Lc 10, 25-37: El mandamiento mayor (Parábola del buen samaritano)
/ 4 octubre, 2015 / San LucasTexto Bíblico
25 En esto se levantó un maestro de la ley y le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?». 26 Él le dijo: «¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?». 27 Él respondió: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza y con toda tu mente. Y a tu prójimo como a ti mismo». 28 Él le dijo: «Has respondido correctamente. Haz esto y tendrás la vida». 29 Pero el maestro de la ley, queriendo justificarse, dijo a Jesús: «¿Y quién es mi prójimo?». 30 Respondió Jesús diciendo: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. 31 Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. 32 Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo. 33 Pero un samaritano que iba de viaje llegó adonde estaba él y, al verlo, se compadeció, 34 y acercándose, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. 35 Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: “Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré cuando vuelva”. 36 ¿Cuál de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos?». 37 Él dijo: «El que practicó la misericordia con él». Jesús le dijo: «Anda y haz tú lo mismo».
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Homilía: Un Dios cercano.
Homilía 171, sobre la carta a los Filipenses (Liturgia de las Horas, 26 de mayo).
«¿Cuál te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones?» (cf. Lc 10,36).
El que está en todas partes, ¿en dónde no está? (…) “El Señor está cerca; nada os preocupe.” (Flp 4,5-6) Gran cosa es ésta: el mismo que asciende sobre todos los cielos está cercano a quienes se encuentran en la tierra. ¿Quién es éste, lejano y próximo, sino aquel que por su benignidad se ha hecho próximo a nosotros?
Aquel hombre que cayó en manos de unos bandidos, que fue abandonado medio muerto, que fue desatendido por el sacerdote y el levita y que fue recogido, curado y atendido por un samaritano que iba de paso, representa a todo el género humano. Así, pues, como el Justo e Inmortal estuviese lejos de nosotros, los pecadores y mortales, bajó hasta nosotros para hacerse cercano quien estaba lejos.
“No nos trata como merecen nuestros pecados.” (Sal 102,10) pues somos hijos. ¿Cómo lo probamos? El Hijo unigénito murió por nosotros para no ser el único hijo. No quiso ser único quien, único, murió por todos. El Hijo único de Dios ha hecho muchos hijos de Dios. Compró a sus hermanos con su sangre, quiso ser reprobado para acoger a los réprobos, vendido para redimirnos, deshonrado para honrarnos, muerto para vivificarnos. (… ) Alegraos de tal forma que sea cual sea la situación en la que os encontréis (Cf. Flp 4,4), tengáis presente que “el Señor está cerca; nada os preocupe.”
Orígenes, presbítero
Homilía: Imitemos a Cristo con hechos.
Homilías sobre el evangelio de Lucas 34, 3.7-9 : GCS 9, 201-202.204-205.
«Cristo, el buen Samaritano» (Lc 10,29-37).
Según un antiguo que quiso interpretar la parábola del buen Samaritano, el hombre que descendía de Jerusalén a Jericó representa a Adán, Jerusalén el paraíso, Jericó el mundo, los ladrones las fuerzas hostiles, el sacerdote la Ley, el levita los profetas, el Samaritano Cristo. Por otro lado, las heridas simbolizan la desobediencia, la montura el propio cuerpo del Señor….Y la promesa de volver, hecha por el samaritano, figura, según este interprete, la segunda venida del Señor…
Este Samaritano “lleva nuestros pecados” (Mt 8,17) y sufre por nosotros. El lleva al moribundo y lo conduce a un albergue, es decir dentro de la Iglesia. . Ella está abierta a todos, no niega sus auxilios a ninguna persona de todos y todos están invitados por Jesús. “Venid a mí todos los que estáis fatigados y cansados, y yo os aliviaré” (Mt 11,28) Después que hubo curado sus heridas, el Samaritano no se marchó enseguida, se quedó toda la jornada en el hostal cerca del moribundo. El curo sus heridas no solamente en el día , también por la noche, lo rodeo de toda su diligente solicitud….Verdaderamente este guardián de las almas se muestra más cercano de los hombres que la Ley y los Profetas “ haciendo prueba de bondad” lo contrario de “que cayo en manos de los bandidos”” el se muestra su “prójimo” tanto en palabras y en hechos.
Así nos lo hace posible, escuchando esta palabra” “Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo” (1Co 11,1), de imitar a Cristo y de tener piedad de aquellos que “caen en las manos de los bandidos”, nos acercamos a ellos, derramamos el vino y el aceite sobre sus heridas y se las vendamos, después los cargamos sobre nuestra propia montura y llevaremos su carga. También, nos exhorta, el Hijo de Dios dirigiéndose a todos nosotros, mas que a los doctores de la Ley: “Ve, y procede tú de la misma manera”.
Comentario: Cristo no pasó de largo ante nosotros.
Comentario al Cantar de los Cantares, prólogo 2, 26-31.
«Anda, haz tú lo mismo» (Lc 10,37).
Está escrito: «Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios» (1Jn 4-7) y poco después «Dios es amor» (v.8). Aquí se nos enseña que al mismo tiempo que Dios mismo es amor, el que es de Dios es amor. Ahora bien ¿quién es de Dios sino el que dice: «Salí del Padre y he venido al mundo»? (Jn 16,28). Si Dios Padre es amor, el Hijo es también amor…; el Padre y el Hijo son uno y no difieren en nada. Por eso es con todo derecho que Cristo, por la misma razón que es Sabiduría, Poder, Justicia, Verbo, y Verdad es llamado también Amor…
Y porque Dios es amor y el que es Hijo de Dios es amor, esta verdad exige que en nosotros haya algo que nos haga semejantes a él, de manera que, por este amor, esta caridad que está en Cristo Jesús…, estemos unidos a él por una especie de parentesco gracias, a ese nombre. Como dice san Pablo, que estaba unido a él: «¿Quién nos separará del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro?» (Rm 8,39).
Ahora bien, este amor de caridad nos hace valorar el hecho que todo hombre es nuestro prójimo. Es por esta razón que el Salvador corrigió a un hombre que creía que el justo no tiene que observar, para con todos, las leyes que tratan de la condición de prójimo … Y compuso la parábola que dice: «Un hombre cayó en manos de bandidos cuando bajaba de Jerusalén a Jericó». Censura al sacerdote y al levita que, viéndole medio muerto, pasaron de largo, pero ensalza al Samaritano que practicó la misericordia con el herido. Y a través de la respuesta que dio el mismo que hizo la pregunta, confirma que el samaritano fue el prójimo del herido, y le dice: «Ves y haz tú lo mismo». En efecto, por naturaleza todos somos prójimos los unos de los otros, pero por las obras de caridad, el que puede hacer el bien se hace el prójimo del que no puede. Por eso nuestro Salvador se hace nuestro prójimo y no pasa de largo delante de nosotros cuando yacemos «medio muertos» como consecuencia de las «heridas infligidas por los bandidos».
San Gregorio de Nisa, monje y obispo
Homilía: Cristo tomó nuestro cuerpo.
Homilía 15 sobre el Cantar de los Cantares : PG 44, 1085-1087.
«El buen Samaritano» (Lc 10,29-37).
“Así es mi amado, mi amigo, muchachas de Jerusalén.” (Cant 5,16) La Esposa del Cantar señala a aquel que busca cuando dice: “Éste es el que yo busco, aquel que para hacerse hermano nuestro subió de Judá. Se hizo amigo de aquel que cayó en manos de los bandoleros, curó sus heridas con aceite y vino y las vendó. Luego lo montó en su cabalgadura, lo llevó al mesón y cuidó de él. Dio dos denarios al mesonero, prometió pagar a su vuelta lo que hiciera falta». Todos estos detalles tienen su significado.
El doctor de la Ley tentó al Señor queriendo estar por encima de los demás. En su orgullo hace caso omiso de toda igualdad con los demás, diciendo: “¿Quién es mi prójimo?” El Verbo le expone luego en forma de narración toda la historia santa de la misericordia: cuenta como baja el hombre a Jericó, la emboscada de los bandoleros, el despojo del vestido de la incorruptibilidad, las heridas del pecado, la amenaza de la muerte para la mitad de nuestra naturaleza (pues nuestra alma sigue inmortal), el paso inútil por la Ley (pues ni el sacerdote ni el levita se cuidaron de las heridas de aquel que había caído en manos de los bandoleros).
Era realmente imposible que la sangre de toros y de machos cabríos expiase el pecado (Hb 9,13). Sólo lo podía hacer aquel que se ha revestido de toda la naturaleza humana —de los judíos, los samaritanos, los griegos—, en una palabra, de toda la humanidad. Con su cuerpo, que es la montura, se fue al lugar de la miseria humana. Ha curado las heridas de la humanidad, se la ha cargado sobre su montura e hizo de su misericordia un hostal para ella, para que todos aquellos que gimen bajo el peso de infortunios encuentren descanso (cf Mt 11,28).
San Efrén, diácono y doctor de la Iglesia
Comentario: Mandamiento que libra de la muerte.
Comentario al Diatésaron, cap.16, 9/23 : SC 121.
«Cristo viene en ayuda de la humanidad herida» (cf. Lc 10,29-37).
«¿Cuál es el grande y primer mandamiento de la Ley?» Jesús le responde: «Amarás al Señor tu Dios, y a tu próximo como ti mismo» (Mt 22,36-39). El amor de Dios nos libera de la muerte, y el amor del hombre del pecado, ya que nadie peca contra el que ama. Pero ¿qué corazón puede poseer en plenitud el amor a su prójimo? ¿Qué alma puede hacer fructificar en ella, con respeto a todo el mundo, el amor sembrado en ella por este precepto: «Ama a tu próximo como ti mismo»? Nosotros somos incapaces por sí solos, somos los instrumentos de esta voluntad rápida y rica de Dios: es suficiente el fruto de la caridad sembrado por Dios mismo.
Dios puede, debido a su naturaleza, realizar todo lo que Él quiere; ahora bien, quiere dar la vida a los hombres. Los ángeles, los reyes y profetas… pasaron, pero los hombres no han sido salvados, hasta que desciende de los cielos el que nos tiene cogidos de la mano y nos resucita.
San Ambrosio, obispo y doctor de la Iglesia
Comentario: Aceptando sufrir con nosotros se hizo nuestro prójimo.
Comentario al evangelio de Lucas, 7, 74s.
«Un Samaritano… llegó donde estaba él, y al verlo sintió compasión» (Lc 10,33).
Un hombre baja de Jerusalén a Jericó.. En efecto, Jericó es figura de este mundo, a la cual descendió Adán arrojado del paraíso, es decir, de aquella Jerusalén celeste, por su prevaricadora caída, pasando de la vida a la muerte; destierro este de su naturaleza que le ocasionó un cambio, no ciertamente de lugar, pero sí de costumbres. Y así quedó un Adán bien distinto de aquel primero que gozaba de una felicidad sin ocaso, pero que tan pronto como se lanzó a los pecados de este mundo, cayó en manos de los ladrones, a los que no habría venido a parar si no se hubiese apartado del mandato divino. ¿Quiénes son estos ladrones sino los ángeles de la noche y de las tinieblas, que se transforma a veces en ángeles de luz (2 Cor. 11,14), aunque es un hecho que no puedan permanecer mucho tiempo en ese estado? Estos primero se despojan del vestido de la gracia espiritual que recibimos, y así es como de ordinario logran sus primeros impactos; pero, si guardamos intactos los vestidos recibidos, no sentiremos los golpes de los ladrones. Ten, pues, cuidado para no ser despojado, como lo fue Adán, de la protección del precepto celestial y privado del vestido de la fe, ya que a eso se debió que él fuera herido moralmente, herida mortal que se habría contagiado a todo el género humano si aquel Buen Samaritano, bajando del cielo, no hubiese curado esas peligrosas llagas.
Y no es un samaritano cualquiera este que no despreció a aquel que había sido preterido por el sacerdote y el levita. No desprecies a aquel que lleva el nombre de una secta vocablo cuyo significado te va a admirar; en efecto, el vocablo “samaritano” significa guardián Demos ahora una interpretación a todo esto. En verdad, ¿quién es un custodio verdadero, sino aquel de quien se ha escrito: el Señor guarda a los pequeños? (Ps. 114,6) Pues el mismo modo que hay un judío también se da una manera de ser samaritano que se ve y otra que yace oculta. Mientras bajaba, pues, este samaritano- ¿quién es este que bajó del cielo, sino el que sube al cielo, el Hijo de Dios que está en el cielo? (Io 3,13), habiendo visto a un hombre medio muerto, al que nadie había querido curar, se llegó a él, es decir, compadecido de nuestra miseria, se hizo íntimo y prójimo nuestro para ejercitar su misericordia con nosotros.
Y vendó sus heridas untándolas con aceite y vino. Este médico tiene infinidad de remedios, mediante los cuales lleva a cabo, de ordinario, sus curaciones. Medicamento es su palabra; ésta, unas veces, venda las heridas; otras sirven de aceite, y otras actúa como vino; venda las heridas; Otra sirve de aceite; y otras actúa como vino; venda las heridas cuando expresa un mandato de una dificultad más que regular; suaviza perdonando los pecados, y actúa como el vino anunciado el juicio.
Y lo puso-continúa el texto- sobre su cabalgadura. Observa cómo realiza esto contigo: Él tomó sobre s í nuestros pecados y cargó con nuestros dolores (Is 53, 4) Otra confirmación es la del Buen Pastor, que puso sobre sus hombros a la oveja cansada (Lc 15,5). En efecto, el hombre se ha convertido en un ser semejante a un jumento. (Ps 48, 13), pero Él nos ha colocado sobre su cabalgadura para que no fuésemos como el caballo y el mulo (Ps. 31,9) y ha tomado nuestro mismo cuerpo para suprimir las debilidades de nuestra carne.
Y, al fin, a nosotros, que éramos como jumentos, nos conduce a una posada. Una posada, como se sabe, no es más que un lugar donde suelen descansar los que se encuentran desfallecidos por un largo camino. Y por eso, el Señor, que es el que levanta del polvo al pobre, y alza del estiércol al desvalido (Ps 112,7), nos ha llevado a un mesón.
Y se preocupa con cuidado de él para que ese enfermo pueda observar los mandatos que había recibido. Pero ese enfermo pueda observar los mandatos que había recibido. Pero este samaritano no tenía tiempo de hacer una permanencia larga en la tierra; debía volver al lugar de donde había bajado.
Y al día siguiente- pero, ¿cuál es este otro día, sino el domingo de resurrección del Señor, del que fue dicho; Este es el día que hizo el Señor? (Ps 117, 24)- tomó dos denarios y se los dio al mesonero, diciéndole: cuídale.
¿Qué significan estos dos denarios sino los dos testamentos que llevan impresa la efigie del eterno Rey y con los que nuestras heridas obtienen su curación? Porque hemos sido redimidos a precio de sangre (1 Pe. 1, 19) para no ser víctimas de las heridas de la última muerte.
El mesonero recibió dos denarios… ¿Quiénes son estos hosteleros? Son esos hombres a los que se ha dicho: Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura, y el que creyere y se bautizare será salvo. (Mc 15, 16) salvo verdaderamente de la muerte y salvo de las heridas que le pudieran infligir los ladrones.
¡Bienaventurado ese mesonero que puede curar las heridas del prójimo!, Y ¡Bienaventurado aquel a quien dice Jesús: Lo que gastes de más te lo daré a mi vuelta! El buen dispensador da siempre en demasía. Buen dispensador fue Pablo, cuyos sermones y epístolas son como algo que rebosa a lo que había recibido, cumpliendo el mandato explícito del Señor de trabajar sin descanso corporal ni espiritual, a fin de obtener, por medio de la predicación de su palabra, el perseverar a muchos de la grave flaqueza de espíritu. He aquí el dueño del mesón en el que el asno conoció el pesebre de su amo (Is 1,3) y en el cual hay un lugar seguro para los rebaños de ovejas, con el fin de que, a esos lobos rapaces que braman alrededor de los apriscos, no les resulte fácil llevar a cabo sus ataques a las ovejas.
Pero Él además, promete una recompensa. Y ¿cuándo vas a venir, Señor, a darla sino en el día del juicio? Porque, aunque Tú estés siempre y en todo lugar y vivas entre nosotros, si bien no te vemos, con todo, llegará un momento en el que todo hombre te verá volver. Paga, pues lo que debes. ¡Bienaventurados aquellos hombres a los que debe Dios! ¡Ojalá que nosotros pudiésemos ser deudores dignos para poder pagar todo lo que hemos recibido, sin que nos ensoberbezca el don del sacerdocio o del ministerio! ¿Cómo pagas Tú, Señor Jesús? Prometiste que a los buenos les darías un premio abundante en el cielo, y lo cumples cando dices: Muy bien, siervo bueno y fiel, porque has sido fiel en lo poco, te constituiré sobre lo mucho, entra en gozo de tu Señor (Mt 25, 21).
Por tanto, puesto que nadie es tan verdaderamente nuestro prójimo como el que ha curado nuestras heridas, amémosle, viendo en él a nuestro Señor, y querámosle como a nuestro prójimo; pues nada hay tan próximo a los miembros como la cabeza.
San Severo de Antioquia, obispo
Homilía: Cristo se hace samaritano y nos visita.
Homilía 89.
«Cristo cura la humanidad herida» (cf. Lc 10,29-37).
Al fin pasó un samaritano… Cristo se da adrede el nombre de samaritano…, él, de quien se había dicho, para ultrajarle: “Eres un samaritano y estás poseído de un demonio” (Jn 8,48)… El samaritano viajero, que era Cristo –porque verdaderamente viajaba – vio a la humanidad que yacía en tierra. Y no hizo caso omiso, porque el fin de su viaje era “visitarnos” (Lc 1,68.78) a nosotros por quienes bajó a la tierra y se alojó en ella. Porque no solamente “apareció, sino que conversó con los hombres” en verdad (Ba 3,38)…
Sobre nuestras llagas derramó vino, el vino de la Palabra, y como la gravedad de las heridas no soportaba toda su fuerza, lo mezcló con el aceite de su dulzura y su “amor por los hombres” (Tt 3,4)… Seguidamente condujo al hombre al hostal. Da a la Iglesia este nombre de hostal, por llegar a ser el lugar donde habitan y se refugian todos los pueblos… Y, una vez llegados al hostal, el buen samaritano mostró al que había salvado una solicitud todavía mayor: Cristo mismo estaba en la Iglesia, concediendo toda gracia… Y al jefe del hostal, símbolo de los apóstoles, y pastores y doctores que le han sucedido, les da al marchar, es decir, al subir al cielo, dos monedas de plata para que tengan gran cuidado del enfermo. Podemos entender que estas dos monedas son los dos Testamentos, el Antiguo y el Nuevo, el de la Ley y los profetas, y el que nos ha sido dado con los evangelios y los escritos de los apóstoles. Los dos son del mismo Dios y llevan en sí la única imagen del único Dios de lo alto, igual que las monedas de plata llevan la imagen del rey, e imprimen en nuestros corazones, por medio de sus santas palabras, la misma imagen del rey, puesto que es uno sólo y el mismo Espíritu el que las ha pronunciado… Son las dos monedas de un solo rey, dadas por Cristo al mismo tiempo y con el mismo título al jefe del hostal…
En el último día, los pastores de las santas iglesias dirán al Amo del hostal, a su regreso: “Señor, me diste dos monedas de plata, he aquí que, empleándolas, he ganado otras dos” con las que he engrandecido el rebaño. Y el Señor responderá: “Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante. Pasa al banquete de tu Señor” (Mt 25, 21).
San Gregorio Magno, papa y doctor de la Iglesia
Exposición: Caes de lo alto a nuestra bajeza.
Exposición sobre los 7 salmos penitenciales, PL 79, 581.
«Le vio y se compadeció de él» (Lc 10,33).
Oh, Señor Jesús, ten la bondad de acercarte a mí, movido por la compasión. Bajando de Jerusalén a Jericó , caes desde lo alto hasta nuestros bajos fondos, desde un lugar donde los seres están llenos de vida, a un país de enfermos. Mira: he caído en manos de los ángeles de las tinieblas y no sólo me han quitado el vestido de la gracia, sino que después de haberme molido a palos, me han dejado medio muerto. Cura las llagas de mis pecados, después de haberme dado la esperanza de volver a encontrar la salud; por miedo a que empeoraran llegué a perder la esperanza de curar. ¡Si pudieras ungirme con el óleo de tu perdón y derramar sobre mi el vino de la compunción! ¡Si me cargaras sobre tu misma cabalgadura, entonces «levantarías de la tierra al desvalido», «sacarías al pobre de la basura»!
San Juan Pablo II, papa
Carta apostólica Salvifici Doloris
nn. 28-30
28. Pertenece también al Evangelio del sufrimiento y de modo orgánico la parábola del buen Samaritano. Mediante esta parábola Cristo quiso responder a la pregunta « ¿Y quién es mi prójimo? ».(90) En efecto, entra los tres que viajaban a lo largo de la carretera de Jerusalén a Jericó, donde estaba tendido en tierra medio muerto un hombre robado y herido por los ladrones, precisamente el Samaritano demostró ser verdaderamente el « prójimo » para aquel infeliz. « Prójimo » quiere decir también aquél que cumplió el mandamiento del amor al prójimo. Otros dos hombres recorrían el mismo camino; uno era sacerdote y el otro levita, pero cada uno « lo vio y pasó de largo ». En cambio, el Samaritano « lo vio y tuvo compasión… Acercóse, le vendó las heridas », a continuación « le condujo al mesón y cuidó de él ».(91) y al momento de partir confió el cuidado del hombre herido al mesonero, comprometiéndose a abonar los gastos correspondientes.
La parábola del buen Samaritano pertenece al Evangelio del sufrimiento. Indica, en efecto, cuál debe ser la relación de cada uno de nosotros con el prójimo que sufre. No nos está permitido « pasar de largo », con indiferencia, sino que debemos « pararnos » junto a él. Buen Samaritano es todo hombre, que se para junto al sufrimiento de otro hombre de cualquier género que ése sea. Esta parada no significa curiosidad, sino más bien disponibilidad. Es como el abrirse de una determinada disposición interior del corazón, que tiene también su expresión emotiva. Buen Samaritano es todo hombre sensible al sufrimiento ajeno, el hombre que « se conmueve » ante la desgracia del prójimo. Si Cristo, conocedor del interior del hombre, subraya esta conmoción, quiere decir que es importante para toda nuestra actitud frente al sufrimiento ajeno. Por lo tanto, es necesario cultivar en sí mismo esta sensibilidad del corazón, que testimonia la compasión hacia el que sufre. A veces esta compasión es la única o principal manifestación de nuestro amor y de nuestra solidaridad hacia el hombre que sufre.
Sin embargo, el buen Samaritano de la parábola de Cristo no se queda en la mera conmoción y compasión. Estas se convierten para él en estímulo a la acción que tiende a ayudar al hombre herido. Por consiguiente, es en definitiva buen Samaritano el que ofrece ayuda en el sufrimiento, de cualquier clase que sea. Ayuda, dentro de lo posible, eficaz. En ella pone todo su corazón y no ahorra ni siquiera medios materiales. Se puede afirmar que se da a sí mismo, su propio « yo », abriendo este « yo » al otro. Tocamos aquí uno de los puntos clave de toda la antropología cristiana. El hombre no puede « encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás »,(92) Buen Samaritano es el hombre capaz precisamente de ese don de sí mismo.
29. Siguiendo la parábola evangélica, se podría decir que el sufrimiento, que bajo tantas formas diversas está presente en el mundo humano, está también presente para irradiar el amor al hombre, precisamente ese desinteresado don del propio « yo » en favor de los demás hombres, de los hombres que sufren. Podría decirse que el mundo del sufrimiento humano invoca sin pausa otro mundo: el del amor humano; y aquel amor desinteresado, que brota en su corazón y en sus obras, el hombre lo debe de algún modo al sufrimiento. No puede el hombre « prójimo » pasar con desinterés ante el sufrimiento ajeno, en nombre de la fundamental solidaridad humana; y mucho menos en nombre del amor al prójimo. Debe « pararse », « conmoverse », actuando como el Samaritano de la parábola evangélica. La parábola en sí expresa una verdad profundamente cristiana, pero a la vez tan universalmente humana. No sin razón, aun en el lenguaje habitual se llama obra « de buen samaritano » toda actividad en favor de los hombres que sufren y de todos los necesitados de ayuda.
Esta actividad asume, en el transcurso de los siglos, formas institucionales organizadas y constituye un terreno de trabajo en las respectivas profesiones. ¡Cuánto tiene « de buen samaritano » la profesión del médico, de la enfermera, u otras similares! Por razón del contenido « evangélico », encerrado en ella, nos inclinamos a pensar más bien en una vocación que en una profesión. Y las instituciones que, a lo largo de las generaciones, han realizado un servicio « de samaritano » se han desarrollado y especializado todavía más en nuestros días. Esto prueba indudablemente que el hombre de hoy se para con cada vez mayor atención y perspicacia junto a los sufrimientos del prójimo, intenta comprenderlos y prevenirlos cada vez con mayor precisión. Posee una capacidad y especialización cada vez mayores en este sector. Viendo todo esto, podemos decir que la parábola del Samaritano del Evangelio se ha convertido en uno de los elementos esenciales de la cultura moral y de la civilización universalmente humana. Y pensando en todos los hombres, que con su ciencia y capacidad prestan tantos servicios al prójimo que sufre, no podemos menos de dirigirles unas palabras de aprecio y gratitud.
Estas se extienden a todos los que ejercen de manera desinteresada el propio servicio al prójimo que sufre, empeñándose voluntariamente en la ayuda « como buenos samaritanos », y destinando a esta causa todo el tiempo y las fuerzas que tienen a su disposición fuera del trabajo profesional. Esta espontánea actividad « de buen samaritano » o caritativa, puede llamarse actividad social, puede también definirse como apostolado, siempre que se emprende por motivos auténticamente evangélicos, sobre todo si esto ocurre en unión con la Iglesia o con otra Comunidad cristiana. La actividad voluntaria « de buen samaritano » se realiza a través de instituciones adecuadas o también por medio de organizaciones creadas para esta finalidad. Actuar de esta manera tiene una gran importancia, especialmente si se trata de asumir tareas más amplias, que exigen la cooperación y el uso de medios técnicos. No es menos preciosa también la actividad individual, especialmente por parte de las personas que están mejor preparadas para ella, teniendo en cuenta las diversas clases de sufrimiento humano a las que la ayuda no puede ser llevada sino individual o personalmente. Ayuda familiar, por su parte, significa tanto los actos de amor al prójimo hechos a las personas pertenecientes a la misma familia, como la ayuda recíproca entra las familias.
Es difícil enumerar aquí todos los tipos y ámbitos de la actividad « como samaritano » que existen en la Iglesia y en la sociedad. Hay que reconocer que son muy numerosos, y expresar también alegría porque, gracias a ellos, los valores morales fundamentales, como el valor de la solidaridad humana, el valor del amor cristiano al prójimo, forman el marco de la vida social y de las relaciones interpersonales, combatiendo en este frente las diversas formas de odio, violencia, crueldad, desprecio por el hombre, o las de la mera « insensibilidad », o sea la indiferencia hacia el prójimo y sus sufrimientos.
Es enorme el significado de las actitudes oportunas que deben emplearse en la educación. La familia, la escuela, las demás instituciones educativas, aunque sólo sea por motivos humanitarios, deben trabajar con perseverancia para despertar y afinar esa sensibilidad hacia el prójimo y su sufrimiento, del que es un simbolo la figura del Samaritano evangélico. La Iglesia obviamente debe hacer lo mismo, profundizando aún más intensamente dentro de lo posible en los motivos que Cristo ha recogido en su parábola y en todo el Evangelio. La elocuencia de la parábola del buen Samaritano, como también la de todo el Evangelio, es concretamente ésta: el hombre debe sentirse llamado personalmente a testimoniar el amor en el sufrimiento. Las instituciones son muy importantes e indispensables; sin embargo, ninguna institución puede de suyo sustituir el corazón humano, la compasión humana, el amor humano, la iniciativa humana, cuando se trata de salir al encuentro del sufrimiento ajeno. Esto se refiere a los sufrimientos físicos, pero vale todavía más si se trata de los múltiples sufrimientos morales, y cuando la que sufre es ante todo el alma.
30. La parábola del buen Samaritano, que como hemos dicho pertenece al Evangelio del sufrimiento, camina con él a lo largo de la historia de la Iglesia y del cristianismo, a lo largo de la historia del hombre y de la humanidad. Testimonia que la revelación por parte de Cristo del sentido salvífico del sufrimiento no se identifica de ningún modo con una actitud de pasividad. Es todo lo contrario. El Evangelio es la negación de la pasividad ante el sufrimiento. El mismo Cristo, en este aspecto, es sobre todo activo. De este modo realiza el programa mesiánico de su misión, según las palabras del profeta: « El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió para evangelizar a los pobres; me envió a predicar a los cautivos la libertad, a los ciegos la recuperación de la vista; para poner en libertad a los oprimidos, para anunciar un año de gracia del Señor ».(93) Cristo realiza con sobreabundancia este programa mesiánico de su misión: Él pasa « haciendo el bien »,(94) y el bien de sus obras destaca sobre todo ante el sufrimiento humano. La parábola del buen Samaritano está en profunda armonía con el comportamiento de Cristo mismo.
Esta parábola entrará, finalmente, por su contenido esencial, en aquellas desconcertantes palabras sobre el juicio final, que Mateo ha recogido en su Evangelio: « Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; preso, y vinisteis a verme ».(95) A los justos que pregunten cuándo han hecho precisamente esto, el Hijo del Hombre responderá: « En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis ».(96) La sentencia contraria tocará a los que se comportaron diversamente: « En verdad os diga que cuando dejasteis de hacer eso con uno de estos pequeñuelos, conmigo dejasteis de hacerlo ».(97)
Se podría ciertamente alargar la lista de los sufrimientos que han encontrado la sensibilidad humana, la compasión, la ayuda, o que no las han encontrado. La primera y la segunda parte de la declaración de Cristo sobre el juicio final indican sin ambigüedad cuán esencial es, en la perspectiva de la vida eterna de cada hombre, el « pararse », como hizo el buen Samaritano, junto al sufrimiento de su prójimo, el tener « compasión », y finalmente el dar ayuda. En el programa mesiánico de Cristo, que es a la vez el programa del reino de Dios, el sufrimiento está presente en el mundo para provocar amor, para hacer nacer obras de amor al prójimo, para transformar toda la civilización humana en la « civilización del amor ». En este amor el significado salvífico del sufrimiento se realiza totalmente y alcanza su dimensión definitiva. Las palabras de Cristo sobre el juicio final permiten comprender esto con toda la sencillez y claridad evangélica.
Estas palabras sobre el amor, sobre los actos de amor relacionados con el sufrimiento humano, nos permiten una vez más descubrir, en la raíz de todos los sufrimientos humanos, el mismo sufrimiento redentor de Cristo. Cristo dice: « A mí me lo hicisteis ». Él mismo es el que en cada uno experimenta el amor; Él mismo es el que recibe ayuda, cuando esto se hace a cada uno que sufre sin excepción. Él mismo está presente en quien sufre, porque su sufrimiento salvífico se ha abierto de una vez para siempre a todo sufrimiento humano. Y todos los que sufren han sido llamados de una vez para siempre a ser partícipes « de los sufrimientos de Cristo ».(98) Así como todos son llamados a « completar » con el propio sufrimiento « lo que falta a los padecimientos de Cristo ».(99) Cristo al mismo tiempo ha enseñado al hombre a hacer bien con el sufrimiento y a hacer bien a quien sufre. Bajo este doble aspecto ha manifestado cabalmente el sentido del sufrimiento.
Benedicto XVI, papa
Encíclica: Shemá, amor a Dios y al prójimo.
Encíclica “Deus caritas est”, n. 15.
«¿Cuál de los tres… ha sido el prójimo del hombre que cayó en manos de los bandidos?» (Lc 10,36).
La parábola del buen Samaritano (cf. Lc 10, 25-37) nos lleva sobre todo a dos aclaraciones importantes. Mientras el concepto de “prójimo” hasta entonces se refería esencialmente a los conciudadanos y a los extranjeros que se establecían en la tierra de Israel, y por tanto a la comunidad compacta de un país o de un pueblo, ahora este límite desaparece. Mi prójimo es cualquiera que tenga necesidad de mí y que yo pueda ayudar. Se universaliza el concepto de prójimo, pero permaneciendo concreto. Aunque se extienda a todos los hombres, el amor al prójimo no se reduce a una actitud genérica y abstracta, poco exigente en sí misma, sino que requiere mi compromiso práctico aquí y ahora. La Iglesia tiene siempre el deber de interpretar cada vez esta relación entre lejanía y proximidad, con vistas a la vida práctica de sus miembros.
En fin, se ha de recordar de modo particular la gran parábola del Juicio final (cf. Mt 25, 31-46), en el cual el amor se convierte en el criterio para la decisión definitiva sobre la valoración positiva o negativa de una vida humana. Jesús se identifica con los pobres: los hambrientos y sedientos, los forasteros, los desnudos, enfermos o encarcelados. “Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 40). Amor a Dios y amor al prójimo se funden entre sí: en el más humilde, encontramos a Jesús mismo y en Jesús encontramos a Dios.
Cardenal Paul Poupard
«Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó» (Lc. 10, 30)
Introducción
La parábola del Buen Samaritano es una parábola especialmente vigorosa, personal, pastoral y prática. Es una parábola vigorosa, porque nos habla de la fuerza del amor, que trasciende todo credo y cultura, para «hacer» un prójimo de aquél que es completamente extranjero. Es una parábola personal, porque describe con profunda sencillez el germinar de una relación humana, incluso desde el punto de vista físico; tiene un toque personal, el de una persona que, trascendiendo los tabúes y sociales, le venda a otro sus heridas.
Es una parábola pastoral, porque está llena de ese misterio que supone la atención la asistencia al prójimo, y que constituye de la cultura humana, su elemento más valioso, y que se trasluce cuando el Buen Samaritano se acerca a servir al prójimo necesitado que acaba de encontrar. Es una parábola que es ante todo práctica, porque nos desafía a superar todas las barreras culturales y comunitarias para ir también nosotros y hacer lo mismo.
La profundidad, unida a la sencillez, de esta parábola del Buen Samaritano, nos conmueve cada vez que la leemos y meditamos sobre ella. Nos habla directamente al corazón. Nos porduce incluso una cierta turbación de conciencia. En esta parábola se cumple de forma convincente aquello de que «la palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo» (Heb. 4, 12). Y es significativo que escuchando el juramento hipocrático, se experimentan sentimientos semejantes a estos.
Aunque entre el juramento hipocrático y la parábola del Buen Samaritano hay un intervalo de siglos, existe entre ambos un nexo de unión. Los dos dan cauce a una preocupación común, la defensa de lo que podemos llamar el «Evangelio de la vida», una defensa que brota de un interés y un respeto profundos por la persona humana.
«Cada persona, precisamente en virtud del misterio del Verbo de Dios hecho carne (cf. Jn. 1, 14), es confiada a la solicitud materna de la Iglesia. Por eso, toda amenaza a la dignidad y a la vida del hombre repercute en el corazón mismo de la Iglesia,afecta al núcleo de su fe en la encarnación redentora del Hijo de Dios, la compromete en su misión de anunciar el evangelio de la vida por el mundo entero y a toda criatura (cf. Mc. 16, 15)» [1]. Este compromiso, esta preocupación, será precisamente el centro de nuestras reflexiones compartidas a lo largo de los tres días de la X Conferencia Internacional organizada por el Consejo Pontificio para la Pastoral de los Agentes Sanitarios. Examinando el programa de la Conferencia, he podido comprobar que los temas asignados a los distintos ponentes tratarán de iluminar, desde la diversidad de un enfoque interdisciplinar, el lema: «De Hipócrates al Buen Samaritano». Entre los temas a tratar destacan: el sufrimiento; la atención a los enfermos; la curación de las heridas; el médico, un hombre para los demás; medicina y moralidad; la mujer en la historia de la asistencia a los enfermos. Por mi parte, como Presidente del Consejo Pontificio de la Cultura, me propongo ofreceros una meditación orante – pero práctica – sobre la Parábola del Buen Samaritano.
Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó. Jerusalén es la ciudad santa, la ciudad del Templo, escogida por Yahvéh como lugar de su morada. Jerusalén simboliza lo divino y lo sagrado. En cambio, en la Escritura Jericó representa con frecuencia el mundo. Según Orígenes, «aquel hombre de que nos habla el Evangelio, que bajaba de Jerusalén a Jericó y que cayó en manos de unos ladrones, sin duda era un símbolo de Adán, que fue arrojado del paraíso al destierro de este mundo. Y aquellos ciegos de Jericó, a los que vino Cristo para hacer que vieran, simbolizaban a todos aquellos que en este mundo estaban angustiados por la ceguera de la ignorancia, a los cuales vino el Hijo de Dios» [2]. En cierto sentido Jericó simboliza la cultura secular. Y el Hombre que baja de Jerusalén a Jericó representa a toda la Humanidad, a todos nosotros. Como él, somos viajeros, somos peregrinos que caminamos juntos. En un momento dado del camino, sufrimos una emboscada, el robo, el despojo, que nos priva de lo mejor que tenemos, la sagrada centella divina.
La religión expresión de nuestra relación con Dios – y lo sagrado pertenecen al corazón mismo de la cultura. Pero, como hacía notar el Papa Pablo VI, «la ruptura entre Evangelio y cultura es, sin duda alguna, el drama de nuestro tiempo, como lo fue también en otras épocas» [3]. Cuál es la respuesta que damos, como Iglesia, ante este «cuerpo» de la humanidad, que yace herido y asaltado a la vera del camino? No tendríamos que cuidarlo, hasta que recobre su salud y su gloria primeras? En nuestra exposición trataremos esta gran parábola desde tres perspectivas: como invitación a la compasión, como desafío a asumir el compromiso, y, finalmente, como experiencia del gozo de la comunión.
1. La llamada a la compasión
Hay un abismo entre la mera lástima y la compasión. El sentimiento de lástima empieza y termina en uno mismo. La lástima por el que sufre nos da sentimentos, pero permanece como encerrada en uno mismo, y no da fruto, no lleva a la acción. Como máximo, la lástima termina con un suspiro o con un encogerse de hombros. En cambio, la compasión nos impulsa a salir de nostros mismos, porque no nos da un mero sentimiento, sino que nos hace sentir con el que sufre. Tener compasión es sufrir con el herido, con el que sufre, compartir su dolor y su agonía.
Es verdad que nunca podremos penetrar del todo en el dolor del prójimo. Con frecuencia tenemos que resignarnos a ser meros espectadores silenciosos de la agonía ajena. Pero la compasión nos ayuda de algún modo, no sólo a sentir, sino a sentir con la persona que sufre. Es así como sentía compasión el mismo Jesús, el Buen Samaritano por excelencia. Sufría con – y en – las personas a las que servía. Sentía su misma hambre y su misma pena, comprendía su dolor, mostraba su amistad y su simpatía a los pecadores, posaba su mano sobre los condenados al ostracismo. Jesús asumió una humanidad para poder cargar sobre sus espaldas el dolor de la flagelación. «Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino que fue probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado» (Heb. 4, 15). Siglos antes de su nacimiento, ya había profetizado Isaías: «¡Y sin embargo eran nuestras dolencias las que él llevaba, y nuestros los dolores que él soportaba! […] Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados» (Is 53, 4-5).
La verdadera compasión no nos deja indiferentes o insensibles ante el dolor ajeno, sino que nos impele a ser solidarios con el que sufre. La solidaridad «no es, pues, un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Ala contrario, es ladeterminación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos» [4]. A veces podemos ser como el sacerdote o el escriba que, viendo al herido, pasaron de largo dando un rodeo. Podemos ser espectadores silenciosos, temerosos de comprometernos por no mancharnos las manos.
Es fácil encontrar analogías en la cultura contemporánea. Los medios audiovisuales nos traen a la intimidad del hogar escenas horripilantes de guerra y de violencia, de hambre y de necesidad, de enfermedad y dolencia, y de desastres naturales como las inundaciones o terremotos. Corremos el riesgo de embotarnos en una cultura que contempla de modo pasivo sin hacer nada. En vez de actuar, acabamos siendo meros espectadores. Pero la compasión nos impele a salir de nosotros mismos, a tender la mano a los necesitados. Nos hace salir de la cómoda crisálida de nuestro ensimismamiento para tender una mano amorosa y servicial a todos los que tienen necesidad de nuestra ayuda.
En este sentido, no conviene restringir el concepto de «salud» hasta el punto de que sólo haga referencia al simple bienestar corporal o físico. En su sentido simbólico, la «salud» adquiere una gama de significados mucho más amplia. Hay sociedades y culturas enteras que están «en la cuneta», que han sufrido una «emboscada», y a causa de los antivalores del consumismo y del materialismo yacen «heridas», despojadas de lo más valioso y más hermoso de la cultura humana, porque, cayendo en una actitud hostil o hasta indiferente, se ven privadas de Dios. Estamos tan deshumanizados desde el punto de vista cultural, que hemos llegado a perder el sentido de Dios. Y, con el paso de los años, hemos dado un paso más, hemos alimentado una increencia que ha desembocado en la indiferencia religiosa. La indiferencia es aún peor que la hostilidad militante. El que es hostil, al menos reconoce la presencia del otro, aunque reaccione violentamente contra él; en cambio, el indiferente ignora al otro, y le trata como si no existiera. Ésta es la indiferencia y la insensibilidad del que hacen gala el sacerdote y el levita, cuando pasan de largo dando un rodeo, y dejan al pobre herido desangrándose en la cuneta. Ésta es la indiferencia que pervive en la anticultura de hoy, una anticultura del aislamiento mutuo y de la trivialización de todo.
Pero el colmo de nuestra depravación está en la pérdida del sentido de Dios. Y si llegamos a perder el sentido de la Paternidad de Dios, perdemos necesariamente, en el mismo proceso, el sentido de fraternidad con todos los hombres. Pero, a pesar de esta negación de Dios, a pesar de nuestra indiferencia hacia Él, nos llena de esperanza y optimismo la consideración de que el Dios cristiano es un Dios que resucita a los muertos, un Dios que devuelve la vida, que la renueva, que devuelve la esperanza, resucitando glorioso como un ave fénix de sus cenizas. Por ello, la Iglesia tiene que llegar a las culturas que han perdido a Dios cayendo en la indiferencia, tiene que llegar a las culturas que han caído en el sueño de la muerte, siendo como una prolongación en el espacio y en el tiempo de Jesucristo, el Buen Samaritano, con su servicio, ofreciendo la Buena Noticia del Evangelio. Estas culturas nos piden con su silencio que actuemos, que nos comprometamos. Y cuando la Iglesia y la fe cristiana penetran en la carne de una cultura, se repite el misterio de la Encarnación.
La Palabra se hace carne y habita entre nosotros. Se hace semejante a nosotros en todo menos en el pecado. «Sin la Encarnación no hay salvación: Cristo no nació en el vacío. Tomó carne en el seno de María, y toda su vida está entretejida con la realidad sociocultural de su tiempo. Siendo Palabra de Dios habló con un lenguaje humano, en una lengua específica, con una herencia cultural muy determinada. Las culturas se pueden comparar de modo análogo a la humanidad de Cristo. Por el misterio de la Encarnación. Cristo entra en la cultura desde dentro, la purifica, y la reorienta hacia Dios, el Dios que quiere ser adorado en espíritu y en verdad» [5]. La Iglesia tiene que ser como el Buen Samaritano, que se preocupó por la situación del hombre que estaba medio muerto a la vera del camino, y le ayudó; la Iglesia tiene que entrar en estas culturas, heridas o enfermas, y revitalizarlas, ofreciéndoles el Evangelio de la vida.
2. El desafío de asumir el compromiso
La palabra que quizás exprese mejor la actitud y la obra del Buen Samaritano es la de compromiso. El samaritano podía haber hecho lo mismo que el sacerdote y que el levita, y pasar de largo dando un rodeo. Podía haber cerrado sus entrañas, negándose a dar una respuesta ante esta necesitad vital. Pero se detiene. Se detiene para inclinarse ante el necesitado, para ganárselo. Y en el mismo instante en que se detiene para asistir a este desconocido que había caído en manos de bandidos, en ese momento nace un prójimo. La compasión que nace del amor es creadora: ¡crea un prójimo! «Podríamos incluso hablar de un sacramento, de un sacramento del amor: cuando alguien pone a disposición del prójimo su mismo ser vivo, su corazón, su fuerza, sus energías, entonces Dios hace entrar en juego su fuerza creadora, y surge el milagro de la relación con el hermano» [6].
Nuestro mundo es en verdad un mundo constantemente amenazado por una insensibilidad creciente de cara al sufrimiento. Nos hemos acostumbrado tanto al sufrimiento, a la enfermedad y al hambre, que somos capaces de pasar junto a las situaciones más horripilantes sin tan siquiera pestañear. Nos hemos acostumbrado a ver cómo se levantan los rascacielos, imponentes, sobre el telón de fondo de barrios mugrientos. Ante uno de los genocidios más masivos de la historia, la comunidad internacional contempló en silencio el grotesco espectáculo de la eliminación de miles y miles de personas. La vida se ha vuelto tan precaria, que hemos llegado a inventar expresiones eufemísticas para acallar nuestros remordimientos de conciencia. Así, hablamos de «interrupción del embarazo» y de «eutanasia», como si fuera posible desligar estas expresiones de la dignidad sagrada de una persona humana que es ejecutada sin piedad.
La Iglesia, cual Buen Samaritano, está comprometida con la salud y la vida. En el caso del Buen Samaritano, llama la atención que se acerque a asistir a un judío, a pesar de que los judíos no se trataban con los samaritanos. Pero gracias a este acercamiento amoroso, entre dos personas que hasta entonces no habían tenido relación empieza una relación movida por el amor, y ¡nace un nuevo prójimo! No es precisamente el amor el que llama al prójimo a la existencia?
El texto evangélico del capítulo 10 de Lucas habla simplemente de «un hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó». Un hombre anónimo que puede ser representante de cualquier nación, cultura o comunidad, incluso de cualquier raza o religión. Un hombre cualquiera, cualquier hombre necesitado. Toda persona necesitada es mi prójimo. «Es un necesitado cualquiera que se cruza en mi camino, no importa cuál sea su nombre, raza o religión. No perdamos tiempo intentando saber los detalles; lo importante es no pasar dando un rodeo. Sólo una cosa debe importarnos: que este pobre hombre me necesita, ¡y su nombre es Jesús!» [7].
3. El gozo de la comunión
El mundo en que vivimos es un mar de sufrimientos. Pienso ahora en los millones de personas que sufren físicamente en los hospitales, en los asilos, y en las clínicas para enfermos en fase terminal. Me vienen a la mente tantos niños, demasiado pequeños para comprender el misterio del sufrimiento, pero ya maduros para experimentarlo. Me acuerdo de los chicos jóvenes que en su lozanía lloran de dolor ante sufrimientos insoportables, y también de los ancianos, débiles y fatigados, luchando y jadeando por un aliento más de vida. Pienso en el sufrimiento espiritual de tanta gente: la soledad de los esposos separados; el aislamiento de los huérfanos que nunca han conocido el calor de un hogar o una caricia de sus padres; la agonía de los drogadictos; la angustia de los que sufren la muerte de un ser querido; la pena de los que sufren en soledad la distancia de aquellos a quienes aman. En verdad, el sufrimiento es nuestro patrimonio común. Tiene un sentido este sufrimiento? Cuál es el sentido humano del sufrimiento? Como decía sucintamente Paul Claudel,«Dios no vino a eliminar el sufrimiento, sino a llenarlo con su presencia». Jesús no suprime el sufrimiento, sino que lo eleva.
¿Cuál ha de ser nuestra actitud ante el sufrimiento? «La parábola del buen Samaritano pertenece al Evangelio del sufrimiento. Indica, en efecto, cuál debe ser la relación de cada uno de nosotros con el prójimo que sufre. No nos está permitido «pasar de largo», con indiferencia, sino que debemos «pararnos» junto a él. Buen Samaritano es todo hombre que se para junto al sufrimiento de otro hombre, de cualquier género que ése sea. Esta parada no significa curiosidad, sino más bien disponibilidad» [8]. La compasión por el que sufre, que nos impulsa a asumir el compromiso de la acción saliendo al encuentro de su dolor, desemboca en una comunión por la que todo hombre o mujer que sufre se convierte en mi hermano o hermana.
Es una verdad extraña, pero el sufrimiento une. Nos acerca a los que sufren, y quizás nos acerca incluso a nosotros mismos. Cuando nos sentimos abajados, débiles e indefensos, no sólo experimentamos de modo agudo nuestra creaturalidad ante Dios, sino también nuestra solidaridad con el resto de la humanidad. Quizás podamos olvidarnos de aquellos con los que hemos reído juntos; pero nunca olvidaremos a aquellos con los que hemos llorado. Es éste el vínculo que lleva a la comunión. «El amor se asemeja algo al clarividente, tiene esa capacidad de ver a través de lo oculto, de comprender lo que todavía no ha sido presentado, de discernir lo que aún tiene que acontecer» [9]. Pero aún hay otra Persona con la que entramos en comunión cada vez que alargamos la mano para servir al enfermo y al necesitado. Esa Persona no es otra que el mismo Jesucristo. Él mismo nos lo dice en términos inequívocos: «En verdad os digo: cuanto hicisteis a uno de estos, mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). La grandeza o la pequeñez de nuestro amor y de nuestro servicio a Dios no es otra que la del amor y del servicio a nuestro prójimo necesitado. En último análisis, es el amor lo único que cuenta. Es lo que San Juan de la Cruz supo resumir tan maravillosamente cuando dijo: «En el atardecer de la vida, nos examinarán en el amor».
El mensaje de la parábola del Buen Samaritano se puede resumir en tres palabras: compasión, compromiso y comunión. La compasión nos hace sentir con -y en los que sufren; este sentir con el prójimo nos lleva a un compromiso de amor y servicio para con los necesitados; y este compromiso desemboca en una comunión amorosa, comunión con aquellos necesitados a los que servimos, y comunión también con el mismo Dios.
Conclusión
Quisiera terminar esta meditación con una pequeña anécdota. En cierta ocasión un rabino estaba instruyendo a sus discípulos. En el curso de su lección, les preguntó: ¿Cuándo comienza el día?». Uno le contestó: «Cuando se alza el Sol y sus blandos rayos besan la Tierra que reverbera como el oro, entonces comienza el día». Pero su respuesta no complació al rabino. Entonces otro discípulo apuntó: «Cuando los pajarillos empiezan a cantar a coro, y la naturaleza misma despierta a la vida después del sueño nocturno, entonces comienza el día». Pero tampoco esta respuesta gustó al rabino. Y así, uno tras otro, todos los discípulos fueron dando sus respuestas. Pero ninguna de ellas agradada al rabino. Por último, se rindieron todos, y le preguntaron excitados: «Ahora,¡díganos usted mismo la respuesta correcta! Cuandocomienza el día?» Y el rabino contestó sin alterarse: «Cuando ves a un extraño en la oscuridad, y reconoces en él a tu Hermano, entonces despunta el día! Si no reconoces en el extraño a tu hermano o hermana, ya puede alzarse el Sol, ya pueden cantar los pájaros, ya puede despertar a la vida la misma naturaleza, que en tu corazón sigue siendo noche y oscuridad».
Es el amor el que nos da ojos para ver, corazón para sentir, y manos para asistir. «La vocación del cristiano es la de derramar generosamente la alegría por los nuevos caminos de los hombres de nuestro tiempo, a menudo inéditos, a menudo peligrosos, pero siempre abiertos al hombre de la calle, homo viator, desde el tiempo a la eternidad, en busca de la felicidad, feliz de encontrar a Jesús, compañero de Emaús» [10]. Pido a Dios en esta mañana en que vamos a empezar nuestras deliberaciones, que nos llene a todos con la luz del amor, que nos mueva a salir de nosotros mismos para asistir a los necesitados, igual que el Buen Samaritano con el hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó, con este hombre que representa a toda la humanidad, en su peregrinar terreno, que está herido y desangrándose, despojado de lo más profundo que hay en su cultura, y en el que hay que infundir la novedad de la esperanza, de la salud y de la felicidad, impregnándolo de lo divino, de lo sagrado, para restaurar en él su gloria primera. Es lo que dijo San Ireneo: «La gloria de Dios, es el hombre viviente, y la vida del hombre, es la visión de Dios» [11]. Entonces la parábola del Buen Samaritano se hará viva y nos hablará al corazón, porque entonces sabremos quién es nuestro prójimo, y cumpliremos el mandato que Jesús dio al escriba del Evangelio: «Ve, y haz tú lo mismo». Se nos invita a algo que va más allá de toda ley. Cristo nos desafía a abrirnos al compromiso y a la comunión de su mandamiento nuevo.
Cardenal Paul Poupard
Presidente del Consejo Pontificio de la Cultura
Notas
1 JUAN PABLO II, Carta encíclica Evangelium vitae, 1995, n.3.
2 ORíGENES, Homilías 6,4, tomado de la segunda lectura del Oficio de lectura del jueves X del tiempo ordinario.
3 PABLO VI, Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 1975, n.20.
4 JUAN PABLO II, Carta encíclica Sollicitudo rei socialis, 1987, n.38.
5 Rooted in Cultures … Fruitful in Christ, Office of Education and Student Chaplaincy, F.A.B.C., Manila, 1995, p. 16.
6 ROMANO GUARDINI, Volontá e Verità, Morcelliana, 1978, p. 149.
7 EDUARDO CARDENAL PIRONIO, «Homo quidam», Dolentium hominum,1986, n.1, p. 8.
8 JUAN PABLO II, Carta apostólica Salvifici doloris, 1984, n.28.
9 ROMANO GUARDINI, op. cit., p. 150.
10 CARDENAL PAUL POUPARD, Felicidad y fe cristiana, Barcelona, Horder, 1992, p. 163- 164.
11 SANT’IRENEO, Adversus Haereses, IV, 20, 7.
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