San José, esposo de la Bienaventurada Virgen María (Solemnidad) – Homilías
/ 19 marzo, 2014 / Propio de los SantosHomilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
Bernardino de Siena
Sermón: Dios da la gracia para la misión confiada
Protector y custodio fiel
La norma general que regula la concesión de gracias singulares a una criatura racional determinada es la de que, cuando la gracia divina elige a alguien para un oficio singular o para ponerle en un estado preferente, le concede todos aquellos carismas que son necesarios para el ministerio que dicha persona ha de desempeñar.
Esta norma se ha verificado de un modo excelente en san José, que hizo las veces de padre de nuestro Señor Jesucristo y que fue verdadero esposo de la Reina del universo y Señora de los ángeles. José fue elegido por el eterno Padre como protector y custodio fiel de sus principales tesoros, esto es, de su Hijo y de su Esposa, y cumplió su oficio con insobornable fidelidad. Por eso le dice el Señor: Eres un empleado fiel y cumplidor; pasa al banquete de tu Señor.
Si relacionamos a José con la Iglesia universal de Cristo, ¿no es este el hombre privilegiado y providencial, por medio del cual la entrada de Cristo en el mundo se desarrolló de una manera ordenada y sin escándalos? Si es verdad que la Iglesia entera es deudora a la Virgen Madre por cuyo medio recibió a Cristo, después de María es san José a quien debe un agradecimiento y una veneración singular.
José viene a ser el broche del antiguo Testamento, broche en el que fructifica la promesa hecha a los patriarcas y los profetas. Sólo él poseyó de una manera corporal lo que para ellos había sido mera promesa.
No cabe duda de que Cristo no sólo no se ha desdicho de la familiaridad y respeto que tuvo con él durante su vida mortal como si fuera su padre, sino que la habrá completado y perfeccionado en el cielo.
Por eso, también con razón, se dice más adelante: Pasa al banquete de tu Señor. Aun cuando el gozo santificado por este banquete es el que entra en el corazón del hombre, el Señor prefirió decir: Pasa al banquete, a fin de insinuar místicamente que dicho gozo no es puramente interior, sino que circunda y absorbe por doquier al bienaventurado, como sumergiéndole en el abismo infinito de Dios.
Acuérdate de nosotros, bienaventurado José, e intercede con tu oración ante aquel que pasaba por hijo tuyo; intercede también por nosotros ante la Virgen, tu esposa, madre de aquel que con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.
San Bernardo
Homilía: Dios le confió el secreto más grande
Hom. 2ª, n. 16
«¿No es acaso el hijo del carpintero?»
Hermanos, recordemos al patriarca José…, de quien José, el esposo de María, no heredó solamente el nombre, sino la castidad, la inocencia y la gracia… El primero que recibió del cielo la explicación de los sueños (Gn 40; 41); El segundo que tuvo no sólo el conocimiento de los secretos del cielo sino el honor de poder participar en ellos. El primero, proveyó la necesidad de todo un pueblo, abasteciéndoles de trigo en abundancia (Gn 41,55); el segundo ha sido establecido guardián del pan vivo que debe dar la vida por el mundo entero. (Jn 6,51).
No hay duda de que José, que ha sido desposado con la madre del Salvador, fuera un hombre bueno y fiel, o más bien un «servidor seguro y solícito» (Mt 25,21) al que el Señor estableció al cuidado de su familia para ser el consuelo de su madre, el padre nutricio de su humanidad, el cooperador fiel en su designio sobre el mundo. De la casa de David…, descendiente de estirpe real y noble por su nacimiento, pero más noble todavía por su corazón. Sí, él fue verdaderamente hijo de David, no sólo por la sangre, sino por su fe, por su santidad, por su fidelidad al servicio de Dios.
En José, el Señor encontró, como en David, «un hombre según su corazón» (1S 13,14), a quien pudo confiar con toda seguridad, el secreto más grande de su corazón. Le reveló «los secretos más profundos de su Sabiduría» (Sal. 50,8), le reveló maravillas que ningún príncipe de este mundo ha conocido; por fin, le otorgó ver «lo que tantos reyes y profetas desearon ver y no vieron», y oír lo que muchos desearon «oír y no oyeron» (Lc 10,24). Y no sólo verlo y oírlo, sino que llevarlo en sus brazos, conducirlo de la mano, estrecharlo sobre su corazón, abrazarlo, alimentarlo y protegerlo.
San Agustín, obispo
Sermón: Castidad de José, Virginidad de María
Sermón 51, §19-20 y 30
«¿No es este el hijo del carpintero?»
La respuesta del Señor Jesucristo: Convenía que yo me ocupara de las cosas de mi Padre (Lc 2,49), no indica que la paternidad de Dios excluya la de José. ¿Cómo lo probamos? Por el testimonio de la Escritura, que dice así: Y les respondió: ¿No sabíais que conviene que yo me ocupe de las cosas de mi Padre? Ellos, sin embargo, no comprendieron de qué les estaba hablando. Y, bajando con ellos, vino a Nazaret y les estaba sometido (v. 51)… ¿A quiénes estaba sometido? ¿No era a los padres? Uno y otro eran los padres… ellos eran padres en el tiempo; Dios lo era desde la eternidad. Ellos eran padres del Hijo del hombre, el Padre lo era de su Palabra y Sabiduría (1 Co 1,24), era Padre de su Poder, por quien hizo todas las cosas. […]
Ya he hablado bastante sobre por qué no debe preocupar el que las generaciones se cuenten por la línea de José y no por la de María: igual que ella fue madre sin concupiscencia carnal, así también él fue padre sin unión carnal. Por tanto, desciendan o asciendan por él las generaciones. No lo separemos porque careció de concupiscencia carnal. Su mayor pureza reafirme su paternidad, no sea que la misma santa María nos lo reproche. Ella no quiso anteponer su nombre al del marido, sino que dijo: Tu padre y yo, angustiados, te estábamos buscando (Lc 2,48). […]
¿Acaso se le dice: “Porque no lo engendraste por medio de tu carne”? Pero él replicará: “¿Acaso ella le dio a luz por obra de la suya?”. Lo que obró el Espíritu santo, lo obró para los dos. Siendo —dice— un hombre justo, dice el evangelista Mateo (1,19) justo era el varón, justa la mujer. El Espíritu Santo, que reposaba en la justicia de ambos, dio el hijo a ambos.
Francisco, papa
Homilía, 19-03-2013
Hemos escuchado en el Evangelio que «José hizo lo que el ángel del Señor le había mandado, y recibió a su mujer» (Mt 1,24). En estas palabras se encierra ya la misión que Dios confía a José, la de ser custos, custodio. Custodio ¿de quién? De María y Jesús; pero es una custodia que se alarga luego a la Iglesia, como ha señalado el beato Juan Pablo II: «Al igual que cuidó amorosamente a María y se dedicó con gozoso empeño a la educación de Jesucristo, también custodia y protege su cuerpo místico, la Iglesia, de la que la Virgen Santa es figura y modelo» (Exhort. ap.Redemptoris Custos, 1).
¿Cómo ejerce José esta custodia? Con discreción, con humildad, en silencio, pero con una presencia constante y una fidelidad total, aun cuando no comprende. Desde su matrimonio con María hasta el episodio de Jesús en el Templo de Jerusalén a los doce años, acompaña en todo momento con esmero y amor. Está junto a María, su esposa, tanto en los momentos serenos de la vida como en los difíciles, en el viaje a Belén para el censo y en las horas temblorosas y gozosas del parto; en el momento dramático de la huida a Egipto y en la afanosa búsqueda de su hijo en el Templo; y después en la vida cotidiana en la casa de Nazaret, en el taller donde enseñó el oficio a Jesús.
¿Cómo vive José su vocación como custodio de María, de Jesús, de la Iglesia? Con la atención constante a Dios, abierto a sus signos, disponible a su proyecto, y no tanto al propio; y eso es lo que Dios le pidió a David, como hemos escuchado en la primera Lectura: Dios no quiere una casa construida por el hombre, sino la fidelidad a su palabra, a su designio; y es Dios mismo quien construye la casa, pero de piedras vivas marcadas por su Espíritu. Y José es «custodio» porque sabe escuchar a Dios, se deja guiar por su voluntad, y precisamente por eso es más sensible aún a las personas que se le han confiado, sabe cómo leer con realismo los acontecimientos, está atento a lo que le rodea, y sabe tomar las decisiones más sensatas. En él, queridos amigos, vemos cómo se responde a la llamada de Dios, con disponibilidad, con prontitud; pero vemos también cuál es el centro de la vocación cristiana: Cristo. Guardemos a Cristo en nuestra vida, para guardar a los demás, para salvaguardar la creación.
Pero la vocación de custodiar no sólo nos atañe a nosotros, los cristianos, sino que tiene una dimensión que antecede y que es simplemente humana, corresponde a todos. Es custodiar toda la creación, la belleza de la creación, como se nos dice en el libro del Génesis y como nos muestra san Francisco de Asís: es tener respeto por todas las criaturas de Dios y por el entorno en el que vivimos. Es custodiar a la gente, el preocuparse por todos, por cada uno, con amor, especialmente por los niños, los ancianos, quienes son más frágiles y que a menudo se quedan en la periferia de nuestro corazón. Es preocuparse uno del otro en la familia: los cónyuges se guardan recíprocamente y luego, como padres, cuidan de los hijos, y con el tiempo, también los hijos se convertirán en cuidadores de sus padres. Es vivir con sinceridad las amistades, que son un recíproco protegerse en la confianza, en el respeto y en el bien. En el fondo, todo está confiado a la custodia del hombre, y es una responsabilidad que nos afecta a todos. Sed custodios de los dones de Dios.
Y cuando el hombre falla en esta responsabilidad, cuando no nos preocupamos por la creación y por los hermanos, entonces gana terreno la destrucción y el corazón se queda árido. Por desgracia, en todas las épocas de la historia existen «Herodes» que traman planes de muerte, destruyen y desfiguran el rostro del hombre y de la mujer.
Quisiera pedir, por favor, a todos los que ocupan puestos de responsabilidad en el ámbito económico, político o social, a todos los hombres y mujeres de buena voluntad: seamos «custodios» de la creación, del designio de Dios inscrito en la naturaleza, guardianes del otro, del medio ambiente; no dejemos que los signos de destrucción y de muerte acompañen el camino de este mundo nuestro. Pero, para «custodiar», también tenemos que cuidar de nosotros mismos. Recordemos que el odio, la envidia, la soberbia ensucian la vida. Custodiar quiere decir entonces vigilar sobre nuestros sentimientos, nuestro corazón, porque ahí es de donde salen las intenciones buenas y malas: las que construyen y las que destruyen. No debemos tener miedo de la bondad, más aún, ni siquiera de la ternura.
Y aquí añado entonces una ulterior anotación: el preocuparse, el custodiar, requiere bondad, pide ser vivido con ternura. En los Evangelios, san José aparece como un hombre fuerte y valiente, trabajador, pero en su alma se percibe una gran ternura, que no es la virtud de los débiles, sino más bien todo lo contrario: denota fortaleza de ánimo y capacidad de atención, de compasión, de verdadera apertura al otro, de amor. No debemos tener miedo de la bondad, de la ternura.
Hoy, junto a la fiesta de San José, celebramos el inicio del ministerio del nuevo Obispo de Roma, Sucesor de Pedro, que comporta también un poder. Ciertamente, Jesucristo ha dado un poder a Pedro, pero ¿de qué poder se trata? A las tres preguntas de Jesús a Pedro sobre el amor, sigue la triple invitación: Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas. Nunca olvidemos que el verdadero poder es el servicio, y que también el Papa, para ejercer el poder, debe entrar cada vez más en ese servicio que tiene su culmen luminoso en la cruz; debe poner sus ojos en el servicio humilde, concreto, rico de fe, de san José y, como él, abrir los brazos para custodiar a todo el Pueblo de Dios y acoger con afecto y ternura a toda la humanidad, especialmente a los más pobres, los más débiles, los más pequeños; eso que Mateo describe en el juicio final sobre la caridad: al hambriento, al sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al encarcelado (cf. Mt 25,31-46). Sólo el que sirve con amor sabe custodiar.
En la segunda Lectura, san Pablo habla de Abraham, que «apoyado en la esperanza, creyó, contra toda esperanza» (Rm 4,18). Apoyado en la esperanza, contra toda esperanza. También hoy, ante tantos cúmulos de cielo gris, hemos de ver la luz de la esperanza y dar nosotros mismos esperanza. Custodiar la creación, cada hombre y cada mujer, con una mirada de ternura y de amor; es abrir un resquicio de luz en medio de tantas nubes; es llevar el calor de la esperanza. Y, para el creyente, para nosotros los cristianos, como Abraham, como san José, la esperanza que llevamos tiene el horizonte de Dios, que se nos ha abierto en Cristo, está fundada sobre la roca que es Dios.
Custodiar a Jesús con María, custodiar toda la creación, custodiar a todos, especialmente a los más pobres, custodiarnos a nosotros mismos; he aquí un servicio que el Obispo de Roma está llamado a desempeñar, pero al que todos estamos llamados, para hacer brillar la estrella de la esperanza: protejamos con amor lo que Dios nos ha dado.
Imploro la intercesión de la Virgen María, de san José, de los Apóstoles san Pedro y san Pablo, de san Francisco, para que el Espíritu Santo acompañe mi ministerio, y a todos vosotros os digo: Rezad por mí. Amén.
Benedicto XVI, papa
Ángelus, 19-03-2006
Hoy, 19 de marzo, se celebra la solemnidad de san José, pero, al coincidir con el tercer domingo de Cuaresma, su celebración litúrgica se traslada a mañana. Sin embargo, el contexto mariano del Ángelus invita a meditar hoy con veneración en la figura del esposo de la santísima Virgen María y patrono de la Iglesia universal. Me complace recordar que también era muy devoto de san José el amado Juan Pablo II, quien le dedicó la exhortación apostólicaRedemptoris custos, custodio del Redentor, y seguramente experimentó su asistencia en la hora de la muerte.
La figura de este gran santo, aun permaneciendo más bien oculta, reviste una importancia fundamental en la historia de la salvación. Ante todo, al pertenecer a la tribu de Judá, unió a Jesús a la descendencia davídica, de modo que, cumpliendo las promesas sobre el Mesías, el Hijo de la Virgen María puede llamarse verdaderamente «hijo de David». El evangelio de san Mateo, en especial, pone de relieve las profecías mesiánicas que se cumplen mediante la misión de san José: el nacimiento de Jesús en Belén (Mt 2, 1-6); su paso por Egipto, donde la Sagrada Familia se había refugiado (Mt 2, 13-15); el sobrenombre de «Nazareno» (Mt 2, 22-23).
En todo esto se mostró, al igual que su esposa María, como un auténtico heredero de la fe de Abraham: fe en Dios que guía los acontecimientos de la historia según su misterioso designio salvífico. Su grandeza, como la de María, resalta aún más porque cumplió su misión de forma humilde y oculta en la casa de Nazaret. Por lo demás, Dios mismo, en la Persona de su Hijo encarnado, eligió este camino y este estilo —la humildad y el ocultamiento— en su existencia terrena.
El ejemplo de san José es una fuerte invitación para todos nosotros a realizar con fidelidad, sencillez y modestia la tarea que la Providencia nos ha asignado. Pienso, ante todo, en los padres y en las madres de familia, y ruego para que aprecien siempre la belleza de una vida sencilla y laboriosa, cultivando con solicitud la relación conyugal y cumpliendo con entusiasmo la grande y difícil misión educativa.
Que san José obtenga a los sacerdotes, que ejercen la paternidad con respecto a las comunidades eclesiales, amar a la Iglesia con afecto y entrega plena, y sostenga a las personas consagradas en su observancia gozosa y fiel de los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia. Que proteja a los trabajadores de todo el mundo, para que contribuyan con sus diferentes profesiones al progreso de toda la humanidad, y ayude a todos los cristianos a hacer con confianza y amor la voluntad de Dios, colaborando así al cumplimiento de la obra de salvación.
Juan Pablo II, papa
Catequesis, Audiencia general, 19-03-2002
San José, patrono universal de la Iglesia
1. Celebramos hoy la solemnidad de san José, esposo de María (cf. Mt 1, 24; Lc 1, 27). La liturgia nos lo señala como «padre» de Jesús (cf. Lc 2, 27. 33. 41. 43. 48), dispuesto a realizar los planes divinos, incluso cuando el hombre es incapaz de comprenderlos. A él, «hijo de David» (Mt 1, 20; Lc 1, 27), Dios Padre encomendó la custodia del Verbo eterno hecho hombre, por obra del Espíritu Santo, en el seno de la Virgen María. San José, al que el Evangelio define como «hombre justo» (Mt 1, 19), es para todos los creyentes un modelo de vida en la fe.
2. La palabra «justo» evoca su rectitud moral, su sincera adhesión al cumplimiento de la ley y su actitud de total apertura a la voluntad del Padre celestial. Incluso en los momentos difíciles, y a veces dramáticos, el humilde carpintero de Nazaret nunca se arrogó el derecho de poner en tela de juicio el proyecto de Dios. Espera la llamada de lo alto y en silencio respeta el misterio, dejándose guiar por el Señor. Una vez recibida la misión, la cumple con dócil responsabilidad: escucha solícitamente al ángel cuando se trata de tomar como esposa a la Virgen de Nazaret (cf. Mt 1, 18-25), en la huida a Egipto (cf. Mt 2, 13-15) y al volver a Israel (cf. Mt 2, 19-23). Con pocos rasgos, pero significativos, lo describen los evangelistas como solícito custodio de Jesús, esposo atento y fiel, que ejerce la autoridad familiar con una constante actitud de servicio. La Sagrada Escritura no nos dice nada más de él, pero este silencio refleja el estilo mismo de su misión: una existencia vivida en la sencillez de la vida ordinaria, pero con una fe cierta en la Providencia.
3. Cada día san José tuvo que proveer a las necesidades de la familia con el duro trabajo manual. Por eso, con razón, la Iglesia lo presenta como patrono de los trabajadores.
La solemnidad de hoy constituye, por consiguiente, una ocasión propicia para reflexionar también sobre la importancia del trabajo en la existencia del hombre, en la familia y en la comunidad.
El hombre es sujeto y protagonista del trabajo y, a la luz de esta verdad, se puede percibir muy bien el nexo fundamental que existe entre persona, trabajo y sociedad. La actividad humana -recuerda el Concilio- procede del hombre y se ordena al hombre. Según el designio y la voluntad de Dios, debe ser conforme al verdadero bien de la humanidad y permitir «al hombre, como individuo y como miembro de la sociedad, cultivar y realizar íntegramente su vocación» (Gaudium et spes, 35).
Para cumplir esta tarea, hace falta cultivar una «comprobada espiritualidad del trabajo humano» (Laborem exercens, 26), fundada, con sólidas raíces, en el «evangelio del trabajo», y los creyentes están llamados a proclamar y testimoniar, en sus diversas actividades, el significado cristiano del trabajo (cf. ib.).
4. Que san José, santo tan grande y tan humilde, sea ejemplo en el que se inspiren los trabajadores cristianos, invocándolo en todas las circunstancias. Al próvido custodio de la Sagrada Familia de Nazaret quisiera encomendar hoy a los jóvenes que se preparan para su profesión futura, a los que sufren a causa del desempleo, a las familias y a todo el mundo del trabajo, con las expectativas y los desafíos, los problemas y las perspectivas que lo caracterizan.
Que san José, patrono universal de la Iglesia, vele sobre toda la comunidad eclesial y, dado que era hombre de paz, obtenga para la humanidad entera, especialmente para los pueblos amenazados en estas horas por la guerra, el valioso don de la concordia y de la paz.
Ángelus, 17-03-2002
1. Pasado mañana, 19 de marzo, celebraremos la solemnidad de san José, esposo de la Virgen María y patrono de la Iglesia universal. La gran discreción con que José desempeñó la función que Dios le encomendó hace resaltar aún más su fe, que consistió en ponerse siempre a la escucha del Señor, tratando de comprender su voluntad, para cumplirla con todo su corazón y con todas sus fuerzas. Por eso, el Evangelio lo define hombre «justo» (Mt 1, 19). En efecto, el justo es una persona que ora, vive de fe y procura hacer el bien en todas las circunstancias concretas de la vida.
La fe, sostenida por la oración: este es el tesoro más valioso que san José nos transmite. Han seguido sus huellas generaciones de padres que, con el ejemplo de una vida sencilla y laboriosa, han impreso en el alma de sus hijos el valor inestimable de la fe, sin el cual cualquier otro bien corre el riesgo de resultar vano. Desde ahora deseo asegurar una oración especial por todos los padres, en el día dedicado a ellos: pido a Dios que sean hombres de intensa vida interior, para cumplir de modo ejemplar su misión en la familia y en la sociedad.
Catequesis, Audiencia general, 20-03-1996
san José, patrono de la Iglesia universal. La comunidad cristiana se dirige a san José con diversos títulos: ínclito descendiente de David; esposo de la Madre de Dios; custodio casto de la Virgen; modelo de los obreros; amparo de las familias (de las Letanías de san José). Estas invocaciones, y otras más, subrayan el papel de san José en el designio salvífico y en la vida de los creyentes. Al día siguiente de su fiesta, junto con vosotros, quisiera encomendar a su patrocinio la Iglesia y el mundo entero, sobre todo las familias y, de modo particular, todos los padres que en él tienen un modelo singular para imitar.
2. La liturgia nos invita a encontrarnos con san José en el itinerario cuaresmal hacia la Pascua. Se nos presenta como testigo insuperable del silencio contemplativo, pleno de escucha de la palabra de Dios, que se vislumbra en los evangelios como atmósfera característica de la casa de Nazaret. El silencio de José era un silencio activo, que acompañaba el trabajo diario, al servicio de la Sagrada Familia.
Que todos los creyentes, siguiendo el ejemplo de san José, logren en su propia vida una profunda armonía entre la oración y el trabajo, entre la meditación de la palabra de Dios y las ocupaciones diarias. En el centro de todo esté siempre la relación íntima y vital con Jesús, Verbo encarnado, y con su Madre santísima. A todos vosotros, mi bendición afectuosa.
Catequesis, Audiencia general, 19-03-1997
1. La solemnidad de hoy nos invita a contemplar la particular experiencia de fe de san José junto a María y Jesús. La Iglesia propone a José a la veneración de los fieles como el creyente plenamente disponible a la voluntad divina, como el hombre capaz de un amor casto y sublime a su esposa, María, y como el educador dispuesto a servir, en el niño Jesús, al misterioso proyecto de Dios.
La Tradición, en particular, ha visto en él al trabajador. «¿No es éste el hijo del carpintero?» (Mt 13, 55), exclaman los habitantes de Nazaret ante los prodigios que realiza Jesús. Para ellos es, sobre todo, el carpintero de la aldea, aquel que con el trabajo se expresa a sí mismo, realizándose ante Dios mediante el servicio a los hermanos. También la comunidad cristiana ha considerado ejemplar la historia de san José para todos los que están comprometidos en el amplio y complejo mundo del trabajo. Precisamente por eso, la Iglesia ha querido encomendar a los trabajadores a su protección celestial, proclamándolo su patrono.
2. La Iglesia, se dirige al mundo del trabajo contemplando el taller de Nazaret, santificado por la presencia de Jesús y José. Quiere promover la dignidad del hombre frente a los interrogantes y problemas, los temores y esperanzas relacionados con la actividad laboral, dimensión fundamental de la existencia humana. Sabe que su misión consiste en «recordar siempre la dignidad y los derechos de los hombres del trabajo, denunciar las situaciones en las que se violan dichos derechos y contribuir a orientar estos cambios para que se realice un auténtico progreso del hombre y de la sociedad» (Laborem exercens, 1).
Frente a las insidias presentes en ciertas manifestaciones de la cultura y la economía de nuestro tiempo, la Iglesia no deja de anunciar la grandeza del hombre, imagen de Dios, y su primado en la creación. Cumple esta misión principalmente mediante la doctrina social, que «tiene de por sí el valor de un instrumento de evangelización»; en efecto, es doctrina que «anuncia a Dios y su misterio de salvación en Cristo a todo hombre y, por la misma razón, revela al hombre a sí mismo. Solamente bajo esta perspectiva se ocupa (…) de los derechos humanos de cada uno» (Centesimus annus, 54).
A cuantos procuran afirmar el predominio de la técnica, reduciendo al hombre a «mercancía» o instrumento de producción, la Iglesia les recuerda que «el sujeto propio del trabajo sigue siendo el hombre», puesto que en el plan divino «el trabajo está «en función del hombre» y no el hombre «en función del trabajo»» (Laborem exercens, 5-6). Por el mismo motivo, contrasta también las pretensiones del capitalismo, proclamando «el principio de la prioridad del «trabajo» frente al «capital»», puesto que la actividad humana es «siempre una causa eficiente primaria, mientras el capital, siendo el conjunto de los medios de producción, es sólo un instrumento o la causa instrumental» (ib., 12) del proceso de producción.
3. Estos principios, a la vez que reafirman la condena de toda forma de alienación en la actividad humana, son particularmente actuales frente al grave problema del desempleo, que afecta hoy a millones de personas. Muestran en el derecho al trabajo la moderna garantía de la dignidad del hombre que, sin un trabajo digno, está privado de las condiciones suficientes para el desarrollo adecuado de su dimensión personal y social. En efecto, en quien lo experimenta, el desempleo crea una grave situación de marginación y un penoso estado de humillación.
Por tanto, el derecho al trabajo debe conjugarse con el de la libertad de elección de la propia actividad. Sin embargo, no hay que entender estas prerrogativas en sentido individualista, sino en referencia a la vocación al servicio y a la colaboración con los demás. La libertad no se ejerce moralmente sin considerar la relación y la reciprocidad con otras libertades. Éstas se consideran no tanto como un límite, cuanto como condiciones del desarrollo de la libertad individual y como ejercicio del deber de contribuir al crecimiento de toda la sociedad.
Por consiguiente, el trabajo es ante todo un derecho, porque es un deber, que nace de las relaciones sociales del hombre. Expresa la vocación del hombre al servicio y a la solidaridad.
4. La figura de san José recuerda la urgente necesidad de dar un alma al mundo del trabajo. Su vida, caracterizada por la escucha de Dios y la familiaridad con Cristo, se presenta comosíntesis armónica de fe y vida, de autorrealización personal y amor a los hermanos, de compromiso diario y confianza en el futuro. Su testimonio recuerda a cuantos trabajan que, sólo acogiendo el primado de Dios y la luz que proviene de la cruz y de la resurrección de Cristo, podrán crear las condiciones de un trabajo digno del hombre y encontrar en la fatiga diaria un «tenue resplandor de la vida nueva, del nuevo bien, casi como un anuncio de los «nuevos cielos y otra tierra nueva», los cuales precisamente mediante la fatiga del trabajo son participados por el hombre y por el mundo» (Laborem exercens, 27).
www.deiverbum.org [*]
Puede compartir otros comentarios de éste pasaje bíblico por E-Mail