Ferias Mayores Tiempo de Adviento: 22 de Diciembre – Homilías
/ 19 diciembre, 2016 / Tiempo de AdvientoLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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1 S 1, 24-28: Ana da gracias por el nacimiento de Samuel
1 S 2, 1. 4-5. 6-7. 8abcd: Mi corazón se regocija en el Señor, mi Salvador
Lc 1, 46-56: El Poderoso ha hecho obras grandes en mí
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
El Salmo 23,7 sigue hoy resonando en la entrada de la eucaristía: «¡Portones! alzad los dinteles; que se alcen las antiguas compuertas; va a entrar el Rey de la gloria». En la oración colecta (Bérgamo), pedimos al Señor nuestro Dios: tú, que «con la venida de tu Hijo has querido redimir al hombre, sentenciado a muerte; concede a los que van a adorarlo, hecho Niño en Belén, participar de los bienes de su redención».
–1 Samuel 1,24-28: Ana agradece el nacimiento prodigioso de Samuel. Como antes la liturgia nos hizo contemplar los nacimientos prodigiosos de Sansón o de Juan, ahora nos recuerda el de Samuel. El cántico de Ana, su madre agradecida, prefigura el de la Virgen María: en uno y en otro caso se ensalza el poder de Dios que enaltece a los humildes.
Todo ello nos revela la acción misteriosa de Dios en la historia de la salvación. Para mostrar la potencia de su iniciativa en la redención de los hombres, Dios elige los instrumentos que a la luz del mundo parecen menos aptos. Él, que configura el interior de las personas, y que conoce el corazón de Ana, de Isabel y de la Virgen María, elige estos medios humildes para sus grandiosas acciones de salvación.
Hay dones que se nos dan porque, inspirados por Dios, los pedimos; y hay dones que nos vienen de un modo completamente gratuito e inesperado, previniendo toda petición e incluso todo deseo. En este segundo modo, nosotros escuchamos al Señor, que entra de pronto en nuestra vida, y nos colocamos a su disposición, según el don divino y su llamada.
Así es como Jesús es dado a la Virgen María, superando toda expectación y más allá de las leyes naturales. Así es dado Samuel a su estéril madre Ana, que lo había suplicado a Dios, contra toda esperanza. En realidad, todos nosotros somos también dones de Dios, dones de su gracia indebida y sobreabundante; hijos suyos por naturaleza y por redención.
¿Qué es el hombre? Creado por Dios en un principio, alejado de Él por el pecado, hecho así miserable, separado de la Fuente de la Verdad y de la verdadera Vida, condenado a la privación eterna de Dios, a las tinieblas y a la eterna desdicha.
Y sin embargo, ha sido el hombre creado a imagen y semejanza de Dios. Aletea todavía en él la llama del espíritu, con su impetuosa tendencia a la verdad, hacia la posesión de todo bien, hacia la felicidad y la paz, hacia Dios, su única plenitud posible. Y Dios en Cristo se compadeció de él. Oyó su clamor. Se acordó de su pobreza, de su debilidad, de su nada, de su ignorancia, de su propensión al mal, de sus errores, de sus pasiones desatadas... Y quiso salvarlo.
–Como miró el Señor la humillación de Ana, así ha mirado a nuestra desvalida humanidad, y por la Virgen María le ha dado la salvación. Por eso cantamos y bendecimos al Señor con el mismo cántico de Ana:
«Mi corazón se regocija por el Señor, mi Salvador, mi poder se exalta por Dios; mi boca se ríe de mis enemigos, porque gozo con su salvación. Se rompen los arcos de los valientes, mientras los cobardes se ciñen de valor; los hartos se contratan por el pan, mientras los hambrientos engordan... El Señor da la muerte y la vida, hunde en el abismo y levanta; da la pobreza y la riqueza, humilla y enaltece. Él levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para hacer que se siente entre príncipes y que herede un trono de gloria; pues del Señor son los pilares de la tierra, y sobre ellos afianzó el orbe» (1 Sam 2,1,4-5.6-7.8).
–Lucas 1,46-56: El Poderoso ha hecho obras grandes por mí. El Magníficat es, sin duda, la expresión más elevada de la Hija de Sión. Dios es alabado, porque miró la humildad de su Esclava. La misericordia de Dios se ha hecho realidad en Ella para beneficio de toda la humanidad. San Ambrosio dice:
«Que en todos resida el alma de María para glorificar al Señor. Que en todos esté el espíritu de María para alegrarse en Dios. Porque si corporalmente no hay más que una Madre de Cristo, por la fe Cristo es fruto de todos; pues toda alma recibe la Palabra de Dios, a condición de que, sin mancha y preservada de los vicios, guarde castidad con una pureza intachable» (Comentario Evang. Lucas II,27).
Hay a veces una humildad hipócrita, que niega con obstinación los propios dones, y que no los agradece al Señor. Con frecuencia es una humildad precaria y combatida, que no resiste a la tentación de la propia dignidad y que, para sostenerse, tiene necesidad de humillarse. O a veces es un cálculo sagaz para provocar alabanzas. Pero la verdadera humildad ignora estos modos tortuosos. Sabe que las buenas cualidades son dones de Dios, y a Él le da la gloria con un corazón sencillo.
Así la Virgen María. Ella reconoce con gozo que el Poderoso ha hecho en Ella grandes cosas, lo agradece y, llena de alegría, lo alaba exultante. Y no duda en admitir que todos los pueblos la llamarán bienaventurada. Todo en Ella es gratitud y sentirse pequeña ante la magnitud de Dios y de su don. ¡Cuánto hemos de aprender de Ella!
Por eso hoy, en la liturgia de las Vísperas, cantamos la antífona del Magníficat: «Oh Rey de las naciones, Deseado de las gentes y Piedra angular donde se apoyan judíos y gentiles. Ven y salva al hombre que Tú formaste del limo de la tierra».
Zevini-Cabra
Lectio Divina para cada día del año
LECTIO
Primera lectura: 1 Samuel 1,24-28
Los dones más preciosos no se conquistan, sino que se esperan. Tal es el caso de la madre del joven Samuel, Ana, que acude al santuario del arca en Siló para agradecer al Señor el don de la maternidad después de su insistente súplica. Lleva algunos dones de la tierra, pero sobre todo el don de su hijo Samuel, que ofrece a Dios con generosidad: «Se lo cedo al Señor mientras viva» (v. 28). Ana ofrece primero al Señor un toro, como sacrificio de acción de gracias y alabanza; a continuación presenta a su hijo Samuel al sacerdote Elí, al que le cuenta su historia, recordando la oración que hizo años atrás en su presencia, y cómo Dios había escuchado su petición, concediéndole la gracia tan ansiada del nacimiento del hijo. Ana, pues, está en la casa de Dios para intercambiar el don: ({Ahora yo se lo cedo al Señor» (v. 28).
La narración bíblica es el anuncio extraordinario de lo que Dios realizará en plenitud con María. Lo mismo que en el caso de Isaac (cf. Gn 18,9-14), Sansón (cf. Jue 13,2-25) y Juan Bautista (cf. Lc 1,5-25), el nacimiento de un hijo por obra de Dios, de una mujer estéril, fue el signo de una vocación particular, también lo fue para Samuel, destinado a ser el primer gran profeta de Israel (cf. Hch 3,24) Yel guía espiritual del pueblo. Es preciso seguir la trayectoria marcada por Dios en la historia de la salvación de cada uno. Es necesario respetar los tiempos de crecimiento de cada uno sin pretender manipular a Dios en la realización de nuestros proyectos personales y humanos.
Evangelio: Lucas 1,46-55
El Magníficat, canto de los pobres, es una de las más bellas oraciones del Nuevo Testamento, con múltiples reminiscencias veterotestamentarias (cf. 1 Sm 2,1-18; Sal 110,9; 102,17; 88,11; 106,9; Is 41,8-9). Es significativo que el texto se ponga en labios de María, la criatura más digna de alabar a Dios, culmen de la esperanza del pueblo elegido. El cántico celebra en síntesis toda la historia de la salvación que, desde los orígenes de Abrahán hasta el cumplimiento en María, imagen de la Iglesia de todos los tiempos, siempre es guiada por Dios con su amor misericordioso, manifestado especialmente con los pobres y pequeños.
El cántico se divide en tres partes: María glorifica a Dios por las maravillas que ha hecho en su vida humilde, convirtiéndola en colaboradora de la salvación cumplida en Cristo su Hijo (vv. 46-49); exalta, además, la misericordia de Dios por sus criterios extraordinarios e impensables con que desbarata situaciones humanas, manifestada con seis verbos («Desplegó, dispersó, derribó, ensalzó, colmó, auxilió...»), que reflejan el actuar poderoso y paternal de Dios con los últimos y menesterosos (vv. 50-53); finalmente recuerda el cumplimiento amoroso y fiel de las promesas de Dios hechas a los Padres y mantenidas en la historia de Israel (vv. 54-55). Dios siempre hace grandes cosas en la historia de los hombres, pero sólo se sirve de los que se hacen pequeños y procuran servirle con fidelidad en el ocultamiento y en el silencio de adoración en su corazón.
MEDITATIO
La unión existente entre la lectura de Samuel y la del Magníficat de Maria es significativa: las dos madres, Ana y Maria, viven el gozo y la alabanza agradecida por el don de la vida que está en ellas, signo de la bondad de Dios y se confían con un corazón sencillo en el Señor, porque «es misericordioso siempre con aquellos que le honran» (v. 50). ¿Somos nosotros conscientes de que la pobreza y la sencillez de corazón son las condiciones esenciales para agradar a Dios y ser colmados de su riqueza? Los frutos de las obras de Dios se desarrollan no en la agitación ni con violencia, sino lentamente y en silencio. Dios actúa siempre en el secreto y no con ostentación, sin que por ello el resultado deje de ser eficaz y extraordinario.
No se puede obligar a una planta a que florezca por la fuerza; precisa germinar lentamente e ir creciendo hasta su punto de madurez y esplendor. Tampoco se pueden forzar los tiempos del Espíritu. Dios sabe ir llevando a la madurez el proyecto de cada uno, de acuerdo con los tiempos y momentos que sólo él conoce. Como Maria, se nos invita, próxima ya la Navidad, a compartir esta ternura del Señor confiando nuestros proyectos y nuestra misma vida a aquel que nos ha amado primero y sólo desea nuestro bien, dirigiéndole nuestra alabanza porque «ha escogido lo que el mundo considera necio para confundir a los sabios; ha elegido lo que el mundo considera débil para confundir a los fuertes... de este modo, nadie puede presumir delante de Dios» (l Cor 1,27-29).
ORATIO
Señor misericordioso y fiel, tú has puesto en labios de las dos madres, Ana y María, la oración de alabanza y agradecimiento, haciendo germinar en su corazón la alegría, fruto de tu visita amorosa y paternal: concédenos también a nosotros, deseosos de recorrer el mismo camino, descubrir en la oración la actitud de alabanza agradecida, por los múltiples beneficios que nos concedes sin mérito alguno de nuestra parte, y el agradecimiento gozoso por las maravillas que continuamente permites pregustar en tu Iglesia y en el contacto con nuestros hermanos en la fe.
Eres Padre de todos y no quieres que ninguno viva sumido en la tristeza sin experimentar tu amor: haz que, sobre todo los pobres de cuerpo y espíritu, los últimos y los pecadores, experimenten tu presencia misericordiosa y sepan confiar en ti en los momentos difíciles de su vida sin descorazonarse o alejarse de ti.
Te pedimos además que cada uno de nosotros pueda escribir en su vida su propio Magníficat siguiendo el modelo del de María, para poder descubrir en la oración que las riquezas que nos confías superan en mucho nuestra pobreza y que los dones que pones en nuestras manos y en las de nuestros hermanos son un signo de que siempre cuidas de nosotros con amor de Padre.
CONTEMPLATIO
La humildad de corazón es la madre de todas las virtudes; en ella y de ella se generan y derivan las demás virtudes, como de la raíz sabemos ponderar la riqueza del árbol. Y como es el más firme y arraigado cimiento sobre el que se eleva todo el edificio de la vida espiritual, Dios quiere ser su maestro y modelo exclusivo. Y por la Virgen María se complace sólo de esta virtud, afirmando que sólo por eso Dios se encarnó en ella diciendo: «Porque miró la humildad de su esclava. Y por esto y no por otra cosa, me proclamarán dichosa todas las generaciones».
Oh hijos míos, manteneos en esta humildad, para que podáis lograr la verdadera paz de vuestras almas. Oh hijos míos, ¿dónde podrá encontrar reposo y paz la criatura sino en aquel que es la paz suma, en aquel que pacifica todo, el puerto sereno de las almas? ¿Y cómo podrá llegar a él el alma que no vuele con las alas de la humildad, sin las cuales las demás virtudes corren hacia Dios, pero sin fuerza para levantar el vuelo? Carísimos, esta humildad de corazón que Dios-hombre quiere enseñarnos y darnos, es una luz radiante y clara que abre los ojos del alma al doble abismo: el de la nada humana y el de la ilimitada bondad de Dios (Angela de Foligno, Le istruzioni, Florencia 1926, 256-257).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador» (Lc 1,47).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Para comprender bien este canto de alabanza, debemos notar que la bienaventurada virgen María habla por propia experiencia, habiendo sido iluminada y adoctrinada por el Espíritu Santo: y es que nadie puede comprender rectamente a Dios ni la Palabra de Dios, si no se lo concede directamente el Espíritu Santo. El recibir este don del Espíritu Santo significa experimentarlo como en una escuela, fuera de la cual sólo hay palabras y charlas. Así pues, la santa Virgen, sabiendo en sí misma que Dios había hecho obras grandes en ella, humilde, pobre y despreciada, el Espíritu le enseña este precioso arte y sabiduría, según el cual Dios es el Señor que se complace en elevar lo que es humilde y en humillar lo elevado; resumiendo, a derribar lo construido y a construir lo derribado.
Como al principio de la creación creó el mundo de la nada, así su modo de actuar sigue esta misma constante, lleva a cabo todas sus obras hasta el fin del mundo sacando de la nada, de lo pequeño, despreciado, miserable, muerto, algo precioso, honrado, dichoso, vivo, lo reduce a nada, pequeño despreciable, mísero y efímero (Martín Lutero, Introducción al Magníficat).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos 1
1. Las lecturas de hoy nos proponen un paralelo entre el cántico de Ana y el de María.
Las dos mujeres, la del Antiguo y la del Nuevo Testamento, reconocen la intervención de
Dios en sus vidas y le dedican una alabanza poética y sentida.
Ana, la esposa de Elcaná, avergonzada por su esterilidad, había pedido insistentemente en su oración poder superar esta afrenta. Vuelve al Templo a dar gracias a Dios por haber sido escuchada, porque ahora es madre de Samuel, que será un personaje importante en la historia de Israel.
El emocionado cántico de Ana lo hemos dicho como salmo responsorial, y es fácil ver cómo las ideas son muy semejantes a las que la Virgen María cantará en su Magnificat: Dios ensalza a los pobres y los humildes, mientras que humilla a los soberbios.
2. También María, en casa de Isabel, después de escuchar las alabanzas de su prima, prorrumpe en un cántico de admiración, alegría y gratitud a Dios, el Magnificat, que la Iglesia ha seguido cantando generación tras generación hasta nuestros días.
María canta agradecida lo que Dios ha hecho en ella, y sobre todo lo que ha hecho y sigue haciendo por Israel, con el que ella se solidariza plenamente. Le alaba porque «dispersa a los soberbios, derriba del trono a los poderosos, enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos».
Esta oración que el evangelista Lucas pone tan acertadamente en labios de María, y que probablemente provenía de la reflexión teológica y orante de la primera comunidad, es un magnífico resumen de la actitud religiosa de Israel en la espera mesiánica, como hemos ido viendo a lo largo del Adviento, y es también la mejor expresión de la fe cristiana ante la historia de salvación que ha llegado a su plenitud con la llegada del Mesías, Salvador y liberador de la humanidad. Jesús, con su clara opción preferencial por los pobres y humildes, por los oprimidos y marginados, es el mejor desarrollo práctico de lo que dice el Magnificat.
Nada extraño que este cántico de María, valiente y lleno de actualidad, por el que manifiestan claramente su admiración Pablo VI en su «Marialis Cultus» (1974) y Juan Pablo II en su «Redemptoris Mater» (1987), se haya convertido en la oración de la Iglesia en camino a lo largo de los siglos, y que lo cantemos cada día en el rezo de Vísperas. La oración de María, la primera creyente de los tiempos mesiánicos, se convierte así en oración de la comunidad de Jesús, admirada por la actuación de Dios en el proceso de la historia.
3. Saber alabar a Dios, con alegría agradecida, es una de las principales actitudes cristianas. Ana y María nos enseñan a hacerlo desde las circunstancias concretas de sus vidas.
La comunidad cristiana está reaprendiendo ahora a ser una comunidad orante, y en concreto, a orar alabando a Dios, no sólo pidiendo. Muchos salmos de alabanza, y sobre todo la Plegaria Eucarística, la oración central de la Misa, junto con himnos como el Gloria, son expresión de nuestra alabanza ante Dios, imitando así la actitud de María.
María alabó a Dios ante la primera Navidad. Su canto es el mejor resumen de la fe de Abraham y de todos los justos del A.T., el evangelio condensado de la nueva Israel, la Iglesia de Jesús, y el canto de alegría de los humildes de todos los tiempos, de todos los que necesitan la liberación de sus varias opresiones.
La maestra de la espera del Adviento, y de la alegría de la Navidad, es también la maestra de nuestra oración agradecida a Dios, desde la humildad y la confianza. Para que vivamos la Navidad con la convicción de que Dios está presente y actúa en nuestra historia, por desapacible que nos parezca.
Algunos esperan la suerte de la lotería, como remedio a sus males. A los cristianos nos toca cada año la lotería: el Dios-con-nosotros. Si lo sabemos apreciar, crecerá la paz interior y la actitud de esperanza en nosotros. Y brotarán oraciones parecidas al Magnificat de María desde nuestras vidas. Ella será la solista, y nosotros el coro de la alabanza agradecida a Dios Salvador.
O rex gentium
«Oh Rey de las naciones
y Deseado de los pueblos,
piedra angular de la Iglesia,
que haces de dos pueblos uno solo:
ven y salva al hombre que formaste del barro de la tierra»
Cristo Jesús no sólo es Rey de los judíos, como pusieron en la inscripción de la cruz.
Sino de todos los pueblos.
Su reinado, que es cósmico y humano a la vez, quiere traer paz y reconciliación. Él es la «piedra angular» de la Iglesia (Hch 4,11; 1P 2,4); una piedra angular que «hace de dos pueblos -Israel y los paganos- uno solo» (Ef 2, 14).
El mismo Dios que hizo al hombre del barro de la tierra, es el que ahora le salva por medio de su Hijo, que también ha querido compartir con nosotros la condición y la fragilidad humana, pero que viene a darnos la comunión de vida con Dios.