Solemne Vigilia Pascual (A) – Homilías
/ 19 abril, 2014 / Tiempo de PascuaLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Gn 1, 1—2, 2: Vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno
Sal 103, 1-2a. 5-6. 10 y 12. 13-14. 24 y 35c: Envía tu espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.
Sal 32, 4-5. 6-7. 12-13. 20 y 22: La misericordia del Señor llena la tierra.
Gn 22, 1-18: El sacrificio de Abrahán, nuestro padre en la fe
Sal 15, 5 y 8. 9-10. 11: Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti
Ex 14, 15—15, 1: Los hijos de Israel entraron en medio del mar, por lo seco
Ex 15, 1-2. 3-4. 5-6. 17-18: Cantaré al Señor, gloriosa es su victoria
Is 54, 5-14: Con amor eterno te quiere el Señor, tu libertador
Sal 29, 2y 4. 5-6. 11-12a y 13b: Te ensalzaré, Señor, porque me has librado
Is 55, 1-11: Venid a mí y viviréis. Sellaré con vosotros una alianza perpetua
Is 12, 2-3. 4bcd. 5-6: Sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación
Bar 3, 9-15. 32—4,4: Camina al resplandor del Señor
Sal 18, 8. 9. 10. 11: Señor, tú tienes palabras de vida eterna
Ez 36, 16-28: Derramaré sobre vosotros un agua pura, y os daré un corazón nuevo
Sal 41, 3. 5bcd; 42, 3. 4: Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío.
Sal 50, 12-13. 14-15. 18-19: Oh, Dios, crea en mí un corazón puro.
Rm 6, 3-11: Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más
Sal 117, 1-2. 16ab-17. 22-23: Aleluya, aleluya, aleluya.
Mt 28, 1-10: Ha resucitado, y va por delante de vosotros a Galilea
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (18-04-1981): ¿Por qué estamos aquí?
sábado 18 de abril de 19811. «¿Buscáis a Jesús el crucificado?» (Mt 28, 5).
Es la pregunta que oirán las mujeres cuando, «al alborear el primer día de la semana» (ib., 28, 1), lleguen al sepulcro.
¡Crucificado!
Antes del sábado fue condenado a muerte y expiró en la cruz clamando: «Padre, en tus manos entrego mi espíritu» (Lc 23, 46).
Colocaron, pues, a Jesús en un sepulcro, en el que nadie había sido enterrado todavía, en un sepulcro prestado por un amigo, y se alejaron. Se alejaron todos, con prisa, para cumplir la norma de la ley religiosa. Efectivamente, debían comenzar la fiesta, la Pascua de los judíos, el recuerdo del éxodo de la esclavitud de Egipto: la noche antes del sábado.
Luego, pasó el sábado pascual y comenzó la segunda noche.
2. Y he aquí que hemos venido todos a este templo, igual que tantos hermanos y hermanas nuestros en la fe, a los diversos templos en todo el globo terrestre, para que descienda a nuestras almas y a nuestros corazones la noche santa: la noche después del sábado.
Os encontráis. aquí, hijos e hijas de la Iglesia que está en Roma, hijos e hijas de la Iglesia extendida por los diversos países y continentes, huéspedes y peregrinos. Juntos hemos vivido el Viernes Santo: el vía crucis entre los restos del Coliseo —y la adoración de la cruz hasta el momento en que una gran piedra fue puesta a la puerta del sepulcro— y en ella fue colocado un sello.
¿Por qué habéis venido ahora?
¿Buscáis a Jesús el crucificado?
Sí. Buscamos a Jesús crucificado. Lo buscamos esta noche después del sábado, que precedió a la llegada de las mujeres al sepulcro, cuando ellas con gran estupor vieron y oyeron: «No está aquí...» (Mt 28, 6).
Hemos venido, pues, aquí, pronto, ya entrada la noche, para velar junto a su tumba. Para celebrar la Vigilia pascual.
Y proclamamos nuestra alabanza a esta noche maravillosa, pronunciando con los labios del diácono el «Exsultet» de la Vigilia. Y escuchamos las lecturas sagradas que comparan a esta noche única con el día de la Creación, y sobre todo, con la noche del éxodo, durante la cual, la sangre del cordero salvó a los hijos primogénitos de Israel de la muerte y los hizo salir de la esclavitud de Egipto. Y, luego, en el momento en que se renovaba la amenaza, el Señor los condujo por medio del mar a pie enjuto.
Velamos, pues, en esta noche única junto a la tumba sellada de Jesús de Nazaret, conscientes de que todo lo que ha sido anunciado por la Palabra de Dios en el curso de las generaciones se cumplirá esta noche, y que la obra de la redención del hombre llegará esta noche a su cénit.
Velamos, pues, y, aun cuando la noche es profunda y el sepulcro está sellado, confesamos que ya se ha encendido en ella la luz y avanza a través de las tinieblas de la noche y de la oscuridad de la muerte. Es la luz de Cristo: Lumen Christi.
3. Hemos venido para sumergirnos en su muerte; tanto nosotros que, hace tiempo, hemos recibido ya el bautismo, que sumerge en Cristo, como también los que recibirán el bautismo esta noche.
Son nuestros nuevos hermanos y hermanas en la fe; hasta ahora eran catecúmenos, y esta noche podemos saludarlos en la comunidad de la Iglesia de Cristo, que es: una, santa, católica y apostólica. Son nuestros nuevos hermanos y hermanas en la fe y en la comunidad de la Iglesia, y provienen de diversos países y continentes: Corea, Japón, Italia, Nigeria, Holanda, Ruanda, Senegal y Togo.
Los saludamos cordialmente y proclamamos con alegría el «Exsultet» en honor de la Iglesia, nuestra Madre, que los ve reunidos aquí en la plena luz de Cristo: Lumen Christi.
Y juntamente con ellos proclamamos la alabanza del agua bautismal, a la cual, por obra de la muerte de Cristo, descendió la potencia del Espíritu Santo: la potencia de la vida nueva que salta hasta la eternidad, hasta la vida eterna (cf. Jn 4, 14).
4. Así, todavía antes de que despunte el alba y las mujeres lleguen a la tumba de Jerusalén, hemos venido aquí para buscar a Jesús crucificado, porque:
«Nuestro hombre viejo ha sido crucificado con El, para que... no seamos más esclavos del pecado...» (Rom 6, 6), porque nosotros nos consideramos «muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús» (ib., 6, 11); efectivamente: «Porque su morir fue un morir al pecado de una vez para siempre; y su vivir es un vivir para Dios» (ib., 6, 10);
porque: «Por el bautismo fuimos sepultados con El en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva» (ib., 6, 4);
porque: «Si nuestra existencia está unida a El en una muerte como la suya, lo estará también en una resurrección como la suya» (ib., 6, 5);
porque creemos que «si hemos muerto con Cristo..., también viviremos con El» (ib., 6, 8);
y porque creemos que «Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre El» (ib., 6, 9).
5. Precisamente por esto estamos aquí.
Por esto velamos junto a su tumba.
Vela la Iglesia. Y vela el mundo.
La hora de la victoria de Cristo sobre la muerte es la hora más grande de su historia.
Homilía (03-04-1999): Participar de la muerte y la vida de Cristo
sábado 3 de abril de 19991. «La piedra que desecharon los arquitectos, es ahora la piedra angular» (Sal 117,22).
Esta noche, la liturgia nos habla con la abundancia y la riqueza de la palabra de Dios. Esta Vigilia es no sólo el centro del año litúrgico, sino de alguna manera su matriz. En efecto, a partir de ella se desarrolla toda la vida sacramental. Podría decirse que está preparada abundantemente la mesa en torno a la cual la Iglesia reúne esta noche a sus hijos; reúne, de manera particular, a quienes han de recibir el Bautismo.
Pienso directamente en vosotros, queridos Catecúmenos, que dentro de poco renaceréis del agua y del Espíritu Santo (cf. Jn 3,5). Con gran gozo os saludo y saludo, al mismo tiempo, a los Países de donde venís: Albania, Cabo Verde, China, Francia, Marruecos y Hungría.
Con el Bautismo os convertiréis en miembros del Cuerpo de Cristo, partícipes plenamente de su misterio de comunión. Que vuestra vida permanezca inmersa constantemente en este misterio pascual, de modo que seáis siempre auténticos testigos del amor de Dios.
2. No sólo vosotros, queridos catecúmenos, sino también todos los bautizados están llamados esta noche a hacer en la fe una experiencia profunda de lo que poco antes hemos escuchado en la Epístola: «Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo, fuimos incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con Él en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria del padre, así también nosotros andemos en una vida nueva» (Rm 6,3-4).
Ser cristianos significa participar personalmente en la muerte y resurrección de Cristo. Esta participación es realizada de manera sacramental por el Bautismo sobre el cual, como sólido fundamento, se edifica la existencia cristiana de cada uno de nosotros. Y es por esto que el Salmo responsorial nos ha exhortado a dar gracias: «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia... La diestra del Señor... es excelsa. No he de morir, viviré, para contar las hazañas del Señor» (Sal 117,1-2.16-17). En esta noche santa la Iglesia repite estas palabras de acción de gracias mientras confesa la verdad sobre Cristo que «padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día» (cf. Credo).
3. «Noche en que veló el Señor... por todas las generaciones» (Ex 12,42).
Estas palabras del Libro del Éxodo concluyen la narración de la salida de los Israelitas de Egipto. Resuenan con una elocuencia singular durante la Vigilia pascual, en cuyo contexto cobran la plenitud de su significado. En este año dedicado a Dios Padre, ¿cómo no recordar que esta noche, la noche de Pascua, es la gran «noche de vigilia» del Padre? Las dimensiones de esta «vigilia» de Dios abarcan todo el Triduo pascual. Sin embargo, el Padre «vela» de manera particular durante el Sábado Santo, mientras el hijo yace muerto en el sepulcro. El misterio de la victoria de Cristo sobre el pecado del mundo está encerrado precisamente en el velar del Padre. Él «vela» sobre toda la misión terrena del Hijo. Su infinita compasión llega a su culmen en la hora de la pasión y de la muerte: la hora en que el Hijo es abandonado, para que los hijos sean encontrados; el Hijo muere, para que los hijos puedan volver a la vida.
La vela del Padre explica la resurrección del Hijo: incluso en la hora de la muerte, no desaparece la relación de amor en Dios, no desaparece el Espíritu Santo que, derramado por Jesús moribundo en la cruz, llena de luz las tinieblas del mal y resucita a Cristo, constituyéndolo Hijo de Dios con poder y gloria (cf. Rm 1,4).
4. «La piedra que desecharon los arquitectos, es ahora la piedra angular» (Sal 117,22). A la luz de la Resurrección de Cristo, ¡cómo sobresale en plenitud esta verdad que canta el Salmista! Condenado a una muerte ignominiosa, el Hijo del hombre, crucificado y resucitado, se ha convertido en la piedra angular para la vida de la Iglesia y de cada cristiano.
«Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente» (Sal 117,23). Esto sucedió en esta noche santa. Lo pudieron constatar las mujeres que «el primer día de la semana... cuando aún estaba oscuro» (Jn 20,1), fueron al sepulcro para ungir el cuerpo del Señor y encontraron la tumba vacía. oyeron la voz del ángel: «No temáis, ya sé que buscáis a Jesús el crucificado. No está aquí: ha resucitado» (cf. Mt 28,1-5).
Así se cumplieron las palabras proféticas del Salmista: «La piedra que desecharon los arquitectos, es ahora la piedra angular». Ésta es nuestra fe. Ésta es la fe de la Iglesia y nosotros nos gloriamos de profesarla en el umbral del tercer milenio, porque la Pascua de Cristo es la esperanza del mundo, ayer, hoy y siempre.
Amén.
Homilía (30-03-2002): Solemne Vigilia Pascual (Año A)
sábado 30 de marzo de 20021. “Y dijo Dios: Que exista la luz. Y la luz existió” (Gn 1, 3). Una explosión de luz, que la palabra de Dios sacó de la nada, rompió la primera noche, la noche de la creación.
Como dice el apóstol Juan: “Dios es Luz, en él no hay tiniebla alguna” (1 Jn 1, 5). Dios no ha creado la oscuridad, sino la luz. Y el libro de la Sabiduría, revelando claramente que la obra de Dios tiene siempre una finalidad positiva, se expresa de la siguiente manera: “Él todo lo creó para que subsistiera, las criaturas del mundo son saludables, no hay en ellas veneno de muerte ni imperio del Hades sobre la tierra” (Sab 1, 14).
En aquella primera noche de la creación hunde sus raíces el misterio pascual que, tras el drama del pecado, representa la restauración y la culminación de aquel comienzo primero. La Palabra divina ha llamado a la existencia a todas las cosas y, en Jesús, se ha hecho carne para salvarnos. Y, si el destino del primer Adán fue volver a la tierra de la que había sido hecho (cf.Gn 3, 19), el último Adán ha bajado del cielo para volver a él victorioso, primicia de la nueva humanidad (cf. Jn 3, 13; 1 Co 15, 47).
2. Hay otra noche como acontecimiento fundamental de la historia de Israel: la salida prodigiosa de Egipto, cuyo relato se lee cada año en la solemne Vigilia pascual.
“El Señor hizo soplar durante toda la noche un fuerte viento del este que secó el mar y se dividieron las aguas. Los israelitas entraron en medio del mar a pie enjuto, mientras que las aguas formaban muralla a derecha e izquierda”(Ex 14, 21-22). El pueblo de Dios ha nacido de este “bautismo” en el Mar Rojo, cuando experimentó la mano poderosa del Señor que lo rescataba de la esclavitud para conducirlo a la anhelada tierra de la libertad, de la justicia y de la paz.
Esta es la segunda noche, la noche del éxodo.
La profecía del libro del Éxodo se cumple hoy también en nosotros, que somos israelitas según el espíritu, descendientes de Abraham por la fe (cf. Rm 4, 16). Como el nuevo Moisés, Cristo nos ha hecho pasar en su Pascua de la esclavitud del pecado a la libertad de los hijos de Dios. Muertos con Jesús, resucitamos con Él a un vida nueva, por la fuerza del Espíritu Santo. Su Bautismo se ha convertido en el nuestro.
3. También recibiréis este Bautismo, que engendra el hombre a una vida nueva, vosotros, queridos Hermanos y Hermanas catecúmenos provenientes de diversos países: de Albania, China, Japón, Italia, Polonia y República Democrática del Congo. Dos de vosotros, una mamá japonesa y otra china, llevan consigo también a su hijo, de tal manera que, en la misma celebración, las madres serán bautizadas junto con sus hijos.
“En esta noche de gracia”, en la que Cristo ha resucitado de entre los muertos, se realiza en vosotros un “éxodo” espiritual: dejáis atrás la vieja existencia y entráis en la “tierra de los vivos”. Esta es la tercera noche, la noche de la resurrección.
4. “¡Qué noche tan dichosa! Sólo ella conoció el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos”. Así se ha cantado en el Pregón pascual, al comienzo de esta Vigilia solemne, madre de todas las Vigilias.
Después de la noche trágica del Viernes Santo, cuando el “poder de las tinieblas” (cf. Lc 22, 53) parecía prevalecer sobre Aquel que es “la luz del mundo” (Jn 8, 12), después del gran silencio del Sábado Santo, en el cual Cristo, cumplida su misión en la tierra, encontró reposo en el misterio del Padre y llevó su mensaje de vida a los abismos de la muerte, ha llegado finalmente la noche que precede el “tercer día”, en el que, según las Escrituras, el Señor habría de resucitar, como Él mismo había preanunciado varias veces a sus discípulos.
“¡Qué noche tan dichosa en que une el cielo con la tierra, lo humano y lo divino!” (Pregón pascual).
5. Esta es la noche por excelencia de la fe y de la esperanza. Mientras todo está sumido en la oscuridad, Dios – la Luz – vela. Con Él velan todos los que confían y esperan en Él.
¡Oh María!, esta es por excelencia tu noche. Mientras se apagan las últimas luces del sábado y el fruto de tu vientre reposa en la tierra, tu corazón también vela. Tu fe y tu esperanza miran hacia delante. Vislumbran ya detrás de la pesada losa la tumba vacía; más allá del velo denso de las tinieblas, atisban el alba de la resurrección.
Madre, haz que también velemos en el silencio de la noche, creyendo y esperando en la palabra del Señor. Así encontraremos, en la plenitud de la luz y de la vida, a Cristo, primicia de los resucitados, que reina con el Padre y el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. ¡Aleluya!
Benedicto XVI, papa
Homilía (22-03-2008): Novedad única que cambia el mundo
sábado 22 de marzo de 2008En su discurso de despedida, Jesús anunció a los discípulos su inminente muerte y resurrección con una frase misteriosa: «Me voy y vuelvo a vuestro lado» (Jn 14, 28). Morir es partir. Aunque el cuerpo del difunto aún permanece, él personalmente se marchó hacia lo desconocido y nosotros no podemos seguirlo (cf. Jn 13, 36). Pero en el caso de Jesús existe una novedad única que cambia el mundo. En nuestra muerte el partir es algo definitivo; no hay retorno. Jesús, en cambio, dice de su muerte: «Me voy y vuelvo a vuestro lado». Precisamente al irse, regresa. Su marcha inaugura un modo totalmente nuevo y más grande de su presencia. Con su muerte entra en el amor del Padre. Su muerte es un acto de amor. Ahora bien, el amor es inmortal. Por este motivo su partida se transforma en un retorno, en una forma de presencia que llega hasta lo más profundo y no acaba nunca.
En su vida terrena Jesús, como todos nosotros, estaba sujeto a las condiciones externas de la existencia corpórea: a un lugar determinado y a un tiempo determinado. La corporeidad pone límites a nuestra existencia. No podemos estar simultáneamente en dos lugares diferentes. Nuestro tiempo está destinado a acabarse. Entre el yo y el tú está el muro de la alteridad. Ciertamente, por el amor podemos entrar, de algún modo, en la existencia del otro. Sin embargo, queda la barrera infranqueable de que somos diversos.
En cambio, Jesús, que por el acto de amor ha sido transformado totalmente, está libre de esas barreras y límites. No sólo es capaz de atravesar las puertas exteriores cerradas, como nos narran los Evangelios (cf. Jn 20, 19). También puede atravesar la puerta interior entre el yo y el tú, la puerta cerrada entre el ayer y el hoy, entre el pasado y el porvenir. Cuando, en el día de su entrada solemne en Jerusalén, un grupo de griegos pidió verlo, Jesús respondió con la parábola del grano de trigo que, para dar mucho fruto, tiene que morir. De ese modo predijo su propio destino: no quería limitarse a hablar unos minutos con algunos griegos. A través de su cruz, de su partida, de su muerte como el grano de trigo, llegaría realmente a los griegos, de modo que ellos pudieran verlo y tocarlo por la fe.
Su partida se convierte en un venir en el modo universal de la presencia del Resucitado ayer, hoy y siempre. Él viene también hoy y abraza todos los tiempos y todos los lugares. Ahora puede superar también el muro de la alteridad que separa el yo del tú. Esto sucedió a san Pablo, que describe el proceso de su conversión y su bautismo con las palabras: «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20). Con la llegada del Resucitado, san Pablo obtuvo una identidad nueva. Su yo cerrado se abrió. Ahora vive en comunión con Jesucristo en el gran yo de los creyentes que se han convertido —como él afirma— en «uno en Cristo» (Ga 3, 28).
Queridos amigos, así se pone de manifiesto que las palabras misteriosas que pronunció Jesús en el Cenáculo ahora —mediante el bautismo— se hacen de nuevo presentes para vosotros. En el bautismo el Señor entra en vuestra vida por la puerta de vuestro corazón. Nosotros no estamos ya uno junto a otro o uno contra otro. Él atraviesa todas estas puertas. Esta es la realidad del bautismo: él, el Resucitado, viene, viene a vosotros y une su vida a la vuestra, introduciéndoos en el fuego vivo de su amor. Formáis una unidad; sí, sois uno con él y de este modo sois uno entre vosotros.
En un primer momento esto puede parecer muy teórico y poco realista. Pero cuanto más viváis la vida de bautizados, tanto más podréis experimentar la verdad de estas palabras. En realidad, las personas bautizadas y creyentes nunca son extrañas las unas para las otras. Pueden separarnos continentes, culturas, estructuras sociales o también distancias históricas. Pero cuando nos encontramos nos conocemos en el mismo Señor, en la misma fe, en la misma esperanza, en el mismo amor, que nos conforman. Entonces experimentamos que el fundamento de nuestra vida es el mismo. Experimentamos que en lo más profundo de nosotros mismos estamos enraizados en la misma identidad, a partir de la cual todas las diversidades exteriores, por más grandes que sean, resultan secundarias. Los creyentes no son nunca totalmente extraños el uno para el otro. Estamos en comunión a causa de nuestra identidad más profunda: Cristo en nosotros. Así la fe es una fuerza de paz y reconciliación en el mundo; la lejanía ha sido superada, pues estamos unidos en el Señor (cf. Ef 2, 13).
Esta naturaleza íntima del bautismo, como don de una nueva identidad, es representada por la Iglesia en el sacramento a través de elementos sensibles. El elemento fundamental del bautismo es el agua. En segundo lugar viene la luz, que en la liturgia de la Vigilia pascual destaca con gran eficacia. Reflexionemos brevemente sobre estos dos elementos.
En el último capítulo de la carta a los Hebreos se encuentra una afirmación sobre Cristo en la que el agua no aparece directamente, pero que, por su relación con el Antiguo Testamento, deja traslucir el misterio del agua y su sentido simbólico. Allí se lee: «El Dios de la paz hizo volver de entre los muertos al gran Pastor de las ovejas en virtud de la sangre de la alianza eterna» (cf. Hb 13, 20). Esta frase guarda relación con unas palabras del libro de Isaías, en las que Moisés es calificado como el pastor que el Señor ha hecho salir del agua, del mar (cf. Is63, 11). Jesús se presenta ahora como el nuevo y definitivo Pastor que lleva a cabo lo que Moisés hizo: nos saca de las aguas letales del mar, de las aguas de la muerte.
En este contexto podemos recordar que Moisés fue colocado por su madre en una cesta en el Nilo. Luego, por providencia divina, fue sacado de las aguas, llevado de la muerte a la vida, y así —salvado él mismo de las aguas de la muerte— pudo conducir a los demás haciéndolos pasar a través del mar de la muerte. Jesús descendió por nosotros a las aguas oscuras de la muerte. Pero, como nos dice la carta a los Hebreos, en virtud de su sangre fue arrancado de la muerte: su amor se unió al del Padre y así, desde la profundidad de la muerte, pudo subir a la vida. Ahora nos eleva de las aguas de la muerte a la vida verdadera.
Sí, esto es lo que ocurre en el bautismo: él nos atrae hacía sí, nos atrae a la vida verdadera. Nos conduce por el mar de la historia, a menudo tan oscuro, en cuyas confusiones y peligros frecuentemente corremos el riesgo de hundirnos. En el bautismo nos toma de la mano, nos conduce por el camino que atraviesa el Mar Rojo de este tiempo y nos introduce en la vida eterna, en la vida verdadera y justa. Apretemos su mano. Pase lo que pase, no soltemos su mano. Caminemos, pues, por la senda que conduce a la vida.
En segundo lugar está el símbolo de la luz y del fuego. San Gregorio de Tours, en el siglo IV, narra la costumbre, que se ha mantenido durante mucho tiempo en ciertas partes, de tomar el fuego nuevo para la celebración de la Vigilia pascual directamente del sol a través de un cristal: así se recibía la luz y el fuego nuevamente del cielo para encender luego todas las luces y fuegos del año. Se trata de un símbolo de lo que celebramos en la Vigilia pascual. Con la radicalidad de su amor, en el que el corazón de Dios y el corazón del hombre se han entrelazado, Jesucristo ha tomado verdaderamente la luz del cielo y la ha traído a la tierra: la luz de la verdad y el fuego del amor que transforma el ser del hombre. Él ha traído la luz, y ahora sabemos quién es Dios y cómo es Dios. Así también sabemos cómo están las cosas con respecto al hombre; qué somos y para qué existimos.
Ser bautizados significa que el fuego de esta luz ha penetrado hasta lo más íntimo de nosotros mismos. Por esto, en la Iglesia antigua, al bautismo se le llamaba también el sacramento de la iluminación: la luz de Dios entra en nosotros; así nos convertimos nosotros mismos en hijos de la luz. No queremos dejar que se apague esta luz de la verdad que nos indica el camino. Queremos protegerla frente a todas las fuerzas que pretenden extinguirla para arrojarnos en la oscuridad sobre Dios y sobre nosotros mismos. La oscuridad, de vez en cuando, puede parecer cómoda. Puedo esconderme y pasar mi vida durmiendo. Pero nosotros no hemos sido llamados a las tinieblas, sino a la luz.
En las promesas bautismales, por decirlo así, encendemos nuevamente año tras año esta luz: sí, creo que el mundo y mi vida no provienen del azar, sino de la Razón eterna y del Amor eterno; han sido creados por Dios omnipotente. Sí, creo que en Jesucristo, en su encarnación, en su cruz y resurrección, se ha manifestado el Rostro de Dios; que en él Dios está presente entre nosotros, nos une y nos conduce hacia nuestra meta, hacia el Amor eterno. Sí, creo que el Espíritu Santo nos da la Palabra de verdad e ilumina nuestro corazón. Creo que en la comunión de la Iglesia nos convertimos todos en un solo Cuerpo con el Señor y así caminamos hacia la resurrección y la vida eterna. El Señor nos ha dado la luz de la verdad. Al mismo tiempo esta luz es también fuego, fuerza de Dios, una fuerza que no destruye, sino que quiere transformar nuestro corazón, para que seamos realmente hombres de Dios y para que su paz actúe en este mundo.
En la Iglesia antigua existía la costumbre de que el obispo o el sacerdote, después de la homilía, exhortara a los creyentes exclamando: «Conversi ad Dominum», «Volveos ahora hacia el Señor». Eso significaba ante todo que ellos se volvían hacia el este, en la dirección por donde sale el sol como signo de Cristo que vuelve, a cuyo encuentro vamos en la celebración de la Eucaristía. Donde, por alguna razón, eso no era posible, dirigían su mirada a la imagen de Cristo en el ábside o a la cruz, para orientarse interiormente hacia el Señor. Porque, en definitiva, se trataba de este hecho interior: de la conversio, de dirigir nuestra alma hacia Jesucristo y, de ese modo, hacia el Dios vivo, hacia la luz verdadera.
Además, se hacía también otra exclamación que aún hoy, antes del Canon, se dirige a la comunidad creyente: «Sursum corda», «Levantemos el corazón», fuera de la maraña de nuestras preocupaciones, de nuestros deseos, de nuestras angustias, de nuestra distracción. Levantad vuestro corazón, vuestra interioridad. Con ambas exclamaciones se nos exhorta de alguna manera a renovar nuestro bautismo. Conversi ad Dominum: siempre debemos apartarnos de los caminos equivocados, en los que tan a menudo nos movemos con nuestro pensamiento y nuestras obras. Siempre tenemos que dirigirnos a él, que es el camino, la verdad y la vida. Siempre hemos de ser «convertidos», dirigir toda la vida a Dios. Y siempre tenemos que dejar que nuestro corazón sea sustraído de la fuerza de gravedad, que lo atrae hacia abajo, y levantarlo interiormente hacia lo alto: hacia la verdad y el amor.
En esta hora damos gracias al Señor, porque en virtud de la fuerza de su palabra y de los santos sacramentos nos indica el itinerario correcto y atrae hacia lo alto nuestro corazón. Y lo pedimos así: Sí, Señor, haz que nos convirtamos en personas pascuales, hombres y mujeres de la luz, llenos del fuego de tu amor. Amén
Homilía (23-04-2011): Dos grandes signos
sábado 23 de abril de 2011Dos grandes signos caracterizan la celebración litúrgica de la Vigilia pascual. En primer lugar, el fuego que se hace luz. La luz del cirio pascual, que en la procesión a través de la iglesia envuelta en la oscuridad de la noche se propaga en una multitud de luces, nos habla de Cristo como verdadero lucero matutino, que no conoce ocaso, nos habla del Resucitado en el que la luz ha vencido a las tinieblas. El segundo signo es el agua. Nos recuerda, por una parte, las aguas del Mar Rojo, la profundidad y la muerte, el misterio de la Cruz. Pero se presenta después como agua de manantial, como elemento que da vida en la aridez. Se hace así imagen del Sacramento del Bautismo, que nos hace partícipes de la muerte y resurrección de Jesucristo.
Sin embargo, no sólo forman parte de la liturgia de la Vigilia Pascual los grandes signos de la creación, como la luz y el agua. Característica esencial de la Vigilia es también el que ésta nos conduce a un encuentro profundo con la palabra de la Sagrada Escritura. Antes de la reforma litúrgica había doce lecturas veterotestamentarias y dos neotestamentarias. Las del Nuevo Testamento han permanecido. El número de las lecturas del Antiguo Testamento se ha fijado en siete, pero, de según las circunstancias locales, pueden reducirse a tres. La Iglesia quiere llevarnos, a través de una gran visión panorámica por el camino de la historia de la salvación, desde la creación, pasando por la elección y la liberación de Israel, hasta el testimonio de los profetas, con el que toda esta historia se orienta cada vez más claramente hacia Jesucristo. En la tradición litúrgica, todas estas lecturas eran llamadas profecías. Aun cuando no son directamente anuncios de acontecimientos futuros, tienen un carácter profético, nos muestran el fundamento íntimo y la orientación de la historia. Permiten que la creación y la historia transparenten lo esencial. Así, nos toman de la mano y nos conducen hacía Cristo, nos muestran la verdadera Luz.
En la Vigilia Pascual, el camino a través de los sendas de la Sagrada Escritura comienzan con el relato de la creación. De esta manera, la liturgia nos indica que también el relato de la creación es una profecía. No es una información sobre el desarrollo exterior del devenir del cosmos y del hombre. Los Padres de la Iglesia eran bien conscientes de ello. No entendían dicho relato como una narración del desarrollo del origen de las cosas, sino como una referencia a lo esencial, al verdadero principio y fin de nuestro ser. Podemos preguntarnos ahora: Pero, ¿es verdaderamente importante en la Vigilia Pascual hablar también de la creación? ¿No se podría empezar por los acontecimientos en los que Dios llama al hombre, forma un pueblo y crea su historia con los hombres sobre la tierra? La respuesta debe ser: no. Omitir la creación significaría malinterpretar la historia misma de Dios con los hombres, disminuirla, no ver su verdadero orden de grandeza. La historia que Dios ha fundado abarca incluso los orígenes, hasta la creación. Nuestra profesión de fe comienza con estas palabras: “Creo en Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra”. Si omitimos este comienzo del Credo, toda la historia de la salvación queda demasiado reducida y estrecha. La Iglesia no es una asociación cualquiera que se ocupa de las necesidades religiosas de los hombres y, por eso mismo, no limita su cometido sólo a dicha asociación. No, ella conduce al hombre al encuentro con Dios y, por tanto, con el principio de todas las cosas. Dios se nos muestra como Creador, y por esto tenemos una responsabilidad con la creación. Nuestra responsabilidad llega hasta la creación, porque ésta proviene del Creador. Puesto que Dios ha creado todo, puede darnos vida y guiar nuestra vida. La vida en la fe de la Iglesia no abraza solamente un ámbito de sensaciones o sentimientos o quizás de obligaciones morales. Abraza al hombre en su totalidad, desde su principio y en la perspectiva de la eternidad. Puesto que la creación pertenece a Dios, podemos confiar plenamente en Él. Y porque Él es Creador, puede darnos la vida eterna. La alegría por la creación, la gratitud por la creación y la responsabilidad respecto a ella van juntas.
El mensaje central del relato de la creación se puede precisar todavía más. San Juan, en las primeras palabras de su Evangelio, ha sintetizado el significado esencial de dicho relato con una sola frase: “En el principio existía el Verbo”. En efecto, el relato de la creación que hemos escuchado antes se caracteriza por la expresión que aparece con frecuencia: “Dijo Dios…”. El mundo es un producto de la Palabra, del Logos, como dice Juan utilizando un vocablo central de la lengua griega. “Logos” significa “razón”, “sentido”, “palabra”. No es solamente razón, sino Razón creadora que habla y se comunica a sí misma. Razón que es sentido y ella misma crea sentido. El relato de la creación nos dice, por tanto, que el mundo es un producto de la Razón creadora. Y con eso nos dice que en el origen de todas las cosas estaba no lo que carece de razón o libertad, sino que el principio de todas las cosas es la Razón creadora, es el amor, es la libertad. Nos encontramos aquí frente a la alternativa última que está en juego en la discusión entre fe e incredulidad: ¿Es la irracionalidad, la ausencia de libertad y la casualidad el principio de todo, o el principio del ser es más bien razón, libertad, amor? ¿Corresponde el primado a la irracionalidad o a la razón? En último término, ésta es la pregunta crucial. Como creyentes respondemos con el relato de la creación y con san Juan: en el origen está la razón. En el origen está la libertad. Por esto es bueno ser una persona humana. No es que en el universo en expansión, al final, en un pequeño ángulo cualquiera del cosmos se formara por casualidad una especie de ser viviente, capaz de razonar y de tratar de encontrar en la creación una razón o dársela. Si el hombre fuese solamente un producto casual de la evolución en algún lugar al margen del universo, su vida estaría privada de sentido o sería incluso una molestia de la naturaleza. Pero no es así: la Razón estaba en el principio, la Razón creadora, divina. Y puesto que es Razón, ha creado también la libertad; y como de la libertad se puede hacer un uso inadecuado, existe también aquello que es contrario a la creación. Por eso, una gruesa línea oscura se extiende, por decirlo así, a través de la estructura del universo y a través de la naturaleza humana. Pero no obstante esta contradicción, la creación como tal sigue siendo buena, la vida sigue siendo buena, porque en el origen está la Razón buena, el amor creador de Dios. Por eso el mundo puede ser salvado. Por eso podemos y debemos ponernos de parte de la razón, de la libertad y del amor; de parte de Dios que nos ama tanto que ha sufrido por nosotros, para que de su muerte surgiera una vida nueva, definitiva, saludable.
El relato veterotestamentario de la creación, que hemos escuchado, indica claramente este orden de la realidad. Pero nos permite dar un paso más. Ha estructurado el proceso de la creación en el marco de una semana que se dirige hacia el Sábado, encontrando en él su plenitud. Para Israel, el Sábado era el día en que todos podían participar del reposo de Dios, en que los hombres y animales, amos y esclavos, grandes y pequeños se unían a la libertad de Dios. Así, el Sábado era expresión de la alianza entre Dios y el hombre y la creación. De este modo, la comunión entre Dios y el hombre no aparece como algo añadido, instaurado posteriormente en un mundo cuya creación ya había terminado. La alianza, la comunión entre Dios y el hombre, está ya prefigurada en lo más profundo de la creación. Sí, la alianza es la razón intrínseca de la creación así como la creación es el presupuesto exterior de la alianza. Dios ha hecho el mundo para que exista un lugar donde pueda comunicar su amor y desde el que la respuesta de amor regrese a Él. Ante Dios, el corazón del hombre que le responde es más grande y más importante que todo el inmenso cosmos material, el cual nos deja, ciertamente, vislumbrar algo de la grandeza de Dios.
En Pascua, y partiendo de la experiencia pascual de los cristianos, debemos dar aún un paso más. El Sábado es el séptimo día de la semana. Después de seis días, en los que el hombre participa en cierto modo del trabajo de la creación de Dios, el Sábado es el día del descanso. Pero en la Iglesia naciente sucedió algo inaudito: El Sábado, el séptimo día, es sustituido ahora por el primer día. Como día de la asamblea litúrgica, es el día del encuentro con Dios mediante Jesucristo, el cual en el primer día, el Domingo, se encontró con los suyos como Resucitado, después de que hallaran vacío el sepulcro. La estructura de la semana se ha invertido. Ya no se dirige hacia el séptimo día, para participar en él del reposo de Dios. Inicia con el primer día como día del encuentro con el Resucitado. Este encuentro ocurre siempre nuevamente en la celebración de la Eucaristía, donde el Señor se presenta de nuevo en medio de los suyos y se les entrega, se deja, por así decir, tocar por ellos, se sienta a la mesa con ellos. Este cambio es un hecho extraordinario, si se considera que el Sábado, el séptimo día como día del encuentro con Dios, está profundamente enraizado en el Antiguo Testamento. El dramatismo de dicho cambio resulta aún más claro si tenemos presente hasta qué punto el proceso del trabajo hacia el día de descanso se corresponde también con una lógica natural. Este proceso revolucionario, que se ha verificado inmediatamente al comienzo del desarrollo de la Iglesia, sólo se explica por el hecho de que en dicho día había sucedido algo inaudito. El primer día de la semana era el tercer día después de la muerte de Jesús. Era el día en que Él se había mostrado a los suyos como el Resucitado. Este encuentro, en efecto, tenía en sí algo de extraordinario. El mundo había cambiado. Aquel que había muerto vivía de una vida que ya no estaba amenazada por muerte alguna. Se había inaugurado una nueva forma de vida, una nueva dimensión de la creación. El primer día, según el relato del Génesis, es el día en que comienza la creación. Ahora, se ha convertido de un modo nuevo en el día de la creación, se ha convertido en el día de la nueva creación. Nosotros celebramos el primer día. Con ello celebramos a Dios, el Creador, y a su creación. Sí, creo en Dios, Creador del cielo y de la tierra. Y celebramos al Dios que se ha hecho hombre, que padeció, murió, fue sepultado y resucitó. Celebramos la victoria definitiva del Creador y de su creación. Celebramos este día como origen y, al mismo tiempo, como meta de nuestra vida. Lo celebramos porque ahora, gracias al Resucitado, se manifiesta definitivamente que la razón es más fuerte que la irracionalidad, la verdad más fuerte que la mentira, el amor más fuerte que la muerte. Celebramos el primer día, porque sabemos que la línea oscura que atraviesa la creación no permanece para siempre. Lo celebramos porque sabemos que ahora vale definitivamente lo que se dice al final del relato de la creación: “Vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno” (Gen 1, 31). Amén
Francisco, papa
Homilía (15-04-2017): Una noticia que lo cambió todo.
sábado 15 de abril de 2017«En la madrugada del sábado, al alborear el primer día de la semana, fueron María la Magdalena y la otra María a ver el sepulcro» (Mt 28,1). Podemos imaginar esos pasos..., el típico paso de quien va al cementerio, paso cansado de confusión, paso debilitado de quien no se convence de que todo haya terminado de esa forma... Podemos imaginar sus rostros pálidos... bañados por las lágrimas y la pregunta, ¿cómo puede ser que el Amor esté muerto?
A diferencia de los discípulos, ellas están ahí —como también acompañaron el último respiro de su Maestro en la cruz y luego a José de Arimatea a darle sepultura—; dos mujeres capaces de no evadirse, capaces de aguantar, de asumir la vida como se presenta y de resistir el sabor amargo de las injusticias. Y allí están, frente al sepulcro, entre el dolor y la incapacidad de resignarse, de aceptar que todo siempre tenga que terminar igual.
Y si hacemos un esfuerzo con nuestra imaginación, en el rostro de estas mujeres podemos encontrar los rostros de tantas madres y abuelas, el rostro de niños y jóvenes que resisten el peso y el dolor de tanta injusticia inhumana. Vemos reflejados en ellas el rostro de todos aquellos que caminando por la ciudad sienten el dolor de la miseria, el dolor por la explotación y la trata. En ellas también vemos el rostro de aquellos que sufren el desprecio por ser inmigrantes, huérfanos de tierra, de casa, de familia; el rostro de aquellos que su mirada revela soledad y abandono por tener las manos demasiado arrugadas. Ellas son el rostro de mujeres, madres que lloran por ver cómo la vida de sus hijos queda sepultada bajo el peso de la corrupción, que quita derechos y rompe tantos anhelos, bajo el egoísmo cotidiano que crucifica y sepulta la esperanza de muchos, bajo la burocracia paralizante y estéril que no permite que las cosas cambien. Ellas, en su dolor, son el rostro de todos aquellos que, caminando por la ciudad, ven crucificada la dignidad.
En el rostro de estas mujeres, están muchos rostros, quizás encontramos tu rostro y el mío. Como ellas, podemos sentir el impulso a caminar, a no conformarnos con que las cosas tengan que terminar así. Es verdad, llevamos dentro una promesa y la certeza de la fidelidad de Dios. Pero también nuestros rostros hablan de heridas, hablan de tantas infidelidades, personales y ajenas, hablan de nuestros intentos y luchas fallidas. Nuestro corazón sabe que las cosas pueden ser diferentes pero, casi sin darnos cuenta, podemos acostumbrarnos a convivir con el sepulcro, a convivir con la frustración. Más aún, podemos llegar a convencernos de que esa es la ley de la vida, anestesiándonos con desahogos que lo único que logran es apagar la esperanza que Dios puso en nuestras manos. Así son, tantas veces, nuestros pasos, así es nuestro andar, como el de estas mujeres, un andar entre el anhelo de Dios y una triste resignación. No sólo muere el Maestro, con él muere nuestra esperanza.
«De pronto tembló fuertemente la tierra» (Mt 28,2). De pronto, estas mujeres recibieron una sacudida, algo y alguien les movió el suelo. Alguien, una vez más, salió a su encuentro a decirles: «No teman», pero esta vez añadiendo: «Ha resucitado como lo había dicho» (Mt 28,6). Y tal es el anuncio que generación tras generación esta noche santa nos regala: No temamos hermanos, ha resucitado como lo había dicho. «La vida arrancada, destruida, aniquilada en la cruz ha despertado y vuelve a latir de nuevo» (cfr R. Guardini, El Señor). El latir del Resucitado se nos ofrece como don, como regalo, como horizonte. El latir del Resucitado es lo que se nos ha regalado, y se nos quiere seguir regalando como fuerza transformadora, como fermento de nueva humanidad. Con la Resurrección, Cristo no ha movido solamente la piedra del sepulcro, sino que quiere también hacer saltar todas las barreras que nos encierran en nuestros estériles pesimismos, en nuestros calculados mundos conceptuales que nos alejan de la vida, en nuestras obsesionadas búsquedas de seguridad y en desmedidas ambiciones capaces de jugar con la dignidad ajena.
Cuando el Sumo Sacerdote y los líderes religiosos en complicidad con los romanos habían creído que podían calcularlo todo, cuando habían creído que la última palabra estaba dicha y que les correspondía a ellos establecerla, Dios irrumpe para trastocar todos los criterios y ofrecer así una nueva posibilidad. Dios, una vez más, sale a nuestro encuentro para establecer y consolidar un nuevo tiempo, el tiempo de la misericordia. Esta es la promesa reservada desde siempre, esta es la sorpresa de Dios para su pueblo fiel: alégrate porque tu vida esconde un germen de resurrección, una oferta de vida esperando despertar.
Y eso es lo que esta noche nos invita a anunciar: el latir del Resucitado, Cristo Vive. Y eso cambió el paso de María Magdalena y la otra María, eso es lo que las hace alejarse rápidamente y correr a dar la noticia (cf. Mt 28,8). Eso es lo que las hace volver sobre sus pasos y sobre sus miradas. Vuelven a la ciudad a encontrarse con los otros.
Así como ingresamos con ellas al sepulcro, los invito a que vayamos con ellas, que volvamos a la ciudad, que volvamos sobre nuestros pasos, sobre nuestras miradas. Vayamos con ellas a anunciar la noticia, vayamos... a todos esos lugares donde parece que el sepulcro ha tenido la última palabra, y donde parece que la muerte ha sido la única solución. Vayamos a anunciar, a compartir, a descubrir que es cierto: el Señor está Vivo. Vivo y queriendo resucitar en tantos rostros que han sepultado la esperanza, que han sepultado los sueños, que han sepultado la dignidad. Y si no somos capaces de dejar que el Espíritu nos conduzca por este camino, entonces no somos cristianos.
Vayamos y dejémonos sorprender por este amanecer diferente, dejémonos sorprender por la novedad que sólo Cristo puede dar. Dejemos que su ternura y amor nos muevan el suelo, dejemos que su latir transforme nuestro débil palpitar.
Homilía (11-04-2020): Llevó vida donde había muerte
sábado 11 de abril de 2020«Pasado el sábado» (Mt 28,1) las mujeres fueron al sepulcro. Así comenzaba el evangelio de esta Vigilia santa, con el sábado. Es el día del Triduo pascual que más descuidamos, ansiosos por pasar de la cruz del viernes al aleluya del domingo. Sin embargo, este año percibimos más que nunca el sábado santo, el día del gran silencio. Nos vemos reflejados en los sentimientos de las mujeres durante aquel día. Como nosotros, tenían en los ojos el drama del sufrimiento, de una tragedia inesperada que se les vino encima demasiado rápido. Vieron la muerte y tenían la muerte en el corazón. Al dolor se unía el miedo, ¿tendrían también ellas el mismo fin que el Maestro? Y después, la inquietud por el futuro, quedaba todo por reconstruir. La memoria herida, la esperanza sofocada. Para ellas, como para nosotros, era la hora más oscura.
Pero en esta situación las mujeres no se quedaron paralizadas, no cedieron a las fuerzas oscuras de la lamentación y del remordimiento, no se encerraron en el pesimismo, no huyeron de la realidad. Realizaron algo sencillo y extraordinario: prepararon en sus casas los perfumes para el cuerpo de Jesús. No renunciaron al amor: la misericordia iluminó la oscuridad del corazón. La Virgen, en el sábado, día que le sería dedicado, rezaba y esperaba. En el desafío del dolor, confiaba en el Señor. Sin saberlo, esas mujeres preparaban en la oscuridad de aquel sábado el amanecer del «primer día de la semana», día que cambiaría la historia. Jesús, como semilla en la tierra, estaba por hacer germinar en el mundo una vida nueva; y las mujeres, con la oración y el amor, ayudaban a que floreciera la esperanza. Cuántas personas, en los días tristes que vivimos, han hecho y hacen como aquellas mujeres: esparcen semillas de esperanza. Con pequeños gestos de atención, de afecto, de oración.
Al amanecer, las mujeres fueron al sepulcro. Allí, el ángel les dijo: «Vosotras, no temáis [...]. No está aquí: ¡ha resucitado!» (vv. 5-6). Ante una tumba escucharon palabras de vida... Y después encontraron a Jesús, el autor de la esperanza, que confirmó el anuncio y les dijo: «No temáis» (v. 10). No temáis, no tengáis miedo : He aquí el anuncio de la esperanza. Que es también para nosotros, hoy. Hoy. Son las palabras que Dios nos repite en la noche que estamos atravesando.
En esta noche conquistamos un derecho fundamental, que no nos será arrebatado: el derecho a la esperanza; es una esperanza nueva, viva, que viene de Dios. No es un mero optimismo, no es una palmadita en la espalda o unas palabras de ánimo de circunstancia, con una sonrisa pasajera. No. Es un don del Cielo, que no podíamos alcanzar por nosotros mismos: Todo irá bien, decimos constantemente estas semanas, aferrándonos a la belleza de nuestra humanidad y haciendo salir del corazón palabras de ánimo. Pero, con el pasar de los días y el crecer de los temores, hasta la esperanza más intrépida puede evaporarse. La esperanza de Jesús es distinta, infunde en el corazón la certeza de que Dios conduce todo hacia el bien, porque incluso hace salir de la tumba la vida.
El sepulcro es el lugar donde quien entra no sale. Pero Jesús salió por nosotros, resucitó por nosotros, para llevar vida donde había muerte, para comenzar una nueva historia que había sido clausurada, tapándola con una piedra. Él, que quitó la roca de la entrada de la tumba, puede remover las piedras que sellan el corazón. Por eso, no cedamos a la resignación, no depositemos la esperanza bajo una piedra. Podemos y debemos esperar, porque Dios es fiel, no nos ha dejado solos, nos ha visitado y ha venido en cada situación: en el dolor, en la angustia y en la muerte. Su luz iluminó la oscuridad del sepulcro, y hoy quiere llegar a los rincones más oscuros de la vida. Hermana, hermano, aunque en el corazón hayas sepultado la esperanza, no te rindas: Dios es más grande. La oscuridad y la muerte no tienen la última palabra. Ánimo, con Dios nada está perdido.
Ánimo : es una palabra que, en el Evangelio, está siempre en labios de Jesús. Una sola vez la pronuncian otros, para decir a un necesitado: «Ánimo, levántate, que [Jesús] te llama» (Mc 10,49). Es Él, el Resucitado, el que nos levanta a nosotros que estamos necesitados. Si en el camino eres débil y frágil, si caes, no temas, Dios te tiende la mano y te dice: «Ánimo». Pero tú podrías decir, como don Abundio: «El valor no se lo puede otorgar uno mismo» (A. Manzoni, Los Novios (I Promessi Sposi), XXV). No te lo puedes dar, pero lo puedes recibir como don. Basta abrir el corazón en la oración, basta levantar un poco esa piedra puesta en la entrada de tu corazón para dejar entrar la luz de Jesús. Basta invitarlo: «Ven, Jesús, en medio de mis miedos, y dime también: Ánimo». Contigo, Señor, seremos probados, pero no turbados. Y, a pesar de la tristeza que podamos albergar, sentiremos que debemos esperar, porque contigo la cruz florece en resurrección, porque Tú estás con nosotros en la oscuridad de nuestras noches, eres certeza en nuestras incertidumbres, Palabra en nuestros silencios, y nada podrá nunca robarnos el amor que nos tienes.
Este es el anuncio pascual; un anuncio de esperanza que tiene una segunda parte: el envío. «Id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea» (Mt 28,10), dice Jesús. «Va por delante de vosotros a Galilea» (v. 7), dice el ángel. El Señor nos precede, nos precede siempre. Es hermoso saber que camina delante de nosotros, que visitó nuestra vida y nuestra muerte para precedernos en Galilea; es decir, el lugar que para Él y para sus discípulos evocaba la vida cotidiana, la familia, el trabajo. Jesús desea que llevemos la esperanza allí, a la vida de cada día. Pero para los discípulos, Galilea era también el lugar de los recuerdos, sobre todo de la primera llamada. Volver a Galilea es acordarnos de que hemos sido amados y llamados por Dios. Cada uno de nosotros tiene su propia Galilea. Necesitamos retomar el camino, recordando que nacemos y renacemos de una llamada de amor gratuita, allí, en mi Galilea. Este es el punto de partida siempre, sobre todo en las crisis y en los tiempos de prueba. Con la memoria de mi Galilea.
Pero hay más. Galilea era la región más alejada de Jerusalén, el lugar donde se encontraban en ese momento. Y no sólo geográficamente: Galilea era el sitio más distante de la sacralidad de la Ciudad santa. Era una zona poblada por gentes distintas que practicaban varios cultos, era la «Galilea de los gentiles» (Mt 4,15). Jesús los envió allí, les pidió que comenzaran de nuevo desde allí. ¿Qué nos dice esto? Que el anuncio de la esperanza no se tiene que confinar en nuestros recintos sagrados, sino que hay que llevarlo a todos. Porque todos necesitan ser reconfortados y, si no lo hacemos nosotros, que hemos palpado con nuestras manos «el Verbo de la vida» (1 Jn 1,1), ¿quién lo hará? Qué hermoso es ser cristianos que consuelan, que llevan las cargas de los demás, que animan, que son mensajeros de vida en tiempos de muerte. Llevemos el canto de la vida a cada Galilea, a cada región de esa humanidad a la que pertenecemos y que nos pertenece, porque todos somos hermanos y hermanas. Acallemos los gritos de muerte, que terminen las guerras. Que se acabe la producción y el comercio de armas, porque necesitamos pan y no fusiles. Que cesen los abortos, que matan la vida inocente. Que se abra el corazón del que tiene, para llenar las manos vacías del que carece de lo necesario.
Al final, las mujeres «abrazaron los pies» de Jesús (Mt 28,9), aquellos pies que habían hecho un largo camino para venir a nuestro encuentro, incluso entrando y saliendo del sepulcro. Abrazaron los pies que pisaron la muerte y abrieron el camino de la esperanza. Nosotros, peregrinos en busca de esperanza, hoy nos aferramos a Ti, Jesús Resucitado. Le damos la espalda a la muerte y te abrimos el corazón a Ti, que eres la Vida.