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Homilías y comentarios bíblicos
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Dedicación de la Basílica de Letrán (9 de noviembre)

/ 7 noviembre, 2014 / Propio de los Santos

Homilética

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1 Lecturas (Dedicación de la Basílica de Letrán)
2 Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
2.1 San Cesáreo de Arlés, obispo
2.1.1 Sermones: El que obra mal deshonra a Cristo.
2.2 San Agustín, obispo
2.2.1 Sermones: Los que creen son piedras vivas
2.2.2 Sermón: Somos miembros de Cristo.
2.3 Orígenes, presbítero
2.3.1 Comentarios: La Resurrección
2.3.2 Homilías: Ser piedras vivas
2.4 San Bernardo, abad y doctor de la Iglesia
2.4.1 Sermón: Fiesta de la dedicación de una iglesia, fiesta del Pueblo de Dios.
2.5 Lansperge Chartreux, religioso
2.5.1 Sermones: Tres casas
2.6 Elredo de Rielvaux, monje cisterciense
2.6.1 Sermones: La verdadera dedicación del Templo
2.7 San Hilario de Poitiers, obispo y doctor de la Iglesia
2.7.1 Tratado: Templo construido por Dios.
2.8 Beato John Henry Newman, presbítero
2.8.1 El templo es una obra espiritual
2.9 San Juan Pablo II, papa
2.9.1 Homilías: Morada de Dios
2.9.2 Homilías: El Templo es Cristo crucificado y resucitado
2.10 Benedicto XVI, papa
2.10.1 Homilía: Crucificado y Resucitado
2.10.2 Homilía: LA adoración que Dios quiere
2.11 Catecismo de la Iglesia Católica
2.11.1 Jesús y el Templo
2.11.2 La Resurrección
2.12 Pontificio Consejo para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes
2.12.1 El Santuario: memoria, presencia y profecía del Dios vivo: El misterio del Templo
2.13 Joseph Ratzinger (Benedicto XVI)
2.13.1 Jesús de Nazaret II: La «señal» de Cristo

Lecturas (Dedicación de la Basílica de Letrán)

Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles.

-1ª Lectura: Ez 47, 1-2.8-9.12 : Vi que manaba agua del lado derecho del templo, y habrá vida dondequiera que llegue la corriente
-Salmo: 45 : El correr de las acequias alegra la ciudad de Dios, el Altísimo consagra su morada
-2ª Lectura: 1Cor 3, 9c-11.16-17 : Sois templo de Dios
+Evangelio: Jn 2, 13-22 : Hablaba del templo de su cuerpo


Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia

San Cesáreo de Arlés, obispo

Sermones: El que obra mal deshonra a Cristo.

Sermón 229,1-3: CCL 104, 905-908 (Se lee en la Liturgia de las Horas)

«Todos, por el bautismo, hemos sido hechos templos de Dios» (cf. Jn 2,16).

Hoy, hermanos muy amados, celebramos con gozo y alegría, por la benignidad de Cristo, la dedicación de este templo; pero nosotros debemos ser el templo vivo y verdadero de Dios. Con razón, sin embargo, celebran los pueblos cristianos la solemnidad de la Iglesia madre, ya que son conscientes de que por ella han renacido espiritualmente. En efecto, nosotros, que por nuestro primer nacimiento fuimos objeto de la ira de Dios, por el segundo hemos llegado a ser objeto de su misericordia. El primer nacimiento fue para muerte; el segundo nos restituyó a la vida.

Todos nosotros, amadísimos, antes del bautismo, fuimos lugar en donde habitaba el demonio; después del bautismo, nos convertimos en templos de Cristo. Y, si pensamos con atención en lo que atañe a la salvación de nuestras almas, tomamos conciencia de nuestra condición de templos verdaderos y vivos de Dios. Dios habita no sólo en templos construidos por hombres ni en casas hechas de piedra y de madera, sino principalmente en el alma hecha a imagen de Dios y construida por él mismo, que es su arquitecto. Por esto, dice el apóstol Pablo: El templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros.

Y, ya que Cristo, con su venida, arrojó de nuestros corazones al demonio para prepararse un templo en nosotros, esforcémonos al máximo, con su ayuda, para que Cristo no sea deshonrado en nosotros por nuestras malas obras. Porque todo el que obra mal deshonra a Cristo. Como antes he dicho, antes de que Cristo nos redimiera éramos casa del demonio; después hemos llegado a ser casa de Dios, ya que Dios se ha dignado hacer de nosotros una casa para sí.

Por esto, nosotros, carísimos, si queremos celebrar con alegría la dedicación del templo, no debemos destruir en nosotros, con nuestras malas obras, el templo vivo de Dios. Lo diré de una manera inteligible para todos: debemos disponer nuestras almas del mismo modo como deseamos encontrar dispuesta la iglesia cuando venimos a ella.

¿Deseas encontrar limpia la basílica? Pues no ensucies tu alma con el pecado. Si deseas que la basílica esté bien iluminada, Dios desea también que tu alma no esté en tinieblas, sino que sea verdad lo que dice el Señor: que brille en nosotros la luz de las buenas obras y sea glorificado aquel que está en los cielos. Del mismo modo que tú entras en esta iglesia, así quiere Dios entrar en tu alma como tiene prometido: Habitaré y caminaré con ellos.

San Agustín, obispo

Sermones: Los que creen son piedras vivas

Sermón sobre el salmo 130, n. 1-2.

«El Templo santo es el Cuerpo de Cristo» (cf. Jn 2,21).

«El Señor los echó a todos del Templo.» El apóstol Pablo dice: «El templo de Dios es santo y ese templo sois vosotros» (1Co 3,17), es decir, todos los que creéis en Cristo y lo creéis hasta el punto de amarle… Todos los que lo creen son piedras vivas sobre las que se edifica el templo de Dios (1Pe 2,5); son como esta madera que no se corrompe con la que ha sido construida el arca que ni el diluvio pudo sumergir (Gn 6,14). Ese templo, el pueblo de Dios, los mismos hombres, son el lugar donde Dios escucha al que le ora. Los que oran a Dios fuera de ese templo no serán escuchados para llegar a la paz de la Jerusalén de arriba, aunque si pueden serlo para ciertos bienes materiales que Dios concede también a los paganos…

Pero es cosa muy distinta ser escuchado en lo que concierne a la vida eterna, esto no se concede más que a los que oran en el templo de Dios. Porque el que ora en el templo de Dios ora dentro la paz de la Iglesia, en la unidad del Cuerpo de Cristo, porque el Cuerpo de Cristo está constituido por la multitud de creyentes repartidos sobre toda la tierra… Y el que ora dentro la paz de la Iglesia ora «en espíritu y verdad» (Jn 4, 23); el Templo antiguo no era más que un símbolo. En efecto, era para instruirnos que el Señor echó del Templo a esos hombres que no buscaban más que su propio interés, que no iban a él más que para comprar y vender. Si este Templo tuvo que soportar esta purificación, es evidente que también el Cuerpo de Cristo, el templo verdadero, entre los que oran se mezclan compradores y vendedores, es decir, unos hombres que no buscan más que «sus propios intereses y no los de Cristo Jesús» (Flp 2,21)… Tiempo vendrá en que el Señor sacará fuera todos estos pecados.

Sermón: Somos miembros de Cristo.

Sermón Morin 3, 4 : PLS 2, 664.

«Él se refería al templo de su cuerpo» (Jn 2,21).

Salomón, siendo profeta de Dios, construyó un templo de madera y de piedra […] al Dios vivo, que hizo cielo y tierra y permanece en el cielo […]. ¿Por qué ordenó que se le levantara un templo? ¿No tenía dónde residir? Escuchad lo que dijo el bienaventurado Esteban en el momento de su pasión: Salomón le edificó una casa, pero el excelso no habita en templos de hechura humana (Hech. 7,48). ¿Por qué, pues, quiso hacer un templo o que el templo fuese levantado? Para que fuera prefiguración del cuerpo de Cristo. Aquel templo era una sombra (Col. 2,17); llegó la luz y ahuyentó la sombra. Busca ahora el templo construido por Salomón, y encontrarás las ruinas. ¿Por qué se convirtió en ruinas aquel templo? Porque se cumplió lo que él simbolizaba. Hasta el mismo templo que es el cuerpo del Señor se derrumbó, pero se levantó; y de tal manera que en modo alguno podrá derrumbarse de nuevo. […]

¿Qué son nuestros cuerpos? Miembros de Cristo. Escuchad al Apóstol Pablo: ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? (1 Co 6,15) Quien dijo: Vuestros cuerpos son miembros de Cristo, ¿qué otra cosa mostró sino que nuestros cuerpos y nuestra cabeza, que es Cristo (Col 1, 18), constituyen en conjunto el único templo de Dios? El cuerpo de Cristo y nuestros cuerpos son el templo de Dios […].Edificaos en la unidad para no caer en la separación.

Orígenes, presbítero

Comentarios: La Resurrección

Sobre el Evangelio de Juan, 10

«Al tercer día resucitaré» (cf. Jn 2,19).

Es grande, el misterio de nuestra resurrección, y extremadamente difícil de sondear. Es anunciado en muchos textos de la Escritura, pero sobre todo en Ezequiel: «El Espíritu del Señor me depositó en un valle lleno de huesos humanos…; estaban completamente secos. El Señor me dijo: Hijo de hombre, ¿estos huesos vivirán? Respondí: Señor, tú lo sabes. Me dijo: profetiza sobre estos huesos. Les dirás: Huesos secos, escuchad la palabra del Señor» (Ez 37,1-4)…

Entonces, cuáles son estos huesos a los que les dice: «Escuchad la palabra del Señor» si no el Cuerpo de Cristo, sobre el que el Señor decía: «Todos mis huesos están dislocados» (Sal. 21,15)… Y así como se efectuó la resurrección del cuerpo verdadero y perfecto de Cristo, un día los miembros de Cristo… serán reunidos, hueso con hueso, juntura con juntura. Nadie privado de esta juntura, alcanzará «el hombre perfecto, a la medida del cuerpo de Cristo en su plenitud» (Ef 4,13).

Entonces «todos los miembros del cuerpo, aunque muchos, formarán un solo cuerpo» (1Co 12,12)… Digo esto a propósito del Templo sobre el que el Señor dijo: «El celo por tu casa me devora» (Sal 68,10), y a propósito de los judíos que le pedían les mostrase un signo, y en fin a propósito de su respuesta:… «Destruid este Templo, y en tres días lo levantaré». Porque hace falta que sea expulsado de este templo, que es el Cuerpo de Cristo, todo lo que niega la razón y lo que depende del comercio, para que de ahora en adelante este templo no sea más una casa de vendedores.

Hace falta además… que después de su destrucción, por los que niegan la palabra de Dios, sea levantado al tercer día… Gracias a la purificación de Jesús, sus discípulos, habiendo abandonado todo lo que no es razonable y toda forma de comercio y a causa del celo del Verbo, la Palabra de Dios, que está presente en ellos, sus discípulos «serán destruidos» para «ser levantados» por Jesús en tres días… Porque hacen falta tres días enteros para que esta reconstrucción se termine. Por eso, podemos decir de una parte, que la resurrección se efectuó y por otra parte, que tiene que venir: verdaderamente «hemos sido sepultados con Cristo » y » con Él nos levantaremos » (cf Rm 6,4)… «Todos serán vivificados en Cristo, pero cada uno en su puesto: primero, Cristo, como primicia, después, todos los que son de Cristo en su venida» (1Co 15,22s).

Homilías: Ser piedras vivas

Hom. sobre el libro de Josué n. 9, 1-2 : PG 12, 871-872

«No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado» (Jn 2,16).

Todos nosotros, creyentes en Cristo Jesús somos llamados “piedras vivas” según la palabra de la Escritura: “también vosotros, como piedras vivas, vais construyendo un templo espiritual dedicado a un sacerdocio santo, para ofrecer, por medio de Jesucristo, sacrificios espirituales agradables a Dios.” (1Pe 2,5)

Así cuando se trata de piedras materiales, sabemos que se procura colocar en los cimientos las piedras más sólidas y más resistentes para poder colocar luego encima todo el peso del edificio. Las piedras que siguen, de calidad un poco inferior, se colocan lo más cerca posible de los cimientos. Y así en lo sucesivo, según la resistencia de las piedras…hasta el tejado. Hay que comprender que esto se aplica de la misma manera a las piedras vivas, entre las cuales las hay que están en los cimientos de nuestro edificio espiritual. “Los apóstoles y los profetas” Esta es la doctrina de Pablo: “Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular.” (Ef 2,20)

Tú que me escuchas, para preparar más activamente la construcción de este edificio, para ser una de las piedras más cercanas a los cimientos, tienes que saber que es Cristo mismo el cimiento de este edificio que describimos. Así lo afirma Pablo: “Nadie puede poner un cimiento distinto del que ya está puesto, y este cimiento es Jesucristo.”(1 Cor 3,11) Felices aquellos que han construido su edificio, agradable a Dios, sobre este noble cimiento!

San Bernardo, abad y doctor de la Iglesia

Sermón: Fiesta de la dedicación de una iglesia, fiesta del Pueblo de Dios.

Sermón 5 para la Dedicación.

«Sois templo de Dios» (cf. Jn 2,21).

Hermanos, celebramos hoy una gran fiesta. Es la fiesta de la casa del Señor, del templo de Dios, de la ciudad del Rey eterno, de la Esposa de Cristo… Preguntémonos ahora qué puede ser la casa de Dios, su templo, su ciudad, su Esposa. Lo digo con temor y respeto: somos nosotros. Sí, nosotros somos todo esto en el corazón de Dios. Lo somos por su gracia, no por nuestros méritos… La humilde confesión de nuestras dificultades excita su compasión. Esta compasión es lo único que hace a Dios socorrer nuestra necesidad, como un rico padre de familia, y nos hace encontrar pan en abundancia junto a él. Somos su casa donde nunca falta el alimento de vida…

“Sed santos, dice, porque yo, vuestro Señor, soy santo” (Lv 11,45). Y el apóstol Pablo nos dice: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?” ¿Será suficiente la santidad? Según el testimonio del apóstol también la paz es necesaria: “Procurad la paz con todos y la santidad sin la cual nadie verá a Dios” (Heb 12,14). Esta paz es la que nos hace vivir juntos, unidos como hermanos, y edifica para nuestro Rey, una ciudad enteramente nueva llamada Jerusalén que significa: visión de paz…

Dios mismo, en fin, es quien nos dice: “Yo seré tu Esposo, en fidelidad, y te desposaré conmigo en juicio y en justicia (mía, no la tuya) “me he desposado contigo en ternura y misericordia” (Os 2,22.21) ¿No se ha portado él como un esposo? ¿No os ha amado y se ha mostrado celoso como un esposo? Entonces ¿cómo podéis dejar de consideraros su Esposa? Por tanto, hermanos, sabemos por experiencia que somos la casa del Padre de familia por el alimento tan abundante que tenemos, el templo de Dios por nuestra santificación, la ciudad del Rey supremo para nuestra comunión de vida, la esposa del Esposo inmortal por el amor. Creo, pues, que puedo afirmar sin miedo: esta fiesta es realmente nuestra fiesta.

Lansperge Chartreux, religioso

Sermones: Tres casas

Sermón sobre la Dedicación de la Iglesia; Opera omnia, 1, 702s

«Vosotros sois templo de Dios, y el Espíritu de Dios habita en vosotros» (1Co 3,16)

La dedicación que conmemoramos hoy, se refiere, en realidad, a tres casas.

La primera es el santuario material… Si bien es preciso orar en cualquier lugar y no existe realmente ningún lugar donde no se pueda orar. Sin embargo, es algo muy adecuado haber consagrado a Dios, un lugar especial donde todos nosotros, cristianos que formamos esta comunidad, podemos reunirnos, estar y orar a Dios juntos, y obtener así más fácilmente lo que pedimos, gracias a esta oración en común, según la Palabra «si dos o tres de vosotros os ponéis de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre que está en el cielo» (Mt 18,19)…

La segunda casa de Dios, es el pueblo, la santa comunidad que encuentra su unidad en la iglesia, es decir, vosotros que sois guiados, instruidos y alimentados por un solo pastor u obispo. Esta es la morada espiritual de Dios, donde nuestra iglesia, esta casa de Dios material, es el signo. Cristo se ha construido este templo espiritual para sí mismo… Esta morada está formada por los elegidos de Dios pasados, presentes y futuros, reunidos por la unidad de la fe y de la caridad, en esta Iglesia, una, hija de la Iglesia universal, y que no se ha hecho, por otra parte, más que una con la Iglesia universal. Considerándose parte de las otras iglesias particulares, no es sólo una parte de la Iglesia, como lo son todas las demás Iglesias. Estas iglesias constituyen no obstante todas juntas la única Iglesia universal, Madre de todas las Iglesias… Al conmemorar la dedicación de nuestra iglesia, no hacemos más que recordar, junto con de acciones de gracias, himnos y alabanzas, la bondad que Dios ha manifestado a este pequeño pueblo, llamándolo para que lo conociéramos…

La tercera casa de Dios, es toda alma santa dedicada a Dios, consagrada a Él por el bautismo, que ha llegado a ser templo del Espíritu Santo y morada de Dios… Cuando celebras la dedicación de esta tercera casa, acuérdate simplemente del favor que has recibido de Dios cuando se te ha elegido para venir habitar en ti por su gracia.

Elredo de Rielvaux, monje cisterciense

Sermones: La verdadera dedicación del Templo

Sermón 8, para la fiesta de San Benito

«El templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros.» (1Cor 3,17)

Muchas veces hemos oído decir que Moisés, después de haber sacado a Israel de  Egipto, construyó en el desierto un tabernáculo, una tienda del santuario, gracias a los dones de los hijos de Jacob… Démonos cuenta de que el apóstol Pablo dice que todo esto fue un símbolo. (cf 1Cor 3,17)…

Vosotros, hermanos, sois ahora el templo, el tabernáculo de Dios, como lo explica el apóstol: “El templo de Dios sois vosotros.” Templo donde Dios reinará eternamente, sois su tienda porque él os acompaña en el camino. Tiene sed de vosotros, tiene hambre de vosotros (Mt 25,35) Esta tienda, hermanos, sois vosotros mismos en el desierto de esta vida, hasta que lleguéis a la tierra prometida. Entonces tendrá lugar la verdadera dedicación, entonces será edificada la auténtica Jerusalén, no ya bajo la forma de una tienda sino de una ciudad.

Pero ahora, si somos verdaderos hijos de Israel según el Espíritu, si hemos salido de Egipto en espíritu, ofrezcamos nuestros bienes para la construcción del tabernáculo: “A cada cual se le concede la manifestación del Espíritu para el bien de todos…” (cf 1Cor 12,4ss). Que todo sea común para todos. Que nadie considere como bien propio el carisma que haya recibido de Dios. Que nadie tenga envidia de un carisma otorgado a otro hermano, sino que esté convencido de que el suyo sirve para bien de todos y no dude que el bien de su hermano es también su propio bien.

Dios actúa de manera que cada uno necesite del otro. Lo que uno no tiene, lo puede encontrar en el hermano… “así nosotros siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada cual existe en relación con los otros miembros” (Rm 12,5).

San Hilario de Poitiers, obispo y doctor de la Iglesia

Tratado: Templo construido por Dios.

Tratado sobre el salmo 64; PL 9, 416ss.

«El templo del que hablaba Jesús era su propio cuerpo» (Jn 2,21).

El Señor dice: “He elegido a Sión, he deseado vivir en ella. Está será mi morada para siempre, en ella quiero residir” (cf Sal 131). Pero Sión y su templo fueron destruidos. ¿Dónde estará el trono eterno de Dios, dónde su reposo para siempre? ¿Dónde será su templo para habitar? El apóstol Pablo nos responde: “ El templo de Dios sois vosotros; en vosotros habita el Espíritu de Dios” (1Cor 3,16). Esta es la casa y el templo de Dios, llenos de su doctrina y de su poder. Son el lugar donde reside su santidad.

Dios mismo es el que edifica esta morada. Si fuera construida por mano humana no duraría para siempre; tampoco si fuera edificada sobre doctrinas humanas. Nuestras inquietudes y nuestros esfuerzos vanos no serían capaces de protegerla. El Señor, en cambio, lo realiza. No la ha fundado sobre arena movediza sino sobre los profetas y los apóstoles (cf Ef 2,20). Es construida sin cesar con piedras vivas (1Pe 2,5). Se desarrolla hasta las últimas dimensiones del cuerpo de Cristo. Sin cesar se realiza su edificación; en su entorno se construyen numerosas casas que se juntan para formar una ciudad grande y pacífica(Sal 121,3).

Beato John Henry Newman, presbítero

El templo es una obra espiritual

PPS, vol 6, n° 19

Fiesta de la dedicación de una catedral, fiesta de la Iglesia

¿Una catedral es fruto de un deseo pasajero o alguna cosa que se pueda realizar por propia voluntad?… Ciertamente, las iglesias que hemos heredado no son fruto de un simple asunto de capital, ni una pura creación de un genio; sino que son fruto de martirios, de grandezas y sufrimientos. Sus fundamentos son muy profundos; descansan sobre la predicación de los apóstoles, sobre la confesión de fe de los santos y sobre las primeras conquistas ganadas por el Evangelio en nuestro país.

Todo lo que hay de noble en su arquitectura, que cautiva los ojos y llega al corazón,  no es un puro efecto de la imaginación de los hombres, sino que es un don de Dios, es una obra espiritual.

La cruz está siempre plantada en el riesgo y en el sufrimiento, y regada con  lágrimas y sangre. Ella no arraiga ni da fruto si su predicación no va acompañada de renuncia. Los que detentan el poder pueden decretar, favorecer la religión, pero no pueden plantarla, sólo pueden imponerla. Tan sólo la Iglesia puede plantar la Iglesia. Nadie que no sean los santos, hombres mortificados, predicadores de la rectitud, confesores de la verdad, pueden crear una casa para la verdad.

Por eso los templos de Dios son también los monumentos de sus santos… Su simplicidad, su grandeza, su solidez, su gracia y su belleza no hacen más que recordarnos la paciencia y la pureza, la valentía y la suavidad, la caridad y la fe de los que sólo han adorado a Dios en los montes y los desiertos; han trabajado, pero no en vano, porque otros han heredado el fruto de su trabajo (cf Jn 4,38). En efecto, a la larga, su palabra ha dado fruto; ha sido hecha Iglesia esta catedral en la que la Palabra vive desde hace mucho tiempo… Dichosos los que entran a formar parte de este lazo de comunión con los santos del pasado y con la Iglesia universal… Dichosos los que al entrar en esta iglesia, penetran con el corazón en el cielo.

San Juan Pablo II, papa

Homilías: Morada de Dios

VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA DEL SANTÍSIMO SALVADOR Y DE LOS SANTOS JUAN BAUTISTA Y JUAN EVANGELISTA EN EL LATERANO (09-11-1980)

1. Permitid, queridos hermanos y hermanas, que este domingo en que la Iglesia celebra el correspondiente aniversario de la Dedicación de la Basílica Lateranense, exprese yo, junto con vosotros, la más profunda veneración a nuestro Dios y Señor, que habita en este venerable templo.

¡Dios habita en el interior de su Iglesia!

Cuando el templo fue erigido en este lugar —y sucedió por vez primera en tiempos del Emperador Constantino—, fue dedicado a Dios solo. En efecto, se edifican las iglesias para dedicarlas a Dios, como para darle a El solo su particular propiedad y su habitación en medio de nosotros, que somos su pueblo. Y de nuestros antepasados en la fe recibimos la certeza de la verdad revelada, según la cual Dios quiere habitar en medio de nosotros. Quiere estar con nosotros. ¿De qué otra cosa, si no de esto, es testimonio la historia de los Patriarcas y de Moisés?

Y, ¿qué otra cosa testimonia, sobre todo. Cristo. Señor y Salvador nuestro que, de modo especial, es desde el principio, Patrono de la Iglesia en Letrán?

2. Sí, hace poco hemos escuchado sus palabras pronunciadas ante los habitantes de Jerusalén y ante los peregrinos que habían llegado para visitar el templo de Salomón: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré» (Jn 2, 19). Cristo había subido al templo de Jerusalén junto con los demás y —como hemos escuchado— había echado fuera a la gente que vendía bueyes, ovejas, palomas y a los cambistas sentados allí. Y entonces, ante la reacción tan dura del Maestro de Nazaret, ante las palabras que había pronunciado en esa ocasión: «no hagáis de la casa de mi Padre casa de contratación», le fue hecha esta pregunta: «¿Qué señal das para obrar así?» (Jn 2, 16. 18).

La respuesta de Cristo suscitó una sensación de recelo: «Cuarenta y seis años se han empleado en edificar este templo, ¿y tú vas a levantarlo en tres días?» (Jn 2, 20).

Solamente los más cercanos a Cristo eran conscientes de que en lo que había dicho se había manifestado su «celo» filial por la casa del Padre, un celo que lo devoraba (cf. Jn 2, 14). Y ellos, los discípulos, entendieron después, cuando Cristo resucitó, que echando entonces a los comerciantes del templo de Jerusalén, pensaba sobre todo en el «templo de su cuerpo» (Jn 2, 21).

Así, pues, en el día en que celebramos el recuerdo anual de la Dedicación de la Basílica de Letrán, que es madre de todas las Iglesias, deseamos expresar la máxima veneración a esta «morada de Dios con nosotros» (cf. Ap 21, 3), profesando que ella representa al mismo Cristo crucificado y resucitado. Cristo, nuestra Pascua; porque por El, en El y con El tenemos acceso al Padre en el Espíritu Santo; por El, en El y con El, Dios mismo, en el misterio inescrutable de su Vida Trinitaria, se acerca a nosotros para estar con nosotros, para habitar en medio de nosotros.

3. De este modo, yo. Obispo de Roma, deseo hoy expresar mi veneración al misterio de este templo al que estoy unido desde hace dos años, y deseo expresar esa veneración juntamente con vosotros, que sois una parte peculiar de la Iglesia de Roma. Sois, en efecto, la parroquia lateranense. ¡Queridos hermanos y hermanas! ¡Es una gran distinción, verdaderamente singular, la vuestra! Ella os impone el deber de captar, ante todo, de modo especialmente perspicaz, el misterio del templo de Dios, que la liturgia de hoy pone tan magníficamente de relieve, y os permite también vivirlo después con la necesaria coherencia…

4. […] Permitidme seguir a San Pablo y proponeros una frase suya, sacada de la liturgia de hoy: «Vosotros sois arada de Dios, edificación de Dios» (1 Cor 3, 9).

Dos comparaciones, cada una de las cuales habla en modo muy expresivo de cada uno de vosotros y, al mismo tiempo, de toda vuestra comunidad.

Sois la «arada de Dios», que debe su buena cosecha sobre todo al agua del bautismo. Aquí, junto a la Basílica, se encuentra una fuente bautismal muy antigua. Y aquí, con el agua de lafuente bautismal lateranense, muchos de vosotros han nacido a la vida divina en la gracia de hijos adoptivos, viniendo a formar parte de esta comunidad parroquial. ¡Cuán elogiosamente el Salmo responsorial de hoy exalta las «corrientes del río» que «alegran la ciudad de Dios» (Sal 45 [46] 5)1 Y el Profeta Ezequiel evoca la imagen de los árboles que crecen a la orilla del torrente y gracias a ello producen frutos. He aquí sus palabras: «En las riberas del río, al uno y al otro lado, se alzarán árboles frutales de toda especie, cuyas hojas no caerán y cuyo fruto no faltará. Todos los meses madurarán sus frutos, por salir sus aguas del santuario, y serán comestibles, y sus hojas, medicinales» (Ez 47, 12).

Así también vosotros, queridos hermanos y hermanas, crecéis en virtud de la gracia del bautismo y producís frutos de buenas obras, frutos que deben durar para la vida eterna, si permanecéis fieles a esa gracia del bautismo.

Está después otra comparación: vosotros sois la edificación de Dios». Tal imagen expresa la misma verdad respecto a nuestro vínculo orgánico con Cristo, como «fundamento» de toda la vida espiritual: «Cuanto al fundamento, nadie puede poner otro, sino el que está puesto, que es Jesucristo» (1 Cor 3, 11).

Así escribe el Apóstol Pablo en la primera Carta a los Corintios, y seguidamente plantea a los destinatarios de su Carta —y también a nosotros— la siguiente pregunta: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?» (1 Cor 3, 16). Y añade todavía (son palabras fuertes e incluso en cierto sentido severas y amenazadoras): «Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo aniquilará» (1 Cor 3, 16). Para concluir después: «Porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros» (1 Cor 3, 17).

5. He aquí el metro con el que conviene medir vuestra vida cristiana: cada uno de vosotros individualmente y todos juntos en el contexto de esta comunidad parroquial.

Es un metro que debe estimular el sentido de responsabilidad de cada uno, induciéndole a asumirse generosamente los deberes que derivan de su inserción, mediante el bautismo, en el Cuerpo místico de Cristo…

Homilías: El Templo es Cristo crucificado y resucitado

CONSAGRACIÓN DE LA CATEDRAL DE LA ALMUDENA, MADRID (15-06-1993)

[…] 3. “No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?” (1Co 3, 16). Estas palabras de san Pablo, que hemos escuchado en la segunda lectura, nos llevan también, queridos hermanos, a preguntarnos: Cuál es el fundamento de ser y sabernos templos de Dios? Y la respuesta es: Jesucristo. Por eso el mismo apóstol podrá decir: “Nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Jesucristo” (1Co 3, 11). Y todo ello sin abrogar lo que el Antiguo Testamento dice sobre el templo de Jerusalén, y que en el Salmo responsorial hemos repetido con tanta fuerza emotiva: “Dichosos los que viven en tu casa” (Sal 83 [82], 5).

El celo por la casa de Dios vemos que lleva a Jesús un día, en el templo de Jerusalén –aquel templo levantado por Salomón y reconstruido tras el exilio en Babilonia– a expulsar a los mercaderes diciéndoles: “No hagáis de la casa de mi Padre una casa de mercado” (Jn 2, 16). Y a la pregunta de los judíos: “Qué señal nos muestras para obrar así?” (Ibíd., 2, 18), el Señor responde: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré” (Ibíd., 2, 19). Esas palabras no podían ser comprendidas entonces, porque Jesús estaba hablando del templo de su cuerpo. Sólo después de la resurrección sus discípulos las entendieron y creyeron.

Por ello, amadísimos hermanos y hermanas, proclamamos que el templo de la Nueva y Eterna Alianza es Cristo Jesús: el Señor crucificado y resucitado de entre los muertos. En Él “habita corporalmente la plenitud de la divinidad” (Col 2, 9). Él mismo es el Emmanuel: “La morada de Dios entre los hombres” (Ap 21, 3). En Cristo toda la creación se ha convertido en un grandioso templo que proclama la gloria de Dios.

4. A semejanza de este edificio material que hoy dedicamos para gloria de Dios, y en cuya edificación todas las piedras, bien ensambladas, contribuyen a su estabilidad, belleza y unidad, por ser hijos de Dios, vosotros, mediante el bautismo, “como piedras vivas, entráis en la construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por Jesucristo”. Y en la base de este edificio estará como garantía de estabilidad y perennidad la “piedra angular, escogida y preciosa” (1P 2, 5.6), cuyo nombre es Jesucristo.

Por eso, ¡no dañéis ese templo! No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios con el que habéis sido marcados (cf Ef 4, 30), al contrario, cuidad la unidad de la fe y la comunión en todo: en el sentir y en el obrar, en torno a vuestro Pastor. En efecto, el Obispo, en comunión con el sucesor de Pedro –“roca” sobre la que se edifica la Iglesia (cf Mt 16, 18)– es el Pastor de cada Iglesia particular y ha recibido de Cristo, a través de la sucesión apostólica, el mandato de enseñar, santificar y gobernar la Iglesia diocesana (cf Christus Dominus, 11). Acogedlo, amadlo y obedecedle como a Cristo; orad constantemente por él, para que desempeñe su ministerio con total fidelidad al Señor.

5. […] En una sociedad pluralista como la vuestra, se hace necesaria una mayor y más incisiva presencia católica, individual y asociada, en los diversos campos de la vida pública. Es por ello inaceptable, como contrario al Evangelio, la pretensión de reducir la religión al ámbito de lo estrictamente privado, olvidando paradójicamente la dimensión esencialmente pública y social de la persona humana. ¡Salid, pues, a la calle, vivid vuestra fe con alegría, aportad a los hombres la salvación de Cristo que debe penetrar en la familia, en la escuela, en la cultura y en la vida política!…

6. Desde esa perspectiva podremos entender mejor el profundo significado de este acto. Vemos la figura y contemplamos la realidad: vemos el templo y contemplamos a la Iglesia. Miramos el edificio y penetramos en el misterio. Porque este edificio nos revela, con la belleza de sus símbolos, el misterio de Cristo y de su Iglesia. En la cátedra del Obispo, descubrimos a Cristo Maestro, que, gracias a la sucesión apostólica, nos enseña a través de los tiempos. En el altar, vemos a Cristo mismo en el acto supremo de la redención. En la pila del bautismo, encontramos el seno de la Iglesia, Virgen y Madre, que alumbra la vida de Dios en el corazón de sus hijos. Y mirándonos a nosotros mismos, podremos decir con san Pablo: “Sois edificio de Dios… El templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros” (1Co 3, 9.17)…

Benedicto XVI, papa

Homilía: Crucificado y Resucitado

CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA PARA LOS TRABAJADORES EN LA FIESTA DE SAN JOSÉ (19-03-2006)

[…] Jesús expulsa del templo a los vendedores y a los cambistas. El evangelista ofrece la clave de lectura de este significativo episodio en el versículo de un salmo:  «El celo por tu casa me devora» (cf. Sal 69, 10). A Jesús lo «devora» este «celo» por la «casa de Dios», utilizada con un fin diferente de aquel para el que estaba destinada. Ante la petición de los responsables religiosos, que pretenden un signo de su autoridad, en medio del asombro de los presentes, afirma:  «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré» (Jn 2, 19). Palabras misteriosas, incomprensibles en aquel momento, pero que san Juan vuelve a formular para sus lectores cristianos, observando:  «Él hablaba del templo de su cuerpo» (Jn 2, 21).
Sus adversarios destruirán este «templo», pero él, al cabo de tres días, lo reconstruirá mediante la resurrección. La muerte dolorosa y «escandalosa» de Cristo se coronará con el triunfo de su gloriosa resurrección. Mientras en este tiempo cuaresmal nos preparamos para revivir en el triduo pascual este acontecimiento central de nuestra salvación, contemplamos al Crucificado vislumbrando ya en él el resplandor del Resucitado.

Homilía: LA adoración que Dios quiere

CELEBRACIÓN DEL DOMINGO DE RAMOS Y DE LA PASIÓN DEL SEÑOR (16-03-2008)
XXIII Jornada Mundial de la Juventud

Los evangelistas nos relatan que, en el proceso contra Jesús, se presentaron falsos testigos y afirmaron que Jesús había dicho: «Yo puedo destruir el templo de Dios y en tres días reconstruirlo»(Mt 26, 61). Ante Cristo colgado de la cruz, algunos de los que se burlaban de él aluden a esas palabras, gritando: «Tú que destruyes el templo y en tres días lo reconstruyes, sálvate a ti mismo» (Mt 27, 40).

La versión exacta de las palabras, tal como salieron de labios de Jesús mismo, nos la transmitió san Juan en su relato de la purificación del templo. Ante la petición de un signo con el que Jesús debía legitimar esa acción, el Señor respondió: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré» (Jn 2, 18 s). San Juan añade que, recordando ese acontecimiento después de la Resurrección, los discípulos comprendieron que Jesús había hablado del templo de su cuerpo (cf. Jn 2, 21s).

No es Jesús quien destruye el templo; el templo es abandonado a su destrucción por la actitud de aquellos que, de lugar de encuentro de todos los pueblos con Dios, lo transformaron en «cueva de ladrones», en lugar de negocios. Pero, como siempre desde la caída de Adán, el fracaso de los hombres se convierte en ocasión para un esfuerzo aún mayor del amor de Dios en favor de nosotros.

La hora del templo de piedra, la hora de los sacrificios de animales, había quedado superada: si el Señor ahora expulsa a los mercaderes no sólo para impedir un abuso, sino también para indicar el nuevo modo de actuar de Dios. Se forma el nuevo templo: Jesucristo mismo, en el que el amor de Dios se derrama sobre los hombres. Él, en su vida, es el templo nuevo y vivo. Él, que pasó por la cruz y resucitó, es el espacio vivo de espíritu y vida, en el que se realiza la adoración correcta. Así, la purificación del templo, como culmen de la entrada solemne de Jesús en Jerusalén, es al mismo tiempo el signo de la ruina inminente del edificio y de la promesa del nuevo templo; promesa del reino de la reconciliación y del amor que, en la comunión con Cristo, se instaura más allá de toda frontera.

Al final del relato del domingo de Ramos, tras la purificación del templo, san Mateo, cuyo evangelio escuchamos este año, refiere también dos pequeños hechos que tienen asimismo un carácter profético y nos aclaran una vez más la auténtica voluntad de Jesús. Inmediatamente después de las palabras de Jesús sobre la casa de oración de todos los pueblos, el evangelista continúa así: «En el templo se acercaron a él algunos ciegos y cojos, y los curó». Además, san Mateo nos dice que algunos niños repetían en el templo la aclamación que los peregrinos habían hecho a su entrada de la ciudad: «¡Hosanna al Hijo de David!» (Mt 21, 14s).

Al comercio de animales y a los negocios con dinero Jesús contrapone su bondad sanadora. Es la verdadera purificación del templo. Él no viene para destruir; no viene con la espada del revolucionario. Viene con el don de la curación. Se dedica a quienes, a causa de su enfermedad, son impulsados a los extremos de su vida y al margen de la sociedad. Jesús muestra a Dios como el que ama, y su poder como el poder del amor. Así nos dice qué es lo que formará parte para siempre del verdadero culto a Dios: curar, servir, la bondad que sana.

Catecismo de la Iglesia Católica

Jesús y el Templo

583 Como los profetas anteriores a Él, Jesús profesó el más profundo respeto al Templo de Jerusalén. Fue presentado en él por José y María cuarenta días después de su nacimiento (Lc. 2, 22-39). A la edad de doce años, decidió quedarse en el Templo para recordar a sus padres que se debía a los asuntos de su Padre (cf. Lc 2, 46-49). Durante su vida oculta, subió allí todos los años al menos con ocasión de la Pascua (cf. Lc 2, 41); su ministerio público estuvo jalonado por sus peregrinaciones a Jerusalén con motivo de las grandes fiestas judías (cf. Jn2, 13-14; 5, 1. 14; 7, 1. 10. 14; 8, 2; 10, 22-23).

584 Jesús subió al Templo como al lugar privilegiado para el encuentro con Dios. El Templo era para Él la casa de su Padre, una casa de oración, y se indigna porque el atrio exterior se haya convertido en un mercado (Mt 21, 13). Si expulsa a los mercaderes del Templo es por celo hacia las cosas de su Padre: «No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado. Sus discípulos se acordaron de que estaba escrito: ‘El celo por tu Casa me devorará’ (Sal 69, 10)» (Jn 2, 16-17). Después de su Resurrección, los Apóstoles mantuvieron un respeto religioso hacia el Templo (cf. Hch 2, 46; 3, 1; 5, 20. 21).

585 Jesús anunció, no obstante, en el umbral de su Pasión, la ruina de ese espléndido edificio del cual no quedará piedra sobre piedra (cf. Mt 24, 1-2). Hay aquí un anuncio de una señal de los últimos tiempos que se van a abrir con su propia Pascua (cf. Mt 24, 3; Lc 13, 35). Pero esta profecía pudo ser deformada por falsos testigos en su interrogatorio en casa del sumo sacerdote (cf. Mc 14, 57-58) y serle reprochada como injuriosa cuando estaba clavado en la cruz (cf. Mt 27, 39-40).

586 Lejos de haber sido hostil al Templo (cf. Mt 8, 4; 23, 21; Lc 17, 14; Jn 4, 22) donde expuso lo esencial de su enseñanza (cf. Jn 18, 20), Jesús quiso pagar el impuesto del Templo asociándose con Pedro (cf. Mt 17, 24-27), a quien acababa de poner como fundamento de su futura Iglesia (cf. Mt 16, 18). Aún más, se identificó con el Templo presentándose como la morada definitiva de Dios entre los hombres (cf. Jn 2, 21; Mt 12, 6). Por eso su muerte corporal (cf. Jn 2, 18-22) anuncia la destrucción del Templo que señalará la entrada en una nueva edad de la historia de la salvación: «Llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre»(Jn 4, 21; cf. Jn 4, 23-24; Mt 27, 51; Hb 9, 11; Ap 21, 22).

La Resurrección

994 […] Jesús liga la fe en la resurrección a la fe en su propia persona: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11, 25). Es el mismo Jesús el que resucitará en el último día a quienes hayan creído en Él (cf. Jn 5, 24-25; 6, 40) y hayan comido su cuerpo y bebido su sangre (cf. Jn 6, 54). En su vida pública ofrece ya un signo y una prenda de la resurrección devolviendo la vida a algunos muertos (cf. Mc 5, 21-42; Lc 7, 11-17; Jn 11), anunciando así su propia Resurrección que, no obstante, será de otro orden. De este acontecimiento único, Él habla como del «signo de Jonás» (Mt 12, 39), del signo del Templo (cf. Jn 2, 19-22): anuncia su Resurrección al tercer día después de su muerte (cf. Mc 10, 34).

995 Ser testigo de Cristo es ser «testigo de su Resurrección» (Hch 1, 22; cf. 4, 33), «haber comido y bebido con él después de su Resurrección de entre los muertos» (Hch 10, 41). La esperanza cristiana en la resurrección está totalmente marcada por los encuentros con Cristo resucitado. Nosotros resucitaremos como Él, con Él, por Él.

996 Desde el principio, la fe cristiana en la resurrección ha encontrado incomprensiones y oposiciones (cf. Hch 17, 32; 1 Co 15, 12-13). «En ningún punto la fe cristiana encuentra más contradicción que en la resurrección de la carne» (San Agustín, Enarratio in Psalmum 88, 2, 5). Se acepta muy comúnmente que, después de la muerte, la vida de la persona humana continúa de una forma espiritual. Pero ¿cómo creer que este cuerpo tan manifiestamente mortal pueda resucitar a la vida eterna?

Cómo resucitan los muertos

997 ¿Qué es resucitar? En la muerte, separación del alma y el cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, en espera de reunirse con su cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible uniéndolos a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús.

998 ¿Quién resucitará? Todos los hombres que han muerto: «los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación» (Jn 5, 29; cf. Dn12, 2).

999 ¿Cómo? Cristo resucitó con su propio cuerpo: «Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo» (Lc 24, 39); pero Él no volvió a una vida terrenal. Del mismo modo, en Él «todos resucitarán con su propio cuerpo, del que ahora están revestidos» (Concilio de Letrán IV: DS 801), pero este cuerpo será «transfigurado en cuerpo de gloria» (Flp 3, 21), en «cuerpo espiritual» (1 Co 15, 44):

«Pero dirá alguno: ¿cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida? ¡Necio! Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano…, se siembra corrupción, resucita incorrupción […]; los muertos resucitarán incorruptibles. En efecto, es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad; y que este ser mortal se revista de inmortalidad (1 Cor 15,35-37. 42. 53).

1000 Este «cómo ocurrirá la resurrección» sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible más que en la fe. Pero nuestra participación en la Eucaristía nos da ya un anticipo de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo:

«Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos cosas, una terrena y otra celestial, así nuestros cuerpos que participan en la eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la resurrección» (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 4, 18, 4-5).

1001 ¿Cuándo? Sin duda en el «último día» (Jn 6, 39-40. 44. 54; 11, 24); «al fin del mundo» (LG 48). En efecto, la resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo:

«El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar» (1 Ts 4, 16).

Resucitados con Cristo

1002 Si es verdad que Cristo nos resucitará en «el último día», también lo es, en cierto modo, que nosotros ya hemos resucitado con Cristo. En efecto, gracias al Espíritu Santo, la vida cristiana en la tierra es, desde ahora, una participación en la muerte y en la Resurrección de Cristo:

«Sepultados con él en el Bautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que le resucitó de entre los muertos […] Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios» (Col 2, 12; 3, 1).

1003 Unidos a Cristo por el Bautismo, los creyentes participan ya realmente en la vida celestial de Cristo resucitado (cf. Flp 3, 20), pero esta vida permanece «escondida […] con Cristo en Dios» (Col 3, 3) «Con él nos ha resucitado y hecho sentar en los cielos con Cristo Jesús» (Ef 2, 6). Alimentados en la Eucaristía con su Cuerpo, nosotros pertenecemos ya al Cuerpo de Cristo. Cuando resucitemos en el último día también nos «manifestaremos con él llenos de gloria» (Col 3, 4).

1004 Esperando este día, el cuerpo y el alma del creyente participan ya de la dignidad de ser «en Cristo»; donde se basa la exigencia del respeto hacia el propio cuerpo, y también hacia el ajeno, particularmente cuando sufre:

«El cuerpo es […] para el Señor y el Señor para el cuerpo. Y Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros mediante su poder. ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? […] No os pertenecéis […] Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo» (1 Co 6, 13-15. 19-20).

Pontificio Consejo para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes

El Santuario: memoria, presencia y profecía del Dios vivo: El misterio del Templo

2. A la escucha de la revelación

Para que la reflexión sobre el santuario alimente la fe y dé fecundidad a la acción pastoral, es necesario que se origine en la escucha obediente de la revelación, en la cual están presentados densamente el mensaje y la fuerza de salvación contenidos en «el misterio del Templo».

En el lenguaje bíblico, sobre todo en el lenguaje paulino, el término «misterio» expresa el designio divino de salvación que se va realizando en la historia humana. Cuando, a la luz de la palabra de Dios, se escruta el «misterio del Templo», se capta, más allá de los signos visibles de la historia, la presencia de la «gloria» divina (cf. Sal 29,9), es decir, la manifestación del Dios tres veces Santo (cf. Is 6,3), su presencia en diálogo con la humanidad (cf. 1 R 8,30-53) y su ingreso en el tiempo y en el espacio, a través de «la tienda» que Él puso en medio de nosotros (cf. Jn 1,14). Se perfilan, así, las líneas de una teología del templo, a cuya luz se puede comprender mejor también el significado del santuario.

Esta teología se caracteriza por una progresiva concentración: en primer lugar, se destaca la figura del «templo cósmico», que el Salmo 19, por ejemplo, celebra con la imagen de los «dos soles»: el «sol de la Torah», o sea de la revelación dirigida explícitamente a Israel (vv. 8-15), y el «sol del cielo» que «proclama la gloria de Dios» (vv. 2-7) a través de una revelación universal silenciosa, pero eficaz, destinada a todos. En este templo la presencia divina está viva por doquier, como reza el Salmo 139, y se celebra una liturgia de aleluya, reafirmada en el Salmo 148 que, además de las criaturas celestes, introduce veintidós criaturas terrestres (tantas cuantas son las letras del alfabeto hebraico, para significar la totalidad de la creación) que entonan un aleluya universal.

Viene, luego, el templo de Jerusalén, donde se conserva el Arca de la alianza, lugar santo por excelencia de la fe judía y memoria permanente del Dios de la historia que ha sellado una alianza con su pueblo y permanece fiel a él. El templo es la casa visible del Eterno (cf. Sal11,4), llenada por la nube de su presencia (cf. 1 R 8,10.13) y colmada de su «gloria» (cf. 1 R8,11).

Por último, está el templo nuevo y definitivo, constituido por el Hijo eterno que se hizo carne (cf. Jn 1,14): el Señor Jesús, crucificado y resucitado (cf. Jn 2,19-21), que transforma a los que creen en él en el templo de piedras vivas que es la Iglesia peregrina en el tiempo: «Acercándoos a él, piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida, preciosa ante Dios, también vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo» (1 P 2,4-5). Acercándose a Aquel que es «piedra viva» se construye el edificio espiritual de la alianza nueva y perfecta y se prepara la fiesta del Reino, «todavía no» plenamente realizado, mediante los sacrificios espirituales (cf. Rm 12,1-2), agradables a Dios precisamente porque se hacen en Cristo, por Él y con Él, la Alianza en persona. Así, la Iglesia se presenta sobre todo como el «templo santo, representado en los templos de piedra» (7).

Joseph Ratzinger (Benedicto XVI)

Jesús de Nazaret II: La «señal» de Cristo

… Según Juan, la purificación del templo tuvo lugar durante la primera Pascua de Jesús, al principio de su actividad pública.

En ella la promesa universalista de Isaías se entrelaza también con aquella otra palabra de Jeremías: «Habéis hecho de mi casa una cueva de bandidos» (cf. 7,11). En el contexto de la explicación del discurso escatológico de Jesús retornaremos aún brevemente a la lucha del profeta Jeremías a propósito y en favor del templo. Anticipamos aquí lo esencial: Jeremías se bate apasionadamente por la unidad entre culto y vida en la justicia delante de Dios; lucha contra una politización de la fe, según la cual Dios debería defender en cualquier caso su templo para no perder el culto. Sin embargo, un templo que se ha convertido en una «cueva de bandidos» no tiene la protección de Dios.

En la convivencia entre culto y negocios que Jesús combate, Él ve obviamente que se produce de nuevo la situación de los tiempos de Jeremías. En este sentido, tanto su palabra como su gesto son una advertencia en la que, sobre la base de Jeremías, se podía percibir también la alusión a la destrucción de este templo. Pero, como Jeremías, tampoco Jesús es el destructor del templo: ambos indican con su pasión quién y qué es lo que destruirá realmente el templo. Esta explicación de la purificación del templo resulta más clara aún a la luz de una palabra de Jesús que, en este contexto, es transmitida sólo por Juan, pero que de una manera deformada se encuentra también en labios de los falsos testigos durante el proceso de Jesús, según el relato de Mateo y Marcos. No cabe duda de que dicha palabra se remonta a Jesús mismo, y es igualmente obvio que se la debe situar en el contexto de la purificación del templo.

En Marcos, el falso testigo dice que Jesús habría declarado: «Yo destruiré este templo, edificado por hombres, y en tres días construiré otro no edificado por hombres» (14,58). Con eso el «testigo» se aproxima mucho quizás a la palabra de Jesús, pero se equivoca en un punto decisivo: no es Jesús quien destruye el templo; lo abandonan a la destrucción quienes lo convierten en una cueva de ladrones, como había ocurrido en los tiempos de Jeremías.

En Juan, la verdadera palabra de Jesús se presenta así: «Destruid este templo y yo en tres días lo levantaré» (2,19). Con esto Jesús responde a la petición de la autoridad judía de una señal que probara su legitimación para un acto como la purificación del templo. Su «señal» es la cruz y la resurrección. La cruz y la resurrección lo legitiman como Aquel que establece el culto verdadero. Jesús se justifica a través de su Pasión; éste es el signo de Jonás, que Él ofrece a Israel y al mundo.

Pero la palabra va todavía más al fondo. Con razón dice Juan que los discípulos sólo comprendieron esa palabra en toda su profundidad al recordarla después de la resurrección, rememorándola a la luz del Espíritu Santo como comunidad de los discípulos, como Iglesia.

El rechazo a Jesús, su crucifixión, significa al mismo tiempo el fin de este templo. La época del templo ha pasado. Llega un nuevo culto en un templo no construido por hombres. Este templo es su Cuerpo, el Resucitado que congrega a los pueblos y los une en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. Él mismo es el nuevo templo de la humanidad. La crucifixión de Jesús es al mismo tiempo la destrucción del antiguo templo. Con su resurrección comienza un modo nuevo de venerar a Dios, no ya en un monte o en otro, sino «en espíritu y en verdad» (Jn 4,23). ¿Qué hay entonces acerca del «zélos» de Jesús? Sobre esta pregunta Juan —precisamente en el contexto de la purificación del templo— nos ha dejado una palabra preciosa que representa una respuesta precisa y profunda a la cuestión. Nos dice que, con ocasión de la purificación del templo, los discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora» (2,17). Es una palabra tomada del gran Salmo 69, aplicable a la Pasión. A causa de su vida conforme a la Palabra de Dios, el orante es relegado al aislamiento; la palabra se convierte para él en una fuente de sufrimiento que le causan quienes lo circundan y lo odian. «Dios mío, sálvame, que me llega el agua al cuello… Por ti he aguantado afrentas… me devora el celo de tu templo…» (Sal 69,2.8.10).

Los discípulos han reconocido a Jesús al recordar al justo que sufre: el celo por la casa de Dios lo lleva a la Pasión, a la cruz. Este es el vuelco fundamental que Jesús ha dado al tema del celo. Ha transformado el «celo» de servir a Dios mediante la violencia en el celo de la cruz. De este modo ha establecido definitivamente el criterio para el verdadero celo, el celo del amor que se entrega. El cristiano ha de orientarse por este celo; en eso reside la respuesta auténtica a la cuestión sobre el «zelotismo» de Jesús.

Esta interpretación encuentra confirmación nuevamente en dos pequeños episodios con los que Mateo concluye el relato de la purificación del templo. «En el templo se acercaron a Él ciegos y tullidos, y los curó» (21,14). Al comercio de animales y al negocio con los dineros, Jesús contrapone su bondad sanadora. Ésta es la verdadera purificación del templo. Jesús no viene como destructor; no viene con la espada del revolucionario. Viene con el don de la curación. Se dedica a quienes son relegados al margen de la propia vida y de la sociedad a causa de su enfermedad. Muestra a Dios como Aquel que ama, y a su poder como la fuerza del amor.

En total armonía con todo esto, además, aparece el comportamiento de los niños, que repiten la aclamación del Hosanna que los adultos le niegan (cf. Mt 21,15). De estos «pequeños» recibirá siempre la alabanza (cf. Sal 8,3), de los que son capaces de ver con un corazón puro y simple, y que están abiertos a su bondad.

Así, en estos pequeños episodios se apunta ya al nuevo templo que Él ha venido a edificar.

ÚLTIMOS TRABAJOS

  • Jn 17, 1-2. 9. 14-26 – Oración de Jesús: Conságralos en la Verdad
  • Lc 22, 14—23, 56. Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas
  • 6 de Noviembre: Santos Pedro Poveda Castroverde, Inocencio de la Inmaculada Canoura Arnau, presbíteros, y compañeros, mártires, memoria – Homilías
  • 5 de Octubre: Témporas de Acción de Gracias y de Petición, memoria – Homilías
  • Jn 6, 41-51: Discurso del Pan de Vida (iv bis): El pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo
  • 6 de Agosto: La Transfiguración del Señor (Año B), fiesta – Homilías
  • Mt 15, 1-2. 10-14: Sobre las tradiciones y sobre lo puro y lo impuro
  • Jn 6, 24-35: Discurso del Pan de Vida: alimento eterno
  • Sábado XIII Tiempo Ordinario (Impar) – Homilías
  • Viernes XIII Tiempo Ordinario (Impar) – Homilías
  • Jueves XIII Tiempo Ordinario (Impar) – Homilías
  • Miércoles XIII Tiempo Ordinario (Impar) – Homilías

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  • Jn 11, 1-45: ¡Lázaro sal fuera! (181)
  • Jn 13, 1-15: La última cena de Jesús con sus discípulos: El lavatorio de los pies (171)
  • Mt 1, 16.18-21.24a: Obedeció (141)
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