Domingo II Tiempo de Adviento (A) – Homilías
/ 8 diciembre, 2013 / Tiempo de AdvientoLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Is 11, 1-10: Con equidad dará sentencia al pobre
Sal 71, 1-2. 7-8. 12-13. 17:
Rm 15, 4-9: Cristo salvó a todos los hombres
Mt 3, 1-12: Haced penitencia porque se acerca el Reino de los Cielos
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (06-12-1998): Renovar la espera
domingo 6 de diciembre de 19981. «Preparad el camino del Señor» (Mt 3,3). Estas palabras, tomadas del libro del profeta Isaías (cf. Is Is 40,3), las pronunció san Juan Bautista, a quien Jesús mismo definió en una ocasión el más grande entre los nacidos de mujer (cf. Mt Mt 11,11). El evangelista san Mateo lo presenta como el Precursor, es decir, el que recibió la misión de «preparar el camino» al Mesías.
Su apremiante exhortación a la penitencia y a la conversión sigue resonando en el mundo e impulsa a los creyentes, que peregrinan hacia el jubileo del año 2000, a acoger dignamente al Señor que viene...
Amadísimos hermanos y hermanas, preparémonos para el encuentro con Cristo. Preparémosle el camino en nuestro corazón y en nuestras comunidades. La figura del Bautista, que viste con pobreza y se alimenta con langostas y miel silvestre, constituye un fuerte llamamiento a la vigilancia y a la espera del Salvador.
2. «Aquel día, brotará un renuevo del tronco de Jesé» (Is 11,1). En el tiempo del Adviento, la liturgia pone de relieve otra gran figura: el profeta Isaías, que, en el seno del pueblo elegido, mantuvo viva la expectativa, llena de esperanza, en la venida del Salvador prometido. Como hemos escuchado en la primera lectura, Isaías describe al Mesías como un vástago que sale del antiguo tronco de Jesé. El Espíritu de Dios se posará plenamente sobre él y su reino se caracterizar á por el restablecimiento de la justicia y la consolidación de la paz universal.
También nosotros necesitamos renovar esta espera confiada en el Señor. Escuchemos las palabras del profeta. Nos invitan a aguardar con esperanza la instauración definitiva del reino de Dios, que él describe con imágenes muy poéticas, capaces de poner de relieve el triunfo de la justicia y la paz por obra del Mesías. «Habitarán el lobo y el cordero, (...) el novillo y el león pacerán juntos, y un niño pequeño los pastorear á» (Is 11,6). Se trata de expresiones simbólicas, que anticipan la realidad de una reconciliación universal. En esta obra de renovación cósmica todos estamos llamados a colaborar, sostenidos por la certeza de que un día toda la creación se someterá completamente al señorío universal de Cristo.
5. «Acogeos mutuamente como os acogió Cristo» (Rm 15,7). San Pablo, indicándonos el sentido profundo del Adviento, manifiesta la necesidad de la acogida y la fraternidad en cada familia y en cada comunidad. Acoger a Cristo y abrir el corazón a los hermanos es nuestro compromiso diario, al que nos impulsa el clima espiritual de este tiempo litúrgico.
El Apóstol prosigue: «El Dios de la paciencia y del consuelo os conceda tener los unos para con los otros los mismos sentimientos, según Cristo Jesús, para que unánimes, a una voz, glorifiquéis al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Rm 15,5-6). Que el Adviento y la próxima celebración del nacimiento de Jesús refuercen en cada creyente este sentido de unidad y comunión.
Que María, la Virgen de la escucha y la acogida, nos acompañe en el itinerario del Adviento, y nos guíe para ser testigos creíbles y generosos del amor salvífico de Dios. Amén.
Benedicto XVI, papa
Ángelus (09-12-2007): Palabras saludables
domingo 9 de diciembre de 2007[...] Hoy, segundo domingo de Adviento, se nos presenta la figura austera del Precursor, que el evangelista san Mateo introduce así: «Por aquel tiempo, Juan Bautista se presentó en el desierto de Judea predicando: "Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos"» (Mt 3, 1-2). Tenía la misión de preparar y allanar el sendero al Mesías, exhortando al pueblo de Israel a arrepentirse de sus pecados y corregir toda injusticia. Con palabras exigentes, Juan Bautista anunciaba el juicio inminente: «El árbol que no da fruto será talado y echado al fuego» (Mt 3, 10). Sobre todo ponía en guardia contra la hipocresía de quien se sentía seguro por el mero hecho de pertenecer al pueblo elegido: ante Dios —decía— nadie tiene títulos para enorgullecerse, sino que debe dar "frutos dignos de conversión" (Mt 3, 8).
Mientras prosigue el camino del Adviento, mientras nos preparamos para celebrar el Nacimiento de Cristo, resuena en nuestras comunidades esta exhortación de Juan Bautista a la conversión. Es una invitación apremiante a abrir el corazón y acoger al Hijo de Dios que viene a nosotros para manifestar el juicio divino. El Padre —escribe el evangelista san Juan— no juzga a nadie, sino que ha dado al Hijo el poder de juzgar, porque es Hijo del hombre (cf. Jn 5, 22. 27). Hoy, en el presente, es cuando se juega nuestro destino futuro; con el comportamiento concreto que tenemos en esta vida decidimos nuestro destino eterno. En el ocaso de nuestros días en la tierra, en el momento de la muerte, seremos juzgados según nuestra semejanza o desemejanza con el Niño que está a punto de nacer en la pobre cueva de Belén, puesto que él es el criterio de medida que Dios ha dado a la humanidad.
El Padre celestial, que en el nacimiento de su Hijo unigénito nos manifestó su amor misericordioso, nos llama a seguir sus pasos convirtiendo, como él, nuestra existencia en un don de amor. Y los frutos del amor son los «frutos dignos de conversión» a los que hacía referencia san Juan Bautista cuando, con palabras tajantes, se dirigía a los fariseos y a los saduceos que acudían entre la multitud a su bautismo.
Mediante el Evangelio, Juan Bautista sigue hablando a lo largo de los siglos a todas las generaciones. Sus palabras claras y duras resultan muy saludables para nosotros, hombres y mujeres de nuestro tiempo, en el que, por desgracia, también el modo de vivir y percibir la Navidad muy a menudo sufre las consecuencias de una mentalidad materialista. La "voz" del gran profeta nos pide que preparemos el camino del Señor que viene, en los desiertos de hoy, desiertos exteriores e interiores, sedientos del agua viva que es Cristo.
Que la Virgen María nos guíe a una auténtica conversión del corazón, a fin de que podamos realizar las opciones necesarias para sintonizar nuestra mentalidad con el Evangelio.
Ángelus (05-12-2010)
domingo 5 de diciembre de 2010El Evangelio de este segundo domingo de Adviento (Mt 3, 1-12) nos presenta la figura de san Juan Bautista, el cual, según una célebre profecía de Isaías (cf. 40, 3), se retiró al desierto de Judea y, con su predicación, llamó al pueblo a convertirse para estar preparado para la inminente venida del Mesías. San Gregorio Magno comenta que el Bautista «predica la recta fe y las obras buenas... para que la fuerza de la gracia penetre, la luz de la verdad resplandezca, los caminos hacia Dios se enderecen y nazcan en el corazón pensamientos honestos tras la escucha de la Palabra que guía hacia el bien» (Hom. in Evangelia, XX, 3: CCL 141, 155). El precursor de Jesús, situado entre la Antigua y la Nueva Alianza, es como una estrella que precede la salida del Sol, de Cristo, es decir, de Aquel sobre el cual —según otra profecía de Isaías— «reposará el espíritu del Señor: espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor del Señor» (Is 11, 2).
En el tiempo de Adviento, también nosotros estamos llamados a escuchar la voz de Dios, que resuena en el desierto del mundo a través de las Sagradas Escrituras, especialmente cuando se predican con la fuerza del Espíritu Santo. De hecho, la fe se fortalece cuanto más se deja iluminar por la Palabra divina, por «todo cuanto —como nos recuerda el apóstol san Pablo— fue escrito en el pasado... para enseñanza nuestra, para que con la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza» (Rm 15, 4). El modelo de la escucha es la Virgen María: «Contemplando en la Madre de Dios una existencia totalmente modelada por la Palabra, también nosotros nos sentimos llamados a entrar en el misterio de la fe, con la que Cristo viene a habitar en nuestra vida. San Ambrosio nos recuerda que todo cristiano que cree, concibe en cierto sentido y engendra al Verbo de Dios en sí mismo» (Verbum Domini, 28).
Queridos amigos, «nuestra salvación se basa en una venida», escribió Romano Guardini (La santa notte. Dall"Avvento all"Epifania, Brescia 1994, p. 13). «El Salvador vino por la libertad de Dios... Así la decisión de la fe consiste... en acoger a Aquel que se acerca» (ib., p. 14). «El Redentor —añade— viene a cada hombre: en sus alegrías y penas, en sus conocimientos claros, en sus dudas y tentaciones, en todo lo que constituye su naturaleza y su vida» (ib., p. 15).
A la Virgen María, en cuyo seno habitó el Hijo del Altísimo, y que el miércoles próximo, 8 de diciembre, celebraremos en la solemnidad de la Inmaculada Concepción, pedimos que nos sostenga en este camino espiritual, para acoger con fe y con amor la venida del Salvador.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico: El deseado de los pueblos
Isaías es el profeta del Adviento. Él nos conduce de la mano hacia el Mesías que esperamos. Hoy nos lo presenta como Ungido por el Espíritu. «Sobre Él reposará el Espíritu del Señor». El mismo nombre de Mesías o Cristo significa precisamente ungido, aquel que está totalmente impregnado del Espíritu de Dios y lo derrama en los demás. El Cristo que esperamos en este Adviento viene a inundarnos con su Espíritu, a bautizar «con Espíritu Santo y fuego» (evangelio). Ser cristiano es estar empapado del Espíritu de Cristo. No se puede ser verdaderamente cristiano sin estar lleno del Espíritu Santo.
Este Cristo a quien esperamos se nos presenta también como «estandarte de los pueblos», como aquel «a quien busca el mundo entero». Cristo es «el Deseado de todos los pueblos». Aún sin saberlo, todos le buscan, todos le necesitan, pues todos hemos sido creados para Él y solo en Él se encuentra la salvación (He 4,12). Esta es la esperanza del Adviento: que todo hombre encuentre a Cristo. Clamamos «Ven, Señor Jesús» para que Él se manifieste a todo hombre. Nuestra misión es levantar bien alto este estandarte, esta en-seña: presentar a Cristo a los hombres con nuestras palabras y con nuestras obras.
El profeta nos dibuja también como objeto de nuestra esperanza un auténtico paraíso, donde reine la paz y la armonía entre todos los vivientes. Los frutos de la venida de Cristo –si realmente le recibimos– superan enormemente nuestras expectativas en todos los órdenes. Pero el profeta nos recuerda que esta paz tan deseada será sólo una consecuencia de otro hecho: que la tierra esté llena del conocimiento y del amor del Señor «como las aguas colman el mar».
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
El Adviento es tiempo fuerte de revisión de vida y conducta, al menos en la medida en que nuestro vivir cotidiano se encuentre tarado por el rechazo del influjo regenerante y santificador de Jesucristo. Como trasfondo litúrgico, la Historia de la Salvación nos actualiza en la expectación mesiánica provocada y alentada por los profetas y encauzada por el Bautista, para llevar al pueblo de Dios a un encuentro responsable con Cristo.
–Isaías 11,1-10: Con equidad dará sentencia al pobre. Los vaticinios mesiánicos del profeta Isaías proclaman las dos líneas características de la semblanza del Emmanuel: su ascendencia davídica según la carne y su condición salvadora de Mesías. Su identidad humana con nosotros y su capacidad divina para transformar nuestras vidas. Toda la historia del pueblo elegido es un tiempo de espera en el cumplimiento de las promesas divinas. Los profetas hicieron todo lo posible para conducir a Israel al verdadero camino de la salvación.
La lectura nos muestra hoy nuestras propias responsabilidades. Cristo ha venido históricamente una vez para siempre, pero hemos de esperar para que llegue a nosotros y a todo el mundo el Reino de Dios. El creyente tiene, o ha de tener, un empeño categórico: hacer venir a Cristo más perfectamente a sí y al mundo, con una presencia más dinámica, dada por el Espíritu Santo en el Bautismo. Hemos de dejarnos guiar por Él para realizar, con el rey mesiánico, el plan de salvación en cada uno de nosotros y en los demás.
–Con el Salmo 71 cantamos: «Que en sus días florezca la justicia y la paz abunde eternamente. Dios mío, confía tu juicio al rey, tu justicia al hijo de reyes, para que rija a tu pueblo con justicia, a tus humildes con rectitud. Él librará al pobre que clamaba, al afligido que no tenía protector. Él se apiadará del pobre y del indigente y salvará la vida de los pobres». Todos somos pobres ante el Señor.
–Romanos 15,4-9: Cristo salvó a todos los hombres. En los designios divinos Cristo, del que todos los hombres necesitan para ser salvados, es el gran Reconciliador. San Pablo llama al amor la «ley de Cristo» (Gál 6,2) o «la plenitud de la ley» (Rm 13,10; Gál 5,14). La importancia del amor cristiano es tal que no puede absolutamente ser llamado una virtud; sería como vaciar de su sentido verdadero al amor de Dios mismo o de su Hijo hacia nosotros.
Para San Pablo, el ejemplo de Cristo, que para salvarnos se hace obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Flp 2, 8), ha de ser estímulo y acicate para que nosotros hagamos lo mismo por la salvación de los hermanos. El Adviento, tiempo de espera, debe incitar a todos los cristianos a una profunda reflexión sobre nuestra responsabilidad en la salvación de los hombres alejados de Dios.
–Mateo 3,1-12: Haced penitencia, porque se acerca el Reino de los cielos. A una presencia de Cristo más intensa en nosotros solo es posible llegar por una renovación radical de nuestro ser interior y de nuestra conducta exterior. Comenta San Agustín:
«Reciba, pues, cada uno con prudencia las amonestaciones del preceptor, para no desaprovechar el tiempo de la misericordia del Salvador que se otorga en esta época de perdón para el género humano. Al hombre se le perdona para que se convierta y no haya nadie a quien condenar. Dios verá cuándo ha de llegar el fin del mundo; ahora, por de pronto, es el tiempo de la fe» (Sermón 109, 1).
La conversión supone que nos hemos desviado. Hemos de cambiar de actitud, de mentalidad. Testigos de la necesidad que todo hombre tiene de Cristo, nuestra conducta ha de ser tal que vaya abriendo los corazones al misterio de Cristo Salvador.
Ciclo B
Para la sagrada Liturgia, Sión representa a Jerusalén, a la nueva Jerusalén de la Iglesia, a la Jerusalén de la eterna claridad en el cielo. Significa también el reinado de Dios en las almas cristianas. «Preparad el camino del Señor», allanad, reparad las calles, tenedlo todo a punto para el gran momento en el que el Rey divino, Cristo, el Señor, quiera entrar en la ciudad, en las almas. Durante el Adviento debemos vivir más conscientes, profunda y fielmente unidos a la comunidad de la Iglesia. Debemos ser una sola alma. Debemos tener todos un solo corazón, una sola fe, una sola esperanza, un solo amor, una sola oración, un solo sacrificio.
–Isaías 40,1-5.9-11: Preparadle un camino al Señor. En su designio de salvación Dios pone todo su amor; llega hasta enviarnos a su propio Hijo, el Salvador. Pero la voluntad personal y colectiva de los hombres habrá de poner toda la sinceridad de su conversión, que los haga disponibles para Cristo.
Israel es un pueblo en camino. Esto aparece en toda la Sagrada Escritura, sobre todo en la primera lectura de hoy, de un modo claro y preciso: de un estado de esclavitud hay que pasar a otro de liberación y de paz. La Iglesia vive ese mismo misterio, como nos lo ha recordado el Concilio Vaticano II. Es heredera de las prerrogativas de Israel. Pueblo en camino, Israel estaba dirigido hacia el cumplimiento de una esperanza salvífica. Pueblo en camino, la Iglesia está dirigida hacia el cumplimiento de una comunión total con Cristo; y por eso vive una espiritualidad de esperanza, esto es, de íntima unión con Dios en Cristo, que vive en su Iglesia. De ahí la impronta escatológica: la aspiración continua a la plenitud de la Jerusalén celeste.
–Salmo 84: Esperamos a Cristo y el cumplimiento de su acción salvífica en nosotros. «Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación. Voy a escuchar lo que dice el Señor: Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos. La salvación está ya cerca de sus fieles y la gloria habitará en nuestra tierra... La justicia marchará ante Él, la salvación seguirá sus pasos».
–1 Pedro 3,8-14: Esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva. El tiempo significa solo una amorosa espera por parte de Dios, que quiere que todos los hombres lleguen a estar en actitud de salvación cuando el Señor venga. El vocabulario usado es típicamente escatológico-apocalíptico. El sentido de las palabras y de las imágenes en las que predomina el fuego, parece ser éste: la acción definitiva de Dios, su vuelta escatológica, exige una purificación interior que, al mismo tiempo, destruye lo que está mal y exalta el bien de la salvación.
Hay que «saber esperar», como diría el Beato Rafael Arnaiz. Tenemos que colaborar con la gracia de Dios. El Señor viene a la Sión del Nuevo Testamento, al reino divino de la Santa Iglesia, al cual somos llamados también nosotros. Aquí, en la Santa Iglesia: lo encuentro, lo veo, lo oigo, lo toco. Aquí me da él la salvación, el perdón de mis pecados, la gracia, la vida. Cristo –su salvación y redención– se ha dado a los hombres en su Santa Iglesia. Cuanto más nos identifiquemos con la comunidad de fe, de oración, de sacrificio, de dolor, de apostolado, que es la Iglesia, más hondamente participaremos de la redención y salvación divinas.
–Marcos 1,1-8: Preparadle el camino al Señor. Juan fue el heraldo de Cristo. Toda su vida fue un grito de alerta contra nuestra inconsciencia y nuestra irresponsabilidad. ¡Preparad los caminos del Señor... reformad vuestras vidas! ¡Abrid vuestro corazón al Corazón sacratísimo del Redentor!
La Iglesia, llamándonos así en la liturgia, prolonga la predicación del Bautista, y como dice San Gregorio Magno, prepara los caminos al Señor que viene:
«Todo el que predica la fe recta y las buenas obras ¿qué hace, sino preparar el camino del Señor para que venga al corazón de los oyentes, penetrándolos con la fuerza de la gracia, ilustrándolos con la luz de la verdad, para que, enderezadas así las sendas que han de conducir a Dios, se engendren en el alma santos pensamientos?» (Homilía 20 sobre el Evangelio).
El concilio Vaticano II fue en su día, y sigue siendo, para toda la Iglesia una renovada tensión de Adviento, una auténtica renovación profunda por la conversión evangélica: «La Iglesia, que encierra en su seno pecadores, siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación» (Lumen Gentium 8).
Pero anterior a la renovación de las estructuras es la renovación de las personas: esa profunda conversión integral en la interioridad del hombre sin Cristo, que le abre a la verdadera cristificación, a la intimidad transformante con Cristo. Asó lo enseñó explícitamente Pablo VI en su encíclica Ecclesiam suam (6-VIII-1964):
«La reforma no puede afectar ni a la concepción esencial ni a las estructuras fundamentales de la Iglesia... No podemos acusar de infidelidad a nuestra querida y santa Iglesia de Dios... No nos fascine el deseo de renovar la estructura de la Iglesia por vía carismática..., introduciendo arbitrarios ensueños de artificiosas renovaciones en el esquema constitutivo de la Iglesia... Es necesario evitar otro peligro, que el deseo de reforma podría engendrar... en quienes piensan que la reforma de la Iglesia debe consistir principalmente en la adaptación de sus sentimientos y de sus maneras de proceder a los mundanos» (41-43).
Ser heraldos de Cristo para quienes no lo conocen ni lo aman. ¡Ése es nuestro ineludible deber de Adviento!
Adrien Nocent
El Año Litúrgico: Celebrar a Jesucristo I
Preparar los caminos del Señor. El Espíritu está sobre él y en él se confirman las promesas.
Esta voz que grita en el desierto resonará hasta el final de los tiempos. Siempre habrá que convertirse, el trabajo de la conversión no acaba nunca. No es suficiente el pertenecer a una raza cristiana, como no era suficiente tener por padre a Abrahán.
Hay que dar el fruto que pide la conversión. Esta conversión para el perdón de los pecados está unida íntimamente al bautismo, bautismo de Juan que lleva a la conversión y bautismo de Cristo que es bautismo en fuego y Espíritu Santo, bautismo que hace que renazcamos según Dios y que nos reúne en el pueblo de Dios.
La urgencia de la conversión y el bautismo de purificación queda duramente subrayado por Juan: "(El Señor) tiene el bieldo en la mano: aventará su parva, reunirá su trigo en el granero y quemará la paja en una hoguera que no se apaga".
La imagen es fuerte y significativa: es difícil ignorar la advertencia de Juan y cerrar los oídos. Preparar el camino del Señor supone, pues, un constante esfuerzo de conversión: "Ya toca el hacha la base de los árboles, y el árbol que no da fruto será talado y echado al fuego.
Pero, de hecho, ¿qué significa "convertirse"? San Pablo nos da una idea del punto de partida de toda conversión: Es la perseverancia y el coraje de estar de acuerdo entre nosotros según el espíritu de Cristo Jesús. Esa es la enseñanza concreta de Pablo a la Iglesia que comienza. Debemos acogernos mutuamente como hemos sido acogidos por Cristo. A partir de ahí podemos realizar otro objetivo de nuestra conversión: alabar a Dios, es decir, volver a encontrar el motivo esencial de la creación del mundo y del hombre. Cristo, que se hizo servidor de los judíos, es garantía de la promesa hecha a nuestros padres: en la conversión, gracias a la misericordia de Dios, incluso los gentiles son capaces de dar gloria a Dios. La conversión es poder cantar al Señor: "Te alabare en medio de los gentiles y cantaré tu nombre".
Por lo tanto, Jesús es para nosotros, según la carta a los romanos, la garantía de nuestra salvación, es decir, de nuestra posibilidad de alabar a Dios.
Esta es nuestra esperanza y hay que mantenerse en la perseverancia y coraje que nos dan las Escrituras. Esperamos así la salvación de todos los hombres, al ser todos capaces de dar gloria a Dios.
Por eso el sacramento de la Penitencia es un acto de culto.
Signo eficaz de conversión, es un canto de alabanza a Dios por su misericordia, por habernos enviado a su Hijo que ha logrado la obra de nuestra salvación haciéndonos capaces de alabar la gloria del Padre. La conversión no es únicamente curación y vuelta a un cierto equilibrio psicológico, es, sobre todo, posibilidad de recobrar un puesto en el concierto de alabanza de la creación a la gloria del Padre.
Quien hace posible esta conversión del mundo y del hombre es el Mesías, sobre quien reposa el Espíritu del Señor.
"Será la justicia ceñidor de sus lomos; la fidelidad, ceñidor de su cintura". Marcado por el Espíritu del Señor con sus dones de sabiduría, discernimiento, consejo, fuerza, conocimiento, temor, restablecerá con justicia la unidad en el mundo. Es el poema de la edad de oro que ya hemos tenido ocasión de comentar anteriormente. El salmo responsorial 71 desea a este Mesías: "Que su nombre sea eterno y su fama dure como el sol; que él sea la bendición de todos los pueblos y lo proclamen dichoso todas las razas de la tierra".
Esta edad que es de oro a pesar de las apariencias, la vivimos en la fe. Ya ha comenzado. Y ahí está nuestro problema. Pues, ¿cómo podemos ver la edad de oro en este mundo desamparado en el que se mezclan iniciativas admirables y voluntades aberrantes? Sin embargo, la Buena Noticia, se anuncia a los pobres, los ciegos ven, los muertos resucitan, la Iglesia opera todos sus prodigios en el orden espiritual. Mirada de fe, esperanza en la fe, son las únicas actitudes que pueden hacernos ver la presencia de la edad de oro iniciada ya. El Adviento es el tiempo del optimismo.
Hans Urs von Balthasar
Luz de la Palabra
1. El que está lleno del Espíritu.
Dios viene ahora en una figura terrena, como el «renuevo del tronco de Jesé». Pero su venida es única y definitiva. Según la primera lectura, tres cosas caracterizan esta venida: en primer lugar la plenitud del Espíritu del Señor que capacita al que viene para las otras dos cosas: para el juicio separador en favor de los pobres y desamparados contra los violentos y los pecadores, y para la instauración de una paz supraterrenal que transforma totalmente la naturaleza y la humanidad. El Espíritu de sabiduría y de conocimiento que llena al que viene, se derrama sobre el mundo, de modo que el mundo queda «lleno de la ciencia del Señor, como las aguas colman el mar». Lo que el que está lleno del Espíritu es y tiene, lo ejerce juzgando; lo reparte llenando al mundo con su Espíritu. En la Biblia conocer a Dios nunca es un conocimiento teórico, sino impregnarse totalmente de la comprensión íntima de lo que Dios es; y este conocimiento es la paz en Dios, la participación en la paz de Dios.
2. Bautismo con el Espíritu Santo y fuego.
El evangelio presenta al precursor en plena actividad. Prepara el camino al que viene, confesando a los pecadores que se convierten y bautizándolos, a la espera del que viene detrás de él y puede más que él. Se preparan para acoger al que viene. No puede uno fiarse simplemente del pasado, de la pertenencia carnal a la descendencia de Abrahán. Las palabras del Bautista: «Dios es capaz de sacar hijos de Abrahán de estas piedras», son extrañamente proféticas: para los judíos esas piedras son los pueblos paganos; el que está lleno del Espíritu y viene detrás de Juan puede convertirlos en hijos de Dios. Juan se prosterna ante él en una actitud de profunda humildad. Porque, en lugar de con agua, él bautizará con el Espíritu Santo y fuego. Un fuego que es Dios mismo, el fuego del amor divino que él viene a «arrojar sobre la tierra», un fuego que consume todo egoísmo en las almas; el fuego del amor que será al mismo tiempo el fuego del juicio para los que no quieren amar, para los que son paja: «Quemará la paja en una hoguera que no se apaga». «Dios es un fuego devorador»: quien no quiera arder en su llama de amor, se abrasará eternamente en ese fuego. El amor es más que la moral de los fariseos y saduceos. La moral que no se consuma y no se supera en el fuego del amor del Espíritu, no resistirá ante el que tiene el bieldo en la mano para aventar su parva.
3. "Acogeos mutuamente".
La llama de amor que trae el portador del Espíritu desborda los límites del pueblo de Israel y llega al mundo. Los judíos, elegidos desde antiguo, y los paganos, no elegidos pero ahora admitidos a la salvación, formarán en lo sucesivo una unidad en el amor. Pablo exige de ambos en la segunda lectura que «se acojan mutuamente» como y porque Cristo «nos ha acogido» para gloria del Creador, que nos ha creado a todos con vistas a su Hijo. El Hijo realiza las dos cosas: la justicia de la alianza de Dios, pues en su existencia terrena cumple todas las profecías, y la misericordia divina para con todos aquellos que todavía no saben nada de la alianza. El portador del Espíritu que Isaías ve venir, instaurará una paz verdaderamente divina sobre la tierra. Si las naciones quisieran -como lo espera el profeta- buscar este «renuevo del tronco de Jesé», quedarían también ellas llenas del «Espíritu de la ciencia del Señor», en cuya paz «ya no se hace nada malo».