Viernes II Tiempo de Adviento – Homilías
/ 5 diciembre, 2016 / Tiempo de AdvientoLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Is 48, 17-19: Si hubieras atendido a mis mandatos
Sal 1, 1-2. 3. 4 y 6: El que te sigue, Señor, tendrá la luz de la vida
Mt 11, 16-19: No escuchan ni a Juan ni al Hijo del hombre
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Francisco, papa
Homilía (09-12-2016): ¿Funcionario o mediador?
viernes 9 de diciembre de 2016El proverbio que menciona el Señor en el Evangelio de hoy (Mt 11,16-19) es como esos niños a los que se les ofrece una cosa y no les gusta; les das lo contrario y tampoco lo quieren. Es la insatisfacción del pueblo, que nunca está contento. También hoy hay cristianos insatisfechos —muchos— que no consiguen entender lo que el Señor nos enseña, no logran comprender el meollo de la revelación del Evangelio. También hay sacerdotes insatisfechos que hacen mucho daño. Viven insatisfechos buscando siempre nuevos proyectos, porque su corazón está lejos de la lógica de Jesús, y por eso se quejan o viven tristes.
La lógica de Jesús, por el contrario, debería dar plena satisfacción a un sacerdote. Es la lógica del mediador. Jesús es el mediador entre Dios y nosotros. Nosotros debemos tomar el camino de mediadores, no el otro que se parece mucho pero no es lo mismo: intermediarios. El intermediario hace su labor y cobra: ¡nunca pierde! Totalmente distinto es el mediador. El mediador se entrega a sí mismo para unir las partes, da la vida, su vida, y ese es el precio: su propia vida, paga con su vida, su cansancio, su trabajo, tantas cosas, pero —en el caso del párroco—, para unir la grey, para unir a la gente, para llevarla a Jesús. La lógica de Jesús como mediador es la lógica de anonadarse a sí mismo. San Pablo, en la carta a los Filipenses, es claro sobre esto: se anonadó a sí mismo, se vació —pero para lograr esa unión— hasta la muerte, y muerte de cruz. Esa es la lógica: vaciarse, anonadarse.
El sacerdote auténtico es un mediador muy cercano a su pueblo; el intermediario en cambio hace su trabajo y luego otro, siempre como funcionario, y no sabe qué significa ensuciarse las manos en la realidad. Por eso, cuando el sacerdote cambia de mediador a intermediario no es feliz, está triste. Y busca un poco de felicidad en hacerse ver, en hacer sentir su autoridad.
A los intermediarios de su tiempo, Jesús decía que les gustaba pasearse por las plazas para hacerse ver y honrar. Y también para hacerse importantes, los sacerdotes intermediarios toman el camino de la rigidez: tantas veces, distantes de la gente, no saben qué es el dolor humano; pierden lo que habían aprendido en su casa, con el trabajo de su padre, de su madre, del abuelo, de la abuela, de los hermanos... Pierden esas cosas. Son rígidos, esos rígidos que cargan sobre los fieles tantas cosas que ellos no llevan, como decía Jesús a los intermediarios de su tiempo. ¡La rigidez! Fusta en mano con el pueblo de Dios: Eso no se puede, eso no se puede... Y mucha gente que se acerca buscando un poco de consuelo, un poco de comprensión, es despachada con esa rigidez.
Sin embargo, la rigidez no se puede mantener mucho tiempo, totalmente. Y fundamentalmente es esquizoide: acabará apareciendo rígido, pero por dentro será un desastre. Y con la rigidez, la mundanidad. Un sacerdote mundano, rígido, es un insatisfecho porque ha tomado el camino equivocado. Sobre rigidez y mundanidad, me pasó hace tiempo que vino a verme un anciano monseñor de la curia, que trabaja, un hombre normal, un hombre bueno, enamorado de Jesús, y me contó que había ido a Euroclero a comprarse un par de camisas y vio ante el espejo a un joven —él piensa que no tenía ni 25 años, o era un cura joven o seminarista— delante del espejo, con un abrigo grande, largo, con terciopelo y cadena de plata, y se miraba. Luego cogió una teja, se la puso y se miraba. Un rígido mundano. Y aquel sacerdote —es sabio aquel monseñor, muy sabio— logró superar el dolor, con una broma de sano humor y añadió: ¡Y luego dicen que la Iglesia no permite el sacerdocio a las mujeres! Así que el sacerdote, cuando se vuelve funcionario, acaba haciendo el ridículo, siempre.
En el examen de conciencia considerad esto: ¿hoy he sido funcionario o mediador? ¿Me he protegido a mí mismo, me he buscado a mí mismo, mi comodidad, mi orden, o he dejado que la jornada fuese al servicio de los demás? Una vez, una persona me decía que reconocía a los sacerdotes por la actitud con los niños: si saben acariciar a un niño, sonreír a un niño, jugar con un niño... Es interesante esto porque significa que saben abajarse, acercarse a las cosas pequeñas. En cambio, el intermediario está triste, siempre con esa cara triste o muy seria, cara oscura. El intermediario tiene la mirada oscura, ¡muy oscura! El mediador está abierto: la sonrisa, la acogida, la comprensión, las caricias.
Así pues, propongo tres «iconos» de sacerdotes mediadores y no intermediarios. El primero es el gran Policarpo que no regatea su vocación y va valiente a la pira y cuando el fuego viene en torno a él, los fieles que estaban allí, sintieron el olor del pan. Así acaba un mediador: como un trozo de pan para sus fieles. El otro icono es San Francisco Javier, que muere joven en la playa de San-cian, mirando a China donde quería ir, pero no podrá porque el Señor se lo lleva consigo. Y luego, el último icono: el anciano San Pablo en las Tres fuentes. Aquella mañana, temprano, los soldados fueron a buscarlo, lo prendieron, y él caminaba encorvado. Sabía perfectamente que eso era por la traición de algunos dentro de la comunidad cristiana, pero él luchó tanto, tanto, en su vida, que se ofrece al Señor como un sacrificio. Tres iconos que pueden ayudarnos. Miremos ahí: ¿cómo quiero acabar mi vida de sacerdote? ¿Como funcionario, como intermediario o como mediador, es decir, en la cruz?
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
«El Señor viene con esplendor a visitar a su pueblo con la paz y comunicarle la vida eterna». Así cantamos (entrada) al comienzo de esta celebración. Y del modo siguiente en el momento de la comunión: «Aguardamos a un Salvador: El Señor Jesucristo. Él transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa» (Flp 3, 20-21).
En la colecta (Gelasiano) pedimos al Señor que su pueblo permanezca en vela aguardando la venida de su Hijo, como el criado que espera la llegada de su amo, para que, siguiendo las normas del Maestro, salgamos a su encuentro, cuando llegue, con las lámparas encendidas.
–Isaías 48,17-19: ¡Si hubieras atendido a mis mandatos! El destierro es para Israel una prueba de Dios, para que conozca sus caminos, para que vea a dónde le lleva su infidelidad. Es también una lección para nosotros. Todo pecado grave priva de la amistad con Dios, de su unión. La infidelidad exige el destierro, símbolo de la lejanía de Dios. Una vez más se nos amonesta que solo con Dios vienen al hombre todos los bienes que desea: la paz, la justicia, la prosperidad...
Cierto que es un lenguaje lejano a nosotros. Pero la advertencia tiene un valor perenne. Dios se presenta como un Maestro, con sus mandamientos y preceptos. Dios se presenta como Señor. El hombre moderno no siente la perversidad del pecado. Lo considera como un comportamiento desviado a causa de condicionamientos psicológicos y sociales que debe empeñarse en superar.
Pero el pecado, como dice San Basilio «consiste en el uso desviado y contrario a la voluntad de Dios de las facultades que Él nos ha dado para practicar el bien» (Regla monástica 2,1). «Puede decirse, afirma San Agustín, que, en lo espiritual, hay tanta diferencia entre justos y pecadores, como en lo material entre el cielo y la tierra» (Sermón de la Montaña 2). Y Casiano: «Nada hay que reputar por malo como tal, es decir, intrínsecamente, más que el pecado. Es lo único que nos separa de Dios, que es el bien supremo y nos une al demonio, que es el mal por antonomasia» (Colaciones 6).
No se puede construir la conciencia humana sin un fundamento divino.
–Cristo es el Camino, la Verdad y la Vida, quien lo sigue no caminará en las tinieblas. Por eso, para el justo la ley del Señor es su gozo. Bien lo dice el Salmo1: «Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni entra por la senda de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los cínicos, sino que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche. Será como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón, no se marchitan sus hojas y cuanto emprende tiene un buen fin. No así los impíos, no así; serán paja que arrebata el viento, porque el Señor protege el camino de los justos, pero el camino de los impíos acaba mal».
–Mateo 11,16-19: No hacen caso ni de Juan ni de Jesús. Hay personas incapaces de ver al Señor. Son los eternos insatisfechos, los intransigentes con los demás, los que solo ven lo negativo de los hombres, los que siempre interpretan mal sus actos, los que se consideran superiores a los demás. El Señor tuvo que enfrentarse con personas semejantes.
Por eso contra el Señor y contra su mensaje de salvación se han dirigido en todos los tiempos las acusaciones más diversas y contradictorias. También les sucede lo mismo a aquellos que le siguen con amor verdadero. Comenta San Agustín:
«Aquí no se baila; pero no obstante que no se baile, se leen las palabras del Evangelio: «Os hemos cantado y no habéis bailado». Se les reprocha, se les recrimina y se les acusa por no haber bailado. ¡Lejos de nosotros el retornar aquella insolencia! Escuchad cómo quiere la Sabiduría que lo entendamos. Canta quien manda; baila quien cumple lo mandado. ¿Qué es bailar sino ajustar el movimiento de los miembros a la música? ¿Cuál es nuestro cántico? No voy a decirlo yo, para que no sea algo mío. Me va mejor ser administrador que actor. Recito nuestro cántico: «No améis al mundo, ni a las cosas del mundo»...(1 Jn 2,15).
«¡Qué cántico, hermanos míos! Escuchasteis al cantor, oigamos a los bailarines: haced vosotros con la buena ordenación de las costumbres lo que hacen los bailarines con el movimiento de sus cuerpos. Hacedlo así en vuestro interior: que las costumbres se ajusten a la música. Arrancad los malos deseos y plantad la caridad» (Sermón 311, 4-8, en Cartago, año 405).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos 1
1. Jesús echará en cara a su generación que no reciben a los enviados de Dios, ni al Bautista ni a Jesús mismo.
Ya en la primera lectura el profeta se lamenta con tristeza de que el pueblo era rebelde y no había querido obedecer a Dios. No eligió el camino del bien, sino el del propio capricho.
Y así le fue. Si hubiera sido fiel a Dios, hubiera gozado de bienes abundantes, que el profeta describe con un lenguaje cósmico lleno de poesía: la paz sería como un río, la justicia rebosante como las olas del mar, los hijos abundantes como la arena. Si Israel hubiera seguido los caminos de Dios, no habría tenido que experimentar las calamidades del destierro.
El tono de lamento se convierte en el salmo en una reflexión sapiencial: «el que te sigue, Señor, tendrá la vida de la vida». «Dichoso el hombre para el que su gozo es la ley del Señor. Será como árbol plantado al borde de la acequia», lleno de frutos. «Porque el camino de los impíos acaba mal».
2. Tampoco hicieron caso al Bautista muchos de sus contemporáneos, ni al mismo Jesús, que acreditaba sobradamente que era el Enviado de Dios.
«Vino al mundo y los suyos no le recibieron».
Esta vez la queja está en labios de Jesús, con la gráfica comparación de los juegos y la música en la plaza. Un grupo de niños invita a otro a bailar con música alegre, y los otros no quieren. Les cambian entonces la música, y ponen una triste, pero tampoco. En el fondo, es que no aceptan al otro grupo, por el motivo que fuera. Tal vez por mero capricho o tozudez.
La aplicación de Jesús es clara. El Bautista, con su estilo austero de vida, es rechazado por muchos: tiene un demonio, es demasiado exigente, debe ser un fanático. Viene Jesús, que es mucho más humano, que come y bebe, que es capaz de amistad, pero también le rechazan: «es un comilón y un borracho». En el fondo, no quieren cambiar. Se encuentran bien como están, y hay que desprestigiar como sea al profeta de turno, para no tener que hacer caso a su mensaje. De Jesús, lo que sabe mal a los fariseos es que es «amigo de publicanos y pecadores», que ha hecho una clara opción preferencial por los pobres y los débiles, los llamados pecadores, que han sido marginados por la sociedad. La queja la repetirá Jesús más tarde: Jerusalén, Jerusalén, cuántas veces quise reunir a tus hijos como la gallina a sus polluelos, y no quisiste.
3. a) ¿Cuál será la excusa de nuestra negativa. si no nos decidimos a entrar en el Adviento Y a vivir la Navidad?
El retrato de muchos cristianos que no se toman en serio a Cristo Jesús en sus vidas puede ser en parte el mismo que el de las clases dirigentes de Israel, al no aceptar a Juan ni a Jesús: terquedad, obstinación y seguramente también infantilismo e inmadurez.
Hay personas insatisfechas crónicas, que se refugian en su crítica, o ven sólo lo malo en la historia y en las personas, y siempre se están quejando. Esta actitud les resulta, tal vez sin pensarlo explícitamente, la mejor excusa para su voluntad de no cambiar. Este papa no les convence porque es polaco. El anterior, porque era italiano. A aquél porque dudaba, a éste porque no duda.
Y así con muchas otras personas o campañas o tareas. Nos cuesta comprometernos. Y es que si tomamos en serio a Cristo, y a su Iglesia, y los dones de su gracia, eso cambia nuestra vida, y se ponen en juicio nuestros criterios, y se nos coloca ante la alternativa del seguimiento del Evangelio de Cristo o del de este mundo.
b) ¿Cuántos Advientos hemos vivido ya en nuestra historia? ¿De veras acogemos al Señor que viene? Cada año se nos invita a una opción: dejar entrar a Dios en nuestra vida, con todas las consecuencias. Pero nos resulta más cómodo disimular y dejar pasar el tiempo.
En vez de decir o cantar tantas veces el «ven, Señor Jesús», podríamos decir con sinceridad este año: «voy, Señor Jesús».