Lc 9, 51-56: Mala acogida en un pueblo samaritano
/ 30 septiembre, 2014 / San LucasEl Texto (Lc 9, 51-56)
Catena Aurea: comentarios de los Padres de la Iglesia por versículos
San Cirilo
51 Cuando llegó el tiempo en que convenía que el Señor subiese a los cielos, una vez terminada su pasión, determinó ir a Jerusalén. Por lo que dice: «Sucedió que como se iban cumpliendo los días de su asunción, él se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén».
52 Envió delante de sí mensajeros, para que preparasen alojamiento a El y a sus discípulos, los cuales, habiendo ido a tierra de samaritanos, no fueron recibidos. Por lo que prosigue: «Y envió mensajeros delante de sí, que fueron y entraron en un pueblo de samaritanos para prepararle posada…».
53-54 «Pero no le recibieron porque tenía intención de ir a Jerusalén…» El Señor que sabe todas las cosas antes de que sucedan, sabía que sus emisarios no habían de ser recibidos por los samaritanos. Sin embargo les mandó que fuesen, porque acostumbraba hacer todas las cosas para instrucción de sus discípulos. Subía a Jerusalén cuando se aproximaba el tiempo de su pasión; y para que no se escandalizasen cuando le vieran padecer, considerando que también ellos debían ser pacientes cuando los ultrajasen, hizo preceder, como cierto preludio, la repulsa de los samaritanos. Y los instruyó de otro modo; habían de ser los doctores del mundo y habían de recorrer las ciudades y aldeas predicando la doctrina evangélica; y les habría de ocurrir que algunos no recibiesen la sagrada predicación, como no permitiendo que Jesús permaneciese con ellos. Les enseñó, pues, que cuando anunciasen la celestial doctrina, debían estar llenos de paciencia y mansedumbre, no demostrarse hostiles, ni iracundos, ni vengativos contra sus perseguidores. Pero aún no estaban dispuestos para ello, e incitados por un celo indiscreto, querían que bajase fuego del cielo sobre ellos. Prosigue: «Al verlo sus discípulos Santiago y Juan, dijeron: «Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?»».
Beda
51 «Sucedió que como se iban cumpliendo los días de su asunción, él se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén» Cesen, pues, los paganos de insultar como hombre crucificado a Aquel que previó ciertamente (como Dios) el tiempo de su crucifixión y que ha venido El mismo (como para ser crucificado voluntariamente) al lugar donde había de ser crucificado, con semblante firme, esto es con intención decidida y resuelta.
53 «Pero no le recibieron porque tenía intención de ir a Jerusalén» Ven que va a Jerusalén y los Samaritanos no reciben al Señor; pues los judíos no se comunican con los samaritanos [1], como dice San Juan (Jn 4).
54 «Al verlo sus discípulos Santiago y Juan, dijeron: «Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?»» Muchos santos, sabiendo que la muerte que separa el alma del cuerpo no debe temerse, castigaron con la pena de muerte algunos pecados. Con lo cual buscaban infundir miedo útil a los vivos, y a los que eran castigados con la muerte, ésta les era menos funesta que el pecado que podría aumentarse si viviesen.
55 «Pero volviéndose, les reprendió» Reprendió el Señor en ellos, no el ejemplo de un profeta santo, sino la ignorancia de vengarse que había en ellos, rudos aún, haciéndoles ver que no deseaban la enmienda por amor, sino la venganza por odio. Así es que, a pesar de haberles enseñado lo que era amar al prójimo como a sí mismo, e infundiéndoles también el Espíritu Santo, no faltaron tales venganzas, aunque fueron mucho más raras que en el antiguo Testamento. Por ello prosigue: «El Hijo del hombre no había venido a perder las almas, sino a salvarlas» (adición) ; como diciendo: Y vosotros, pues, que lleváis el sello de su espíritu, imitad también sus acciones, ahora obrando bien y después juzgando con rectitud.
Notas
[1] Los judíos no se hablaban con los samaritanos. Los judíos despreciaban a los samaritanos porque habían caído en un sincretismo religioso. La raíz histórica la encontramos en la conquista de Samaria (capital del Reino del Norte) por parte de los asirios, el año 722 ó 721, que trajo como consecuencia la deportación de sus habitantes y el establecimiento de extranjeros en la cuidad, de modo que los samaritanos terminaron por «contaminarse» con otros dioses (Ver Jn 4,9).
San Ambrosio
53 «Pero no le recibieron…» Observa que no quiso ser recibido por aquellos que no eran sencillos de corazón. Porque si hubiese querido, de indevotos los hubiese vuelto devotos. El Señor llama a los que quiere y hace religioso a quien le place [1]. El Evangelista dice por qué no lo recibieron: «Porque tenía intención de ir a Jerusalén».
54 «Al verlo sus discípulos Santiago y Juan, dijeron: «Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?»» Sabían que Finees fue tenido por justo cuando mató a unos sacrílegos (cf. Núm 15,7ss.; Sal 105,30ss), y que por los ruegos de Elías había bajado fuego del cielo, con el que quedó vengada la injuria del Profeta (cf. 1Re 18,38).
54 «Al verlo sus discípulos Santiago y Juan, dijeron: «Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?»» Aunque sea vengado el que teme, el que no teme no busca la venganza. Además, se nos da a conocer que los apóstoles tenían los méritos de los profetas, cuando presumen que su petición tendrá derecho al poder que mereció el profeta; por ello presumen, con razón, que a su súplica bajaría fuego del cielo, puesto que son hijos del trueno.
55 El Señor no se indignó contra ellos para manifestar que la verdadera virtud no es vengativa y que no hay verdadera caridad allí donde existe la ira. No debe repudiarse la flaqueza humana, sino que debe ser confortada; la indignación debe estar muy distante de los que profesan la religión. Lejos de los que tienen un alma grande el deseo de la venganza. Y prosigue: «Pero volviéndose, les reprendió».
No siempre conviene castigar al que obra mal, porque en ocasiones aprovecha más la clemencia. A ti para la paciencia y al reo para la corrección. Por último, los samaritanos, de quienes ahora aparta el fuego, creyeron más pronto.
Notas
[1] «Para Dios todos los momentos del tiempo están presentes en su actualidad. Por tanto establece su designio eterno de ‘predestinación’ incluyendo en él la respuesta libre de cada hombre a su gracia» Catecismo de la Iglesia Católica, 600. El Señor da su gracia y el hombre colabora con ella. Debe entenderse esta afirmación de San Ambrosio en el contexto de todo su comentario a este pasaje.
Tito Bostrense
51 Porque convenía que el verdadero Cordero se ofreciese allí donde se inmolaba el cordero figurativo. Dice, pues: «Él se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén»; esto es, no iba de aquí para allá, ni recorría las aldeas y los caseríos; sino que se encaminaba a Jerusalén.
54 «Al verlo sus discípulos Santiago y Juan, dijeron: «Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?»» Creían ellos que era mucho más justo que muriesen los samaritanos, por no haber recibido al Señor, que la destrucción de los cincuenta que provocaron a Elías.
Teofilacto
53 «Pero no le recibieron porque tenía intención de ir a Jerusalén» Si queremos entender en esto que tal fue la causa por la que no le recibieron, porque había resuelto ir a Jerusalén, parece que debieron tener excusa por no haberle recibido. Pero debe decirse que estas palabras del Evangelista: «No le recibieron», significan que no vino a Samaria. Después, como si alguno preguntase por qué no lo habían recibido ni había querido ir a ellos, contestando a esto, dice que no porque no pudiese, sino porque prefería ir a Jerusalén.
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Agustín, Meditaciones, c. 18
El camino hacia Jerusalén
El peso de nuestra fragilidad hace que nos inclinemos del lado de las realidades de aquí abajo; el fuego de tu amor, Señor, nos eleva y nos lleva hacia las realidades de allá arriba. Subimos hasta ellas por el impulso de nuestro corazón, cantando los salmos de la subida. Quemamos con tu fuego, el fuego de tu bondad; es él el que nos transporta.
¿Adónde nos haces subir de esta manera? Hacia la paz de la Jerusalén celestial. «Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor» (Sl 121,1). Tan sólo el deseo de permanecer allí eternamente puede hacernos llegar hasta ella. Mientras estamos en nuestro cuerpo caminamos hacia ti. Aquí abajo no tenemos ciudad permanente; buscamos sin cesar nuestra morada en la ciudad futura (Hb 13,14). ue tu gracia, Señor, me conduzca hasta el fondo de mi corazón para cantar allí tu amor, a ti mi Rey y mi Dios… Acordándome de esta Jerusalén celestial, mi corazón subirá hasta ella: hacia Jerusalén mi verdadera patria, Jerusalén mi verdadera madre (Gal 4,26). Tú eres su Rey, su luz, su defensor, su protector, su pastor; tú eres su gozo inalterable; tu bondad es la fuente de todos sus bienes inexpresables… -tú, mi Dios y mi divina misericordia.
San Juan Pablo II, papa
Catequesis, Audiencia general, 09-12-1987
Los milagros de Cristo como manifestación del amor salvífico
1. “Signos” de la omnipotencia divina y del poder salvífico del Hijo del hombre, los milagros de Cristo, narrados en los Evangelios, son también la revelación del amor de Dios hacia el hombre, particularmente hacia el hombre que sufre, que tiene necesidad, que implora la curación, el perdón, la piedad. Son, pues, “signos” del amor misericordioso proclamado en el Antiguo y Nuevo Testamento (cf. Encíclica Dives in misericordia). Especialmente, la lectura del Evangelio nos hace comprender y casi “sentir” que los milagros de Jesús tienen su fuente en el corazón amoroso y misericordioso de Dios que vive y vibra en su mismo corazón humano. Jesús los realiza para superar toda clase de mal existente en el mundo: el mal físico, el mal moral, es decir, el pecado, y, finalmente, a aquél que es “padre del pecado” en la historia del hombre: a Satanás.
Los milagros, por tanto, son “para el hombre”. Son obras de Jesús que, en armonía con la finalidad redentora de su misión, restablecen el bien allí donde se anida el mal, causa de desorden y desconcierto. Quienes los reciben, quienes los presencian se dan cuenta de este hecho, de tal modo que, según Marcos, “sobremanera se admiraban, diciendo: “Todo lo ha hecho bien; a los sordos hace oír y a los mudos hablar!” (Mc 7, 37)
2. Un estudio atento de los textos evangélicos nos revela que ningún otro motivo, a no ser el amor hacia el hombre, el amor misericordioso, puede explicar los “milagros y señales” del Hijo del hombre. En el Antiguo Testamento, Elías se sirve del “fuego del cielo” para confirmar su poder de Profeta y castigar la incredulidad (cf. 2 Re 1, 10). Cuando los Apóstoles Santiago y Juan intentan inducir a Jesús a que castigue con “fuego del cielo” a una aldea samaritana que les había negado hospitalidad, Él les prohibió decididamente que hicieran semejante petición. Precisa el Evangelista que, “volviéndose Jesús, los reprendió” (Lc 9, 55). (Muchos códices y la Vulgata añaden: “Vosotros no sabéis de qué espíritu sois. Porque el Hijo del hombre no ha venido a perder las almas de los hombres, sino a salvarlas”). Ningún milagro ha sido realizado por Jesús para castigar a nadie, ni siquiera los que eran culpables.
[…] Como conclusión de esta catequesis resulta espontáneo notar que esta infinitud en el ser y en el poder es también infinitud en el amor, como demuestran los milagros encuadrados en la economía de la Encarnación y en la Redención, “signos” del amor misericordioso por el que Dios ha enviado al mundo a su Hijo “para que todo el que crea en Él no perezca”, generoso con nosotros hasta la muerte. “Sic dilexit!” (Jn 3, 16)
Que a un amor tan grande no falte la respuesta generosa de nuestra gratitud, traducida en testimonio coherente de los hechos.
Francisco, papa
Ángelus, 30-06-2013
El Evangelio [de hoy] (Lc 9, 51-62) muestra un paso muy importante en la vida de Cristo: el momento en el que —como escribe san Lucas— «Jesús tomó la firme decisión de caminar a Jerusalén» (9, 51). Jerusalén es la meta final, donde Jesús, en su última Pascua, debe morir y resucitar, y así llevar a cumplimiento su misión de salvación. Desde ese momento, después de esa «firme decisión», Jesús se dirige a la meta, y también a las personas que encuentra y que le piden seguirle les dice claramente cuáles son las condiciones: no tener una morada estable; saberse desprender de los afectos humanos; no ceder a la nostalgia del pasado.
Pero Jesús dice también a sus discípulos, encargados de precederle en el camino hacia Jerusalén para anunciar su paso, que no impongan nada: si no hallan disponibilidad para acogerle, que se prosiga, que se vaya adelante. Jesús no impone nunca, Jesús es humilde, Jesús invita. Si quieres, ven. La humildad de Jesús es así. Él invita siempre, no impone.
Todo esto nos hace pensar. Nos dice, por ejemplo, la importancia que, también para Jesús, tuvo la conciencia: escuchar en su corazón la voz del Padre y seguirla. Jesús, en su existencia terrena, no estaba, por así decirlo, «telemandado»: era el Verbo encarnado, el Hijo de Dios hecho hombre, y en cierto momento tomó la firme decisión de subir a Jerusalén por última vez; una decisión tomada en su conciencia, pero no solo: ¡junto al Padre, en plena unión con Él! Decidió en obediencia al Padre, en escucha profunda, íntima, de su voluntad. Y por esto la decisión era firme, porque estaba tomada junto al Padre. Y en el Padre Jesús encontraba la fuerza y la luz para su camino. Y Jesús era libre; en aquella decisión era libre. Jesús nos quiere a los cristianos libres como Él, con esa libertad que viene de este diálogo con el Padre, de este diálogo con Dios. Jesús no quiere ni cristianos egoístas —que siguen el propio yo, no hablan con Dios— ni cristianos débiles —cristianos que no tienen voluntad, cristianos «telemandados», incapaces de creatividad, que buscan siempre conectarse a la voluntad de otro y no son libres—. Jesús nos quiere libres, ¿y esta libertad dónde se hace? Se hace en el diálogo con Dios en la propia conciencia. Si un cristiano no sabe hablar con Dios, no sabe oír a Dios en la propia conciencia, no es libre, no es libre.
Por ello debemos aprender a oír más nuestra conciencia. Pero ¡cuidado! Esto no significa seguir al propio yo, hacer lo que me interesa, lo que me conviene, lo que me apetece… ¡No es esto! La conciencia es el espacio interior de la escucha de la verdad, del bien, de la escucha de Dios; es el lugar interior de mi relación con Él, que habla a mi corazón y me ayuda a discernir, a comprender el camino que debo recorrer, y una vez tomada la decisión, a seguir adelante, a permanecer fiel.
Hemos tenido un ejemplo maravilloso de cómo es esta relación con Dios en la propia conciencia; un ejemplo reciente maravilloso. El Papa Benedicto XVI nos dio este gran ejemplo cuando el Señor le hizo entender, en la oración, cuál era el paso que debía dar. Con gran sentido de discernimiento y valor, siguió su conciencia, esto es, la voluntad de Dios que hablaba a su corazón. Y este ejemplo de nuestro padre nos hizo mucho bien a todos nosotros, como un ejemplo a seguir.
La Virgen, con gran sencillez, escuchaba y meditaba en lo íntimo de sí misma la Palabra de Dios y lo que sucedía a Jesús. Siguió a su Hijo con íntima convicción, con firme esperanza. Que María nos ayude a ser cada vez más hombres y mujeres de conciencia, libres en la conciencia, porque es en la conciencia donde se da el diálogo con Dios; hombres y mujeres capaces de escuchar la voz de Dios y de seguirla con decisión.
Catequesis, Audiencia general, 17-04-2013
En el Credo encontramos afirmado que Jesús «subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre». La vida terrena de Jesús culmina con el acontecimiento de la Ascensión, es decir, cuando Él pasa de este mundo al Padre y es elevado a su derecha. ¿Cuál es el significado de este acontecimiento? ¿Cuáles son las consecuencias para nuestra vida? ¿Qué significa contemplar a Jesús sentado a la derecha del Padre? En esto, dejémonos guiar por el evangelista Lucas.
Partamos del momento en el que Jesús decide emprender su última peregrinación a Jerusalén. San Lucas señala: «Cuando se completaron los días en que iba a ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de caminar a Jerusalén» (Lc 9, 51). Mientras «sube» a la Ciudad santa, donde tendrá lugar su «éxodo» de esta vida, Jesús ve ya la meta, el Cielo, pero sabe bien que el camino que le vuelve a llevar a la gloria del Padre pasa por la Cruz, a través de la obediencia al designio divino de amor por la humanidad. El Catecismo de la Iglesia católica afirma que «la elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo» (n. 662). También nosotros debemos tener claro, en nuestra vida cristiana, que entrar en la gloria de Dios exige la fidelidad cotidiana a su voluntad, también cuando requiere sacrificio, requiere a veces cambiar nuestros programas. La Ascensión de Jesús tiene lugar concretamente en el Monte de los Olivos, cerca del lugar donde se había retirado en oración antes de la Pasión para permanecer en profunda unión con el Padre: una vez más vemos que la oración nos dona la gracia de vivir fieles al proyecto de Dios.
Benedicto XVI, papa
Ángelus, 01-07-2007
Las lecturas bíblicas de la misa [de este domingo] nos invitan a meditar en un tema fascinante, que se puede resumir así: libertad y seguimiento de Cristo. El evangelista san Lucas relata que Jesús, «cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo, se dirigió decididamente a Jerusalén» (Lc 9, 51). En la palabra «decididamente» podemos vislumbrar la libertad de Cristo, pues sabe que en Jerusalén lo espera la muerte de cruz, pero en obediencia a la voluntad del Padre se entrega a sí mismo por amor.
En su obediencia al Padre Jesús realiza su libertad como elección consciente motivada por el amor. ¿Quién es más libre que él, que es el Todopoderoso? Pero no vivió su libertad como arbitrio o dominio. La vivió como servicio. De este modo «llenó» de contenido la libertad, que de lo contrario sería sólo la posibilidad «vacía» de hacer o no hacer algo. La libertad, como la vida misma del hombre, cobra sentido por el amor. En efecto, ¿quién es más libre? ¿Quien se reserva todas las posibilidades por temor a perderlas, o quien se dedica «decididamente» a servir y así se encuentra lleno de vida por el amor que ha dado y recibido?
El apóstol san Pablo, escribiendo a los cristianos de Galacia, en la actual Turquía, dice: «Hermanos, habéis sido llamados a la libertad; sólo que no toméis de esa libertad pretexto para vivir según la carne; antes al contrario, servíos por amor los unos a los otros» (Ga 5, 13). Vivir según la carne significa seguir la tendencia egoísta de la naturaleza humana. En cambio, vivir según el Espíritu significa dejarse guiar en las intenciones y en las obras por el amor de Dios, que Cristo nos ha dado.
Por tanto, la libertad cristiana no es en absoluto arbitrariedad; es seguimiento de Cristo en la entrega de sí hasta el sacrificio de la cruz. Puede parecer una paradoja, pero el Señor vivió el culmen de su libertad en la cruz, como cumbre del amor. Cuando en el Calvario le gritaban: «Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz», demostró su libertad de Hijo precisamente permaneciendo en aquel patíbulo para cumplir a fondo la voluntad misericordiosa del Padre.
Muchos otros testigos de la verdad han compartido esta experiencia: hombres y mujeres que demostraron que seguían siendo libres incluso en la celda de una cárcel, a pesar de las amenazas de tortura. «La verdad os hará libres». Quien pertenece a la verdad, jamás será esclavo de algún poder, sino que siempre sabrá servir libremente a los hermanos.
Contemplemos a María santísima. La Virgen, humilde esclava del Señor, es modelo de persona espiritual, plenamente libre por ser inmaculada, inmune de pecado y toda santa, dedicada al servicio de Dios y del prójimo. Que ella, con su solicitud materna, nos ayude a seguir a Jesús, para conocer la verdad y vivir la libertad en el amor.
Catecismo de la Iglesia Católica, n. 557-558
La subida de Jesús a Jerusalén
557 «Como se iban cumpliendo los días de su asunción, él se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén» (Lc 9, 51; cf. Jn 13, 1). Por esta decisión, manifestaba que subía a Jerusalén dispuesto a morir. En tres ocasiones había repetido el anuncio de su Pasión y de su Resurrección (cf. Mc 8, 31-33; 9, 31-32; 10, 32-34). Al dirigirse a Jerusalén dice: «No cabe que un profeta perezca fuera de Jerusalén» (Lc 13, 33).
558 Jesús recuerda el martirio de los profetas que habían sido muertos en Jerusalén (cf. Mt23, 37a). Sin embargo, persiste en llamar a Jerusalén a reunirse en torno a él: «¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina reúne a sus pollos bajo las alas y no habéis querido!» (Mt 23, 37b). Cuando está a la vista de Jerusalén, llora sobre ella (cf. Lc 19, 41) y expresa una vez más el deseo de su corazón:» «¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz! pero ahora está oculto a tus ojos» (Lc 19, 41-42).
Bartolomé I, patriarca ecuménico
Homilía, celebración ecuménica con Juan Pablo II, 29-06-2004
[…] Recordad el comportamiento de los dos discípulos de Cristo cuando fue rechazado por algunos habitantes de cierta región. Los dos discípulos se indignaron y preguntaron a Cristo si podían pedir a Dios que hiciera bajar fuego del cielo contra los que se habían negado a acogerlo. La respuesta del Señor fue la que se ha dado a muchos cristianos a lo largo de los siglos: «No sabéis de qué espíritu sois, porque el Hijo del hombre no ha venido a perder las almas de los hombres, sino a salvarlas» (Lc 9, 55-56). En muchas ocasiones, algunos fieles, en el decurso de los siglos, han pedido a Cristo que apruebe obras que no estaban de acuerdo con su mente. Más aún, han atribuido a Cristo sus propias opiniones y enseñanzas, sosteniendo unos y otros que interpretaban el espíritu de Cristo. De allí han surgido discordias entre los fieles, que, como consecuencia, se han dividido en grupos, asumiendo la forma actual de las diversas Iglesias.
Hoy los esfuerzos comunes tienden a vivir el espíritu de Cristo del modo que él aprobaría si se le consultara. Esos esfuerzos presuponen pureza de corazón, finalidades desinteresadas, santa humildad; en pocas palabras, santidad de vida. Contrastes acumulados e intereses seculares no nos permiten ver claramente y retrasan la comprensión común del espíritu de Cristo, tras la cual llegará la tan anhelada unidad de las Iglesias, como su unión en Cristo, en el mismo espíritu, en el mismo Cuerpo y en su misma Sangre. Naturalmente, desde el punto de vista espiritual, no tiene sentido la aceptación y la realización de una unión exterior, cuando sigue existiendo la divergencia con respecto al espíritu.
Así se comprende que no se ha de buscar igualar las tradiciones, los usos y las costumbres de todos los fieles, sino que se ha de buscar sólo vivir en común la persona del uno y único e inmutable Jesucristo, en el Espíritu Santo, la comunión vital del acontecimiento de la Encarnación del Logos de Dios, y de la venida del Espíritu Santo a la Iglesia, así como vivir en común el acontecimiento de la Iglesia como Cuerpo de Cristo, que lo recapitula todo en sí mismo. Esta vivencia espiritual que buscamos constituye la vivencia suprema del hombre, representa su unión con Cristo y, por consiguiente, el diálogo sobre este punto es el más importante de todos. Por eso hemos pedido y pedimos a los cristianos que oren con fervor a nuestro Señor Jesucristo para que oriente los corazones a alcanzar la meta de esa aspiración, de modo que, una vez obtenida, podamos festejar juntos, con la gracia de Dios, todas las celebraciones eclesiales en plena comunión espiritual y alegría. Amén.
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