San Juan Pablo II, papa (22 de Octubre). Memoria – Homilías
/ 22 octubre, 2018 / Propio de los SantosHomilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (22-10-1978): ¡No tengáis miedo! ¡Abrid las puertas a Cristo!
domingo 22 de octubre de 1978¡Pedro vino a Roma! ¿Qué fue lo que le guió y condujo a esta Urbe, corazón del Imperio Romano, sino la obediencia a la inspiración recibida del Señor? Es posible que este pescador de Galilea no hubiera querido venir hasta aquí; que hubiera preferido quedarse allá, a orillas del Lago de Genesaret, con su barca, con sus redes. Pero guiado por el Señor, obediente a su inspiración, llegó hasta aquí.
Según una antigua tradición durante la persecución de Nerón, Pedro quería abandonar Roma. Pero el Señor intervino, le salió al encuentro. Pedro se dirigió a El preguntándole: «Quo vadis, Domine?: ¿Dónde vas, Señor?». Y el Señor le respondió enseguida: «Voy a Roma para ser crucificado por segunda vez». Pedro volvió a Roma y permaneció aquí hasta su crucifixión.
Nuestro tiempo nos invita, nos impulsa y nos obliga a mirar al Señor y a sumergirnos en una meditación humilde y devota sobre el misterio de la suprema potestad del mismo Cristo. El que nació de María Virgen, el Hijo del carpintero – como se le consideraba –, el Hijo del Dios vivo, como confesó Pedro, vino para hacer de todos nosotros «un reino de sacerdotes».
El Concilio Vaticano II nos ha recordado el misterio de esta potestad y el hecho de que la misión de Cristo –Sacerdote, Profeta-Maestro, Rey– continúa en la Iglesia. Todos, todo el Pueblo de Dios participa de esta triple misión. Y quizás en el pasado se colocaba sobre la cabeza del Papa la tiara, esa triple corona, para expresar, por medio de tal símbolo, el designio del Señor sobre su Iglesia, es decir, que todo el orden jerárquico de la Iglesia de Cristo, toda su «sagrada potestad» ejercitada en ella no es otra cosa que el servicio, servicio que tiene un objetivo único: que todo el Pueblo de Dios participe en esta triple misión de Cristo y permanezca siempre bajo la potestad del Señor, la cual tiene su origen no en los poderes de este mundo, sino en el Padre celestial y en el misterio de la cruz y de la resurrección.
La potestad absoluta y también dulce y suave del Señor responde a lo más profundo del hombre, a sus más elevadas aspiraciones de la inteligencia, de la voluntad y del corazón. Esta potestad no habla con un lenguaje de fuerza, sino que se expresa en la caridad y en la verdad.
El nuevo Sucesor de Pedro en la Sede de Roma eleva hoy una oración fervorosa, humilde y confiada: ¡Oh Cristo! ¡Haz que yo me convierta en servidor, y lo sea, de tu única potestad! ¡Servidor de tu dulce potestad! ¡Servidor de tu potestad que no conoce ocaso! ¡Haz que yo sea un siervo! Más aún, siervo de tus siervos.
¡Hermanos y hermanas! ¡No tengáis miedo de acoger a Cristo y de aceptar su potestad!
¡Ayudad al Papa y a todos los que quieren servir a Cristo y, con la potestad de Cristo, servir al hombre y a la humanidad entera!
¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y los políticos, los extensos campos de la cultura. de la civilización y del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo conoce «lo que hay dentro del hombre». ¡Sólo El lo conoce!
Con frecuencia el hombre actual no sabe lo que lleva dentro, en lo profundo de su ánimo, de su corazón. Muchas veces se siente inseguro sobre el sentido de su vida en este mundo. Se siente invadido por la duda que se transforma en desesperación. Permitid, pues, – os lo ruego, os lo imploro con humildad y con confianza – permitid que Cristo hable al hombre. ¡Sólo El tiene palabras de vida, sí, de vida eterna!.
Benedicto XVI, papa
Ángelus (02-04-2006): Entrega de sí mismo hasta el fin
domingo 2 de abril de 2006El 2 de abril del año pasado, precisamente como hoy, el amado Papa Juan Pablo II, en estas mismas horas y, aquí, en este mismo apartamento, vivía la última fase de su peregrinación terrena, una peregrinación de fe, de amor y de esperanza, que ha dejado una huella profunda en la historia de la Iglesia y de la humanidad. Su agonía y su muerte constituyeron casi una prolongación del Triduo pascual.
Todos recordamos las imágenes de su último vía crucis, el Viernes santo: dado que no podía ir al Coliseo, lo siguió desde su capilla privada, teniendo entre las manos una cruz. Después, el día de Pascua, impartió la bendición urbi et orbi sin poder pronunciar palabra alguna, sólo con el gesto de la mano. Nunca olvidaremos esa bendición. Fue la bendición más dolorosa y conmovedora, que nos dejó como último testimonio de su voluntad de desempeñar su ministerio hasta el fin. Juan Pablo II murió así, como siempre había vivido, animado por la indómita valentía de la fe, abandonándose a Dios y encomendándose a María santísima. Esta noche lo recordaremos con una vigilia de oración mariana en la plaza de San Pedro, donde mañana por la tarde celebraré la santa misa por él.
A un año de distancia de su paso de la tierra a la casa del Padre podemos preguntarnos: ¿cuál es el legado de este gran Papa, que introdujo a la Iglesia en el tercer milenio? Su herencia es inmensa, pero el mensaje de su larguísimo pontificado se puede resumir bien en las palabras con las que quiso inaugurarlo aquí, en la plaza de San Pedro, el 22 de octubre de 1978: "¡Abrid; más aún, abrid de par en par las puertas a Cristo!". Este inolvidable llamamiento, que sigue resonando en mí como si fuera ayer mismo, Juan Pablo II lo encarnó con toda su persona y toda su misión de Sucesor de Pedro, especialmente con su extraordinario programa de viajes apostólicos.
Visitando los países de todo el mundo, encontrándose con las multitudes, las comunidades eclesiales, los gobernantes, los líderes religiosos y las diversas realidades sociales, realizó un único gran gesto, como confirmación de aquellas palabras iniciales. Anunció siempre a Cristo, presentándolo a todos, como había hecho el concilio Vaticano II, como respuesta a las expectativas del hombre, expectativas de libertad, de justicia y de paz. Cristo es el Redentor del hombre —solía repetir—, el único Salvador auténtico de cada persona y de todo el género humano.
Durante los últimos años, el Señor lo fue despojando gradualmente de todo, para asimilarlo plenamente a sí. Y cuando ya no podía viajar, y después ni siquiera caminar, y al final tampoco hablar, su gesto, su anuncio se redujo a lo esencial: a la entrega de sí mismo hasta el fin. Su muerte fue la culminación de un testimonio coherente de fe, que tocó el corazón de numerosos hombres de buena voluntad. Juan Pablo II nos dejó un sábado, día dedicado en particular a María, hacia la que siempre profesó una devoción filial. A la Madre celestial de Dios le pedimos ahora que nos ayude a atesorar todo lo que nos dio y enseñó este gran Pontífice.