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Homilías y comentarios bíblicos
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Domingo de Ramos (B) – Homilías

/ 26 marzo, 2015 / Semana Santa

Homilética

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1 Lecturas (Domingo de Ramos – Ciclo B)
2 Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
2.1 San Cirilo de Alejandría, obispo
2.1.1 Comentario: Mirad al Rey justo
2.1.2 Comentario: Pasión de Cristo
2.2 San Juan Pablo II, papa
2.2.1 Homilía (1979): Del Hosanna a la Cruz
2.2.2 Ángelus (1981): Cristo traspasado por nuestros pecados
2.2.3 Homilía (1988): Palabras de vida eterna
2.2.4 Homilía (1992): La verdad hasta sus últimas consecuencias
2.2.5 Homilía (1997): Rey manso y humilde
2.2.6 Homilía (2000): Humillación y exaltación
2.2.7 Homilía (2003): Rey de verdad, de justicia, de libetad y de amor
2.3 Benedicto XVI, papa
2.3.1 Homilía (2006): Montado en un asno
2.3.2 Homilía (2009): Un nuevo género de reino
2.3.3 Homilía (2012): Mirar con la mirada de Cristo
2.4 Congregación para el Clero
2.5 Julio Alonso Ampuero: Año Litúrgico
2.6 Manuel Garrido Bonaño: Año Litúrgico Patrístico
2.7 Joseph Ratzinger, Jesús de Nazaret, 2ª parte

Lecturas (Domingo de Ramos – Ciclo B)

Haga clic en el enlace de cada texto para ver su comentario por versículos.

Procesión: + Mc 11, 1-10: Bendito el que viene en nombre del Señor.
Misa:
-1ª Lectura: Is 50, 4-7 : No me tapé el rostro ante los ultrajes, sabiendo que no quedaría defraudado.
-Salmo: 21, 8-24 : R. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
-2ª Lectura: Flp 2, 6-11 : Se rebajó a sí mismo, por eso Dios lo levantó sobre todo.
+Evangelio: Mc 14, 1-15, 47 : Llevaron a Jesús al Gólgota y lo crucificaron.


Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia

San Cirilo de Alejandría, obispo

Comentario: Mirad al Rey justo

Sobre el libro del profeta Isaías (Lib 4, orat 2: PG 70, 967-970) – Liturgia de las Horas

Mirad: un rey reinará con justicia y sus jefes gobernarán según derecho. El Verbo, Unigénito de Dios, era el Rey universal juntamente con Dios Padre y, al venir, se sometió toda criatura visible e invisible. Y si bien el hombre terreno, alejándose y desvinculándose de su reino, hizo poco caso de sus mandatos hasta el punto de dejarse enredar por la tiránica mano del diablo con los lazos del pecado, él, administrador y dispensador de toda justicia, nuevamente volvió a someterle a su yugo. Los caminos del Señor son efectivamente rectos.

Llamamos caminos de Cristo a los oráculos evangélicos, por medio de los cuales, atentos a todo tipo de virtud y ornando nuestras cabezas con las insignias de la piedad, conseguimos el premio de nuestra vocación celestial. Rectos son realmente estos caminos, sin curva o perversidad alguna: los llamaríamos rectos y transitables. Está efectivamente escrito: La senda del justo es recta, tú allanas el sendero del justo. Pues la senda de la ley es áspera, serpentea entre símbolos y figuras y es de una intolerable dificultad. En cambio, el camino de los oráculos evangélicos es llano, sin absolutamente nada de áspero o escabroso.

Así, pues, los caminos de Cristo son rectos. El ha edificado la ciudad santa, esto es, la Iglesia, en la que él mismo ha establecido su morada. El, en efecto, habita en los santos y nosotros nos hemos convertido en templos de Dios vivo, pues, por la participación del Espíritu Santo, tenemos a Cristo dentro de nosotros. Fundó, pues, la Iglesia y él es el cimiento sobre el que también nosotros, como piedras suntuosas y preciosas, nos vamos integrando en la construcción del templo santo, para ser morada de Dios, por el Espíritu.

Absolutamente inconmovible es la Iglesia que tiene a Cristo por fundamento y base inamovible. Mirad -dice–, yo coloco en Sión una piedra probada, angular, preciosa, de cimiento: «quien se apoya no vacila». Así que, una vez fundada la Iglesia, él mismo cambió la suerte de su pueblo. Y a nosotros, derribado por tierra el tirano, nos salvó y liberó del pecado y nos sometió a su yugo, y no precisamente pagándole un precio o a base de regalos. Claramente lo dice uno de sus discípulos: Nos rescataron de ese proceder inútil recibido de nuestros padres: no con bienes efímeros, con oro y plata, sino a precio de la sangre de Cristo, el cordero sin defecto ni mancha. Dio por nosotros su propia sangre: por tanto no nos pertenecemos, sino que somos del que nos compró y nos salvó.

Con razón, pues, todos cuantos conculcan la recta norma de la verdadera fe, se ven acusados por boca de los santos como negadores del Dios que los ha redimido.

Comentario: Pasión de Cristo

Sobre el libro del profeta Isaías (Lib 4, orat 4: PG 70, 1066- 1067) – Liturgia de las Horas

La pasión de Cristo y su preciosa cruz son seguridad y muro inaccesible para quien cree en él.

Cristo, a pesar de su naturaleza divina y siendo por derecho igual a Dios Padre, no hizo alarde de su categoría de Dios, sino que se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Realmente su pasión saludable abatió a los principados y triunfó sobre los dominadores del mundo y de este siglo, liberó a todos de la tiranía del diablo y nos recondujo a Dios. Sus cicatrices nos curaron y, cargado con nuestros pecados, subió al leño; y de este modo, mientras él muere, a nosotros se nos mantiene en la vida, y su pasión se ha convertido en nuestra seguridad y muro de defensa. El que nos ha rescatado de la condena de la ley, nos socorre cuando somos tentados. Y para consagrar al pueblo con su propia sangre, murió fuera de la ciudad.

Por eso, repito, la pasión de Cristo, su preciosa cruz y sus manos taladradas se traducen en seguridad, en muro inaccesible e indestructible para quienes creen en él. Por lo cual dice justamente: Mis ovejas escuchan mi voz y me siguen, y yo les doy la vida eterna. Y también: Nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. Y esto porque precisamente viven a la sombra del Omnipotente, protegidas por la ayuda divina como en una torre fortificada.

Desde el momento, pues, en que Dios Padre nos sostiene casi con sus manos, custodiándonos junto a él, sin permitir que seamos inducidos al mal o que sucumbamos a la malicia de los malvados, ni ser presa de la violencia diabólica, nada nos impide comprender que las murallas de Sión designadas por sus manos, signifiquen a los expertos en el arte espiritual que, poseídos por la gracia, se dan a conocer en el testimonio de la virtud.

En consecuencia, podríamos decir que las murallas de Sión construidas por Dios, son los santos apóstoles y evangelistas, aprobados por su propia palabra, que nunca se equivoca ni se devalúa. Sus nombres están escritos en el cielo y figuran en el libro de la vida. No hemos de maravillarnos si dice que los santos son los baluartes y las murallas de la Iglesia. El mismo es el muro y el baluarte, como una fortaleza.

De igual modo que él es la luz verdadera y, no obstante, dice que ellos son la luz del mundo, así también, siendo él el muro y la seguridad de quienes creen en él, confirió a sus santos esta estupenda dignidad de ser llamados murallas de la Iglesia.

San Juan Pablo II, papa

Homilía (1979): Del Hosanna a la Cruz

Plaza de San Pedro, 8 de abril de 1979

1. Durante la próxima semana, la liturgia quiere ser estrictamente obediente a la sucesión de los acontecimientos. Precisamente los acontecimientos, que se desarrollaron en Jerusalén hace poco menos de dos mil años, deciden que ésta sea la Semana Santa, la Semana de la Pasión del Señor.

El domingo de hoy permanece estrechamente unido con el acontecimiento que tuvo lugar cuando Jesús se acercó a Jerusalén para cumplir allí todo lo que había sido anunciado por los Profetas. Precisamente en este día los discípulos, por orden del Maestro, le llevaron un borriquillo, después de haber solicitado poderlo tomar prestado por cierto tiempo. Y Jesús se sentó sobre él para que se cumpliese también aquel detalle de los escritos proféticos. En efecto, así dice el Profeta Zacarías: «Alégrate sobremanera, hija de Sión, grita exultante, hija de Jerusalén. He aquí que viene a ti tu Rey, justo y victorioso, humilde, montado en un asno, en un pollino de asna» (9, 9).

Entonces, también la gente que se trasladaba a Jerusalén con motivo de las fiestas —la gente que veía los hechos que Jesús realizaba y escuchaba sus palabras— manifestando la fe mesiánica que El había despertado, gritaba: «¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Bendito el reino que viene de David, nuestro Padre! ¡Hosanna en las alturas!» (Mc 11, 9-10).

Nosotros repetimos estas palabras en cada Misa cuando se acerca el momento de la transustanciación.

2. Así, pues, en el camino hacia la Ciudad Santa, cerca de la entrada de Jerusalén, surge ante nosotros la escena del triunfo entusiasmante: «Muchos extendían sus mantos sobre el camino, otros cortaban follaje de los campos» (Mc 11, 8).

El pueblo de Israel mira a Jesús con los ojos de la propia historia; ésta es la historia que llevaba al pueblo elegido, a través de todos los caminos de su espiritualidad, de su tradición, de su culto, precisamente hacia el Mesías. Al mismo tiempo, esta historia es difícil. El reino de David representa el punto culminante de la prosperidad y de la gloria terrestre del pueblo, que desde los tiempos de Abraham, varias veces, había encontrado su alianza con Dios-Yavé, pero también más de una vez la había roto.

Y ahora, ¿cerrará esta alianza de manera definitiva? ¿O acaso perderá de nuevo este hilo de la vocación, que ha marcado desde el comienzo el sentido de su historia?

Jesús entra en Jerusalén sobre un borriquillo que le habían prestado. La multitud parece estar más cercana al cumplimiento de la promesa de la que habían dependido tantas generaciones. Los gritos: «¡Hosanna!» «¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!», parecían ser expresión del encuentro ahora ya cercano de los corazones humanos con la eterna Elección. En medio de esta alegría que precede a las solemnidades pascuales, Jesús está recogido y silencioso. Es plenamente consciente de que el encuentro de los corazones humanos con la eterna Elección no sucederá mediante los «hosannas», sino mediante la cruz.

Antes de que viniese a Jerusalén, acompañado por la multitud de sus paisanos, peregrinos para las fiestas de Pascua, otro lo había dado a conocer y había definido su puesto en medio de Israel. Fue precisamente Juan Bautista en el Jordán. Pero Juan, cuando vio a Jesús, al que esperaba, no gritó «hosanna», sino señalándolo con el dedo, dijo: «He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29).

Jesús siente el grito de la multitud el día de su entrada en Jerusalén, pero su pensamiento está fijo en las palabras de Juan junto al Jordán: «He aquí el que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29).

3. Hoy leemos la narración de la Pasión del Señor, según Marcos. En ella está la descripción completa de los acontecimientos que se irán sucediendo en el curso de esta semana. Y en cierto sentido, constituyen su programa.

Nos detenemos con recogimiento ante esta narración. Es difícil conocer estos sucesos de otro modo. Aunque los sepamos de memoria, siempre volvemos a escucharlos con el mismo recogimiento. Recuerdo con qué atención escuchaban los niños cuando siendo yo todavía joven sacerdote les contaba la Pasión del Señor. Era siempre una catequesis completamente distinta de las otras. La Iglesia, pues, no cesa de leer nuevamente la narración de la Pasión de Cristo, y desea que esta descripción permanezca en nuestra conciencia y en nuestro corazón. En esta semana estamos llamados a una solidaridad particular con Jesucristo: «Varón de dolores» (Is 53, 3).

4. Así, pues, junto a la figura de este Mesías, que el Israel de la Antigua Alianza esperaba y, más aún, que parecía haber alcanzado ya con la propia fe en el momento de la entrada en Jerusalén, la liturgia de hoy nos presenta al mismo tiempo otra figura. La descrita por los Profetas, de modo particular por Isaías:

«He dado mis espaldas a los que me herían… sabiendo que no sería confundido» (Is 50, 6-7).

Cristo viene a Jerusalén para que se cumplan en El estas palabras, para realizar la figura del «Siervo de Yavé», mediante la cual el Profeta, ocho siglos antes, había revelado la intención de Dios. El «Siervo de Yavé»: el Mesías, el descendiente de David, pero en quien se cumple el «hosanna» del pueblo, pero el que es sometido a la más terrible prueba:

«Búrlanse de mí cuantos me ven…, líbrele, sálvele, pues dice que le es grato» (Sal 21, 8-9).

En cambio, no mediante la «liberación» del oprobio, sino precisamente mediante la obediencia hasta la muerte, mediante la cruz, debía realizarse el designio eterno del amor.

Y he aquí que habla ahora no ya el Profeta, sino el Apóstol, habla Pablo, en quien «la palabra de la cruz» ha encontrado un camino particular. Pablo, consciente del misterio de la redención, da testimonio de quien «existiendo en forma de Dios… se anonadó, tomando la forma de siervo…, se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2, 6-8).

He aquí la verdadera figura del Mesías, del Ungido, del hijo de Dios, del Siervo de Yavé. Jesús con esta figura entraba en Jerusalén, cuando los peregrinos, que lo acompañaban por el caminó, cantaban: «Hosanna». Y extendían sus mantos y los ramos de los árboles en el camino por el que pasaba.

5. Y nosotros hoy llevamos en nuestras manos los ramos de olivo. Sabernos que después estos ramos se secarán. Con su ceniza cubriremos nuestras cabezas el próximo año, para recordar que el Hijo de Dios, hecho hombre, aceptó la muerte humana para merecernos la Vida.

Ángelus (1981): Cristo traspasado por nuestros pecados

Domingo 12 de abril de 1981

1. Durante la celebración de la liturgia de este Domingo de Ramos, todos nosotros hemos oído las voces que nos llegan a través de los siglos y las generaciones: «¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!» (Mc 11, 9-10). Hemos oído estas voces y las hemos repetido confesando nuestra fe en el Mesías, el Ungido de Dios.

Pero he aquí que de la misma parte del mundo, de la misma ciudad, ante la perspectiva de la Semana Santa nos llegan otras voces y otros gritos que contienen en sí la condena a muerte: «¡Crucifícalo, crucifícalo!» (Jn 19, 6).

Por tanto hoy, mientras en la oración del «Ángelus» profesamos como siempre que el Verbo se hizo carne y vino a habitar entre nosotros (cf. Jn 1, 14), miramos con grandísimo amor al mismo Verbo que está ante nosotros cual «varón de dolores, conocedor de todos los quebrantos, ante quien se vuelve el rostro» (Is 53, 3).

2. Sí. Verdaderamente quisiéramos volver la cara y no mirar. Estamos aterrorizados por su aspecto nos impresiona hondamente cuando aparece ante nosotros «despreciado, desecho de los hombres, varón de dolores» (Is 53, 3). «¿Quién creerá lo que hemos oído? ¿A quién fue revelado el brazo de Yavé?» (ib., 1).

Y sin embargo «quiso quebrantarle Yavé con padecimientos» (ib., 10), ya aquella misma tarde y aquella misma noche de Getsemaní cuando apenas había terminado de comer la Pascua con los discípulos.

Y también «… de Él se pasmaron muchos, tan desfigurado estaba su rostro que no parecía ser de hombre» (Is 52, 14), cuando lo sometieron a los tormentos de la flagelación y le pusieron en la cabeza la corona de espinas. «Tan desfigurado estaba su rostro que no parecía ser de hombre» (ib.), cuando después de aquel tormento terrible, el gobernador romano lo mostró a la asamblea y dijo: «Ahí tenéis al hombre» (Jn 19, 5).

Fue entonces precisamente cuando se oyeron los gritos de «¡Crucifícalo, crucifícalo!». Y se lo entregó para que lo crucificaran (cf. ib., 19, 16).

Dice el Profeta: «Pero fue Él ciertamente quien tomó sobre sí nuestras enfermedades y cargó con nuestros dolores, y nosotros lo tuvimos por castigado y herido por Dios y humillado» (Is 53, 4).

«… Es que quiso Yavé quebrantarlo con padecimientos» (Is 53, 10).

El peso de la cruz lo aplastó muchas veces en el camino por las calles de la Ciudad Santa porque «Yavé cargó sobre Él la iniquidad de todos nosotros… como cordero llevado al matadero, como oveja muda ante los trasquiladores, y no abrió la boca». Y después en la colina del Gólgota fue clavado en la cruz. «Fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados… Maltratado y afligido no abrió la boca» (Is 53, 5-7).

Y de este modo la sentencia dada se cumplió en la cruz ignominiosa: «Fue eliminado de la tierra de los vivientes… Fue arrebatado por un juicio inicuo y… muerto por las iniquidades de su pueblo» (Is 53, 8).

3. Queridos hermanos y hermanas:

Nuestro pensamiento y nuestro corazón, nuestra conciencia y nuestra oración se dirijan en esta Semana Santa de modo particular a Cristo dolorido, despojado, crucificado; a Cristo ¡Redentor nuestro!

«Fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados» (Is 53, 5).

«Por haberse entregado a la muerte y haber sido contado entre los pecadores» (ib., 12). Reciba Él, en los días de su Pasión, veneración, recuerdo y agradecimiento especiales de toda la Iglesia, de todos los hombres de buena voluntad y corazón generoso.

Homilía (1988): Palabras de vida eterna

III JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
Plaza de San Pedro
Domingo de Ramos, 27 de marzo de 1988

1. «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68).

Celebramos la liturgia del Domingo de Ramos en la plaza de San Pedro. Esta es también la Jornada internacional de la Juventud.El Domingo de Ramos reúne todos los años en esta plaza a muchos jóvenes, que se sienten como llamados por el acontecimiento que se conmemora este día. Efectivamente, durante la entrada de Jesús en Jerusalén, entre los que gritaban “Hosana al Hijo de David”, no faltaron los jóvenes. El himno litúrgico canta: “Pueri hebraeorum portantes ramos olivarum obviaverunt Domino”.

Pueri: es decir, los jóvenes hebreos. Obviaverunt: es decir, fueron al encuentro de Cristo. Cantaron “Bendito el que viene en nombre del Señor” (Mt 21, 9). Cada año, el Domingo de Ramos sucede lo mismo: Los jóvenes van al encuentro de Cristo, enarbolan las palmas, cantan el himno mesiánico, para saludar a Aquel que viene en el nombre del Señor. Así sucede aquí en Roma, como en otros lugares del mundo. El año pasado fue así en Buenos Aires, donde pude celebrar la Jornada de la Juventud especialmente con los jóvenes de América Latina.

Todos vosotros, jóvenes, allí donde estéis y cualquier día que os reunáis para celebrar vuestra fiesta, sentiréis la necesidad de repetir las palabras de Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna”. Sólo Tú.

2. Las “palabras de vida eterna” nos describen hoy la pasión y la muerte de Cristo según el Evangelio de San Marcos.

Hemos escuchado esta descripción. Hemos escuchado también las palabras del Profeta Isaías, que desde las profundidades de los siglos preanuncia al Mesías, como varón de dolores: “Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba. No oculté el rostro a insultos y salivazos” (Is 50, 6).

De hecho fue precisamente así, como había previsto el Profeta.

Y, fue también así, como había proclamado el Salmista —también él desde la profundidad de los siglos—: “Me taladran las manos y los pies, puedo contar todos mis huesos… Se reparten mi ropa, echan a suerte mi túnica” (Sal 21/22, 17-19).

Así fue. Y aún más. Las palabras con que el Profeta (David) comienza su Salmo estuvieron en los labios de Cristo durante la agonía en Getsemaní: “Dios mío; Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (¿Elí, Elí, lamá sabactaní?) (Mt 27, 46; Sal 21/22, 2).

La pasión y la muerte de Cristo emergen de los textos del Antiguo Testamento para confirmarse como la realidad decisiva de la Nueva y Eterna Alianza de Dios con la humanidad.

3. Hemos escuchado finalmente las palabras impresionantes del Apóstol Pablo en la Carta a los Filipenses. Son una síntesis del misterio pascual. El texto es conciso, pero al mismo tiempo tiene un contenido insondable, como lo es el misterio. San Pablo nos lleva al límite mismo de lo que en la historia de la creación comenzó a suceder entre Dios y el hombre, y que encontró su culmen y su plenitud en Jesucristo. En definitiva, en la cruz y resurrección.

Jesucristo “a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó…” (Flp 2, 6-9).

Así “las palabras de vida eterna” fueron pronunciadas por medio de la cruz y de la muerte. No eran sólo teoría. Fueron una realidad tremenda entre Aquel que “Es” ab aeterno, que no pasa, y aquel que pasa, para el que está establecido que debe morir una sola vez. Al mismo tiempo el hombre, como ser creado a imagen y semejanza de Dios, espera las palabras de vida eterna. Las encuentra en el Evangelio de Cristo. Se confirman de forma definitiva en su muerte y resurrección.

¿A quién iremos?

Cristo es Aquel que “en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor”, no cesa de manifestar “plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación, revelando el misterio del Padre y de su amor”. Esto dice el Concilio Vaticano II en la Constitución pastoral Gaudium et spes (22a).

4. ¿Por qué, pues, precisamente este día, Domingo de Ramos, se ha convertido en la Iglesia desde hace algunos años en la “fiesta de los jóvenes”?: Jornada de los jóvenes. Es cierto que esta jornada de la juventud se celebra en cada país y en ambientes y períodos diversos, pero el Domingo de Ramos queda siempre para ella como un punto central de referencia.

¿Por qué? Parece que los mismos jóvenes dan a esta pregunta una respuesta espontánea. Una respuesta así la dais todos vosotros, que desde hace años peregrináis a Roma precisamente para celebrar este día (y esto se realizó especialmente el Año de la Redención y el Año dedicado a la juventud).

Con este hecho, ¿acaso no queráis hacer ver vosotros mismos que buscáis a Cristo en el centro de su misterio? Lo buscáis en la plenitud de esa verdad que es El mismo en la historia del hombre: “Para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad” (Jn 18, 37). Vosotros buscáis a Cristo en la palabra definitiva del Evangelio, como lo hizo el Apóstol Pablo: En la cruz, que es “fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1Co 1, 24), como confirmó la resurrección.

En Cristo —crucificado y resucitado— buscáis precisamente esa fuerza y esa sabiduría.

5. Cristo revela plenamente el propio hombre al hombre —cada uno de nosotros—. ¿Podría revelarlo “plenamente” si no hubiera pasado también este sufrimiento, y este despojo sin límites? ¿Si no hubiera finalmente gritado en la cruz: “Por qué me has abandonado?” (cf. Mt 27, 46).

El campo de la experiencia del hombre es limitado. Inefable es también el cúmulo de sus sufrimientos. El que tiene “palabras de vida eterna”, no dudó en fijar esta palabra en todas las dimensiones de la temporalidad humana...

“Por eso Dios lo levantó”. Por eso, “Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (cf. Flp 2, 9. II). Y de este modo da testimonio de “la sublimidad de su vocación” (cf. Gaudium et spes, 22): ninguna dificultad, ningún sufrimiento o despojo, pueden separarnos del amor de Dios (cf. Rm 8, 35): De ese amor que está en Jesucristo.

6. Así, pues, esta “Jornada para los jóvenes” queda en la Iglesia como un momento elocuente de vuestra “peregrinación a través de la fe”.

Este año dirigimos nuestra mirada a la Madre de Dios presente en el misterio de Cristo y de la Iglesia, presente también en la agonía del Gólgota. Allí precisamente se encuentra el punto culminante de la peregrinación de María, de la que el Concilio, siguiendo las iniciativas de la Tradición, nos enseña que nos precede a todos en el camino: Va delante en la peregrinación “de la fe, de la caridad y de la unión perfecta con Cristo” (cf. Lumen gentium, 63).

En este Año mariano deseo a todos los jóvenes que, mirando a María como “modelo”, descubran todas las profundidadesescondidas en el misterio de Cristo.

Ya que Cristo dice siempre de nuevo a los jóvenes, como dijo en el Evangelio: “Sígueme” (Lc 18, 22). El análisis de esta llamada se encuentra en la Carta enviada a los jóvenes y a las jóvenes del mundo en el año 1985.

Es necesario que sintáis esta llamada. Y es necesario que la maduréis constantemente para darle vuestra respuesta.

“Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna.

Homilía (1992): La verdad hasta sus últimas consecuencias

VII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
Domingo de Ramos, 12 de abril de 1992

1. «Anunciaré tu nombre a mis hermanos» (Sal 22, 23).

Hoy las palabras del salmo se cumplen de una manera particular. En toda Jerusalén resuena la gloria del nombre de Dios. Del Dios que hizo salir a su pueblo de Egipto, de la situación de esclavitud.

Este pueblo espera la nueva venida de Dios. En Jesús de Nazaret se realiza el cumplimiento de sus esperanzas. Cuando Cristo se acerca a Jerusalén, yendo como peregrino junto con los demás para la fiesta de Pascua, es acogido como el que viene en el nombre del Señor. El pueblo, exultando, canta: «Hosanna».

Todos han captado con exactitud los signos que muestran que se han cumplido los anuncios de los profetas. También el signo del rey que tenía que llegar «montado en un asno» (cf. Zc 9, 9) había sido profetizado.

2. Pero la intuición colectiva tiene sus límites. Aquel que, según las palabras del salmista, viene para «anunciar el nombre de Dios a sus hermanos» es, al mismo tiempo —en este salmo— el abandonado, el escarnecido, el castigado.

«Al verme se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza: “Acudió al Señor, que le ponga a salvo; que lo libere, si tanto lo quiere”» (Sal 22, 8-9).

Después, él dice de sí mismo, como si hablara entre sí: «Me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos… Se reparten mi ropa, echan a suerte mi túnica. Pero tú, Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven de prisa a socorrerme» (Sal 22, 17-20). «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (ib., 2).

Sorprendente profecía! Estas palabras nos transportan ya al Gólgota; participamos en la agonía de Cristo en la cruz. Precisamente estas palabras del salmista se encuentran de nuevo en su boca cuando va a morir.

Cristo, que ha venido a Jerusalén para la fiesta de Pascua, ha leído hasta sus últimas consecuencias la verdad contenida en los salmos y en los profetas. Esta era la verdad sobre él. Ha venido para cumplir esta verdad hasta sus últimas consecuencias.

3. Mediante el evento del Domingo de Ramos se abre la perspectiva de los acontecimientos ya cercanos, en los que la verdad plena sobre Cristo-Mesías encontrará su total cumplimiento.

Aquel que «a pesar de su condición divina no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo,… se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso, Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el “nombre sobre todo nombre”… ¡Jesucristo es Señor!» para gloria de Dios. Padre» (Flp 2, 6-9. 11).

4. Esta es la verdad de Dios, contenida en los eventos de esta Semana Santa de Pascua. Los eventos tienen el carácter humano. Pertenecen a la historia del hombre. Pero este hombre «realmente… era Hijo de Dios» (Mt 27, 54). Los eventos humanos descubren el inescrutable misterio de Dios. Este es el misterio del amor que salva.

Cuando, después de la resurrección, Cristo dice a los Apóstoles: «Id por todo el mundo y proclamad la buena nueva» (Mc 16, 15), en ese momento les da el mandato de predicar precisamente este misterio, cuya plenitud ha sido alcanzada en los acontecimientos de la Pascua de Jerusalén.

5. Estas mismas palabras del Redentor del mundo van dirigidas hoy a todos los jóvenes de Roma y de toda la Iglesia; y se convierten en el hilo conductor de la Jornada mundial de la juventud de este año.

Es necesario, queridísimos jóvenes, que la verdad salvífica del Evangelio sea asumida hoy por vosotros como, hace veinte siglos, fue asumida la verdad sobre el Hijo de David («el que viene en nombre del Señor») por los hijos e hijas de la ciudad santa. Es necesario que vosotros asumáis hoy esta verdad salvífica sobre Cristo crucificado y resucitado, y viviendo intensamente de ella os esforcéis por llegar al corazón del mundo contemporáneo.

«Id por todo el mundo y proclamad la buena nueva» (Mc 16, 15): esta es la consigna que os dirige el mismo Cristo. Sobre este compromiso, que constituye el tema de la VII Jornada mundial de la juventud, habéis reflexionado y orado. Se trata de un compromiso que os afecta personalmente a cada uno. Todo bautizado es llamado por Cristo a convertirse en su apóstol en el propio ambiente en que vive y en todo el mundo.

¿Cuál será vuestra respuesta?

Que cada uno de vosotros sepa hacer suyas las palabras del salmista: «Anunciaré tu nombre a mis hermanos».

Sí. ¡Tu nombre! Pues de ningún otro nombre bajo el cielo nos viene la salvación (cf. Hch 4, 12). Amén.

Homilía (1997): Rey manso y humilde

CELEBRACIÓN DEL DOMINGO DE RAMOS Y DE LA PASIÓN DEL SEÑOR
XII Jornada Mundial de la Juventud. Domingo 23 marzo de 1997

1. «¡Bendito el que viene en nombre del Señor! (…). ¡Hosanna en el cielo!» (Mc 11, 9-10).

Estas aclamaciones de la multitud, reunida para la fiesta de Pascua en Jerusalén, acompañan la entrada de Cristo y de los Apóstoles en la ciudad santa. Jesús entra en Jerusalén montado en un borrico, según las palabras del profeta: «Decid a la hija de Sión: Mira a tu rey que viene a ti, humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de animal de carga» (Mt 21, 5).

El animal elegido indica que no se trata de una entrada triunfal, sino de la de un rey manso y humilde de corazón. Sin embargo, las multitudes reunidas en Jerusalén, casi sin notar esta expresión de humildad, o quizá reconociendo en ella un signo mesiánico, saludan a Cristo con palabras llenas de emoción: «¡Hosanna al Hijo de David!» «¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» «¡Hosanna en las alturas!» (Mt 21, 9). Y cuando Jesús entra en Jerusalén, toda la ciudad esta alborotada. La gente se pregunta: «“¿Quién es éste?”». Y algunos responden: «“Es Jesús, el profeta de Nazaret de Galilea”» (Mt 21, 10-11).

No era la primera vez que la gente reconocía en Cristo al rey esperado. Ya había sucedido después de la multiplicación milagrosa del pan, cuando la multitud quería aclamarlo triunfalmente. Pero Jesús sabia que su reino no era de este mundo; por eso se había alejado de ese entusiasmo. Ahora se encamina hacia Jerusalén para afrontar la prueba que le espera. Es consciente de que va allí por última vez, para una semana «santa», al final de la cual afrontara la pasión, la cruz y la muerte. Sale al encuentro de todo esto con plena disponibilidad, sabiendo que así se cumple en él el designio eterno del Padre.

Desde ese día, la Iglesia extendida por toda la tierra repite las palabras de la multitud de Jerusalén: «¡Bendito el que viene en nombre del Señor!». Las repite cada día al celebrar la Eucaristía, poco antes de la consagración. Las repite con particular énfasis hoy, domingo de Ramos.

2. Las lecturas litúrgicas nos presentan al Mesías que sufre. Se refieren, ante todo, a sus padecimientos y a su humillación. La Iglesia proclama el evangelio de la pasión del Señor según uno de los sinópticos: el apóstol Pablo, en cambio, en la carta a los Filipenses nos ofrece una síntesis admirable del misterio de Cristo, quien, «a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojo de su rango, y tomó la condición de esclavo (…). Por eso Dios lo levanto sobre todo y le concedió el nombre que está sobre todo nombre; de modo que, al nombre de Jesús (…), toda lengua proclame: ¡Jesucristo es Señor!, para gloria de Dios Padre» (Flp 2, 6-11).

Este himno de inestimable valor teológico presenta una síntesis completa de la Semana santa, desde el domingo de Ramos, pasando por el Viernes santo, hasta el domingo de Resurrección. Las palabras de la carta a los Filipenses, citadas de modo progresivo en un antiguo responsorio, nos acompañaran durante todo el Triduo sacro.

El texto paulino encierra en sí el anuncio de la resurrección y de la gloria, pero la liturgia de la Palabra del domingo de Ramos se concentra ante todo en la pasión. Tanto la primera lectura como el Salmo responsorial hablan de ella. En el texto, que forma parte de los llamados «cantos del Siervo de Yahveh», se esboza el momento de la flagelación y la coronación de espinas; en el Salmo se describe, con impresionante realismo, la dolorosa agonía de Cristo en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Sal 21, 2).

Estas palabras, las más conmovedoras, las más emotivas, qué pronuncio Jesús desde la cruz en la hora de la agonía, resuenan hoy como una antítesis evidente, expresada en voz altar de aquel «Hosanna», que también resuena durante la procesión de los ramos.

3. Desde hace algunos años, el domingo de Ramos se ha convertido en la gran Jornada mundial de la juventud. Fueron los jóvenes mismos los que abrieron ese camino: desde el comienzo de mi ministerio en la Iglesia de Roma, en este día miles y miles de jóvenes se reunían en la plaza de San Pedro. A partir de ese hecho, a lo largo de los años se han desarrollado las Jornadas mundiales de la juventud, que se celebran en toda la Iglesia, en las parroquias y diócesis y, cada dos años, en un lugar elegido para todo el mundo. Desde 1984, los encuentros mundiales han tenido lugar sucesivamente, cada dos años: en Roma, en Buenos Aires (Argentina), en Santiago de Compostela (España), en Czestochowa-Jasna Góra (Polonia), en Denver (Estados Unidos), y en Manila (Filipinas). El próximo mes de agosto la cita es en París (Francia).

Por esta razón, el año pasado, durante la celebración del domingo de Ramos, los representantes de los jóvenes de Filipinas entregaron a sus coetáneos franceses la cruz peregrinante de la «Jornada mundial de la juventud». Este gesto tiene una elocuencia particular: es casi un redescubrimiento del significado del domingo de Ramos por parte de los jóvenes que son, efectivamente, sus protagonistas. La liturgia recuerda que «pueri hebraeorum, portantes ramos olivarum…», «los niños hebreos, llevando ramos de olivo, salieron al encuentro del Señor, aclamando: ¡Hosanna al Hijo de David!» (Antífona).

Se puede decir que la primera «Jornada mundial de la juventud» fue precisamente la de Jerusalén, cuando Cristo entró en la ciudad santa; año tras año recordamos ese acontecimiento. El lugar de los «pueri hebraeorum» ha sido ocupado por jóvenes de diversas lenguas y razas. Todos, como sus predecesores en Tierra Santa, desean acompañar a Cristo y participar en su semana de pasión, en su Triduo sacro, en su cruz y en su resurrección. Saben que él es el «bendito» que «viene en nombre del Señor», trayendo la paz a la tierra y la gloria en las alturas. Lo que cantaron los ángeles la noche de Navidad sobre la cueva de Belén, resuena hoy con un gran eco en el umbral de la Semana santa, en la que Jesús se dispone a cumplir su misión mesiánica, realizando la redención del mundo mediante la cruz y la resurrección.

¡Gloria a ti, oh Cristo, Redentor del mundo! ¡Hosanna!

Homilía (2000): Humillación y exaltación

CELEBRACIÓN DEL DOMINGO DE RAMOS Y DE LA PASIÓN DEL SEÑOR
XV Jornada Mundial de la Juventud. Domingo 16 de abril de 2000

1. «Benedictus, qui venit in nomine Domini… Bendito el que viene en nombre del Señor» (Mt21, 9; cf. Sal 118, 26).Al escuchar estas palabras, llega hasta nosotros el eco del entusiasmo con el que los habitantes de Jerusalén acogieron a Jesús para la fiesta de la Pascua. Las volvemos a escuchar cada vez que durante la misa cantamos el Sanctus. Después de decir:  «Pleni sunt coeli et terra gloria tua», añadimos:  «Benedictus qui venit in nomine Domini. Hosanna in excelsis».

En este himno, cuya primera parte está tomada del profeta Isaías (cf. Is 6, 3), se exalta a Dios «tres veces santo». Se prosigue, luego, en la segunda, expresando la alegría y la acción de gracias de la asamblea por el cumplimiento de las promesas mesiánicas:  «Bendito el que viene en nombre del Señor. ¡Hosanna en el cielo!».

Nuestro pensamiento va, naturalmente, al pueblo de la Alianza, que, durante siglos y generaciones, vivió a la espera del Mesías. Algunos creyeron ver en Juan Bautista a aquel en quien se cumplían las promesas. Pero, como sabemos, a la pregunta explícita sobre su posible identidad mesiánica, el Precursor respondió con una clara negación, remitiendo a Jesús a cuantos le preguntaban.

El convencimiento de que los tiempos mesiánicos ya habían llegado fue creciendo en el pueblo, primero por el testimonio del Bautista y después gracias a las palabras y a los signos realizados por Jesús y, de modo especial, a causa de la resurrección de Lázaro, que se produjo algunos días antes de la entrada en Jerusalén, de la que habla el evangelio de hoy. Por eso la muchedumbre, cuando Jesús llega a la ciudad montado en un asno, lo acoge con una explosión de alegría:  «Bendito el que viene en nombre del Señor. ¡Hosanna en el cielo!» (Mt 21, 9).

2. Los ritos del domingo de Ramos reflejan el júbilo del pueblo que espera al Mesías, pero, al mismo tiempo, se caracterizan como liturgia «de pasión» en sentido pleno. En efecto, nos abren la perspectiva del drama ya inminente, que acabamos de revivir en la narración del evangelista san Marcos. También las otras lecturas nos introducen en el misterio de la pasión y muerte del Señor. Las palabras del profeta Isaías, a quien algunos consideran casi como un evangelista de la antigua Alianza, nos presentan la imagen de un condenado flagelado y abofeteado (cf. Is 50, 6). El estribillo del Salmo responsorial:  «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», nos permite contemplar la agonía de Jesús en la cruz (cf. Mc 15, 34).

Sin embargo, el apóstol san Pablo, en la segunda lectura, nos introduce en el análisis más profundo del misterio pascual:  Jesús, «a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2, 6-8). En la austera liturgia del Viernes santo volveremos a escuchar estas palabras, que prosiguen así:  «Por eso Dios lo exaltó sobre todo, y le concedió el nombre que está sobre todo nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en el abismo, y toda lengua proclame:  ¡Jesucristo es Señor!, para gloria de Dios Padre» (Flp 2, 9-11).

La humillación y la exaltación:  esta es la clave para comprender el misterio pascual; ésta es la clave para penetrar en la admirable economía de Dios, que se realiza en los acontecimientos de la Pascua.

3. ¿Por qué, como todos los años, están presentes numerosos jóvenes en esta solemne liturgia? En efecto, desde hace algunos años, el domingo de Ramos se ha convertido en la fiesta anual de los jóvenes. Aquí, en 1984, año de la juventud, y en cierto sentido Año jubilar de los jóvenes, comenzó la peregrinación de las Jornadas mundiales de la juventud, que, pasando por Buenos Aires, Santiago de Compostela, Czestochowa, Denver, Manila y París, volverá a Roma el próximo  mes de agosto para la Jornada mundial de la juventud del Año santo 2000.

Así pues, ¿por qué tantos jóvenes se dan cita para el domingo de Ramos aquí en Roma y en todas las diócesis? Ciertamente, son muchas las razones y las circunstancias que pueden explicar este hecho. Sin embargo, al parecer, la motivación más profunda, que subyace en todas las otras, se puede identificar en lo que nos revela la liturgia de hoy:  el misterioso plan de salvación del Padre celestial, que se realiza en la humillación y en la exaltación de su Hijo unigénito, Jesucristo. Esta es la respuesta a los interrogantes y a las inquietudes fundamentales de todo hombre y de toda mujer y, especialmente, de los jóvenes.

«Por nosotros Cristo se hizo obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó». ¡Qué cercanas a nuestra existencia están estas palabras! Vosotros, queridos jóvenes, comenzáis a experimentar el carácter dramático de la vida. Y os interrogáis sobre el sentido de la existencia, sobre vuestra relación con vosotros mismos, con los demás y con Dios. A vuestro corazón sediento de verdad y paz, a vuestros numerosos interrogantes y problemas, a veces incluso llenos de angustia, Cristo, Siervo sufriente y humillado, que se abajó hasta la muerte de cruz y fue exaltado en la gloria a la diestra del Padre, se ofrece a sí mismo como única respuesta válida. De hecho, no existe ninguna otra respuesta tan sencilla, completa y convincente.

4. Queridos jóvenes, gracias por vuestra participación en esta solemne liturgia. Cristo, con su entrada en Jerusalén, comienza el camino de amor y de dolor de la cruz. Contempladlo con renovado impulso de fe. ¡Seguidlo! Él no promete una felicidad ilusoria; al contrario, para que logréis la auténtica madurez humana y espiritual, os invita a seguir su ejemplo exigente, haciendo vuestras sus comprometedoras elecciones.

María, la fiel discípula del Señor, os acompañe en este itinerario de conversión y progresiva intimidad con su Hijo divino, quien, como recuerda el tema de la próxima Jornada mundial de la juventud, «se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14). Jesús se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza, y cargó con nuestras culpas para redimirnos con su sangre derramada en la cruz. Sí, por nosotros Cristo se hizo obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz.

«¡Gloria y alabanza a ti, oh Cristo!».

Homilía (2003): Rey de verdad, de justicia, de libetad y de amor

CELEBRACIÓN DEL DOMINGO DE RAMOS. 13 de abril de 2003
XVIII Jornada mundial de la juventud

1. «Bendito el que viene en nombre del Señor» (Mc 11, 9).

La liturgia del domingo de Ramos es casi un solemne pórtico de ingreso en la Semana santa. Asocia dos momentos opuestos entre sí:  la acogida de Jesús en Jerusalén y el drama de la Pasión; el «Hosanna» festivo y el grito repetido muchas veces:  «¡Crucifícalo!»; la entrada triunfal y la aparente derrota de la muerte en la cruz. Así, anticipa la «hora» en la que el Mesías deberá sufrir mucho, lo matarán y resucitará al tercer día (cf. Mt 16, 21), y nos prepara para vivir con plenitud el misterio pascual.

2. «Alégrate, hija de Sión; (…) mira a tu rey que viene a ti» (Zc 9, 9).

Al acoger a Jesús, se alegra la ciudad en la que se conserva el recuerdo de David; la ciudad de los profetas, muchos de los cuales sufrieron allí el martirio por la verdad; la ciudad de la paz, que a lo largo de los siglos ha conocido violencia, guerra y deportación.

En cierto modo, Jerusalén puede considerarse la ciudad símbolo de la humanidad, especialmente en el dramático inicio del tercer milenio que estamos viviendo. Por eso, los ritos del domingo de Ramos cobran una elocuencia particular. Resuenan consoladoras las palabras del profeta Zacarías:  «Alégrate, hija de Sión; canta, hija de Jerusalén; mira a tu rey que viene a ti justo y victorioso, modesto y cabalgando en un asno. (…) Romperá los arcos guerreros, dictará la paz a las naciones» (Zc 9, 9-10). Hoy estamos de fiesta, porque entra en Jerusalén Jesús, el Rey de la paz.

3. Entonces, a lo largo de la bajada del monte de los Olivos, fueron al encuentro de Cristo los niños y los jóvenes de Jerusalén, aclamando y agitando con júbilo ramos de olivo y de palmas.
Hoy lo acogen los jóvenes del mundo entero, que en cada comunidad diocesana celebran la XVIII Jornada mundial de la juventud.

Os saludo con gran afecto, queridos jóvenes de Roma, y también a los que habéis venido en peregrinación de diversos países. Saludo a los numerosos responsables de la pastoral juvenil, que participan en el congreso sobre las Jornadas mundiales de la juventud, organizado por el Consejo pontificio para los laicos. ¿Y cómo no expresar solidaridad fraterna a vuestros coetáneos probados por la guerra y la violencia en Irak, en Tierra Santa y en muchas otras regiones del mundo?

Hoy acogemos con fe y con júbilo a Cristo, que es nuestro «rey»:  rey de verdad, de libertad, de justicia y de amor. Estos son los cuatro «pilares» sobre los que es posible construir el edificio de la verdadera paz, como escribió hace cuarenta años en la encíclica Pacem in terris el beato Papa Juan XXIII. A vosotros, jóvenes del mundo entero, os entrego idealmente este histórico documento,  plenamente actual:  leedlo, meditadlo y esforzaos por ponerlo en práctica. Así seréis «bienaventurados», por ser auténticos hijos del Dios de la paz (cf. Mt 5, 9).

4. La paz es don de Cristo, que nos lo obtuvo con el sacrificio de la cruz. Para conseguirla eficazmente, es necesario subir con el divino Maestro hasta el Calvario. Y en esta subida, ¿quién puede guiarnos mejor que María, que precisamente al pie de la cruz nos fue dada como madre en el apóstol fiel, san Juan? Para ayudar a los jóvenes a descubrir esta maravillosa realidad espiritual, elegí como tema del Mensaje para la Jornada mundial de la juventud de este año las palabras de Cristo moribundo:  «He ahí a tu Madre» (Jn 19, 27). Aceptando este testamento de amor, Juan acogió a María en su casa (cf. Jn 19, 27), es decir, la acogió en su vida, compartiendo con ella una cercanía espiritual completamente nueva. El vínculo íntimo con la Madre del Señor llevará al «discípulo amado» a convertirse en el apóstol del Amor que él había tomado del Corazón de Cristo a través del Corazón inmaculado de María.

5. «He ahí a tu Madre». Jesús os dirige estas palabras a cada uno de vosotros, queridos amigos. También a vosotros os pide que acojáis a María como madre «en vuestra casa», que la recibáis «entre vuestros bienes», porque «ella, desempeñando su ministerio materno, os educa y os modela hasta que Cristo sea formado plenamente en vosotros» (Mensaje, 3). María os lleve a responder generosamente a la llamada del Señor y a perseverar con alegría y fidelidad en la misión cristiana.

A lo largo de los siglos, ¡cuántos jóvenes han aceptado esta invitación y cuántos siguen haciéndolo también en nuestro tiempo!

Jóvenes del tercer milenio, ¡no tengáis miedo de ofrecer vuestra vida como respuesta total a Cristo! Él, sólo él cambia la vida y la historia del mundo.

6. «Realmente, este hombre era el Hijo de Dios» (Mc 15, 39). Hemos vuelto a escuchar la clara profesión de fe del centurión, «al ver cómo había expirado» (Mc 15, 39). De cuanto vio brota el sorprendente testimonio del soldado romano, el primero en proclamar que ese hombre «era el Hijo de Dios».

Señor Jesús,
también nosotros hemos «visto»
cómo has padecido
y cómo has muerto por nosotros
.
Fiel hasta el extremo,
nos has arrancado de la muerte
con tu muerte.
Con tu cruz nos ha redimido.

Tú, María, Madre dolorosa,
eres testigo silenciosa
de aquellos instantes decisivos
para la historia de la salvación.

Danos tus ojos para reconocer
en el rostro del Crucificado,
desfigurado por el dolor,
la imagen del Resucitado glorioso.

Ayúdanos a abrazarlo
y a confiar en él,
para que seamos dignos de sus promesas.
Ayúdanos a serle fieles hoy
y durante toda nuestra vida. Amén.

Benedicto XVI, papa

Homilía (2006): Montado en un asno

CELEBRACIÓN DEL DOMINGO DE RAMOS Y DE LA PASIÓN DEL SEÑOR
Plaza de San Pedro
XXI Jornada Mundial de la Juventud. Domingo 9 de abril de 2006

[…] Para entender lo que sucedió el domingo de Ramos y saber qué significa, no sólo para aquella hora, sino para toda época, es importante un detalle, que también para sus discípulos se transformó en la clave para la comprensión del acontecimiento, cuando, después de la Pascua, repasaron con una mirada nueva aquellas jornadas agitadas.

Jesús entra en la ciudad santa montado en un asno, es decir, en el animal de la gente sencilla y común del campo, y además un asno que no le pertenece, sino que pide prestado para esta ocasión. No llega en una suntuosa carroza real, ni a caballo, como los grandes del mundo, sino en un asno prestado. San Juan nos relata que, en un primer momento, los discípulos no lo entendieron. Sólo después de la Pascua cayeron en la cuenta de que Jesús, al actuar así, cumplía los anuncios de los profetas, que su actuación derivaba de la palabra de Dios y la realizaba. Recordaron -dice san Juan- que en el profeta Zacarías se lee:  «No temas, hija de Sión; mira que viene tu Rey montado en un pollino de asna» (Jn 12, 15; cf. Za 9, 9).

Para comprender el significado de la profecía y, en consecuencia, de la misma actuación de Jesús, debemos escuchar todo el texto de Zacarías, que prosigue así:  «El destruirá los carros de Efraím  y  los caballos de Jerusalén; romperá el arco de combate, y él proclamará la paz a las naciones. Su dominio irá de mar a mar y desde el río hasta los confines de la tierra» (Za 9, 10). Así afirma el profeta tres cosas sobre el futuro rey.

En primer lugar, dice que será rey de los pobres, pobre entre los pobres y para los pobres. La pobreza, en este caso, se entiende en el sentido de los anawin de Israel, de las almas creyentes y humildes que encontramos en torno a Jesús, en la perspectiva de la primera bienaventuranza del Sermón de la montaña. Uno puede ser materialmente pobre, pero tener el corazón lleno de afán de riqueza material y del poder que deriva de la riqueza. Precisamente el hecho de que vive en la envidia y en la codicia demuestra que, en su corazón, pertenece a los ricos. Desea cambiar la repartición de los bienes, pero para llegar a estar él mismo en la situación de los ricos de antes.

La pobreza, en el sentido que le da Jesús -el sentido de los profetas-, presupone sobre todo estar libres interiormente de la avidez de posesión y del afán de poder. Se trata de una realidad mayor que una simple repartición diferente de los bienes, que se limitaría al campo material y más bien endurecería los corazones. Ante todo, se trata de la purificación del corazón, gracias a la cual se reconoce la posesión como responsabilidad, como tarea con respecto a los demás, poniéndose bajo la mirada de Dios y dejándose guiar por Cristo que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros (cf. 2 Co 8, 9).

La libertad interior es el presupuesto para superar la corrupción y la avidez que arruinan al mundo; esta libertad sólo puede hallarse si Dios llega a ser nuestra riqueza; sólo puede hallarse en la paciencia de las renuncias diarias, en las que se desarrolla como libertad verdadera. Al rey que nos indica el camino hacia esta meta -Jesús- lo aclamamos el domingo de Ramos; le pedimos que nos lleve consigo por su camino.

En segundo lugar, el profeta nos muestra que este rey será un rey de paz; hará desaparecer los carros de guerra y los caballos de batalla, romperá los arcos y anunciará la paz. En la figura de Jesús esto se hace realidad mediante el signo de la cruz. Es el arco roto, en cierto modo, el nuevo y verdadero arco iris de Dios, que une el cielo y la tierra y tiende un puente entre los continentes sobre los abismos. La nueva arma, que Jesús pone en nuestras manos, es la cruz, signo de reconciliación, de perdón, signo del amor que es más fuerte que la muerte. Cada vez que hacemos la señal de la cruz debemos acordarnos de no responder a la injusticia con otra injusticia, a la violencia con otra violencia; debemos recordar que sólo podemos vencer al mal con el bien, y jamás devolviendo mal por mal.

La tercera afirmación del profeta es el anuncio de la universalidad. Zacarías dice que el reino del rey de la paz se extiende «de mar a mar (…) hasta los confines de la tierra». La antigua promesa de la tierra, hecha a Abraham y a los Padres, se sustituye aquí con una nueva visión:  el espacio del rey mesiánico ya no es un país determinado, que luego se separaría de los demás y, por tanto, se pondría inevitablemente contra los otros países. Su país es la tierra, el mundo entero. Superando toda delimitación, él crea unidad en la multiplicidad de las culturas. Atravesando con la mirada las nubes de la historia que separaban al profeta de Jesús, vemos cómo desde lejos emerge en esta profecía la red de las comunidades eucarísticas que abraza a la tierra, a todo el mundo, una red de comunidades que constituyen el «reino de la paz» de Jesús de mar a mar hasta los confines de la tierra.

Él llega a todas las culturas y a todas las partes del mundo, adondequiera, a las chozas miserables y a los campos pobres, así como al esplendor de las catedrales. Por doquier él es el mismo, el Único, y así todos los orantes reunidos, en comunión con él, están también unidos entre sí en un único cuerpo. Cristo domina convirtiéndose él mismo en nuestro pan y entregándose a nosotros. De este modo construye su reino.

Este nexo resulta totalmente claro en la otra frase del Antiguo Testamento que caracteriza y explica la liturgia del domingo de Ramos y su clima particular. La multitud aclama a Jesús:  «Hosanna, bendito el que viene en nombre del Señor (Mc 11, 9; Sal118, 25). Estas palabras forman parte del rito de la fiesta de las tiendas, durante el cual los fieles dan vueltas en torno al altar llevando en las manos ramos de palma, mirto y sauce.

Ahora la gente grita eso mismo, con palmas en las manos, delante de Jesús, en quien ve a Aquel que viene en nombre del Señor. En efecto, la expresión «el que viene en nombre del Señor» se había convertido desde hacía tiempo en la manera de designar al Mesías. En Jesús reconocen a Aquel que verdaderamente viene en nombre del Señor y les trae la presencia de Dios. Este grito de esperanza de Israel, esta aclamación a Jesús durante su entrada en Jerusalén, ha llegado a ser con razón en la Iglesia la aclamación a Aquel que, en la Eucaristía, viene a nuestro encuentro de un modo nuevo. Con el grito «Hosanna» saludamos a Aquel que, en carne y sangre, trajo la gloria de Dios a la tierra. Saludamos a Aquel que vino y, sin embargo, sigue siendo siempre Aquel que debe venir. Saludamos a Aquel que en la Eucaristía viene siempre de nuevo a nosotros en nombre del Señor, uniendo así en la paz de Dios los confines de la tierra.

Esta experiencia de la universalidad forma parte esencial de la Eucaristía. Dado que el Señor viene, nosotros salimos de nuestros particularismos exclusivos y entramos en la gran comunidad de todos los que celebran este santo sacramento. Entramos en su reino de paz y, en cierto modo, saludamos en él también a todos nuestros hermanos y hermanas a quienes él viene, para llegar a  ser  verdaderamente un reino de paz en este mundo desgarrado.

Las tres características anunciadas por el profeta -pobreza, paz y universalidad- se resumen en el signo de la cruz. Por eso, con razón, la cruz se ha convertido en el centro de las Jornadas mundiales de la juventud. Hubo un período -que aún no se ha superado del todo- en el que se rechazaba el cristianismo precisamente a causa de la cruz. La cruz habla de sacrificio -se decía-; la cruz es signo de negación de la vida. En cambio, nosotros queremos la vida entera, sin restricciones y sin renuncias. Queremos vivir, sólo vivir. No nos dejamos limitar por mandamientos y prohibiciones; queremos riqueza y plenitud; así se decía y se sigue diciendo todavía.

Todo esto parece convincente y atractivo; es el lenguaje de la serpiente, que nos dice:  «¡No tengáis miedo! ¡Comed tranquilamente de todos los árboles del jardín!». Sin embargo, el domingo de Ramos nos dice que el auténtico gran «sí» es precisamente la cruz; que precisamente la cruz es el verdadero árbol de la vida. No hallamos la vida apropiándonos de ella, sino donándola. El amor es entregarse a sí mismo, y por eso es el camino de la verdadera vida, simbolizada por la cruz.

Hoy la cruz, que estuvo en el centro de la última Jornada mundial de la juventud, en Colonia, se entrega a una delegación para que comience su camino hacia Sydney, donde, en 2008, la juventud del mundo quiere reunirse nuevamente en torno a Cristo para construir con él el reino de paz.
Desde Colonia hasta Sydney, un camino a través de los continentes y las culturas, un camino a través de un mundo desgarrado  y  atormentado  por  la  violencia.

Simbólicamente es el camino indicado por el profeta, de mar a mar, desde el río hasta los confines de la tierra. Es el camino de Aquel que, con el signo de la cruz, nos da la paz y nos transforma en portadores de la reconciliación y de su paz. Doy las gracias a los jóvenes que ahora llevarán por los caminos del mundo esta cruz, en la que casi podemos tocar el misterio de Jesús. Pidámosle que, al mismo tiempo, nos toque a nosotros y abra nuestro corazón, a fin de que siguiendo su cruz lleguemos a ser mensajeros de su amor y de su paz. Amén.

Homilía (2009): Un nuevo género de reino

CELEBRACIÓN DEL DOMINGO DE RAMOS Y DE LA PASIÓN DEL SEÑOR
Plaza de San Pedro. XXIV Jornada Mundial de la Juventud. Domingo 5 de abril de 2009

Junto con una creciente muchedumbre de peregrinos, Jesús había subido a Jerusalén para la Pascua. En la última etapa del camino, cerca de Jericó, había curado al ciego Bartimeo, que lo había invocado como Hijo de David y suplicado piedad. Ahora que ya podía ver, se había sumado con gratitud al grupo de los peregrinos. Cuando a las puertas de Jerusalén Jesús montó en un borrico, que simbolizaba el reinado de David, entre los peregrinos explotó espontáneamente la alegre certeza: Es él, el Hijo de David. Y saludan a Jesús con la aclamación mesiánica: «¡Bendito el que viene en nombre del Señor!»; y añaden: «¡Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en el cielo!», (Mc 11,9s). No sabemos cómo se imaginaban exactamente los peregrinos entusiastas el reino de David que llega. Pero nosotros, ¿hemos entendido realmente el mensaje de Jesús, Hijo de David? ¿Hemos entendido lo que es el Reino del que habló al ser interrogado por Pilato? ¿Comprendemos lo que quiere decir que su Reino no es de este mundo? ¿O acaso quisiéramos más bien que fuera de este mundo?

San Juan, en su Evangelio, después de narrar la entrada en Jerusalén, añade una serie de dichos de Jesús, en los que Él explica lo esencial de este nuevo género de reino. A simple vista podemos distinguir en estos textos tres imágenes diversas del reino en las que, aunque de modo diferente, se refleja el mismo misterio. Ante todo, Juan relata que, entre los peregrinos que querían «adorar a Dios» durante la fiesta, había también algunos griegos (cf. 12,20). Fijémonos en que el verdadero objetivo de estos peregrinos era adorar a Dios. Esto concuerda perfectamente con lo que Jesús dice en la purificación del Templo: «Mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos» (Mc 11,17). La verdadera meta de la peregrinación ha de ser encontrar a Dios, adorarlo, y así poner en el justo orden la relación de fondo de nuestra vida. Los griegos están en busca de Dios, con su vida están en camino hacia Dios. Ahora, mediante dos Apóstoles de lengua griega, Felipe y Andrés, hacen llegar al Señor esta petición: «Quisiéramos ver a Jesús» (Jn 12,21). Son palabras mayores. Queridos amigos, por eso nos hemos reunido aquí: Queremos ver a Jesús. Para eso han ido a Sydney el año pasado miles de jóvenes. Ciertamente, habrán puesto muchas ilusiones en esta peregrinación. Pero el objetivo esencial era éste: Queremos ver a Jesús.

¿Qué dijo, qué hizo Jesús en aquel momento ante esta petición? En el Evangelio no aparece claramente que hubiera un encuentro entre aquellos griegos y Jesús. La vista de Jesús va mucho más allá. El núcleo de su respuesta a la solicitud de aquellas personas es: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn12,24). Y esto quiere decir: ahora no tiene importancia un coloquio más o menos breve con algunas personas, que después vuelven a casa. Vendré al encuentro del mundo de los griegos como grano de trigo muerto y resucitado, de manera totalmente nueva y por encima de los límites del momento. Por su resurrección, Jesús supera los límites del espacio y del tiempo. Como Resucitado, recorre la inmensidad del mundo y de la historia. Sí, como Resucitado, va a los griegos y habla con ellos, se les manifiesta, de modo que ellos, los lejanos, se convierten en cercanos y, precisamente en su lengua, en su cultura, la palabra de Jesús irá avanzando y será entendida de un modo nuevo: así viene su Reino. Por tanto, podemos reconocer dos características esenciales de este Reino. La primera es que este Reino pasa por la cruz. Puesto que Jesús se entrega totalmente, como Resucitado puede pertenecer a todos y hacerse presente a todos. En la sagrada Eucaristía recibimos el fruto del grano de trigo que muere, la multiplicación de los panes que continúa hasta el fin del mundo y en todos los tiempos. La segunda característica dice: su Reino es universal. Se cumple la antigua esperanza de Israel: esta realeza de David ya no conoce fronteras. Se extiende «de mar a mar», como dice el profeta Zacarías (9,10), es decir, abarca todo el mundo. Pero esto es posible sólo porque no es la soberanía de un poder político, sino que se basa únicamente en la libre adhesión del amor; un amor que responde al amor de Jesucristo, que se ha entregado por todos. Pienso que siempre hemos de aprender de nuevo ambas cosas. Ante todo, la universalidad, la catolicidad. Ésta significa que nadie puede considerarse a sí mismo, a su cultura a su tiempo y su mundo como absoluto. Y eso requiere que todos nos acojamos recíprocamente, renunciando a algo nuestro. La universalidad incluye el misterio de la cruz, la superación de sí mismos, la obediencia a la palabra de Jesucristo, que es común, en la común Iglesia. La universalidad es siempre una superación de sí mismos, renunciar a algo personal. La universalidad y la cruz van juntas. Sólo así se crea la paz.

La palabra sobre el grano de trigo que muere sigue formando parte de la respuesta de Jesús a los griegos, es su respuesta. Pero, a continuación, Él formula una vez más la ley fundamental de la existencia humana: «El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna» (Jn 12,25). Es decir, quien quiere tener su vida para sí, vivir sólo para él mismo, tener todo en puño y explotar todas sus posibilidades, éste es precisamente quien pierde la vida. Ésta se vuelve tediosa y vacía. Solamente en el abandono de sí mismo, en la entrega desinteresada del yo en favor del tú, en el «sí» a la vida más grande, la vida de Dios, nuestra vida se ensancha y engrandece. Así, este principio fundamental que el Señor establece es, en último término, simplemente idéntico al principio del amor. En efecto, el amor significa dejarse a sí mismo, entregarse, no querer poseerse a sí mismo, sino liberarse de sí: no replegarse sobre sí mismo —¡qué será de mí!— sino mirar adelante, hacia el otro, hacia Dios y hacia los hombres que Él pone a mi lado. Y este principio del amor, que define el camino del hombre, es una vez más idéntico al misterio de la cruz, al misterio de muerte y resurrección que encontramos en Cristo. Queridos amigos, tal vez sea relativamente fácil aceptar esto como gran visión fundamental de la vida. Pero, en la realidad concreta, no se trata simplemente de reconocer un principio, sino de vivir su verdad, la verdad de la cruz y la resurrección. Y por ello, una vez más, no basta una única gran decisión. Indudablemente, es importante, esencial, lanzarse a la gran decisión fundamental, al gran «sí» que el Señor nos pide en un determinado momento de nuestra vida. Pero el gran «sí» del momento decisivo en nuestra vida —el «sí» a la verdad que el Señor nos pone delante— ha de ser después reconquistado cotidianamente en las situaciones de todos los días en las que, una y otra vez, hemos de abandonar nuestro yo, ponernos a disposición, aun cuando en el fondo quisiéramos más bien aferrarnos a nuestro yo. También el sacrificio, la renuncia, son parte de una vida recta. Quien promete una vida sin este continuo y renovado don de sí mismo, engaña a la gente. Sin sacrificio, no existe una vida lograda. Si echo una mirada retrospectiva sobre mi vida personal, tengo que decir que precisamente los momentos en que he dicho «sí» a una renuncia han sido los momentos grandes e importantes de mi vida.

Finalmente, san Juan ha recogido también en su relato de los dichos del Señor para el «Domingo de Ramos» una forma modificada de la oración de Jesús en el Huerto de los Olivos. Ante todo una afirmación: «Mi alma está agitada» (12,27). Aquí aparece el pavor de Jesús, ampliamente descrito por los otros tres evangelistas: su terror ante el poder de la muerte, ante todo el abismo de mal que ve, y al cual debe bajar. El Señor sufre nuestras angustias junto con nosotros, nos acompaña a través de la última angustia hasta la luz. En Juan, siguen después dos súplicas de Jesús. La primera formulada sólo de manera condicional: «¿Qué diré? Padre, líbrame de esta hora» (12,27). Como ser humano, también Jesús se siente impulsado a rogar que se le libre del terror de la pasión. También nosotros podemos orar de este modo. También nosotros podemos lamentarnos ante el Señor, como Job, presentarle todas las nuestras peticiones que surgen en nosotros frente a la injusticia en el mundo y las trabas de nuestro propio yo. Ante Él, no hemos de refugiarnos en frases piadosas, en un mundo ficticio. Orar siempre significa luchar también con Dios y, como Jacob, podemos decirle: «no te soltaré hasta que me bendigas» (Gn 32,27). Pero luego viene la segunda petición de Jesús: «Glorifica tu nombre» (Jn 12,28). En los sinópticos, este ruego se expresa así: «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42). Al final, la gloria de Dios, su señoría, su voluntad, es siempre más importante y más verdadera que mi pensamiento y mi voluntad. Y esto es lo esencial en nuestra oración y en nuestra vida: aprender este orden justo de la realidad, aceptarlo íntimamente; confiar en Dios y creer que Él está haciendo lo que es justo; que su voluntad es la verdad y el amor; que mi vida se hace buena si aprendo a ajustarme a este orden. Vida, muerte y resurrección de Jesús, son para nosotros la garantía de que verdaderamente podemos fiarnos de Dios. De este modo se realiza su Reino.

Queridos amigos. Al término de esta liturgia, los jóvenes de Australia entregarán la Cruz de la Jornada Mundial de la Juventud a sus coetáneos de España. La Cruz está en camino de una a otra parte del mundo, de mar a mar. Y nosotros la acompañamos. Avancemos con ella por su camino y así encontraremos nuestro camino. Cuando tocamos la Cruz, más aún, cuando la llevamos, tocamos el misterio de Dios, el misterio de Jesucristo: el misterio de que Dios ha tanto amado al mundo, a nosotros, que entregó a su Hijo único por nosotros (cf. Jn 3,16). Toquemos el misterio maravilloso del amor de Dios, la única verdad realmente redentora. Pero hagamos nuestra también la ley fundamental, la norma constitutiva de nuestra vida, es decir, el hecho que sin el «sí» a la Cruz, sin caminar día tras día en comunión con Cristo, no se puede lograr la vida. Cuanto más renunciemos a algo por amor de la gran verdad y el gran amor — por amor de la verdad y el amor de Dios —, tanto más grande y rica se hace la vida. Quien quiere guardar su vida para sí mismo, la pierde. Quien da su vida — cotidianamente, en los pequeños gestos que forman parte de la gran decisión —, la encuentra. Esta es la verdad exigente, pero también profundamente bella y liberadora, en la que queremos entrar paso a paso durante el camino de la Cruz por los continentes. Que el Señor bendiga este camino. Amén.

Homilía (2012): Mirar con la mirada de Cristo

CELEBRACIÓN DEL DOMINGO DE RAMOS Y DE LA PASIÓN DEL SEÑOR
Plaza de San Pedro. XXVII Jornada Mundial de la Juventud. Domingo 1 de abril de 2012

El Domingo de Ramos es el gran pórtico que nos lleva a la Semana Santa, la semana en la que el Señor Jesús se dirige hacia la culminación de su vida terrena. Él va a Jerusalén para cumplir las Escrituras y para ser colgado en la cruz, el trono desde el cual reinará por los siglos, atrayendo a sí a la humanidad de todos los tiempos y ofrecer a todos el don de la redención. Sabemos por los evangelios que Jesús se había encaminado hacia Jerusalén con los doce, y que poco a poco se había ido sumando a ellos una multitud creciente de peregrinos. San Marcos nos dice que ya al salir de Jericó había una «gran muchedumbre» que seguía a Jesús (cf. 10,46).

En la última parte del trayecto se produce un acontecimiento particular, que aumenta la expectativa sobre lo que está por suceder y hace que la atención se centre todavía más en Jesús. A lo largo del camino, al salir de Jericó, está sentado un mendigo ciego, llamado Bartimeo. Apenas oye decir que Jesús de Nazaret está llegando, comienza a gritar: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí» (Mc 10,47). Tratan de acallarlo, pero en vano, hasta que Jesús lo manda llamar y le invita a acercarse. «¿Qué quieres que te haga?», le pregunta. Y él contesta: «Rabbuní, que vea» (v. 51). Jesús le dice: «Anda, tu fe te ha salvado». Bartimeo recobró la vista y se puso a seguir a Jesús en el camino (cf. v. 52). Y he aquí que, tras este signo prodigioso, acompañado por aquella invocación: «Hijo de David», un estremecimiento de esperanza atraviesa la multitud, suscitando en muchos una pregunta: ¿Este Jesús que marchaba delante de ellos a Jerusalén, no sería quizás el Mesías, el nuevo David? Y, con su ya inminente entrada en la ciudad santa, ¿no habría llegado tal vez el momento en el que Dios restauraría finalmente el reino de David?

También la preparación del ingreso de Jesús con sus discípulos contribuye a aumentar esta esperanza. Como hemos escuchado en el Evangelio de hoy (cf. Mc 11,1-10), Jesús llegó a Jerusalén desde Betfagé y el monte de los Olivos, es decir, la vía por la que había de venir el Mesías. Desde allí, envía por delante a dos discípulos, mandándoles que le trajeran un pollino de asna que encontrarían a lo largo del camino. Encuentran efectivamente el pollino, lo desatan y lo llevan a Jesús. A este punto, el ánimo de los discípulos y los otros peregrinos se deja ganar por el entusiasmo: toman sus mantos y los echan encima del pollino; otros alfombran con ellos el camino de Jesús a medida que avanza a grupas del asno. Después cortan ramas de los árboles y comienzan a gritar las palabras del Salmo 118, las antiguas palabras de bendición de los peregrinos que, en este contexto, se convierten en una proclamación mesiánica: «¡Hosanna!, bendito el que viene en el nombre del Señor. ¡Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!» (vv. 9-10). Esta alegría festiva, transmitida por los cuatro evangelistas, es un grito de bendición, un himno de júbilo: expresa la convicción unánime de que, en Jesús, Dios ha visitado su pueblo y ha llegado por fin el Mesías deseado. Y todo el mundo está allí, con creciente expectación por lo que Cristo hará una vez que entre en su ciudad.

Pero, ¿cuál es el contenido, la resonancia más profunda de este grito de júbilo? La respuesta está en toda la Escritura, que nos recuerda cómo el Mesías lleva a cumplimiento la promesa de la bendición de Dios, la promesa originaria que Dios había hecho a Abraham, el padre de todos los creyentes: «Haré de ti una gran nación, te bendeciré… y en ti serán benditas todas las familias de la tierra» (Gn 12,2-3). Es la promesa que Israel siempre había tenido presente en la oración, especialmente en la oración de los Salmos. Por eso, el que es aclamado por la muchedumbre como bendito es al mismo tiempo aquel en el cual será bendecida toda la humanidad. Así, a la luz de Cristo, la humanidad se reconoce profundamente unida y cubierta por el manto de la bendición divina, una bendición que todo lo penetra, todo lo sostiene, lo redime, lo santifica.

Podemos descubrir aquí un primer gran mensaje que nos trae la festividad de hoy: la invitación a mirar de manera justa a la humanidad entera, a cuantos conforman el mundo, a sus diversas culturas y civilizaciones. La mirada que el creyente recibe de Cristo es una mirada de bendición: una mirada sabia y amorosa, capaz de acoger la belleza del mundo y de compartir su fragilidad. En esta mirada se transparenta la mirada misma de Dios sobre los hombres que él ama y sobre la creación, obra de sus manos. En el Libro de la Sabiduría, leemos: «Te compadeces de todos, porque todo lo puedes, cierras los ojos a los pecados de los hombres, para que se arrepientan. Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que hiciste;… Tú eres indulgente con todas las cosas, porque son tuyas, Señor, amigo de la vida» (Sb 11,23-24.26).

Volvamos al texto del Evangelio de hoy y preguntémonos: ¿Qué late realmente en el corazón de los que aclaman a Cristo como Rey de Israel? Ciertamente tenían su idea del Mesías, una idea de cómo debía actuar el Rey prometido por los profetas y esperado por tanto tiempo. No es de extrañar que, pocos días después, la muchedumbre de Jerusalén, en vez de aclamar a Jesús, gritaran a Pilato: «¡Crucifícalo!». Y que los mismos discípulos, como también otros que le habían visto y oído, permanecieran mudos y desconcertados. En efecto, la mayor parte estaban desilusionados por el modo en que Jesús había decidido presentarse como Mesías y Rey de Israel. Este es precisamente el núcleo de la fiesta de hoy también para nosotros. ¿Quién es para nosotros Jesús de Nazaret? ¿Qué idea tenemos del Mesías, qué idea tenemos de Dios? Esta es una cuestión crucial que no podemos eludir, sobre todo en esta semana en la que estamos llamados a seguir a nuestro Rey, que elige como trono la cruz; estamos llamados a seguir a un Mesías que no nos asegura una felicidad terrena fácil, sino la felicidad del cielo, la eterna bienaventuranza de Dios. Ahora, hemos de preguntarnos: ¿Cuáles son nuestras verdaderas expectativas? ¿Cuáles son los deseos más profundos que nos han traído hoy aquí para celebrar el Domingo de Ramos e iniciar la Semana Santa?

Queridos jóvenes que os habéis reunido aquí. Esta es de modo particular vuestra Jornada en todo lugar del mundo donde la Iglesia está presente. Por eso os saludo con gran afecto. Que el Domingo de Ramos sea para vosotros el día de la decisión, la decisión de acoger al Señor y de seguirlo hasta el final, la decisión de hacer de su Pascua de muerte y resurrección el sentido mismo de vuestra vida de cristianos. Como he querido recordar en el Mensaje a los jóvenes para esta Jornada – «alegraos siempre en el Señor» (Flp 4,4) –, esta es la decisión que conduce a la verdadera alegría, como sucedió con santa Clara de Asís que, hace ochocientos años, fascinada por el ejemplo de san Francisco y de sus primeros compañeros, dejó la casa paterna precisamente el Domingo de Ramos para consagrarse totalmente al Señor: tenía 18 años, y tuvo el valor de la fe y del amor de optar por Cristo, encontrando en él la alegría y la paz.

Queridos hermanos y hermanas, que reinen particularmente en este día dos sentimientos: la alabanza, como hicieron aquellos que acogieron a Jesús en Jerusalén con su «hosanna»; y el agradecimiento, porque en esta Semana Santa el Señor Jesús renovará el don más grande que se puede imaginar, nos entregará su vida, su cuerpo y su sangre, su amor. Pero a un don tan grande debemos corresponder de modo adecuado, o sea, con el don de nosotros mismos, de nuestro tiempo, de nuestra oración, de nuestro estar en comunión profunda de amor con Cristo que sufre, muere y resucita por nosotros. Los antiguos Padres de la Iglesia han visto un símbolo de todo esto en el gesto de la gente que seguía a Jesús en su ingreso a Jerusalén, el gesto de tender los mantos delante del Señor. Ante Cristo – decían los Padres –, debemos deponer nuestra vida, nuestra persona, en actitud de gratitud y adoración. En conclusión, escuchemos de nuevo la voz de uno de estos antiguos Padres, la de san Andrés, obispo de Creta: «Así es como nosotros deberíamos prosternarnos a los pies de Cristo, no poniendo bajo sus pies nuestras túnicas o unas ramas inertes, que muy pronto perderían su verdor, su fruto y su aspecto agradable, sino revistiéndonos de su gracia, es decir, de él mismo… Así debemos ponernos a sus pies como si fuéramos unas túnicas… Ofrezcamos ahora al vencedor de la muerte no ya ramas de palma, sino trofeos de victoria. Repitamos cada día aquella sagrada exclamación que los niños cantaban, mientras agitamos los ramos espirituales del alma: “Bendito el que viene, como rey, en nombre del Señor”» (PG 97, 994). Amén.

Congregación para el Clero

Es un tesoro inestimable el que la Iglesia ofrece a nuestra contemplación en la Liturgia de hoy: con la procesión de entrada, nos encontramos al lado de los discípulos y de la multitud que alaba y aclama a Cristo, contemplando cómo entra en Jerusalén montando un burrito, tan humilde como lo hizo al entrar en este mundo.

En la primera Lectura y en el Salmo, escuchamos la “trepidación” con la cual todo el Antiguo Testamento espera al Salvador, arribando al Calvario y teniendo ya delante de los ojos la escena de la Crucifixión.

En la lectura de la Pasión, finalmente, estamos en la gran Hora de nuestra salvación, viviendo anticipadamente cuanto se desarrollará en esta Semana Santa, hasta el silencio del sepulcro.

Lleguemos, pues, a la gran Hora del Señor, preparados por la práctica de la oración, el ayuno y la limosna. Escuchamos las palabras de Jesús, contemplamos Sus gestos, rebosantes de amor y misericordia, después de haber experimentado nuestra debilidad frente al poder del mal, pero también la luz de la Misericordia divina, que puede ella sola renovarnos y sostenernos firmes en la verdad. Una luz especialísima proviene del misterio de la Anunciación, con el que hemos celebrado los primeros instantes de la existencia humana del Hijo de Dios. Él, como dice la segunda Lectura, “siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres” (Fil 2, 6-7). Del seno inmaculado de María de Nazareth, el Señor Jesús tomó la carne, comenzando así ese Amor sacerdotal que culminará en el grito de la Cruz.

Asistimos a los hechos narrados en el Evangelio desde una perspectiva privilegiada, puesto que los contemplamos dentro del “nosotros” de la Iglesia, que, animada por el Espíritu, sabe que ha sido engendrada del costado abierto del Señor y es capaz de discernir lo que los Apóstoles entonces no entendían: el inmenso amor con el que Cristo instituye el sacramento de su Presencia y de su Sacrificio, a pesar de que sabía que iba a ser incomprendido, traicionado y abandonado por quienes más amaba; se nos permite ver el amor y la dulzura, con la que Cristo afirma  su identidad de Hijo de Dios y acepta ser insultado, abofeteado, escarnecido, flagelado y crucificado.

Este privilegiado punto de vista, sin embargo, nos está pidiendo una radical humildad, puesto que habiendo asistido a la vileza con la que Judas entrega al Maestro a los jefes de los sacerdotes, después de haber compartido con Él tanto tiempo y habiendo acompañado a Pedro en el patio del sumo sacerdote para verlo renegar de Cristo tres veces,  tenemos delante nuestra propia frágil libertad. Tan frágil como la suya, tan pecadora como la suya… Nuestra libertad, aunque está iluminada y fortalecida, de ninguna manera es “sustituida” por la gracia.

Nos preguntamos, pues: ¿qué pudo salvar a Pedro y no a Judas, de la esclavitud de la propia traición, desde el momento en que los dos eran Apóstoles y los dos eran amados entrañablemente por Jesús? ¿Quién podrá salvarnos de las tinieblas del pecado? ¿Qué hará que volvamos a levantarnos, si no podemos confiar en nosotros mismos? Ciertamente, no será un genérico moralismo, porque aquel que se había escandalizado por el desperdicio del perfume, un rato después abandonaba a Jesús; no será una pasión por Dios orgullosa y autosuficiente, porque debido a ella el sumo sacerdote rasgó sus vestidos y, sin saber, acusó de blasfemo a aquel mismo Dios que quería defender; tampoco será el esfuerzo personal, porque Pedro perjuró que habría muerto antes que renegar del Maestro, y pocas horas más tarde lo veremos echándose a llorar al canto del gallo, despojado de toda su bravuconería-

Entonces, ¿cómo seremos capaces de resistir al pie de la Cruz, sufriendo el desprecio del mundo hasta la muerte? Solamente estando sinceramente “comprometidos” con Cristo, totalmente y libremente involucrados con Él y dejándole, por lo menos una vez, que pose su mirada de Amor sobre nuestra vida. Es el suyo un Amor anterior a cualquier mérito y que supera todos los límites y pecados.

Pidámosle a la Virgen Dolorosa, que está en silencio y resiste bajo la Cruz, que seamos capaces de involucrarnos y la gracia de decir “sí”, el “sí” con el que Ella, Bendita, nos engendra ahora en el dolor. Amén.

Julio Alonso Ampuero: Año Litúrgico

Se despojó

Fil 2,6-11

El himno de la carta a los filipenses (segunda lectura de la misa del domingo de hoy) resume todo el misterio de Cristo que vamos a celebrar estos días de la Semana Santa.

«Se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo». Estas son las disposiciones más profundas del Hijo de Dios hecho hombre. Justamente lo contrario de Adán, que siendo una simple creatura quiso hacerse igual a Dios (Gén 3,5). Justamente lo contrario de nuestras tendencias egoístas, que nos llevan a enalte-cernos a nosotros mismos y a dominar a los demás (Mc 10,42). Pero Jesús se despojó. Prefirió recibir como don la gloria a la que tenía derecho por ser el Hijo. Prefirió hacerse esclavo de todos siendo el Señor de todos (Jn 13,12-14).

«Se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz». Es preciso contemplar detenidamente esta tendencia de Cristo a la humillación. Lo de menos es el sufrimiento físico –aun siendo atroz–. Lo más impresionante es el sufrimiento moral, la humillación: Jesús es ajusticiado como culpable, pasa a los ojos de la gente como un malhechor. Más aún, pasa a los ojos de la gente piadosa como un maldito, uno que ha sido rechazado por Dios, pues dice la Escritura: «Maldito todo el que cuelga de un madero» (Gal 3,13).

«Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre». Precisamente «por eso», por humillarse. Jesús no busca su gloria (Jn 8,50). No trataba de defenderse ni de justificarse. Lo deja todo en manos del Padre. El Padre se encargará de demostrar su inocencia. El Padre mismo le glorificará. He aquí el resultado de su humillación: el universo entero se le somete, toda la humanidad le reconoce como Señor. La soberbia de Adán –y la nuestra–, el querer ser como Dios, acaba en el absoluto fracaso. La humillación de Cristo acaba en su exaltación gloriosa. En Él, antes que en ningún otro, se cumplen sus propias palabras: «El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido» (Mt 23,12).

Mc 11,1-10

En el pórtico de la Semana Santa el Domingo de Ramos presenta la entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén (Mc 11,1-11). El texto muestra a un Jesús que prevé y domina los acontecimientos totalmente, precisamente cuando encara directamente el camino de la pasión. Marcos, que había custodiado cuidadosamente en silencio la identidad de Jesús para evitar confusiones, manifiesta ahora a Jesús aclamado abiertamente como Mesías –«bendito el reino que llega, el de nuestro padre David»–. Sin embargo, no es un Mesías guerrero que aplasta a sus enemigos por la fuerza de las armas, sino el Mesías humilde que trae el gozo de la salvación el la debilidad –montado en un borrico: ver Zac 9,9–.

La Pasión

Mc 14-15

También en el domingo de Ramos de este ciclo B se proclama el relato de la Pasión según san Marcos (Mc 14-15). El evangelista no disimula los contrastes de un acontecimiento que resulta desconcertante: la cruz es escándalo (14,27) al tiempo que revela perfectamente al Hijo de Dios (15,39). Jesús ha aceptado plenamente el plan del Padre (14,21-41) en una obediencia absolutamente dócil y filial («Abba»: 14,36). En la escena central del relato –al ser interrogado por el Sumo Sacerdote– Jesús confiesa su verdadera identidad (14,61-62): es el Mesías, el Hijo de Dios y el Hijo del Hombre –es decir, el Juez escatológico–. A diferencia de Pedro, que reniega de Jesús para salvar su piel (14,66-72), Jesús confiesa en absoluta fidelidad, sabiendo que esta confesión le va a llevar a la cruz (14,63-64). Paradójicamente, en el momento de mayor humillación –cuando agoniza y expira– es cuando manifiesta plenamente quién es (15,39). Pero para conocerle y aceptarle como Hijo de Dios en el colmo de su humillación es necesaria la fe que se somete al misterio: frente a la reacción de los discípulos, que huyen abandonando a Jesús (14,50), la única actitud válida ante lo chocante y desconcertante de la Pasión es el acto de fe del centurión (15,39).

Misterio desconcertante

Frente al relato de la pasión, hemos de evitar ante todo la impresión de algo «sabido». Es preciso considerar, uno por uno, los indecibles sufrimientos de Cristo. En primer lugar, los sufrimientos físicos: latigazos, corona de espinas, crucifixión, desangramiento, sed, descoyuntamiento… Pero más todavía los interiores: humillación, burlas y desprecios, abandono de los discípulos y amigos, contradicciones, injusticia clamorosa… Basta pensar en nuestro propio sufrimiento ante cualquiera de estas situaciones. Pero lo más duro de todo, la sensación de abandono por parte del Padre; aunque Jesús sabía que el Padre estaba con Él, quiso experimentar en su alma ese abandono de Dios que siente el hombre pecador.

San Marcos nos sitúa ante la pasión como un misterio desconcertante. El que así sufre y es humillado es el mismo Hijo de Dios. Esto es algo que sobrepasa nuestra mente y choca contra nuestra lógica humana. Al considerar los sufrimientos de Cristo, hemos de evitar quedarnos en la mera conmoción sensible, contemplando en este hombre al Hijo eterno de Dios. Para ello es necesaria la fe del centurión (Mc 15,39), que nos hace entrar en el misterio, oscuro y luminoso a la vez.

La meditación de la pasión desde la fe arroja luz sobre nuestra vida de cada día. El sufrimiento no es una muralla, sino una puerta. Cristo no ha venido a eliminar nuestros sufrimientos, lo mismo que Él no ha bajado de la cruz cuando se lo pedían; ha venido a darles sentido, transfigurándolos en fuente de fecundidad y de gloria (Rom 8,17; 2Cor 4,10s; Fil 3,10s; 1Pe 4,13). Por eso, el cristiano no rehuye el sufrimiento ni se evade de él, sino que lo asume con fe; la prueba no destruye su confianza y su ánimo, sino las proporciona un fundamento más firme (Rom 5,3; St 1,2-4; Heb 12,7; He 5,41). Para quien ve la pasión con fe, la cruz deja de ser locura y escándalo y se convierte en sabiduría y fuerza (1Cor 1,22-25).

La Pasión según San Marcos

El relato de la Pasión ocupa en cada evangelio un lugar importante y extenso. Desde el principio, la Iglesia ha considerado la Pasión como una luz y un tesoro y ha proclamado estos hechos (Jn 21,24) como fuente y fundamento de su fe. Por un lado, la Pasión da a conocer quién es Cristo y atestigua su autenticidad divina; por otro, la Pasión ilumina la existencia de los hombres, llena de sufrimientos y dolores.

Desconcierto y fe

Al relatarnos la Pasión de Jesús, cada evangelista lo hace desde una perspectiva propia e insistiendo en determinados aspectos. San Marcos proclama la realización desconcertante del designio de Dios. Expone los hechos en su cruda realidad, con la vivacidad de un testigo. No disimula nada, más bien relata los contrastes: la cruz es escandalosa, al tiempo que revela al Hijo de Dios.

De hecho, ante una situación que es «escándalo» y «locura» (1Cor 1,23), la reacción de los discípulos es de desconcierto: «abandonándole huyeron todos» (14,50), según había predicho el mismo Jesús: «todos os vais a escandalizar» (14,27). Ante lo chocante de la Pasión, la única actitud válida es la del centurión (15,39): un acto de fe que se somete al misterio.

El prendimiento de Jesús

San Marcos narra los hechos con un estilo directo y brusco: «se presenta Judas, uno de los Doce, acompañado de un grupo con espadas y palos» (14,43). Jesús es apresado. Una palabra suya subraya la anomalía de la situación: «como contra un salteador habéis venido a prenderme con espadas y palos» (14,48). Todos le abandonan y huyen. El evangelista subraya lo que la escena tiene de sorprendente. Sólo de paso se indica la clave que explica esta situación desconcertante: «es para que se cumplan las Escrituras» (14, 49).

Proceso judío

Después del prendimiento, Jesús es remitido a las autoridades de su pueblo. El evangelista indica cómo la orientación del interrogatorio está fijada desde el principio: buscan «dar muerte a Jesús» (14,55). Pero esta intención es contraria con los hechos: no encuentran ningún cargo verdadero contra Jesús. Finalmente, cuando el sumo sacerdote la pregunta si es el Mesías, el Hijo del Bendito, Jesús declara solemnemente que sí: el interrogatorio, en vez de establecer la culpabilidad de Jesús, revela su suprema dignidad.

Sin embargo, esta revelación de su verdadera personalidad no encuentra eco positivo; en vez de rendirle homenaje, le llaman blasfemo y reo de muerte (14,64), se burlan de Él (14,65), el más ardiente de sus discípulos le niega (14, 66-72), le atan como un malhechor para entregarlo a Pilato (15,1). Vistos desde el exterior, los hechos parecen contradecir la declaración solemne de Jesús.

Proceso romano

Al llamar a Jesús «rey de los judíos» (15,2.9.12), sus enemigos traspasan al plano político la dignidad del Mesías, lo cual deforma burdamente la declaración de Jesús (es Rey en otro sentido: Jn 18,33-38).

Ante Pilato, san Marcos sigue resaltando lo chocante: son los judíos quienes se encarnizan contra el Rey de los judíos (15,3-5), mientras que Él calla y no responde; por otro lado, es puesto en comparación con un sedicioso homicida (15,7) y condenado no habiendo cometido ningún crimen (15,14).

El Calvario: de las tinieblas brota la luz

El «Rey de los judíos» recibe un manto de púrpura, una corona y homenajes; pero la corona es de espinas y los homenajes son burlas y golpes (15,17-20). En la cruz es reconocido como «Rey de los judíos», pero los hechos contradicen esta dignidad: desnudez completa (15,24), humillación suprema –dos bandidos como asesores–, impotencia del ajusticiado que debe morir.

Todo son burlas, pues los hechos no cuadran con las pretensiones atribuidas a Jesús. Desde el punto de vista humano debería bajar de la cruz (15,30.32), escapando de la muerte y destruyendo a sus adversarios; de esa manera se podría creer en Él (15,32). El evangelista sabe que esta manera de ver las cosas es falsa, pero la deja expresar con toda su crudeza chocante sumergiéndonos así en la oscuridad del misterio.

Manuel Garrido Bonaño: Año Litúrgico Patrístico

Tomo III

Esta solemnidad se celebraba ya en Jerusalén en el siglo IV, según lo refiere la peregrina Egeria en su Diario. Y se hacía lo mismo que hizo el Señor en ese día. Luego se extendió por toda la cristiandad.

Antífonas y Oraciones

Entrada: «Hosanna al Hijo de David, bendito el que viene en el nombre del Señor, el Rey de Israel. ¡Hosanna en el cielo!» (Mt 21,9).

Oraciones para la bendición de los ramos: «Dios Todopoderoso y eterno, santifica con tu bendición estos ramos, y a cuantos vamos a acompañar a Cristo aclamándole con cantos, concédenos, por él, entrar en la Jerusalén del cielo». O bien: «Acrecienta, Señor, la fe de los que en ti esperan y escucha las plegarias de los que a ti acuden, para que quienes alzamos hoy los ramos en honor de Cristo victorioso, permanezcamos en él, dando frutos abundantes»

Colecta (del Misal anterior y antes del Gelasiano y Gregoriano): «Dios Todopoderoso y eterno, Tú quisiste que nuestro Salvador se anonadase, haciéndose hombre y muriendo en la Cruz, para que todos nosotros sigamos su ejemplo; concédenos que las enseñanzas de su Pasión nos sirvan de testimonio y que un día participemos de su resurrección gloriosa».

Comunión: «Padre mío, si este cáliz no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad « (Mt 26,42).

Postcomunión: «Fortalecidos con tan santos misterios, te dirigimos estas súplica, Señor: del mismo modo que la muerte de tu Hijo nos ha hecho esperar lo que nuestra fe nos promete, que su resurrección nos alcance la plena posesión de lo que anhelamos».

Comenta San Andrés de Creta:

«Venid, y al mismo tiempo que ascendemos al monte de los Olivos, salgamos al encuentro de Cristo que hoy vuelve de Betania y, por propia voluntad, se apresura hacia su venerable y dichosa Pasión, para llevar a plenitud el misterio de la salvación de los hombres… Ea, pues, corramos a una con quien se apresura a su Pasión, e imitemos a quienes salieron a su encuentro. Y no para extender por el suelo, a su paso, ramos de olivo, vestiduras o palmas, sino para prosternarnos nosotros mismos, con la disposición más humillada de que seamos capaces y con el más limpio propósito, de manera que acojamos al Verbo que viene, y así logremos captar a aquel Dios que nunca puede ser totalmente captado por nosotros.

« Alegrémonos, pues, porque se nos ha presentado mansamente el que es manso y que asciende sobre el ocaso de nuestra ínfima vileza, para venir hasta nosotros y convivir con nosotros, de modo que pueda, por su parte, llevarnos hasta la familiaridad con Él… Repitamos cada día aquella sagrada exclamación que los niños cantaban, mientras agitamos los ramos espirituales del alma: “Bendito el que viene, como Rey, en nombre del Señor” (Sermón 9, sobre el Domingo de Ramos).

–Isaías 50,4-7: No oculté el rostro a insultos y sé que no quedaré avergonzado. El tercer canto de Isaías sobre el Siervo de Dios proclama la condición obediencial de Cristo Jesús, que le lleva hasta ofrecerse victimalmente por todos nosotros.

–Con el Salmo 21 clamamos: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?… Al verme se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza».

–Filipenses 2,6-11: Se rebajó a Sí mismo, por eso Dios lo exaltó sobre todo. Esta obediencia redentora de Jesús ¡hasta la muerte y muerte de Cruz! ha hecho posible para nosotros el gran Misterio de la Redención pascual.

–Pasión de Cristo: Ciclo B: Marcos 14,1-15.47. La historia de la Pasión del Señor nos invita a identificarnos con los sentimientos redentores de Cristo Jesús. Toda ella es evidencia de su Amor glorificador del Padre y salvador de todos los hombres. Oigamos a San Cipriano:

«Durante la misma Pasión, antes de que llegara la crueldad de la muerte y la efusión de sangre, ¡cuántos insultos y cuántas injurias escuchadas por su paciencia! Soportó pacientemente los salivazos de quienes le insultaban, el mismo que pocos días antes había dado vista a un ciego con su saliva (Jn 9,6); sufrió azotes aquél en cuyo nombre azotan hoy sus servidores y ángeles al diablo; fue coronado de espinas el que corona a los mártires con eternas flores; fue abofeteado con garfios en el rostro el que da las verdaderas palmas al vencedor; despojado de su ropa terrena el que viste a todos con la vestidura de la inmortalidad; mitigada con hiel la sed del que da alimentos celestiales, y con vinagre el que propinó el licor de la salvación. El inocente, el justo, o mejor dicho, la misma inocencia y la misma justicia, oprimida por testimonios falsos; juzgado el que ha de juzgar, y la Palabra de Dios llevada al sacrificio sin despegar los labios… Todo lo soporta hasta el fin con firmeza y perseverancia, para que se consuma en la paciencia total y perfecta…» (Del bien de la paciencia, 7).

Joseph Ratzinger, Jesús de Nazaret, 2ª parte

[Marcos relata que] Bartimeo recobró la vista «y le seguía por el camino» (Mc10,48-52). Una vez que ya podía ver, se unió a la peregrinación hacia Jerusalén. De repente, el tema «David», con su intrínseca esperanza mesiánica, se apoderó de la muchedumbre: este Jesús con el que iban de camino ¿no será acaso verdaderamente el nuevo David? Con su entrada en la Ciudad Santa, ¿no habrá llegado la hora en que Él restablezca el reino de David?

Los preparativos que Jesús dispone con sus discípulos hacen crecer esta expectativa. Jesús llega al Monte de los Olivos desde Betfagé y Betania, por donde se esperaba la entrada del Mesías. Manda por delante a dos discípulos, diciéndoles que encontrarían un borrico atado, un pollino, que nadie había montado. Tienen que desatarlo y llevárselo; si alguien les pregunta el porqué, han de responder: «El Señor lo necesita» (Mc 11,3; Lc 19,31). Los discípulos encuentran el borrico, se les pregunta —como estaba previsto— por el derecho que tienen para llevárselo, responden como se les había ordenado y cumplen con el encargo recibido. Así, Jesús entra en la ciudad montado en un borrico prestado, que inmediatamente después devolverá a su dueño.

Todo esto puede parecer más bien irrelevante para el lector de hoy, pero para los judíos contemporáneos de Jesús está cargado de referencias misteriosas. En cada uno de los detalles está presente el tema de la realeza y sus promesas. Jesús reivindica el derecho del rey a requisar medios de transporte, un derecho conocido en toda la antigüedad (cf. Pesch, Markusevangelium, II, p. 180). El hecho de que se trate de un animal sobre el que nadie ha montado todavía remite también a un derecho real. Y, sobre todo, se hace alusión a ciertas palabras del Antiguo Testamento que dan a todo el episodio un sentido más profundo.

En primer lugar, las palabras de Génesis 49,10s, la bendición de Jacob, en las que se asigna a Judá el cetro, el bastón de mando, que no le será quitado de sus rodillas «hasta que llegue aquel a quien le pertenece y a quien los pueblos deben obediencia». Sc dice de Él que ata su borriquillo a la vid (49,11). Por tanto, el borrico atado hace referencia al que tiene que venir, al cual «los pueblos deben obediencia».

Más importante aún es Zacarías 9,9, el texto que Mateo y Juan citan explícitamente para hacer comprender el «Domingo de Ramos»: «Decid a la hija de Sión: mira a tu rey, que viene a ti humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de acémila» (Mt 21,5;cf. Za 9,9; Jn 12,15).Ya hemos reflexionado ampliamente sobre el sentido de estas palabras del profeta para comprender la figura de Jesús al comentar la bienaventuranza de los humildes, de los mansos (cf. primera parte, pp. 108-112). Él es un rey que rompe los arcos de guerra, un rey de la paz y un rey de la sencillez, un rey de los pobres. Y hemos visto, en fin, que gobierna un reino que se extiende de mar a mar y abarca toda la tierra (cf. ibíd., p. 109); esto nos ha recordado el nuevo reino universal de Jesús que, en las comunidades de la fracción del pan, es decir, en la comunión con Jesucristo, se extiende de mar a mar como reino de su paz (cf. ibíd., p. 112). Todo esto no podía verse entonces, pero lo que, oculto en la visión profética, había sido apenas vislumbrado desde lejos, resulta evidente en retrospectiva.

Por ahora retengamos esto: Jesús reivindica, de hecho, un derecho regio. Quiere que se entienda su camino y su actuación sobre la base de las promesas del Antiguo Testamento, que se hacen realidad en Él. El Antiguo Testamento habla de Él, y viceversa: Él actúa y vive de la Palabra de Dios, no según sus propios programas y deseos. Su exigencia se funda en la obediencia a los mandatos del Padre. Sus pasos son un caminar por la senda de la Palabra de Dios. Al mismo tiempo, la referencia a Zacarías 9,9excluye una interpretación «zelote» de la realeza: Jesús no se apoya en la violencia, no emprende una insurrección militar contra Roma. Su poder es de carácter diferente: reside en la pobreza de Dios, en la paz de Dios, que Él considera el único poder salvador.

Volvamos al desarrollo de la narración. Cuando se lleva el borrico a Jesús, ocurre algo inesperado: los discípulos echan sus mantos encima del borrico; mientras Mateo (21,7) y Marcos (11,7) dicen simplemente que «Jesús se montó», Lucas escribe: «Y le ayudaron a montar» (19,35). Ésta es la expresión usada en el Primer Libro de los Reyes cuando narra el acceso de Salomón al trono de David, su padre. Allí se lee que el rey David ordena al sacerdote Zadoc, al profeta Natán y a Benaías: «Tomad con vosotros los veteranos de vuestro señor, montad a mi hijo Salomón sobre mi propia mula y bajadle a Guijón. El sacerdote Zadoc y el profeta Natán lo ungirán allí como rey de Israel…» (1,33s).
También el echar los mantos tiene su sentido en la realeza de Israel (cf. 2 R 9,13). Lo que hacen los discípulos es un gesto de entronización en la tradición de la realeza davídica y, así, también en la esperanza mesiánica que se ha desarrollado a partir de ella. Los peregrinos que han venido con Jesús a Jerusalén se dejan contagiar por el entusiasmo de los discípulos; ahora alfombran con sus mantos el camino por donde pasa. Cortan ramas de los árboles y gritan palabras del Salmo 118, palabras de oración de la liturgia de los peregrinos de Israel que en sus labios se convierten en una proclamación mesiánica: «¡Hosanna, bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Bendito el Reino que llega, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!» (Mc 11,9s; cf. Sal 118,25s).

Esta aclamación la han transmitido los cuatro evangelistas, aunque con sus variantes específicas. Estas diferencias no son irrelevantes para la historia de la transmisión y la visión teológica de cada uno de los evangelistas, pero no es necesario que nos ocupemos aquí de ellas. Tratamos solamente de comprender las líneas esenciales de fondo, teniendo en cuenta, además, que la liturgia cristiana ha acogido este saludo, interpretándolo a la luz de la fe pascual de la Iglesia.
Ante todo, aparece la exclamación: «¡Hosanna!». Originalmente, ésta era una expresión de súplica, como: «¡Ayúdanos!». En el séptimo día de la fiesta de las Tiendas, los sacerdotes, dando siete vueltas en torno al altar del incienso, la repetían monótonamente para implorar la lluvia. Pero, así como la fiesta de las Tiendas se transformó de fiesta de súplica en una fiesta de alegría, la súplica se convirtió cada vez más en una exclamación de júbilo (cf. Lohse, ThWNT, IX, p. 682).

La palabra había probablemente asumido también un sentido mesiánico ya en los tiempos de Jesús. Así, podemos reconocer en la exclamación «¡Hosanna!» una expresión de múltiples sentimientos, tanto de los peregrinos que venían con Jesús como de sus discípulos: una alabanza jubilosa a Dios en el momento de aquella entrada; la esperanza de que hubiera llegado la hora del Mesías, y al mismo tiempo la petición de que fuera instaurado de nuevo el reino de David y, con ello, el reinado de Dios sobre Israel.

La palabra siguiente del Salmo 118, «bendito el que viene en el nombre del Señor», perteneció en un primer tiempo, como se ha dicho, a la liturgia de Israel para los peregrinos y con ella se los saludaba a la entrada de la ciudad o del templo. Lo demuestra también la segunda parte del versículo: «Os bendecimos desde la casa del Señor». Era una bendición que los sacerdotes dirigían y casi imponían sobre los peregrinos a su llegada. Pero con el tiempo la expresión «que viene en el nombre del Señor» había adquirido un sentido mesiánico. Más aún, se había convertido incluso en la denominación de Aquel que había sido prometido por Dios. De este modo, de una bendición para los peregrinos la expresión se transformó en una alabanza a Jesús, al que se saluda como al que viene en nombre de Dios, como el Esperado y el Anunciado por todas las promesas.

La referencia específicamente davídica, que se encuentra solamente en el texto de Marcos, nos presenta tal vez en su modo más originario la expectativa de los peregrinos en aquellos momentos. Lucas, que escribe para los cristianos procedentes del paganismo, ha omitido completamente el «Hosanna» y la referencia a David, reemplazándola con una exclamación que alude a la Navidad: «¡Paz en el cielo y gloria en las alturas!» (19,38; cf. 2,14). De los tres Evangelios sinópticos, pero también de Juan, se deduce claramente que la escena del homenaje mesiánico a Jesús tuvo lugar al entrar en la ciudad, y que sus protagonistas no fueron los habitantes de Jerusalén, sino los que acompañaban a Jesús entrando con Él en la Ciudad Santa.

Mateo lo da a entender de la manera más explícita, añadiendo después de la narración del Hosanna dirigido a Jesús, hijo de David, el comentario: «Al entrar en Jerusalén, toda la ciudad preguntaba alborotada: «¿Quién es éste?». La gente que venía con él decía: «Es Jesús, el profeta de Nazaret de Galilea»» (21,10s). El paralelismo con el relato de los Magos de Oriente es evidente. Tampoco entonces se sabía nada en la ciudad de Jerusalén sobre el rey de los judíos que acababa de nacer; esta noticia había dejado a Jerusalén «trastornada» (Mt 2,3). Ahora se «alborota»: Mateo usa la palabra eseísthe (seíö), que expresa el estremecimiento causado por un terremoto.

Algo se había oído hablar del profeta que venía de Nazaret, pero no parecía tener ninguna relevancia para Jerusalén, no era conocido. La multitud que homenajeaba a Jesús en la periferia de la ciudad no es la misma que pediría después su crucifixión. En esta doble noticia sobre el no reconocimiento de Jesús —una actitud de indiferencia y de inquietud a la vez—, hay ya una cierta alusión a la tragedia de la ciudad, que Jesús había anunciado repetidamente, y de modo más explícito en su discurso escatológico.

Pero en Mateo hay también otro texto importante, exclusivamente suyo, sobre la acogida de Jesús en la Ciudad Santa. Después de la purificación del templo, algunos niños repiten en el templo las palabras del homenaje a Jesús: «¡Hosanna al hijo de David!» (21,15). Jesús defiende la aclamación de los niños ante los «sumos sacerdotes y los escribas» haciendo referencia al Salmo 8,3: «De la boca de los niños y de los que aún maman has sacado una alabanza». Volveremos de nuevo sobre esta escena en la reflexión sobre la purificación del templo. Tratemos aquí de comprender lo que Jesús ha querido decir con la referencia al Salmo 8, una alusión con la cual ha abierto una vasta perspectiva histórico-salvífica.

Lo que quería decir resulta muy claro si recordamos el episodio sobre los niños presentados a Jesús «para que los tocara», descrito por todos los evangelistas sinópticos. Contra la resistencia de los discípulos, que quieren defenderlo frente a esta intromisión, Jesús llama a los niños, les impone las manos y los bendice. Y explica luego este gesto diciendo: «Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis; de los que son como ellos es el Reino de Dios. Os aseguro que el que no acepte el Reino de Dios como un niño, no entrará en él» (Mc10,13-15). Los niños son para Jesús el ejemplo por excelencia de ese ser pequeño ante Dios que es necesario para poder pasar por el «ojo de una aguja», a lo que hace referencia el relato del joven rico en el pasaje que sigue inmediatamente después (Mc 10,17-27).

Poco antes había ocurrido el episodio en el que Jesús reaccionó a la discusión sobre quién era el más importante entre los discípulos poniendo en medio a un niño, y abrazándole dijo: «El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí» (Mc 9,33-37). Jesús se identifica con el niño, Él mismo se ha hecho pequeño. Como Hijo, no hace nada por sí mismo, sino que actúa totalmente a partir del Padre y de cara a Él.

Si se tiene en cuenta esto, se entiende también la perícopa siguiente, en la cual ya no se habla de niños, sino de los «pequeños»; y la expresión «los pequeños» se convierte incluso en la denominación de los creyentes, de la comunidad de los discípulos de Jesús (cf. Mc 9,42). Han encontrado este auténtico ser pequeño en la fe, que reconduce al hombre a su verdad. Volvemos con esto al «Hosanna» de los niños. A la luz del Salmo 8, la alabanza de los niños aparece como una anticipación de la alabanza que sus «pequeños» entonarán en su honor mucho más allá de esta hora.
En este sentido, con buenas razones, la Iglesia naciente pudo ver en dicha escena la representación anticipada de lo que ella misma hace en la liturgia. Ya en el texto litúrgico post-pascual más antiguo que conocemos —en la Didaché, en torno al año 100—, antes de la distribución de los sagrados dones aparece el «Hosanna» junto con el «Maranatha»: «¡Venga la gracia y pase este mundo! ¡Hosanna al Dios de David! ¡Si alguno es santo, venga!; el que no lo es, se convierta. ¡Maranatha! Amén» (10,6).

También el Benedictus fue incluido muy pronto en la liturgia: para la Iglesia naciente el «Domingo de Ramos» no era una cosa del pasado. Así como entonces el Señor entró en la Ciudad Santa a lomos del asno, así también la Iglesia lo veía llegar siempre nuevamente bajo la humilde apariencia del pan y el vino.

La Iglesia saluda al Señor en la Sagrada Eucaristía como el que ahora viene, el que ha hecho su entrada en ella. Y lo saluda al mismo tiempo como Aquel que sigue siendo el que ha de venir y nos prepara para su venida. Como peregrinos, vamos hacia Él; como peregrino, Él sale a nuestro encuentro y nos incorpora a su «subida» hacia la cruz y la resurrección, hacia la Jerusalén definitiva que, en la comunión con su Cuerpo, ya se está desarrollando en medio de este mundo.

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