Ferias de Navidad antes de la Epifanía: 3 de Enero – Homilías
/ 2 enero, 2017 / Tiempo de NavidadLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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1 Jn 2, 29—3, 6: Todo el que permanece en él no peca
Sal 97, 1-2ab. 3cd-4. 5-6: Los confines de la tierra han contemplado la salvación de nuestro Dios
Jn 1, 29-34: Este es el Cordero de Dios
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–1 Juan 2,29-3,6: Todo el que permanece en Dios no peca. Dios nos ha otorgado su amor al convertirnos en hijos suyos. En este mundo permanece oculta tan gloriosa filiación, pero se manifestará en el gran día, cuando contemplemos a Dios tal cual es. Para vivir como hijos de Dios hay que romper con el pecado. Comenta San Agustín:
«Lo veremos tal cual es. Disponéos para esta visión. Y entretanto, mientras estáis en esta carne, creed en la Encarnación de Cristo y creed de forma que no os veáis seducidos por falsedad alguna. La verdad nunca miente» (Sermón 264, 6).
Juan Bautista conoció a Jesús, porque estaba vacío de sí mismo y lleno de Dios. Los hijos de Dios sabemos que el Padre nos ama. Somos una raza nueva que el mundo ni conoce ni comprende. Nuestro ser verdadero es misterioso, como el de Jesús. Ya la verdad de este ser nuestro misterioso se manifiesta cuando obramos la justicia, pues Dios es justo (Mt 5,44-48; Jn 3,3-8); pero la verdadera manifestación llegará cuando veamos a Dios.
Nuestro vivir en la tierra debe ser un acercamiento progresivo a Jesús. Los que pecan luchan contra Jesús. Los que permanecen en Jesús no pecan, pues participan de su misma vida, que es un «no» total al pecado. No es que de tal modo sean justos y puros que gocen ya de perfecta impecabilidad, sino que por convivir con Cristo están fundamentalmente contra el pecado.
El Apóstol dice a los fieles que ellos saben que Dios es justo y esencialmente perfecto, y de ahí saca la consecuencia de que el que ha nacido verdaderamente de Dios, participa de su vida y practica la justicia y guarda los mandamientos. El criterio de la filiación divina es la semejanza con Dios, la perfección interior que da al cristiano la gracia santificante que recibió en el bautismo. Por eso dijo el Señor: «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5,48).
Dios nos ha amado tanto que no sólo nos ha dado a su Hijo Unigénito, sino que nos ha hecho hijos suyos por adopción, comunicándonos su propia naturaleza.
–Seguimos cantando en el Salmo 97 las maravillas que el amor de Dios ha hecho con nosotros, constituyéndonos sus hijos y coherederos con Cristo. Para eso vino Cristo al mundo: «Cantad a Dios un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas. Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios... Tocad la cítara para el Señor, suenen los instrumentos: con clarines y al son de trompetas aclamad al Rey y Señor»...
Cantemos al Señor con un corazón puro y santo, cantemos con obras de justicia, de caridad, de santidad. «En esto conocerán que sois mis discípulos: si os amáis unos a otros» (Jn 13,35). Amemos no sólo con palabras y deseos, sino también y principalmente con obras, con un amor real, activo y servicial, con un amor como Él mismo practicó con nosotros durante toda su vida hasta morir por nosotros en una cruz.
–Juan 1,29-34: Éste es el Cordero de Dios. Comenta San Agustín:
«Que nadie pretenda que es él el que quita los pecados del mundo. Fijáos ahora contra qué insolentes personas extendía Juan su dedo. No habían nacido todavía los herejes y ya los señalaba con el dedo. Desde las riberas del Jordán levanta la voz contra los mismos que la levanta hoy contra el Evangelio.
«Jesús se acerca. ¿Y qué dice Juan? «He aquí el Cordero de Dios». Si es Cordero es inocente... Pero, ¿quién es inocente?... Todos venimos de aquella semilla y vástago de que habla David, con sollozos y gemidos: «Yo he sido concebido en la iniquidad y en el pecado me alimentó mi madre en su seno». Cordero, pues, es solamente Aquel que no ha venido en esas condiciones. No fue concebido en iniquidad, ya que no fue concebido por obra mortal, ni lo alimentó en la iniquidad su madre cuando lo tuvo en su vientre, porque virgen lo concibió y virgen lo dio a luz. Lo concibió por la fe y por la fe lo crió... Tenía de Adán la carne, no el pecado. Sólo éste, que no toma de nuestra masa el pecado, es el que borra nuestros pecados» (Tratado sobre el Evg. San Juan. 4,10).
Por eso se llamó Jesús, Salvador, porque quita los pecados del mundo. Él nombre de Jesús nos revela al Hijo del Padre hecho hombre por nosotros pecadores. Nos revela el supremo y eterno Pontífice que se ofreció una vez en la cruz al Padre por nosotros. Sólo en Él está la salvación. Como dijo San Pedro, «no se ha dado a los hombres bajo los cielos más que ese Nombre por el cual puedan ser salvados» (Hch 4,12).
Zevini-Cabra
Lectio Divina para cada día del año
LECTIO
Primera lectura: 1 Juan 2,29-3,6
El tema de la perícopa es Jesús justo, sin pecado, que ha sido obediente a la voluntad del Padre y es modelo para el cristiano (2,29; 3,3). También el fiel, que vive en la justicia, es hijo de Dios (3,1) y no comete pecado (3,9; 4,7; 5,1.4.18). El obrar cristiano demuestra el nuevo nacimiento. Para Juan las expresiones «hijo de Dios» (vv. 1-2) y «haber nacido de Dios» (v. 29) significan ser hombre nuevo, llamado a caminar por una vida nueva, imitando al Padre en una progresiva asimilación y comunión con él, que se convertirá en identificación en la visión cara a cara (cf. 1 Cor 13,12).
El valor de nuestra fe reside y aumenta en el hecho de que somos hijos de Dios, salvados por un Padre que nos ama y que nos inspira confianza. El mundo que lo rechaza con el pecado, aliándose con el anticristo, desprecia y no comprende a Jesús, no ama a sus discípulos, actúa contra la ley de Dios (v. 4), pertenece a la esfera del maligno y se opone al reino mesiánico. El que, por el contrario, se adhiere al Señor, que se ha hecho pecado por nosotros, está libre de pecado, recibiendo de Cristo la fuerza para superar el mal y vencerlo (v. 6). Pero, ¿cuándo puede decir el creyente que experimenta auténticamente el amor de Dios? La respuesta del Apóstol es clara: cuando no comete pecado, obra con justicia y se mantiene puro, siguiendo el camino que Cristo ha recorrido: el de la cruz, o sea el del amor llevado hasta amar al enemigo.
Evangelio: Juan 1,29-34
La escena está caracterizada por el encuentro del Bautista con Jesús. La atención del fragmento se vuelca sobre el contenido de la solemne proclamación del Testigo, en un contexto de revelación mesiánica. Es el hombre de Dios que "ve" por primera vez a Jesús. Éste "viene" del Padre y camina desconocido entre la multitud, a la que le une su condición humana, y el Bautista exclama: «He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (v. 29b). El símbolo del cordero reclama varios textos: el cordero pascual (cf. Ex 12,1-28; 29,38-46), el Siervo doliente (cf. Is 42,1-4; 52,13-53,12). Jesús es el Cordero-Siervo obediente al Padre, el que cancela las culpas de los hombres y les comunica la vida nueva con sus sufrimientos y su muerte en la cruz. El testimonio del Bautista se refiere, además, al modo en que ha visto al Espíritu Santo bajar sobre el Mesías. Es el Testigo mismo el que ve al Espíritu sobre Jesús «bajar del cielo corno una paloma» (v. 32).
La imagen de la paloma, en el ambiente judaico-antiguo, indicaba a Israel: el Espíritu que baja en forma de paloma es anuncio de la generación del nuevo Israel de Dios, que comienza con Jesús y constituye el fruto maduro de la venida del Espíritu. Ésta es la época de la purificación y del verdadero conocimiento de Dios a través del Espíritu. El Espíritu baja sobre Jesús y "permanece" en él de un modo pleno y estable (cf. Is 11,2-3). Él es la nueva morada de Dios, el templo del Espíritu, fuente perenne de salvación para todos. Es durante la teofanía del bautismo de Jesús cuando el Bautista reconoce al Mesías. Ahora puede testimoniar que Jesús es el Hijo de Dios (v. 34), el que «bautiza con el Espíritu Santo» (v. 33), esto es, da el Espíritu a todo discípulo y lo llena de este don, prometido para la era de la salvación.
MEDITATIO
El testimonio del Bautista no tiene su finalidad en sí mismo. Tiene por objetivo suscitar la fe del discípulo en la persona de Jesús. El Bautista ha visto al Espíritu "permanecer" sobre Jesús. Esta certeza provoca el anuncio de que Jesús es verdaderamente el Mesías, el Elegido de Dios (cf. Is 42,1). El testimonio de Jesús "Hijo de Dios" se hace eco de las palabras pronunciadas por el Padre en el bautismo: «Éste es mi Hijo amado» (cf. Mc 1,11; Mt 3,17; Lc 3,22).
El testimonio de Juan ha caracterizado dos épocas: la del bautismo «con agua» (v. 31) y la del bautismo «en el Espíritu» (v. 33). El descenso del Espíritu Santo sobre Jesús en las aguas del Jordán es el inicio de la salvación y de los tiempos nuevos: ha comenzado para la humanidad su camino de retorno al Padre, se ha puesto en marcha la creación del nuevo Israel. Hasta el evento del Jordán el Espíritu moraba en Jesús, escondido en el silencio y desconocido; sólo ahora, con la confirmación de lo alto, el Padre lo consagra en su misión profética y mesiánica. Cada creyente es el hijo esperado sobre el que se posa el Espíritu del Señor y está llamado a dar testimonio de que el único camino de salvación para el hombre es el recorrido por Cristo y no las fáciles ilusiones prometidas por otros libertadores de movimientos políticos, sociales y religiosos. Quien nace del misterio de Cristo muerto y resucitado puede anunciar a los hermanos el camino de la salvación y proponerla con eficacia a través del signo del amor y de la entrega de sí.
ORATIO
Señor, enviándonos a tu Hijo como Salvador has hecho posible nuestra liberación del pecado y de la muerte y has restablecido nuestra comunión contigo. Con sólo nuestras fuerzas no nos hubiera sido posible obtener todo esto, y tú, sabiendo bien de qué pasta estamos hechos, nos has enviado a Cristo, tu Hijo unigénito, que nos ha hecho de nuevo hijos tuyos y sus hermanos. Has hecho bajar a tu Espíritu sobre Jesús para que él pudiese iniciar su misión en la tierra y borrar todas nuestras iniquidades.
Nosotros hoy somos conscientes de todos estos dones y, en especial, del don del bautismo con el que nos hemos convertido en verdaderos hijos tuyos. Señor, haznos comprender cada vez más este inmenso don y que lo hagamos crecer en nosotros con un camino espiritual que nos haga adultos en la fe, generosos en el amor a nuestros hermanos y testigos creíbles de tu evangelio entre aquellos que aún no han acogido tu salvación. Te pedimos en nombre de Jesús tu Hijo, el Cordero sin mancha, que los que viven en la indiferencia y en el ateísmo sean sacudidos de su aparente tranquilidad y reconozcan en Jesús el auténtico sentido de la vida y, hechos hijos tuyos por medio del Espíritu Santo, experimenten tu ternura de Padre.
Sabemos, Señor, que por la muerte de Jesús nos has dado la vida y que todos nosotros podemos continuar la misión de tu Hijo en el mundo para crear una humanidad nueva, más fraterna, sin divisiones ni guerras, unida en el signo del amor que nos ha enseñado Jesús.
CONTEMPLATIO
«Me he hecho débil con los débiles para ganar a los débiles; me he hecho todo para todos» (1 Cor 9,22). Por esto él quiere ser un niño pequeño: para que tú puedas llegar a ser un hombre perfecto. Él fue envuelto en pañales, para que tú fueses liberado de los lazos de la muerte; Él en el establo, para ponerte a ti sobre altares; Él en la tierra, para que tú alcanzases las estrellas; Él no encontró sitio en la posada, para que tú tuvieses en el cielo muchas moradas. «De rico que era», está escrito, «se hizo pobre por vosotros, para que vosotros fueseis ricos con su pobreza» (2 Cor 8,9). Aquella indigencia es, por tanto, mi riqueza y la debilidad del Señor es mi fuerza. Ha preferido para sí las privaciones, para tener qué dar en abundancia a todos. El llanto de su infancia en vagidos es un lavado para mí, aquellas lágrimas han lavado mis pecados.
Señor Jesús, me siento más en deuda contigo por tus ultrajes para mi redención, que por tu poder para mi creación. Nos hubiera sido inútil nacer, si no hubiera sido la ocasión para ser redimidos (San Ambrosio, Tratado sobre el evangelio de Lucas, 11, 41).
ACTIO
Repite a menudo y vive hoy la Palabra:
«Considerad el amor tan grande que nos ha demostrado el Padre, hasta el punto de llamarnos hijos de Dios; y en verdad lo somos» (1 Jn 3,1).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Hemos sido bautizados. Dios no nos ha conquistado sólo mediante ideas y teorías o mediante piadosas disposiciones de ánimo y sentimientos, sino mediante la acción corpórea realizada con su tuerza, mediante la acción realizada sobre nosotros a través de sus ministros en el bautismo. Este es nuestro consuelo y nuestra confianza: Dios se ha comprometido con nosotros solemne y públicamente y ha derramado su Espíritu de amor en nuestros corazones desde los primeros días de nuestra vida.
Este claro testimonio de Dios es más importante que el testimonio ambiguo de nuestro corazón cansado, débil y amargamente vacío. Dios nos ha dicho en el bautismo: Tú eres hijo mío y templo de mi Espíritu. ¿Qué vale frente a semejantes palabras nuestra experiencia cotidiana, según la cual parecemos ser pobres criaturas abandonadas por Dios y por el Espíritu?
Creemos en Dios más que en nosotros mismos. Somos bautizados. y el suave Espíritu del buen Dios reside en lo más profundo de nuestro ser, quizás allí donde no logramos penetrar con nuestra deficiente sicología. Allí, el Espíritu clama al Dios eterno: Abba, Padre. Allí, el Espíritu nos dice a nosotros: Hijo, hijo verdaderamente amado con amor infinito. ¡Somos bautizados! (K. Rahner, El año litúrgico, Barcelona 1968).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos 1
1. La carta de Juan, después de haber insistido en la fe en Cristo como garantía de comunión de vida divina, da un paso adelante y nos presenta la condición de hijos que tenemos los cristianos.
«Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios: pues lo somos».
Es una afirmación gozosa, atrevida, clara y profunda a la vez. Nuestro carácter de hijos no es metáfora, es realidad. Misteriosamente renacidos del agua y del Espíritu, hemos sido incorporados a la familia de Dios.
Es el mejor resumen de la Navidad. El Hijo de Dios se ha hecho hermano nuestro, y por tanto todos hemos quedado constituidos hijos en el Hijo.
Y eso que «aún no se ha manifestado lo que seremos», porque cuando se nos manifieste Cristo, «seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es».
Ahora bien, el ser hijos nos exige no pecar. No hay nada más exigente que el amor.
«Todo el que permanece en él, no peca». Pero Cristo ha venido para liberarnos de nuestro pecado, porque conocía nuestra debilidad: «él se manifestó para quitar los pecados».
2. En el evangelio continúa el testimonio del Bautista.
Hoy señala claramente a Jesús de Nazaret: «éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Éste es aquel de quien yo dije...».
Juan puede dar con certeza este testimonio porque lo ha sabido por el Espíritu: «yo no lo conocía, pero he contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma y se posó sobre él».
Acabamos de celebrar el nacimiento de Jesús, y ya se nos presenta como el profeta, el maestro, el que entregándose en la cruz, quita el pecado del mundo, y el que bautizará en el Espíritu, no en agua. Navidad, Pascua y Pentecostés: el único misterio de Cristo.
3. a) Llamarnos y ser hijos de Dios es la mejor gracia de la Navidad. Y es también la mejor noticia para empezar el año.
A lo mejor seremos personas débiles, con poca suerte, delicados de salud, sin grandes éxitos en la vida. Pero una cosa no nos la puede quitar nadie: Dios nos ama, nos conoce, nos ha hecho hijos suyos, y a pesar de nuestra debilidad y de nuestro pecado, nos sigue amando y nos destina a una eternidad de vida con él.
Todo esto no se nota exteriormente. Ni nosotros ni los demás notamos esta filiación como una situación espectacular o milagrosa. Como sus contemporáneos no reconocían en Jesús al Hijo de Dios. Pero eso son los misterios de Dios: de verdad somos hijos suyos, y aún estamos destinados a una plenitud de vida mayor que la que tenemos ahora. En medio de las tinieblas ha brillado una luz, ha entrado Dios y nos ha hecho de su familia: no puede ser que sigamos en la desesperanza o en la oscuridad.
Es una convicción que puede hacer que nos apreciemos más a nosotros mismos, de modo que nunca perdamos la confianza ni caigamos en el desánimo. Preguntémonos hoy: ¿de veras nos sentimos hijos, oramos como hijos, actuamos como hijos? ¿qué prevalece en nuestra espiritualidad, el miedo, el interés o el amor? ¿nos dejamos inspirar por ese Espíritu de Dios que desde dentro nos hace decir: «Abbá, Padre»?
b) Pero las lecturas de hoy nos hacen mirar también a los demás con ojos nuevos: porque ellos también son hijos del mismo Dios, y por tanto hermanos nuestros. Como fruto de esta Navidad, ¿seremos mejores testigos de Cristo, como el Bautista? ¿nos preocuparemos más de los demás, anunciándoles al Cristo que quita el pecado del mundo y da sentido a nuestra vida?
c) Cuando nos preparamos a la comunión eucarística, el sacerdote nos invita a decir el Padrenuestro con confianza de hijos: «nos abrevemos a decir». Y a continuación a darnos la paz. Hijos y hermanos.
Y cuando ya nos invita a acercarnos para comulgar, nos repite cada vez la palabra que hoy hemos escuchado del Bautista: «éste es el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo».
Cada Eucaristía debería aumentar nuestro amor de hijos, nuestra confianza en el poder perdonador de Cristo, y a la vez nuestra actitud más fraterna con todas las personas que encontramos en nuestro camino.