los hombres". Tras haber dado sin reserva "la vida por sus amigos" (Jn 15, 13), en el lecho de muerte decía: "Has de saber que he sido muy feliz".

Hace 750 años, la noche del 16 al 17 de noviembre de 1231, sonriendo de felicidad, fue al encuentro de la hermana muerte, que la unió para toda la eternidad con Cristo y con sus seres queridos.

Apenas habían pasado cuatro años, cuando el Papa Gregorio IX canonizó a la famosa condesa en 1235.

Queridísimos hermanos y hermanas de Hungría: Desde entonces Santa Isabel es una antorcha luminosa para cuantos imitan a Cristo en el servicio del prójimo. Pero antes que nada, es ejemplo fúlgido para vosotros, católicos húngaros del siglo XX; para vosotros, jóvenes; para vosotros, esposos, mensajeros del amor de Dios hoy día.

Me dirijo a vosotros, jóvenes católicos. Observad a Isabel de Hungría y tratad de descubrir el misterio de su vida. Encontraréis a Cristo, a quien ya conocéis, pero quizá no amáis bastante. Escuchad la llamada divina que viene de lo profundo de vuestro corazón; estad "arraigados y fundados en la caridad" (Ef 3, 17). Tened la valentía de dar la vida a Cristo y en El a los hermanos. "Pobres los tenéis siempre con vosotros" (Jn 12, 8); mirad atentamente a vuestro alrededor; en el ambiente en que vivís y en los hospitales, hogares familiares e instituciones de caridad, encontraréis a un hermano anciano, un enfermo que está solo, un inválido rechazado por su familia, un enfermo en el cuerpo y en la mente; en ellos podéis servir a Cristo; "cuantas veces hicisteis eso a uno de-estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis" (Mt 25, 40).

Para llegar a aceptar esta misión apostólica con el mismo espíritu de Santa Isabel, debéis ahondar Vuestra fe en Cristo utilizando asiduamente los medios de gracia ofrecidos por la Iglesia. "Que habite Cristo por la fe en vuestros corazones" (Ef 3, 17). Sed representantes del amor misericordioso del Padre para que con vuestros hermanos creyentes y con cuantos están buscando en Dios el sentido de su existencia "podáis comprender, en unión con todos los santos, cuál es la anchura, la longura, la altura y la profundidad y conocer la caridad de Cristo que supera toda ciencia, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios" (Ef 3, 18-19).

En este año jubilar, vosotros esposos, madres y padres de familia, meditad en la vida familiar llena de felicidad de Santa Isabel. Estad cerca unos de otros con fidelidad inquebrantable. Convenceos de que el amor a Dios y la vida cristiana coherente no sólo no son un obstáculo, sino que son una fuente inagotable de amor conyugal. Santificaos mutuamente, amaos mutuamente imitando a Cristo. Recordad que el pueblo de Turingia considera santo también a Luis, además de a Isabel. Orad juntos cada día sabiendo que Cristo está presente entre vosotros. En Cristo podéis llegar a ser lo que en virtud, del sacramento del matrimonio debéis ser: un cuerpo solo y una sola alma. Aceptad con gratitud el don más bello del Creador: el don de la vida, que es sagrada desde el primer instante de la concepción. Transformad vuestro hogar en iglesia doméstica, educad a vuestros hijos en la fe. "La acción catequética de la familia tiene un carácter particular y, en cierto sentido, insustituible" (Catechesi tradendae, 68).

Santificad a vuestros hijos, enseñadles a amar a Cristo y a su iglesia y a servir con desinterés al Pueblo de Dios. Arraigad en vosotros la convicción de que con el ejemplo de la vida y la transmisión de la fe, dais lo mejor a vuestros hijos. Podéis llegar a ser padres de futuros santos, pues recordad que a Gertrudis, tercera hija de Isabel, la veneran como Beata los premostratenses. Mantened la intimidad de vuestra iglesia doméstica, pero abríos al mismo tiempo a la gran tarea de construir el reino de Dios. Sed centro que irradia amor universal.

La sociedad moderna tiene necesidad urgente de hombres y mujeres revestidos de Cristo, que se dediquen al servicio del prójimo con gozo y desinterés, y cual madres y padres abracen y ayuden a los pobres de nuestros tiempos, necesitados de afecto, comprensión, fe y bienes materiales y espirituales. Tened la convicción de que tomáis parte activa en la misma misión apostólica de la Iglesia.

Mirad todos a Santa Isabel, queridos hermanos y hermanas de Hungría. Reconoced en ella el llamamiento maravilloso de "Dios, rico en misericordia" (Ef 2, 4). Enorgulleceos de que Isabel, hija de la tierra magiar, sea una santa conocida y amada en todo el mundo. Ella pensó según dimensiones que sobrepasan su época; con corazón genial intuyó la fuerza unificante del amor y la honda exigencia de la unión. La verdad de Cristo la hizo libre para que pudiera construir la unión entre dos pueblos; edificar un puente entre clases sociales opuestas, unir en sí varios aspectos del ideal de la santidad y, en fin, concertar los corazones humanos.

Pedid, pues, la intercesión de la gran Santa Isabel, santa muy actuad para vuestra querida nación, para el noble pueblo húngaro, para la unión entre los pueblos edificada sobre el amor y el respeto mutuos.

«En el nombre de Jesucristo crucificado y resucitado, en el espíritu de su misión mesiánica, que permanece en la historia de la humanidad, elevemos nuestra voz y supliquemos que en esta etapa de la historia se revele una vez más aquel amor que está en el Padre, y que por obra del Hijo y del Espíritu Santo se haga presente en el mundo contemporáneo como más fuerte que el mal, más fuerte que el pecado y la muerte. Supliquemos por intercesión de aquella que no cesa de proclamar "la misericordia de generación en generación", y también de aquellos en quienes se han cumplido hasta el final las palabras del sermón de la montaña: "Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia"» (Dives in misericordia, 15).

A fin de que el año jubilar de Santa Isabel sea para todos vosotros o un año de renovación que transforme vuestra existencia, amados hermanos y hermanas de Hungría, os confío a la protección de la "Magna Domina Hungarorum" y os envío con afecto especial mi bendición apostólica.

Junto a San Pedro, 12 de noviembre de 1981.

Benedicto XVI, Papa

Audiencia General(20-10-2010): Imitó al que amó

Wednesday 20 de October de 2010

Hoy quiero hablaros de una de las mujeres del Medievo que ha suscitado mayor admiración; se trata de santa Isabel de Hungría, también llamada Isabel de Turingia.

Nació en 1207; los historiadores discuten sobre el lugar. Su padre era Andrés II, rico y poderoso rey de Hungría, el cual, para reforzar los vínculos políticos, se había casado con la condesa alemana Gertrudis de Andechs-Merano, hermana de santa Eduvigis, la cual era esposa del duque de Silesia. Isabel vivió en la corte húngara sólo los primeros cuatro años de su infancia, junto a una hermana y tres hermanos. Le gustaban los juegos, la música y la danza; rezaba con fidelidad sus oraciones y ya mostraba una atención especial por los pobres, a quienes ayudaba con una buena palabra o con un gesto afectuoso.

Su niñez feliz se interrumpió bruscamente cuando, de la lejana Turingia, llegaron unos caballeros para llevarla a su nueva sede en Alemania central. En efecto, según las costumbres de aquel tiempo, su padre había decidido que Isabel se convirtiera en princesa de Turingia. El landgrave o conde de aquella región era uno de los soberanos más ricos e influyentes de Europa a comienzos del siglo XIII, y su castillo era centro de magnificencia y de cultura. Pero detrás de las fiestas y de la aparente gloria se escondían las ambiciones de los príncipes feudales, con frecuencia en guerra entre sí y en conflicto con las autoridades reales e imperiales. En este contexto, el landgrave Hermann acogió de muy buen grado el noviazgo entre su hijo Luis y la princesa húngara. Isabel dejó su patria con una rica dote y un gran séquito, incluidas sus doncellas personales, dos de las cuales fueron amigas fieles hasta el final. Son ellas quienes nos han dejado valiosas informaciones sobre la infancia y la vida de la santa.

Tras un largo viaje llegaron a Eisenach, para subir después a la fortaleza de Wartburg, el recio castillo que domina la ciudad. Allí se celebró el compromiso entre Luis e Isabel. En los años sucesivos, mientras Luis aprendía el oficio de caballero, Isabel y sus compañeras estudiaban alemán, francés, latín, música, literatura y bordado. Pese a que el noviazgo se había decidido por motivos políticos, entre los dos jóvenes nació un amor sincero, animado por la fe y el deseo de hacer la voluntad de Dios. A la edad de 18 años, Luis, después de la muerte de su padre, comenzó a reinar en Turingia. Pero Isabel se convirtió en objeto de solapadas críticas, porque su modo de comportarse no correspondía a la vida de corte. Así, incluso la celebración del matrimonio no fue suntuosa y el dinero de los costes del banquete se dio en parte a los pobres. En su profunda sensibilidad, Isabel veía las contradicciones entre la fe profesada y la práctica cristiana. No soportaba componendas. Una vez, entrando en la iglesia en la fiesta de la Asunción, se quitó la corona, la puso ante la cruz y permaneció postrada en el suelo con el rostro cubierto. Cuando su suegra la reprendió por ese gesto, ella respondió: «¿Cómo puedo yo, criatura miserable, seguir llevando una corona de dignidad terrena, cuando veo a mi Rey Jesucristo coronado de espinas?». Se comportaba con sus súbditos del mismo modo que se comportaba delante de Dios. En las Declaraciones de las cuatro doncellas encontramos este testimonio: «No consumía alimentos si antes no estaba segura de que provenían de las propiedades y de los legítimos bienes de su marido. En cambio, se abstenía de los bienes conseguidos ilícitamente, y se preocupaba incluso por indemnizar a aquellos que habían sufrido violencia» (nn. 25 y 37). Un verdadero ejemplo para todos aquellos que ocupan cargos de mando: el ejercicio de la autoridad, a todos los niveles, debe vivirse como un servicio a la justicia y a la caridad, en la búsqueda constante del bien común.

Isabel practicaba asiduamente las obras de misericordia: daba de beber y de comer a quien llamaba a su puerta, proporcionaba vestidos, pagaba las deudas, se hacía cargo de los enfermos y enterraba a los muertos. Bajando de su castillo, a menudo iba con sus doncellas a las casas de los pobres, les llevaba pan, carne, harina y otros alimentos. Entregaba los alimentos personalmente y controlaba con atención los vestidos y las camas de los pobres. Cuando refirieron este comportamiento a su marido, este no sólo no se disgustó, sino que respondió a los acusadores: «Mientras no me venda el castillo, me alegro». En este contexto se sitúa el milagro del pan transformado en rosas: mientras Isabel iba por la calle con su delantal lleno de pan para los pobres, se encontró con su marido que le preguntó qué llevaba. Ella abrió el delantal y, en lugar de pan, aparecieron magníficas rosas. Este símbolo de caridad está presente muchas veces en las representaciones de santa Isabel.

Su matrimonio fue profundamente feliz: Isabel ayudaba a su esposo a elevar sus cualidades humanas a nivel sobrenatural, y él, en cambio, protegía a su mujer en su generosidad hacia los pobres y en sus prácticas religiosas. Cada vez más admirado de la gran fe de su esposa, Luis, refiriéndose a su atención por los pobres, le dijo: «Querida Isabel, es a Cristo a quien has lavado, alimentado y cuidado». Un testimonio claro de cómo la fe y el amor a Dios y al prójimo refuerzan la vida familiar y hacen todavía más profunda la unión matrimonial.

La joven pareja encontró apoyo espiritual en los Frailes Menores, que, desde 1222, se difundieron en Turingia. Entre ellos Isabel eligió a fray Rogelio (Rüdiger) como director espiritual. Cuando este le contó la historia de la conversión del joven y rico comerciante Francisco de Asís, Isabel se entusiasmó todavía más en su camino de vida cristiana. Desde aquel momento, siguió con más decisión aún a Cristo pobre y crucificado, presente en los pobres. Incluso cuando nació su primer hijo, al que siguieron después otros dos, nuestra santa no abandonó nunca sus obras de caridad. Además ayudó a los Frailes Menores a construir un convento en Halberstadt, del cual fray Rogelio se convirtió en superior. La dirección espiritual de Isabel pasó, así, a Conrado de Marburgo.

Una dura prueba fue el adiós a su marido, a finales de junio de 1227 cuando Luis IV se unió a la cruzada del emperador Federico II, recordando a su esposa que se trataba de una tradición para los soberanos de Turingia. Isabel respondió: «No te retendré. He entregado toda mi persona a Dios y ahora también tengo que darte a ti». Sin embargo, la fiebre diezmó las tropas y Luis cayó enfermo y murió en Otranto, antes de embarcarse, en septiembre de 1227, a la edad de veintisiete años. Isabel, al conocer la noticia, se afligió tanto que se retiró a la soledad, pero después, fortalecida por la oración y consolada por la esperanza de volver a verlo en el cielo, comenzó a interesarse de nuevo por los asuntos del reino. Pero la esperaba otra prueba: su cuñado usurpó el gobierno de Turingia, declarándose auténtico heredero de Luis y acusando a Isabel de ser una mujer devota incompetente para gobernar. La joven viuda, junto con sus tres hijos, fue expulsada del castillo de Wartburg y buscó un lugar donde refugiarse. Sólo dos de sus doncellas permanecieron a su lado, la acompañaron y confiaron a los tres hijos a los cuidados de los amigos de Luis. Peregrinando por las aldeas, Isabel trabajaba donde recibía acogida, asistía a los enfermos, hilaba y cosía. Durante este calvario, soportado con gran fe, con paciencia y entrega a Dios, algunos parientes, que le seguían siendo fieles y consideraban ilegítimo el gobierno de su cuñado, rehabilitaron su nombre. Así Isabel, a principios de 1228, pudo recibir una renta apropiada para retirarse en el castillo de la familia en Marburgo, donde vivía también su director espiritual Conrado. Fue él quien refirió al Papa Gregorio IX el siguiente hecho: «El viernes santo de 1228, poniendo las manos sobre el altar de la capilla de su ciudad, Eisenach, donde había acogido a los Frailes Menores, en presencia de algunos frailes y familiares, Isabel renunció a su propia voluntad y a todas las vanidades del mundo. Quería renunciar también a todas las posesiones, pero yo la disuadí por amor de los pobres. Poco después construyó un hospital, recogió a enfermos e inválidos y sirvió en su propia mesa a los más miserables y desamparados. Al reprenderla yo por estas cosas, Isabel respondió que de los pobres recibía una gracia especial y humildad» (Epistula magistri Conradi, 14-17).

Podemos descubrir en esta afirmación una cierta experiencia mística parecida a la que vivió san Francisco: en efecto, el Poverello de Asís declaró en su testamento que, sirviendo a los leprosos, lo que antes le resultaba amargo se transformó en dulzura del alma y del cuerpo (Testamentum, 1-3). Isabel pasó los últimos tres años de su vida en el hospital que ella misma había fundado, sirviendo a los enfermos, velando por los moribundos. Siempre trataba de realizar los servicios más humildes y los trabajos repugnantes. Se convirtió en lo que podríamos llamar una mujer consagrada en medio del mundo (soror in saeculo) y formó, con algunas de sus amigas, vestidas con hábitos grises, una comunidad religiosa. No es casualidad que sea patrona de la Tercera Orden Regular de San Francisco y de la Orden Franciscana Secular.

En noviembre de 1231 la atacaron fuertes fiebres. Cuando la noticia de su enfermedad se propagó, muchísima gente acudió a verla. Unos diez días después, pidió que se cerraran las puertas, para quedarse sola con Dios. En la noche del 17 de noviembre se durmió dulcemente en el Señor. Los testimonios de su santidad fueron tantos y tales que, sólo cuatro años más tarde, el Papa Gregorio IX la proclamó santa y, el mismo año, fue consagrada la hermosa iglesia construida en su honor en Marburgo.

Queridos hermanos y hermanas, en la figura de santa Isabel vemos que la fe y la amistad con Cristo crean el sentido de la justicia, de la igualdad de todos, de los derechos de los demás, y crean el amor, la caridad. Y de esta caridad nace también la esperanza, la certeza de que Cristo nos ama y de que el amor de Cristo nos espera y así nos hace capaces de imitar a Cristo y de ver a Cristo en los demás. Santa Isabel nos invita a redescubrir a Cristo, a amarlo, a tener fe y de este modo a encontrar la verdadera justicia y el amor, así como la alegría de que un día estaremos inmersos en el amor divino, en el gozo de la eternidad con Dios. Gracias.

Conrado de Marburgo

Cartas: Isabel reconoció y amó a Cristo en la persona de los pobres


Del director espiritual de santa Isabel, al Sumo pontífice, año 1232: A. Wyss, Hessisches Urkundenbuch 1, Leipzig 1879, 31-35

Pronto Isabel comenzó a destacar por sus virtudes, y, así como durante toda su vida había sido consuelo de los pobres, comenzó luego a ser plenamente remedio de los hambrientos. Mandó construir un hospital cerca de uno de sus castillos y acogió en él gran cantidad de enfermos e inválidos; a todos los que allí acudían en demanda de limosna les otorgaba ampliamente el beneficio de su caridad, y no sólo allí, sino también en todos los lugares sujetos a la jurisdicción de su marido, llegando a agotar de tal modo todas las rentas provenientes de los cuatro principados de éste, que se vio obligada finalmente a vender en favor de los pobres todas las joyas y vestidos lujosos.

Tenía la costumbre de visitar personalmente a todos sus enfermos, dos veces al día, por la mañana y por la tarde, curando también personalmente a los más repugnantes, a los cuales daba de comer, les hacía la cama, los cargaba sobre sí y ejercía con ellos muchos otros deberes de humanidad; y su esposo, de grata memoria, no veía con malos ojos todas estas cosas. Finalmente, al morir su esposo, ella, aspirando a la máxima perfección, me pidió con lágrimas abundantes que le permitiese ir a mendigar de puerta en puerta.

En el mismo día del Viernes santo, mientras estaban desnudados los altares, puestas las manos sobre el altar de una capilla de su ciudad, en la que había establecido frailes menores, estando presentes algunas personas, renunció a su propia voluntad, a todas las pompas del mundo y a todas las cosas que el Salvador, en el Evangelio, aconsejó abandonar. Después de esto, viendo que podía ser absorbida por la agitación del mundo y por la gloria mundana de aquel territorio en el que, en vida de su marido, había vivido rodeada de boato, me siguió hasta Marburgo, aun en contra de mi voluntad: allí, en la ciudad, hizo edificar un hospital, en el que dio acogida a enfermos e inválidos, sentando a su mesa a los más míseros y despreciados.

Afirmo ante Dios que raramente he visto una mujer que a una actividad tan intensa juntara una vida tan contemplativa, ya que algunos religiosos y religiosas vieron más de una vez cómo, al volver de la intimidad de la oración, su rostro resplandecía de un modo admirable y de sus ojos salían como unos rayos de sol.

Antes de su muerte, la oí en confesión, y, al preguntarle cómo había de disponer de sus bienes y de su ajuar, respondió que hacía ya mucho tiempo que pertenecía a los pobres todo lo que figuraba como suyo, y me pidió que se lo repartiera todo, a excepción de la pobre túnica que vestía y con la que quería ser sepultada. Recibió luego el cuerpo del Señor y después estuvo hablando, hasta la tarde, de las cosas buenas que había oído en la predicación: finalmente, habiendo encomendado a Dios con gran devoción a todos los que la asistían, expiró como quien se duerme plácidamente.

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