Solemne Vigilia Pascual (Ciclo B) – Homilías
/ 4 abril, 2015 / Tiempo de PascuaLecturas (Solemne Vigilia Pascual en la Noche Santa – Ciclo B)
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles.
–Rom 6, 3-11: Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más.
–Sal 117, 1-23: R. Aleluya, aleluya, aleluya.
– +Mc 16, 1-7: Jesús, el Nazareno, el crucificado, ha resucitado.
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Cromacio de Aquileya
Sermón: Nueva creación
Sermón 17, segundo para la Noche de Pascua: SC 154
«Hago el universo nuevo (Ap 21,5)»
El mundo entero, que celebra la vigilia pascual a lo largo de esta noche, testimonia la grandeza y la solemnidad de esta noche. Y con razón: en esta noche la muerte ha sido vencida, la Vida está viva, Cristo ha resucitado de entre los muertos. Antaño Moisés había dicho al pueblo, a propósito de esta Vida: «Sentirás que tu vida estará pendiente de un hilo, temblarás día y noche» (Dt 28,66 tipos de Vulg)… Se trata allí de Cristo Señor, él mismo nos lo muestra en el Evangelio cuando dice: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6). Se llama camino, porque conduce al Padre; verdad, porque condena la mentira; y vida, porque manda sobre la muerte: «¿Muerte, dónde está tu aguijón? ¿Muerte, dónde está tu victoria?»(1Co 15,55) Porque la muerte, que hasta ahora había vencido siempre, ha sido derrotada por la muerte de su vencedor. La Vida aceptó morir para derrotar a la muerte. Lo mismo que al amanecer las tinieblas desaparecen, así la muerte ha sido aniquilada cuando se levantó la Vida eterna…
He aquí pues el tiempo de Pascua. Antaño, Moisés habló al pueblo diciendo: «Este mes será para vosotros el primer mes del año» (Ex 12,2)… El primer mes del año no es pues el del enero, donde todo estaba muerto, sino el tiempo de Pascua, dónde todo vuelve a la vida. Porque es ahora cuando la hierba de los prados, en cierto modo, resucita de la muerte, ahora que hay flores en los árboles, y que las vides brotan, ahora que el aire mismo parece feliz como si empezara un nuevo año… Este tiempo de Pascua es pues el primer mes, el tiempo nuevo, y en este día el género humano también es renovado. Porque hoy, en el mundo entero, pueblos innumerables resucitan por el agua del bautismo a una vida nueva…
Nosotros pues, que creemos que el tiempo de Pascua es verdaderamente el año nuevo, debemos celebrar este día santo con gran felicidad, gozo, y alegría espiritual, con el fin de poder decir en toda verdad este estribillo del salmo: «Este es el día en que actuó el Señor; vivámoslo con alegría y gozo» (117,24).
San Luis Bertrán
Obras y Sermones
Vol. VII
«Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado. Ha resucitado; no está aquí» (Mc 16, 6)
1. Cuenta el glorioso San Marcos que el domingo, muy de mañana, vinieron tres mujeres al monumento del Señor para ungirlo y que, cuando llegaron, hallaron la piedra del sepulcro levantada y a un ángel que les dijo: «¿Buscáis por ventura a Jesús Nazareno, el crucificado? Pues ha resucitado y ya no está aquí». Y se cree piadosamente que en ese mismo momento estaba Cristo con la santísima Reina de los ángeles, Madre suya y Señora nuestra, la cual debió permanecer mucho tiempo con sus ojos pendientes por ver de divisar la entrada de su Hijo en su retirado cuarto. Estando en esa profundísima consideración, se cree que Cristo, nuestro Señor, le envió al arcángel San Gabriel, pues como él fue el embajador de la encarnación, lo fuese también de la resurrección. Entró, pues, éste en el aposento de María santísima con un cuerpo brillante y resplandeciente más que el sol, y postrado con muchísima humildad debió decirle: «Alegraos, Virgen santísima, que en seguida os llegará el descanso y la alegría de vuestro corazón; luego vendrá el Justo de los justos, el Santo de los santos, acompañado de los santos padres de la Antigua Ley». Y no hubo acabado de decirle esto, cuando al punto llegó Cristo en compañía de los ángeles, de los arcángeles, de los patriarcas, de los profetas y de los santos.
2. ¿Qué lengua habrá que pueda explicar el acabado contento y singular gozo y alegría que debió sentir en este momento la santísima Virgen? ¡Cómo debió derribarse a los pies de Cristo y le diría: Oh pies santísimos! ¡Cuántos trabajos y amarguras me disteis, y cuánto contento, gozo y alegría me dais ahora! Pues, ¿qué lengua celestial puede haber tan afilada que sea capaz de declarar la singularísima satisfacción que recibiría la Virgen? Por eso, ¡alégrense los cielos, regocíjese la tierra, y salten de placer los ángeles! Además de esto, se cree muy piamente, que en este momento se le debió conceder también a la Virgen una visión de la divina esencia en la que vería y oiría aquellas músicas y melodías suavísimas, y aquellos cantares dulces y apacibles que continuamente están cantando delante de Dios los coros de los ángeles, de los arcángeles, de los querubines, de los serafines, de los tronos, de las dominaciones, de las potestades y de tantos santos padres, como en el cielo están rindiendo continuas alabanzas a Dios. Y todo eso fue para acrecentar el gozo y la satisfacción de María.
3. Estaba la madre de Tobías llorando y lamentándose por el hijo que se había ido, y dice el texto sagrado que lloraba inconsolable y decía: ¡Ay de mí! ¡Ay de mi hijo! (Tb 10,4). Pero que cuando luego vio que volvía tan rico y hacendado, y con tantos despojos él y su esposa, que la madre no cabía de contenta y de placer. Pues considerad que después del Viernes Santo la Madre de Cristo estaba llorando con tanta amargura y tantas lágrimas, que más bien parecía inconsolable. Mas, ¿qué gozo no sintió, tal día como hoy, cuando le vio venir con tanto gozo, tan rico, con tantos despojos, y que traía a la sinagoga de la mano y a cada alma, como si fueran su esposa? Pues de este singular contento que recibió María sacamos en limpio que, como las manos y el corazón corren siempre parejos, si su corazón estaba ancho por la alegría y la satisfacción, también sus manos estarán anchas, abiertas y extendidas para hacer mercedes y usar de liberalidad con todos. Porque, si el Viernes pasado, aún estando el corazón de la Reina de los ángeles tan estrecho y con tanta angustia y dolor, nos acogimos a ella para pedirle su favor y ayuda para recibir la gracia, y no nos la negó; con cuánta mayor confianza podemos hoy pedírsela estando tan contenta y regocijada, que no cabe de placer. Por tanto, lleguémonos con mucha confianza a pedirle el favor y la ayuda de la gracia. Y puesto que le pedimos gracia, démosle la enhorabuena con gracia cantándole: ¡Reina del cielo, alégrate, aleluya! Porque el Señor, a quien has merecido llevar, aleluya, ha resucitado, según su palabra, aleluya. ¡Ruega al Señor por nosotros, aleluya!
4. Dicen los cantores, y lo dicen con gran verdad, que el contrapunto, como es cosa dificultosa de interpretar, para que se haga con el orden y el concierto debidos, es menester que esté apoyado en el canto llano. Por eso, lo que os predique hoy acerca de esta fiesta de la santa resurrección del Señor, lo cual es, como el contrapunto, algo dificultoso—, es menester que esté apoyado sobre el canto llano de la resurrección, esto es, viendo cómo sucedió, porque parece que existe alguna contrariedad entre los evangelistas, aunque a decir verdad no existe ninguna, porque todos escribieron movidos por el Espíritu Santo. Por eso he decidido contaros llanamente la historia de los hechos de dicha resurrección.
5. Dice San Marcos que tres mujeres muy devotas y discípulas de Cristo, la noche de la Pascua andaban muy afanadas y ocupadas en comprar ungüentos y perfumes preciosos, para luego, a la mañana siguiente, ir a ungir el cuerpo de su Maestro (cfr. Mc 16,1-4). Y lo primero que cabe notar a este propósito es que, si estuvieron estas mujeres con María, la Madre de Jesús, al pie de la Cruz, bien vieron cómo José de Arimatea vino allí con permiso de Pilato para descender y bajar de la Cruz el cuerpo del Señor, y que con él venía otro noble caballero, llamado Nicodemo, que traía, como dice la Escritura, cien libras de ungüento y de mirra para sahumar y ungir el cuerpo de Cristo, y colocarlo en la sepultura (cfr. Jn 19,39). San Juan dice literalmente: Tomaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en lienzos limpios con aromas, como es costumbre sepultar entre los judíos (ibíd. 40). Pues si esas mujeres habían visto que el cuerpo de Cristo estaba ya sahumado y ungido con tantos ungüentos y mirra, ¿a qué fin vienen hoy con otros ungüentos? ¿Por ventura no estaba lo suficientemente ungido con cien libras de ungüentos olorosos?
6. Pues aquí debemos entender, hermanos, cuáles son las finezas del amor, al cual todo le parece poco, si él no mete las manos en lo que respecta a la persona amada. Por ejemplo, Marta tenía muchas criadas, las cuales hubieran podido ocuparse muy bien del servicio a Cristo como huésped cuando fue a su casa. Pero como ella le amaba tanto, no sólo se contentó que sus criadas se ocupasen de su servicio, sino que ella misma quiso poner sus manos en administrarle y servirle lo necesario. Más aún, era tanto el amor que le tenía, que no sólo ella y sus criadas se ocuparon de servir a Cristo, sino que incluso se quejó de que su hermana Magdalena no colaborara en dicho servicio; y es que todo le parecía poco para lo que se merecía su amado Maestro. Y por eso, según San Lucas, llega un momento en que se queja a Jesús, diciéndole: Señor, ¿no te importa nada que mi hermana me deje servir sola? Dile, pues, que me ayude (Lc 10,40). ¿Qué es lo que le causaba esta inquietud?… El fino y verdadero amor. Pues esto mismo sucede hoy con estas santas mujeres. Bien habían visto que el día de la muerte habían ungido el cuerpo de Jesús con ungüentos muy olorosos, pero les parecía poco o casi nada, si ellas no metían sus manos en la labor y no lo ungían también ellas. Y que éste es el verdadero efecto que causa el auténtico amor de Dios. Pues os digo de verdad, que aunque los hospitales estuviesen bien provistos de lo necesario, y los encarcelados y las viudas bien proveídos de lo que han menester, todo eso debería pareceros poco si vos mismo no pusieseis vuestras manos en ayudarlos, esto es, si vos mismo no os pusieseis a servir y a visitar a los enfermos con vuestros propios pies y manos, porque al fin ésa es la obra y el efecto que produce el verdadero y fino amor de Dios, como lo mostraron estas santas mujeres en el día de hoy, las cuales no se contentaron con la unción de Nicodemo, sino que ellas mismas quisieron hacerla por sí mismas.
7. Así, pues, salieron de casa muy de mañana, y andando por el camino decían entre ellas: ¿Quién nos rodará la piedra de la puerta del sepulcro? (Mc 16,3). Mas, ¿cómo, santas mujeres, eso sólo es lo que os preocupa? ¿En eso radica toda vuestra dificultad? ¿No es mayor dificultad el temor al escuadrón de soldados que están delante del santo sepulcro, los cuales, en cuanto lleguéis, pensarán que sois ladrones y que venís a hurtar el cuerpo de Cristo, y os llevarán a la cárcel, en donde os aplicarán los mismos tormentos que a vuestro Maestro? ¿Cómo, pues, no decís: Quién nos librará de los soldados, en lugar de preguntaros sobre quién os quitará la piedra? Pues, entended, hermanos, que el amor todo lo pospone, y piensa que no hay cosa que se le resista ni que le impida realizar sus propósitos; más bien piensa que todo lo podrá vencer a trueque de alcanzar lo que ama y desea. Y estas santas mujeres van con tanto deseo de ver el santísimo cuerpo de Cristo y de ungirlo no sólo con ungüentos aromáticos sino con sus propias lágrimas, que por eso todo lo posponen, no sienten ningún temor, no les espantan los soldados, y si acaso las detuviesen están preparadas para morir allí junto al santo cuerpo del Señor. Pero, decidme, santas mujeres, aunque vuestro amor sea tan grande que todo lo pospone, ¿con qué fin os dirigís allí? ¿No sabéis que vosotras no podréis ladear la piedra, y que vuestra ida es en vano? Pues en esto conoceréis, hermanos, las espuelas del amor, que aquello que de por sí parece imposible, lo hace ligero y llano. Por eso, cuando queráis realizar una obra buena y santa, y el demonio os ponga tropiezos e impedimentos, pasad adelante, no os canséis, no os volváis desde mitad del camino, proseguidlo sin parar, como hicieron estas santas mujeres; pues cuando menos os percatéis, los impedimentos habrán desaparecido y lo hallaréis todo llano. ¡Oh, hermano!, si quisieres de verdad emprender la vida virtuosa al principio os parecerá que hay losas de piedra, que hay escuadrones de soldados, que hay grandes trabajos e impedimentos, pero cuando menos os percatéis hallaréis que todos ellos han sido quitados.
8. Al fin estas santas mujeres se fueron hacia el sepulcro, y aunque salieron muy de mañana, antes de que apareciese el día, sin embargo, cuando llegaron, el sol ya estaba muy alto, y eso, no porque caminasen perezosas, ni porque fuesen despacio por el camino, pues más bien fueron volando como las águilas. Entonces, ¿por qué tardaron tanto? Yo os lo diré. Yendo de Jerusalén hacia el sepulcro, pasaron por el monte Calvario, y hallaron allí la Cruz, porque como era día de fiesta no la habían quitado, y cuando llegaron a la Cruz se pararon, y renovaron y refrescaron en su memoria los dolores que allí había padecido Cristo; allí refrescaron todas sus llagas y todas las palabras que le oyeron pronunciar desde la Cruz. Comenzaron a rumiarlo y a contemplarlo todo de nuevo, y se entretuvieron tanto, que les amaneció el sol, y estaba ya muy alto, cuando recordaron adónde iban, y se pusieron en camino porque cerca estaba el huerto y el sepulcro en donde habían depositado el cuerpo del Señor. Cuando llegaron, encontraron a los guardas como muertos, y de nada se espantaron. ¡Ved qué animo y qué corazón de mujeres!
9. Pasaron más adelante, y hallaron a un ángel hermosísimo, vestido con una ropa blanca y sentado sobre la piedra del monumento, que estaba levantada, y éste les dijo: «No temáis, santas mujeres, porque los que buscan a Dios no tienen por qué temer; los que han de temer son los que le crucificaron, ésos han de temblar; pero vosotras que le buscáis con el ungüento del amor no tenéis por qué temer». Y después que las hubo alentado y animado, añadió: «Buscáis a Jesucristo resucitado; no está aquí; ya ha resucitado. Andad vosotras y llevad estas nuevas al Cenáculo de los Apóstoles y a San Pedro». Así, pues, se fueron hacia allá las santas mujeres, y comenzaron a contar lo que habían visto y oído. Los Apóstoles primero pensaron que deliraban y que estaban locas; pero como las oyeron contarlo con tanta persuasión, luego se fueron hacia allá San Juan y San Pedro, para comprobar si así era, y las tres mujeres volvieron tras ellos; y como al llegar vieron que el sepulcro estaba abierto y era verdad, se fueron de nuevo con estas noticias a los otros Apóstoles, y las Marías se quedaron en el huerto. María Magdalena estaba junto al sepulcro llorando y gimiendo continuamente; las otras dos se paseaban por el huerto, distrayéndose del trabajo y de la angustia que tenían; pero la Magdalena, como más enamorada, se mantuvo siempre en el sepulcro, porque, como suele decirse: El amor la hacía estar, y el dolor la hacía llorar. Observad cuánto puede la tristeza, que llega a agotar y endurecer el entendimiento, el juicio y la razón, hasta el punto que nada más volver de Jerusalén al sepulcro, ya se les había olvidado lo que les había dicho el ángel, que Cristo había resucitado y que no estaba allí. Pero ellas aún lloraban como si estuviera muerto, y pensaban que lo habían hurtado, y por eso estaban tristes.
10. María Magdalena pensaba: «Si me voy, cuando vuelva hallaré el sepulcro derribado; prefiero, pues, quedarme aquí junto al sepulcro de mi Maestro». Por eso no hacía más que ir y venir, apartábase un poquito y luego volvía; hasta que al final su perseverancia halló la perla que buscaba. Se le aparecieron dos ángeles que le dijeron: Mujer, ¿por qué lloras? (Jn 20,13). ¿A quién buscas? ¿Por qué buscas entre los muertos al que vive? (Lc 24,5) ¿Por qué lloras como muerto, al que ya ha resucitado? Ella les respondió: Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto (ibíd.).
Mirad cuán turbada estaba aún por la tristeza, que no entendió lo que le habían dicho. Luego vio a otro hombre que le preguntó lo mismo: Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Y ella pensando que era el hortelano le dijo: Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo cogeré (ibíd. 15).
¡Mira qué varonil ánimo el de esta mujer! Si tú te lo has llevado —le dice—, dime dónde está, que yo me atrevo a llevármelo. Viendo esto el Señor, no pudo contenerse por más tiempo, y abriendo su santísima boca, pronunció el nombre con el que solía llamarla, y le dijo: ¡María, María! ¿Esa es la fe que tienes en mí? ¿Esa es la memoria que guardas de las palabras que yo te dije? ¿Es ésta la eficacia que hicieron en ti mis milagros?
11. En cuanto María lo vio y reconoció, quiso derribarse a sus pies diciendo: ¡Maestro! Pero el Señor le dijo: Deja de tocarme, porque todavía no he subido al Padre. Ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios (ibíd. 17). El glorioso Padre San Agustín explica estas palabras diciendo: Cristo no habla solamente de «mi Padre», sino de «mi Padre y vuestro Padre», pues de una manera es Padre mío, y de otra, vuestro. Es padre mío por naturaleza; y es Padre vuestro por gracia. Y tampoco habló de «nuestro Dios», sino de «mi Dios», bajo el cual estoy en cuanto hombre, y de «vuestro Dios» porque entre él y vosotros estoy yo como mediador1. Y le mandó que llevase esta buena noticia a San Pedro y a los otros Apóstoles, para que no perdiesen la confianza, antes bien recobrasen la esperanza.
12. En oyendo esta santa nueva, la Magdalena comenzó a caminar hacia el Cenáculo de los Apóstoles en Jerusalén, y encontrando por el camino a las otras mujeres, les anunció las buenas noticias. Y mientras andaban las tres en compañía, de nuevo se les apareció Jesús por el camino, para premiarles el buen servicio y la buena obra que habían hecho de acompañar a María Magdalena, y entonces les mostró un mayor amor, porque les dejó que le tocaran y adoraran, pues ya tenían más fe (cfr. Mt 28,9). Cuando al fin llegaron al Cenáculo, hallaron que los discípulos estaban muy alborotados, pues unos decían que el Maestro había resucitado, y otros que no. Estando en esta contienda, les dijeron las mujeres: «Hermanos, no tenéis que dudar. Nosotras lo hemos visto y lo hemos tocado con estas manos, y con esta boca hemos besado sus pies, y nos mandó que os trajésemos esta buena nueva». Y aunque la mayoría les dio crédito a lo que decían, su fe no fue total, hasta que llegó San Pedro, al cual también se la había aparecido el Señor, y llegaron los dos discípulos de Emaús con la misma noticia. Y fue entonces, estando todos comentando que había resucitado, y teniendo cerradas las puertas del Cenáculo, cuando Jesús entró en medio de ellos y les dijo: ¡Paz con vosotros! (Jn 20,21) Y de esta manera los consoló, los animó, los esforzó y los confortó, dándoles mucha gracia y poder para perdonar los pecados.
13. Hasta aquí, hermanos, la historia fidelísima y como la substancia de lo que los evangelistas nos cuentan acerca de la resurrección del Señor. (Éste es) el canto llano del relato de los hechos (…).
De esta santísima fiesta afirma Isaías: Me acordaré de las misericordias del Señor, y al Señor alabaré por todas las cosas que él ha hecho en favor nuestro (Is 63,7). Es decir, que siempre que celebramos alguna fiesta es para que nos acordemos de las misericordias del Señor, y las tengamos perpetuamente en la memoria, y las refresquemos, para darle gracias al Señor por ellas. Por otra parte, las fiestas también se celebran para que sean en nuestras almas como la leña que las encienda en fuego vivo de amor y de caridad. Pero entre todas las fiestas, la más principal e importante es la de hoy, por eso dice el Salmista: Este es el día que hizo el Señor (Sal 117,24). Pero, ¿acaso los otros días no los hizo el Señor?… Sí, por cierto, y en todos nos concede mercedes; pero en éste de una manera más particular, porque esta fiesta es nuestra gloria y nuestro contento. Hoy celebramos la fiesta de nuestra Cabeza, de donde se sigue, que si él está vivo, también nosotros; y si él dijo: Yo soy la vid y vosotros los sarmientos (Jn 15,5), síguese también que si la vid y la cepa resucitan y tienen vida, necesariamente han de tenerla igualmente los pimpollos y los sarmientos. Por consiguiente, su resurrección es nuestra resurrección, y su vida es nuestra vida, que comienza en él como Cabeza y termina en nosotros como en sus miembros. Por tanto, hermanos, nuestra es la fiesta, la gloria, el contento y el regocijo, pues hoy se nos pone delante el modelo según el cual hemos de ser nosotros gloriosos un día.
San Juan Pablo II, papa
Homilía (1979): Noche de la gran espera
Basílica de San Pedro. Sábado Santo 14 de abril de 1979
1. La palabra «muerte» se pronuncia con un nudo en la garganta. Aunque la humanidad, durante tantas generaciones, se haya acostumbrado de algún modo a la realidad inevitable de la muerte, sin embargo resulta siempre desconcertante. La muerte de Cristo había penetrado profundamente en los corazones de sus más allegados, en la conciencia de toda Jerusalén. El silencio que surgió después de ella llenó la tarde del viernes y todo el día siguiente del sábado. En este día, según las prescripciones de los judíos, nadie se había trasladado al lugar de la sepultura. Las tres mujeres, de las que habla el Evangelio de hoy, recuerdan muy bien la pesada piedra con que habían cerrado la entrada del sepulcro. Esta piedra, en la que pensaban y de la que hablarían al día siguiente yendo al sepulcro, simboliza también el peso que había aplastado sus corazones. La piedra que había separado al Muerto de los vivos, la piedra límite de la vida, el peso de la muerte. Las mujeres, que al amanecer del día después del sábado van al sepulcro, no hablarán de la muerte, sino de la piedra. Al llegar al sitio, comprobarán que la piedra no cierra ya la entrada del sepulcro. Ha sido derribada. No encontrarán a Jesús en el sepulcro. ¡Lo han buscado en vano! «No está aquí; ha resucitado, según lo había dicho» (Mt 28, 6). Deben volver a la ciudad y anunciar a los discípulos que El ha resucitado y que lo verán en Galilea. Las mujeres no son capaces de pronunciar una palabra. La noticia de la muerte se pronuncia en voz baja. Las palabras de la resurrección eran para ellas, desde luego, difíciles de comprender. Difíciles de repetir, tanto ha influido la realidad de la muerte en el pensamiento y en el corazón del hombre.
2. Desde aquella noche y más aún desde la mañana siguiente, los discípulos de Cristo han aprendido a pronunciar la palabra «resurrección». Y ha venido a ser la palabra más importante en su lenguaje, la palabra central, la palabra fundamental. Todo toma nuevamente origen de ella. Todo se confirma y se construye de nuevo: «La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente. Este es el día en que actuó el Señor. ¡Sea nuestra alegría y nuestro gozo!» (Sal 117/118, 22-24).
Precisamente por esto la vigilia pascual —el día siguiente al Viernes Santo— no es ya sólo el día en que se pronuncia en voz baja la palabra «muerte», en el que se recuerdan los últimos momentos de la vida del Muerto: es el día de una gran espera. Es la Vigilia Pascual: el día y la noche de la espera del día que hizo el Señor.
El contenido litúrgico de la Vigilia se expresa mediante las distintas horas del breviario, para concentrarse después con toda su riqueza en esta liturgia de la noche, que alcanza su cumbre, después del período de Cuaresma, en el primer «Alleluia». ¡Alleluia: es el grito que expresa la alegría pascual!
La exclamación que resuena todavía en la mitad de la noche de la espera y lleva ya consigo la alegría de la mañana. Lleva consigo la certeza de la resurrección. Lo que, en un primer momento, no han tenido la valentía de pronunciar ante el sepulcro los labios de las mujeres, o la boca de los Apóstoles, ahora la Iglesia, gracias a su testimonio, lo expresa con su Aleluya.
Este canto de alegría, cantado casi a media noche, nos anuncia el Día Grande. (En algunas lenguas eslavas, la Pascua se llama la «Noche Grande», después de la Noche Grande, llega el Día Grande: «Día hecho por el Señor»).
3. Y he aquí que estarnos para ir al encuentro de este Día Grande con el fuego pascual encendido; en este fuego hemos encendido el cirio —luz de Cristo— y junto a él hemos proclamado la gloria de su resurrección en el canto del Exultet. A continuación, hemos penetrado, mediante una serie de lecturas, en el gran proceso de la creación, del mundo, del hombre, del Pueblo de Dios; hemos penetrado en la preparación del conjunto de lo creado en este Día Grande, en el día de la victoria del bien sobre el mal, de la Vida sobre la muerte. ¡No se puede captar el misterio de la resurrección sino volviendo a los orígenes y siguiendo, después, todo el desarrollo de la historia de la economía salvífica hasta ese momento! El momento en que las tres mujeres de Jerusalén, que se detuvieron en el umbral del sepulcro vacío, oyeron el mensaje de un joven vestido de blanco: «No os asustéis. Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado; ha resucitado, no está aquí» (Mc 16, 5-6).
4. Ese gran momento no nos consiente permanecer fuera de nosotros mismos; nos obliga a entrar en nuestra propia humanidad. Cristo no sólo nos ha revelado la victoria de la vida sobre la muerte, sino que nos ha traído con su resurrección la nueva vida. Nos ha dado esta nueva vida.
He aquí cómo se expresa San Pablo: «¿O ignoráis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados para participar en su muerte? Con El hemos sido sepultados por el bautismo para participar en su muerte, para que como El resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una nueva vida» (Rom 6, 3-4).
Las palabras «hemos sido bautizados en su muerte» dicen mucho. La muerte es el agua en la que se reconquista la vida: el agua «que salta hasta la vida eterna» (Jn 4, 14). ¡Es necesario «sumergirse» en este agua; en esta muerte, para surgir después de ella como hombre nuevo, como nueva criatura, como ser nuevo, esto es, vivificado por la potencia de la resurrección de Cristo!
Este es el misterio del agua que esta noche bendecimos, que hacemos penetrar con la «luz de Cristo», que hacemos penetrar con la nueva vida: ¡es el símbolo de la potencia de la resurrección!
Este agua, en el sacramento del bautismo, se convierte en el signo de la victoria sobre Satanás, sobre el pecado; el signo de la victoria que Cristo ha traído mediante la cruz, mediante la muerte y que nos trae después a cada uno: «Nuestro hombre viejo ha sido crucificado para que fuera destruido el cuerpo del pecado y ya no sirvamos al pecado» (Rom 6, 6).
5. Es pues la noche de la gran espera. Esperemos en la fe, esperemos con todo nuestro ser humano a Aquel que al despuntar el alba ha roto la tiranía de la muerte, y ha revelado la potencia divina de la Vida: El es nuestra esperanza.
Homilía (1997): Fuego y agua
Sábado Santo, 29 de marzo de 1997
1. ¡Que exista la luz! (Gn 1,3)
Durante la Vigilia pascual, la liturgia proclama estas palabras del Libro del Génesis, las cuales son un elocuente motivo central de esta admirable celebración. Al empezar se bendice el «fuego nuevo», y con él se enciende el cirio pascual, que es llevado en procesión hacia el altar. El cirio entra y avanza primero en la oscuridad, hasta el momento en que, después de cantar el tercer «Lumen Christi«, se ilumina toda la Basílica.
De este modo están unidos entre sí los elementos de las tinieblas y de la luz, de la muerte y de la vida. Con este fondo resuena la narración bíblica de la creación. Dios dice: «Que exista la luz». Se trata, en cierto modo, del primer paso hacia la vida. En esta noche debe realizarse el singular paso de la muerte a la vida, y el rito de la luz, acompañado por las palabras del Génesis, ofrece el primer anuncio.
2.En el Prólogo de su Evangelio, san Juan dice que el Verbo se hizo carne: «En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres» (Jn 1,4). Esta noche santa se convierte pues en una extraordinaria manifestación de aquella vida que es la luz de los hombres. En esta manifestación participa toda la Iglesia y, de modo especial, los catecúmenos, que durante esta Vigilia reciben el Bautismo.
La Basílica de san Pedro en esta solemne celebración os acoge a vosotros, amadísimos hermanos y hermanas, que dentro de poco seréis bautizados en Cristo nuestra Pascua. Dos de vosotros provienen de Albania y dos del Zaire, Países que están viviendo horas dramáticas de su historia. ¡Que el Señor se digne escuchar el grito de los pobres y guiarlos en el camino hacia la paz y la libertad! Otros proceden de Benin, Cabo Verde, China y Taiwán. Ruego por cada uno de vosotros y de vosotras que, en esta asamblea representáis las primicias de la nueva humanidad redimida por Cristo, para que seáis siempre fieles testigos de su Evangelio.
Las lecturas litúrgicas de la Vigilia pascual unen entre sí los dos elementos del fuego y del agua. El elemento fuego, que da la luz, y el elemento agua, que es la materia del sacramento del renacer, es decir, del santo Bautismo. «El que no nazca de agua y de Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn 3,5). El paso de los Israelitas a través del Mar Rojo, es decir, la liberación de la esclavitud de Egipto, es figura y casi anticipación del Bautismo que libera de la esclavitud del pecado.
3. Los múltiples motivos que en esta liturgia de la Vigilia de Pascua encuentran su expresión en las Lecturas bíblicas, convergen y se interrelacionan así en una imagen unitaria. Del modo más completo es el apóstol Pablo quien presenta esta verdad en la Carta a los Romanos, proclamada hace poco: «Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo, fuimos incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva» (Rm 6,3-4).
Estas palabras nos llevan al centro mismo de la verdad cristiana. La muerte de Cristo, la muerte redentora, es el comienzo del paso a la vida, manifestado en la resurrección. «Si hemos muerto con Cristo —prosigue san Pablo—, creemos que también viviremos con él, pues sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él» (Rm 6,8-9).
4. Al llevar en las manos la antorcha de la Palabra de Dios, la Iglesia que celebra la Vigilia pascual se detiene como ante un último umbral. Se detiene en gran espera, durante toda esta noche. Junto al sepulcro esperamos el acontecimiento sucedido hace dos mil años. Primeros testigos de este suceso extraordinario fueron las mujeres de Jerusalén. Ellas llegaron al lugar donde Jesús había sido depositado el Viernes Santo y encontraron la tumba vacía. Una voz les sorprendió: «¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está aquí. Ha resucitado. Mirad el sitio donde lo pusieron. ahora id a decir a sus discípulos y a Pedro: El va por delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis, como os dijo» (Mc 16,6-7).
Nadie vio con sus propios ojos la resurrección de Cristo. Las mujeres, llegadas a la tumba, fueron las primeras en constatar el acontecimiento ya sucedido.
La Iglesia, congregada por la Vigilia pascual, escucha nuevamente, en silenciosa espera, este testimonio y manifiesta después su gran alegría. La hemos escuchado anunciar hace poco por el diácono. «Annuntio vobis gaudium magnum…», «Os anuncio una gran alegría, ¡Aleluya!».
Acojamos con corazón abierto este anuncio y participemos juntos en la gran alegría de la Iglesia.
¡Cristo ha resucitado verdaderamente! ¡Aleluya!
Homilía (2000): Conocer en la Vigilia Pascual la propia historia de salvación
Sábado Santo, 22 de abril de 2000
1. «Tenéis guardias. Id, aseguradlo como sabéis» (Mt 27, 65).
La tumba de Jesús fue cerrada y sellada. Según la petición de los sumos sacerdotes y los fariseos, se pusieron soldados de guardia para que nadie pudiera robarlo (Mt 27, 62-64). Este es el acontecimiento del que parte la liturgia de la Vigilia Pascual.
Vigilaban junto al sepulcro aquellos que habían querido la muerte de Cristo, considerándolo un «impostor» (Mt 27, 63). Su deseo era que Él y su mensaje fueran enterrados para siempre.
Velan, no muy lejos de allí, María y, con ella, los Apóstoles y algunas mujeres. Tenían aún impresa en el corazón la imagen perturbadora de hechos que acaban de ocurrir.
2. Vela la Iglesia, esta noche, en todos los rincones de la tierra, y revive las etapas fundamentales de la historia de la salvación. La solemne liturgia que estamos celebrando es una expresión de este «vigilar» que, en cierto modo, recuerda el mismo de Dios, al que se refiere el Libro del Éxodo: «Noche de guardia fue ésta para Yahveh, para sacarlos de la tierra de Egipto. Esta misma noche será la noche de guardia en honor de Yahveh …, por todas sus generaciones» (Ex 12, 42).
En su amor providente y fiel, que supera el tiempo y el espacio, Dios vela sobre el mundo. Canta el salmista: «Yahveh es tu guardián, tu sombra, Yahveh, a tu diestra. De día el sol no te hará daño, ni la luna de noche. Te guarda Yahveh de todo mal, él guarda tu alma;… desde ahora y por siempre» (Sal 120, 4-5.8).
También el pasaje que estamos viviendo entre el segundo y el tercer milenio está guardado en el misterio del Padre. Él «obra siempre» (Jn 5, 7) por la salvación del mundo y, mediante el Hijo hecho hombre, guía a su pueblo de la esclavitud a la libertad. Toda la «obra» del Gran Jubileo del año 2000 está, por decirlo así, inscrita en esta noche de Vigilia, que lleva a cumplimiento aquella del Nacimiento del Señor. Belén y el Calvario remiten al mismo misterio de amor de Dios, que tanto amó al mundo «que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16).
3. En esta Noche, la Iglesia, en su velar, se centra sobre los textos de la Escritura, que trazan el designio divino de salvación desde el Génesis al Evangelio y que, gracias también a los ritos del agua y del fuego, confieren a esta singular celebración una dimensión cósmica. Todo el universo creado está llamado a velar en esta noche junto al sepulcro de Cristo. Pasa ante nuestros ojos la historia de la salvación, desde la creación a la redención, desde el éxodo a la Alianza en el Sinaí, de la antigua a la nueva y eterna Alianza. En esta noche santa se cumple el proyecto eterno de Dios que arrolla la historia del hombre y del cosmos.
4. En la vigilia pascual, madre de todas las vigilias, cada hombre puede reconocer también la propia historia de salvación, que tiene su punto fundamental en el renacer en Cristo mediante el Bautismo.
Esta es, de manera muy especial, vuestra experiencia, queridos Hermanos y Hermanas que dentro de poco recibiréis los sacramentos de la iniciación cristiana: el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía.
Venís de diversos Países del mundo: Japón, China, Camerún, Albania e Italia.
La variedad de vuestras naciones de origen pone de relieve la universalidad de la salvación traída por Cristo. Dentro de poco, queridos, seréis insertos íntimamente en el misterio de amor de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Que vuestra existencia se haga un canto de alabanza a la Santísima Trinidad y un testimonio de amor que no conozca fronteras.
5. «Ecce lignum Crucis, in quo salus mundi pependit: venite adoremus!» Esto ha cantado ayer la Iglesia, mostrando el árbol la Cruz, «donde estuvo clavada la salvación del mundo». «Fue crucificado, muerto y sepultado», recitamos en el Credo.
El sepulcro. El lugar donde lo habían puesto (cf. Mc 16, 6). Allí está espiritualmente presente toda la Comunidad eclesial de cada rincón de la tierra. Estamos también nosotros con las tres mujeres que se acercan al sepulcro, antes del alba, para ungir el cuerpo sin vida de Jesús (cf. Mc 16, 1). Su diligencia es nuestra diligencia. Con ellas descubrimos que la piedra sepulcral ha sido retirada y el cuerpo ya no está allí. «No está aquí», anuncia el Ángel, mostrando el sepulcro vacío y las vendas por tierra. La muerte ya no tiene poder sobre Él (cf Rm 6, 9).
¡Cristo ha resucitado! Anuncia al final de esta noche de Pascua la Iglesia, que ayer había proclamado la muerte de Cristo en la Cruz. Es un anuncia de verdad y de vida.
«Surrexit Dominus de sepulcro, qui pro nobis pependit in ligno. Alleluia!»
Ha resucitado del sepulcro el Señor, que por nosotros fue colgado a la cruz.
Sí, Cristo ha resucitado verdaderamente y nosotros somos testigos de ello.
Lo gritamos al mundo, para que la alegría que nos embarga llegue a tantos otros corazones, encendiendo en ellos la luz de la esperanza que no defrauda.
¡Cristo ha resucitado, aleluya!
Homilía (2003): Todo vuelve a empezar desde el principio
Sábado, 19 de abril de 2003
1. «No os asustéis. ¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está aquí. Ha resucitado» (Mc 16,6).
Al alba del primer día después del sábado, como narra el Evangelio, algunas mujeres van al sepulcro para embalsamar el cuerpo de Jesús que, crucificado el viernes, rápidamente había sido envuelto en una sábana y depositado en el sepulcro. Lo buscan, pero no lo encuentran: ya no está donde había sido sepultado. De Él sólo quedan las señales de la sepultura: la tumba vacía, las vendas, la sábana. Las mujeres, sin embargo, quedan turbadas a la vista de un «joven vestido con una túnica blanca«, que les anuncia: «No está aquí. Ha resucitado«.
Esta desconcertante noticia, destinada a cambiar el rumbo de la historia, desde entonces sigue resonando de generación en generación: anuncio antiguo y siempre nuevo. Ha resonado una vez más en esta Vigilia pascual, madre de todas las vigilias, y se está difundiendo en estas horas por toda la tierra.
2. ¡Oh sublime misterio de esta Noche Santa! Noche en la cual revivimos ¡el extraordinario acontecimiento de la Resurrección! Si Cristo hubiera quedado prisionero del sepulcro, la humanidad y toda la creación, en cierto modo, habrían perdido su sentido. Pero Tú, Cristo, ¡has resucitado verdaderamente!
Entonces se cumplen las Escrituras que hace poco hemos escuchado de nuevo en la liturgia de la Palabra, recorriendo las etapas de todo el designio salvífico. Al comienzo de la creación «Vio Dios todo lo que había hecho: y era muy bueno» (Gn 1,31). A Abrahán había prometido: «Todos los pueblos del mundo se bendecirán con tu descendencia» (Gn 22,18). Se ha repetido uno de los cantos más antiguos de la tradición hebrea, que expresa el significado del antiguo éxodo, cuando «el Señor salvó a Israel de las manos de Egipto» (Ex 14,30). Siguen cumpliéndose en nuestros días las promesas de los Profetas: «Os infundiré mi espíritu, y haré que caminéis…» (Ez 36,27).
3. En esta noche de Resurrección todo vuelve a empezar desde el «principio»; la creación recupera su auténtico significado en el plan de la salvación. Es como un nuevo comienzo de la historia y del cosmos, porque «Cristo ha resucitado, primicia de todos los que han muerto» (1 Co 15,20). Él, «el último Adán«, se ha convertido en «un espíritu que da vida» (1 Co 15,45).
El mismo pecado de nuestros primeros padres es cantado en el Pregón pascual como «felix culpa«, «¡feliz culpa que mereció tal Redentor!». Donde abundó el pecado, ahora sobreabundó la Gracia y «la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular» (Salmo resp.) de un edificio espiritual indestructible.
En esta Noche Santa ha nacido el nuevo pueblo con el cual Dios ha sellado una alianza eterna con la sangre del Verbo encarnado, crucificado y resucitado.
4. Se entra a formar parte del pueblo de los redimidos mediante el Bautismo. «Por el bautismo -nos ha recordado el apóstol Pablo en su Carta a los Romanos- fuimos sepultados con Él en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva» (Rm 6,4).
Esta exhortación va dirigida especialmente a vosotros, queridos catecúmenos, a quienes dentro de poco la Madre Iglesia comunicará el gran don de la vida divina. De diversas Naciones la divina Providencia os ha traído aquí, junto a la tumba de San Pedro, para recibir los Sacramentos de la iniciación cristiana: el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía. Entráis así en la Casa del Señor, sois consagrados con el óleo de la alegría y podéis alimentaros con el Pan del cielo.
Sostenidos por la fuerza del Espíritu Santo, perseverad en vuestra fidelidad a Cristo y proclamad con valentía su Evangelio.
5. Queridos hermanos y hermanas aquí presentes. También nosotros, dentro de unos instantes, nos uniremos a los catecúmenos para renovar las promesas de nuestro Bautismo. Volveremos a renunciar a Satanás y a todas sus obras para seguir firmemente a Dios y sus planes de salvación. Expresaremos así un compromiso más fuerte de vida evangélica.
Que María, testigo gozosa del acontecimiento de la Resurrección, ayude a todos a caminar «en una vida nueva«; que haga a cada uno consciente de que, estando nuestro hombre viejo crucificado con Cristo, debemos considerarnos y comportarnos como hombres nuevos, personas que «viven para Dios, en Jesucristo» (cf. Rm 6, 4.11).
Amén. ¡Aleluya!
Benedicto XVI, papa
Homilía (2006): Salto cualitativo en la «evolución»
Basílica Vaticana. Sábado Santo, 15 de abril de 2006
«¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está aquí, ha resucitado» (Mc 16, 6). Así dijo el mensajero de Dios, vestido de blanco, a las mujeres que buscaban el cuerpo de Jesús en el sepulcro. Y lo mismo nos dice también a nosotros el evangelista en esta noche santa: Jesús no es un personaje del pasado. Él vive y, como ser viviente, camina delante de nosotros; nos llama a seguirlo a Él, el viviente, y a encontrar así también nosotros el camino de la vida.
«Ha resucitado…, no está aquí». Cuando Jesús habló por primera vez a los discípulos sobre la cruz y la resurrección, estos, mientras bajaban del monte de la Transfiguración, se preguntaban qué querría decir eso de «resucitar de entre los muertos» (Mc 9, 10). En Pascua nos alegramos porque Cristo no ha quedado en el sepulcro, su cuerpo no ha conocido la corrupción; pertenece al mundo de los vivos, no al de los muertos; nos alegramos porque Él es –como proclamamos en el rito del cirio pascual– Alfa y al mismo tiempo Omega, y existe por tanto, no sólo ayer, sino también hoy y por la eternidad (cf. Hb 13, 8). Pero, en cierto modo, vemos la resurrección tan fuera de nuestro horizonte, tan extraña a todas nuestras experiencias, que, entrando en nosotros mismos, continuamos con la discusión de los discípulos: ¿En qué consiste propiamente eso de «resucitar»? ¿Qué significa para nosotros? ¿Y para el mundo y la historia en su conjunto? Un teólogo alemán dijo una vez con ironía que el milagro de un cadáver reanimado –si es que eso hubiera ocurrido verdaderamente, algo en lo que no creía– sería a fin de cuentas irrelevante para nosotros porque, justamente, no nos concierne. En efecto, el que solamente una vez alguien haya sido reanimado, y nada más, ¿de qué modo debería afectarnos? Pero la resurrección de Cristo es precisamente algo más, una cosa distinta. Es –si podemos usar por una vez el lenguaje de la teoría de la evolución– la mayor «mutación», el salto más decisivo en absoluto hacia una dimensión totalmente nueva, que se haya producido jamás en la larga historia de la vida y de sus desarrollos: un salto de un orden completamente nuevo, que nos afecta y que atañe a toda la historia.
Por tanto, la discusión comenzada con los discípulos comprendería las siguientes preguntas: ¿Qué es lo que sucedió allí? ¿Qué significa eso para nosotros, para el mundo en su conjunto y para mí personalmente? Ante todo: ¿Qué sucedió? Jesús ya no está en el sepulcro. Está en una vida nueva del todo. Pero, ¿cómo pudo ocurrir eso? ¿Qué fuerzas han intervenido? Es decisivo que este hombre Jesús no estuviera solo, no fuera un Yo cerrado en sí mismo. Él era uno con el Dios vivo, unido talmente a Él que formaba con Él una sola persona. Se encontraba, por así decir, en un mismo abrazo con Aquél que es la vida misma, un abrazo no solamente emotivo, sino que abarcaba y penetraba su ser. Su propia vida no era solamente suya, era una comunión existencial con Dios y un estar insertado en Dios, y por eso no se le podía quitar realmente. Él pudo dejarse matar por amor, pero justamente así destruyó el carácter definitivo de la muerte, porque en Él estaba presente el carácter definitivo de la vida. Él era una cosa sola con la vida indestructible, de manera que ésta brotó de nuevo a través de la muerte. Expresemos una vez más lo mismo desde otro punto de vista.
Su muerte fue un acto de amor. En la última Cena, Él anticipó la muerte y la transformó en el don de sí mismo. Su comunión existencial con Dios era concretamente una comunión existencial con el amor de Dios, y este amor es la verdadera potencia contra la muerte, es más fuerte que la muerte. La resurrección fue como un estallido de luz, una explosión del amor que desató el vínculo hasta entonces indisoluble del «morir y devenir». Inauguró una nueva dimensión del ser, de la vida, en la que también ha sido integrada la materia, de manera transformada, y a través de la cual surge un mundo nuevo.
Está claro que este acontecimiento no es un milagro cualquiera del pasado, cuya realización podría ser en el fondo indiferente para nosotros. Es un salto cualitativo en la historia de la «evolución» y de la vida en general hacia una nueva vida futura, hacia un mundo nuevo que, partiendo de Cristo, entra ya continuamente en este mundo nuestro, lo transforma y lo atrae hacia sí. Pero, ¿cómo ocurre esto? ¿Cómo puede llegar efectivamente este acontecimiento hasta mí y atraer mi vida hacia Él y hacia lo alto? La respuesta, en un primer momento quizás sorprendente pero completamente real, es la siguiente: dicho acontecimiento me llega mediante la fe y el bautismo. Por eso el Bautismo es parte de la Vigilia pascual, como se subraya también en esta celebración con la administración de los sacramentos de la iniciación cristiana a algunos adultos de diversos países. El Bautismo significa precisamente que no es un asunto del pasado, sino un salto cualitativo de la historia universal que llega hasta mí, tomándome para atraerme. El Bautismo es algo muy diverso de un acto de socialización eclesial, de un ritual un poco fuera de moda y complicado para acoger a las personas en la Iglesia. También es más que una simple limpieza, una especie de purificación y embellecimiento del alma. Es realmente muerte y resurrección, renacimiento, transformación en una nueva vida.
¿Cómo lo podemos entender? Pienso que lo que ocurre en el Bautismo se puede aclarar más fácilmente para nosotros si nos fijamos en la parte final de la pequeña autobiografía espiritual que san Pablo nos ha dejado en su Carta a los Gálatas. Concluye con las palabras que contienen también el núcleo de dicha biografía: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (2, 20). Vivo, pero ya no soy yo. El yo mismo, la identidad esencial del hombre –de este hombre, Pablo– ha cambiado. Él todavía existe y ya no existe. Ha atravesado un «no» y sigue encontrándose en este «no»: Yo, pero «no» más yo. Con estas palabras, Pablo no describe una experiencia mística cualquiera, que tal vez podía habérsele concedido y, si acaso, podría interesarnos desde el punto de vista histórico. No, esta frase es la expresión de lo que ha ocurrido en el Bautismo. Se me quita el propio yo y es insertado en un nuevo sujeto más grande. Así, pues, está de nuevo mi yo, pero precisamente transformado, bruñido, abierto por la inserción en el otro, en el que adquiere su nuevo espacio de existencia. Pablo nos explica lo mismo una vez más bajo otro aspecto cuando, en el tercer capítulo de la Carta a los Gálatas, habla de la «promesa» diciendo que ésta se dio en singular, a uno solo: a Cristo. Sólo él lleva en sí toda la «promesa».
Pero, ¿qué sucede entonces con nosotros? Vosotros habéis llegado a ser uno en Cristo, responde Pablo (cf. Ga 3, 28). No sólo una cosa, sino uno, un único, un único sujeto nuevo. Esta liberación de nuestro yo de su aislamiento, este encontrarse en un nuevo sujeto es un encontrarse en la inmensidad de Dios y ser trasladados a una vida que ha salido ahora ya del contexto del «morir y devenir». El gran estallido de la resurrección nos ha alcanzado en el Bautismo para atraernos.
Quedamos así asociados a una nueva dimensión de la vida en la que, en medio de las tribulaciones de nuestro tiempo, estamos ya de algún modo inmersos. Vivir la propia vida como un continuo entrar en este espacio abierto: éste es el sentido del ser bautizado, del ser cristiano. Ésta es la alegría de la Vigilia pascual. La resurrección no ha pasado, la resurrección nos ha alcanzado e impregnado. A ella, es decir al Señor resucitado, nos sujetamos, y sabemos que también Él nos sostiene firmemente cuando nuestras manos se debilitan. Nos agarramos a su mano, y así nos damos la mano unos a otros, nos convertimos en un sujeto único y no solamente en una sola cosa. Yo, pero no más yo: ésta es la fórmula de la existencia cristiana fundada en el bautismo, la fórmula de la resurrección en el tiempo. Yo, pero no más yo: si vivimos de este modo transformamos el mundo. Es la fórmula de contraste con todas las ideologías de la violencia y el programa que se opone a la corrupción y a las aspiraciones del poder y del poseer.
«Viviréis, porque yo sigo viviendo», dice Jesús en el Evangelio de San Juan (14, 19) a sus discípulos, es decir, a nosotros. Viviremos mediante la comunión existencial con Él, por estar insertos en Él, que es la vida misma. La vida eterna, la inmortalidad beatífica, no la tenemos por nosotros mismos ni en nosotros mismos, sino por una relación, mediante la comunión existencial con Aquél que es la Verdad y el Amor y, por tanto, es eterno, es Dios mismo. La mera indestructibilidad del alma, por sí sola, no podría dar un sentido a una vida eterna, no podría hacerla una vida verdadera. La vida nos llega del ser amados por Aquél que es la Vida; nos viene del vivir con Él y del amar con Él. Yo, pero no más yo: ésta es la vía de la Cruz, la vía que «cruza» una existencia encerrada solamente en el yo, abriendo precisamente así el camino a la alegría verdadera y duradera.
De este modo, llenos de gozo, podemos cantar con la Iglesia en el Exultet: «Exulten por fin los coros de los ángeles… Goce también la tierra». La resurrección es un acontecimiento cósmico, que comprende cielo y tierra, y asocia el uno con la otra. Y podemos proclamar también con el Exultet: «Cristo, tu hijo resucitado… brilla sereno para el linaje humano, y vive y reina glorioso por los siglos de los siglos». Amén.
Homilía (2009): La luz, el agua y el aleluya
Basílica de San Pedro. Sábado Santo 11 de abril de 2009
Queridos hermanos y hermanas:
San Marcos nos relata en su Evangelio que los discípulos, bajando del monte de la Transfiguración, discutían entre ellos sobre lo quería decir «resucitar de entre los muertos» (cf. Mc 9,10). Antes, el Señor les había anunciado su pasión y su resurrección a los tres días. Pedro había protestado ante el anuncio de la muerte. Pero ahora se preguntaban qué podía entenderse con el término «resurrección». ¿Acaso no nos sucede lo mismo a nosotros? La Navidad, el nacimiento del Niño divino, nos resulta enseguida hasta cierto punto comprensible. Podemos amar al Niño, podemos imaginar la noche de Belén, la alegría de María, de san José y de los pastores, el júbilo de los ángeles. Pero resurrección, ¿qué es? No entra en el ámbito de nuestra experiencia y, así, el mensaje muchas veces nos parece en cierto modo incomprensible, como una cosa del pasado. La Iglesia trata de hacérnoslo comprender traduciendo este acontecimiento misterioso al lenguaje de los símbolos, en los que podemos contemplar de alguna manera este acontecimiento sobrecogedor. En la Vigilia Pascual nos indica el sentido de este día especialmente mediante tres símbolos: la luz, el agua y el canto nuevo, el Aleluya.
Primero la luz. La creación de Dios —lo acabamos de escuchar en el relato bíblico— comienza con la expresión: «Que exista la luz» (Gn 1,3). Donde hay luz, nace la vida, el caos puede transformarse en cosmos. En el mensaje bíblico, la luz es la imagen más inmediata de Dios: Él es todo Luminosidad, Vida, Verdad, Luz. En la Vigilia Pascual, la Iglesia lee la narración de la creación como profecía. En la resurrección se realiza del modo más sublime lo que este texto describe como el principio de todas las cosas. Dios dice de nuevo: «Que exista la luz». La resurrección de Jesús es un estallido de luz. Se supera la muerte, el sepulcro se abre de par en par. El Resucitado mismo es Luz, la luz del mundo. Con la resurrección, el día de Dios entra en la noche de la historia. A partir de la resurrección, la luz de Dios se difunde en el mundo y en la historia. Se hace de día. Sólo esta Luz, Jesucristo, es la luz verdadera, más que el fenómeno físico de luz. Él es la pura Luz: Dios mismo, que hace surgir una nueva creación en aquella antigua, y transforma el caos en cosmos.
Tratemos de entender esto aún mejor. ¿Por qué Cristo es Luz? En el Antiguo Testamento, se consideraba a la Torah como la luz que procede de Dios para el mundo y la humanidad. Separa en la creación la luz de las tinieblas, es decir, el bien del mal. Indica al hombre la vía justa para vivir verdaderamente. Le indica el bien, le muestra la verdad y lo lleva hacia el amor, que es su contenido más profundo. Ella es «lámpara para mis pasos» y «luz en el sendero» (cf. Sal 119,105). Además, los cristianos sabían que en Cristo está presente la Torah, que la Palabra de Dios está presente en Él como Persona. La Palabra de Dios es la verdadera Luz que el hombre necesita. Esta Palabra está presente en Él, en el Hijo. El Salmo 19 compara la Torah con el sol que, al surgir, manifiesta visiblemente la gloria de Dios en todo el mundo. Los cristianos entienden: sí, en la resurrección, el Hijo de Dios ha surgido como Luz del mundo. Cristo es la gran Luz de la que proviene toda vida. Él nos hace reconocer la gloria de Dios de un confín al otro de la tierra. Él nos indica la senda. Él es el día de Dios que ahora, avanzando, se difunde por toda la tierra. Ahora, viviendo con Él y por Él, podemos vivir en la luz.
En la Vigilia Pascual, la Iglesia representa el misterio de luz de Cristo con el signo del cirio pascual, cuya llama es a la vez luz y calor. El simbolismo de la luz se relaciona con el del fuego: luminosidad y calor, luminosidad y energía transformadora del fuego: verdad y amor van unidos. El cirio pascual arde y, al arder, se consume: cruz y resurrección son inseparables. De la cruz, de la autoentrega del Hijo, nace la luz, viene la verdadera luminosidad al mundo. Todos nosotros encendemos nuestras velas del cirio pascual, sobre todo las de los recién bautizados, a los que, en este Sacramento, se les pone la luz de Cristo en lo más profundo de su corazón. La Iglesia antigua ha calificado el Bautismo como fotismos, como Sacramento de la iluminación, como una comunicación de luz, y lo ha relacionado inseparablemente con la resurrección de Cristo. En el Bautismo, Dios dice al bautizando: «Recibe la luz». El bautizando es introducido en la luz de Cristo. Ahora, Cristo separa la luz de las tinieblas. En Él reconocemos lo verdadero y lo falso, lo que es la luminosidad y lo que es la oscuridad. Con Él surge en nosotros la luz de la verdad y empezamos a entender. Una vez, cuando Cristo vio a la gente que había venido para escucharlo y esperaba de Él una orientación, sintió lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor (cf. Mc 6,34). Entre las corrientes contrastantes de su tiempo, no sabían dónde ir. Cuánta compasión debe sentir Cristo también en nuestro tiempo por tantas grandilocuencias, tras las cuales se esconde en realidad una gran desorientación. ¿Dónde hemos de ir? ¿Cuáles son los valores sobre los cuales regularnos? ¿Los valores en que podemos educar a los jóvenes, sin darles normas que tal vez no aguantan o exigirles algo que quizás no se les debe imponer? Él es la Luz. El cirio bautismal es el símbolo de la iluminación que recibimos en el Bautismo. Así, en esta hora, también san Pablo nos habla muy directamente. En laCarta a los Filipenses, dice que, en medio de una generación tortuosa y convulsa, los cristianos han de brillar como lumbreras del mundo (cf. 2,15). Pidamos al Señor que la llamita de la vela, que Él ha encendido en nosotros, la delicada luz de su palabra y su amor, no se apague entre las confusiones de estos tiempos, sino que sea cada vez más grande y luminosa, con el fin de que seamos con Él personas amanecidas, astros para nuestro tiempo.
El segundo símbolo de la Vigilia Pascual — la noche del Bautismo — es el agua. Aparece en la Sagrada Escritura y, por tanto, también en la estructura interna del Sacramento del Bautismo en dos sentidos opuestos. Por un lado está el mar, que se manifiesta como el poder antagonista de la vida sobre la tierra, como su amenaza constante, pero al que Dios ha puesto un límite. Por eso, elApocalipsis dice que en el mundo nuevo de Dios ya no habrá mar (cf. 21,1). Es el elemento de la muerte. Y por eso se convierte en la representación simbólica de la muerte en cruz de Jesús: Cristo ha descendido en el mar, en las aguas de la muerte, como Israel en el Mar Rojo. Resucitado de la muerte, Él nos da la vida. Esto significa que el Bautismo no es sólo un lavacro, sino un nuevo nacimiento: con Cristo es como si descendiéramos en el mar de la muerte, para resurgir como criaturas nuevas.
El otro modo en que aparece el agua es como un manantial fresco, que da la vida, o también como el gran río del que proviene la vida. Según el primitivo ordenamiento de la Iglesia, se debía administrar el Bautismo con agua fresca de manantial. Sin agua no hay vida. Impresiona la importancia que tienen los pozos en la Sagrada Escritura. Son lugares de donde brota la vida. Junto al pozo de Jacob, Cristo anuncia a la Samaritana el pozo nuevo, el agua de la vida verdadera. Él se manifiesta como el nuevo Jacob, el definitivo, que abre a la humanidad el pozo que ella espera: ese agua que da la vida y que nunca se agota (cf. Jn 4,5.15). San Juan nos dice que un soldado golpeó con una lanza el costado de Jesús, y que del costado abierto, del corazón traspasado, salió sangre y agua (cf. Jn 19,34). La Iglesia antigua ha visto aquí un símbolo del Bautismo y la Eucaristía, que provienen del corazón traspasado de Jesús. En la muerte, Jesús se ha convertido Él mismo en el manantial. El profeta Ezequiel percibió en una visión el Templo nuevo del que brota un manantial que se transforma en un gran río que da la vida (cf. 47,1-12): en una Tierra que siempre sufría la sequía y la falta de agua, ésta era una gran visión de esperanza. El cristianismo de los comienzos entendió que esta visión se ha cumplido en Cristo. Él es el Templo auténtico y vivo de Dios. Y es la fuente de agua viva. De Él brota el gran río que fructifica y renueva el mundo en el Bautismo, el gran río de agua viva, su Evangelio que fecunda la tierra. Pero Jesús ha profetizado en un discurso durante la Fiesta de las Tiendas algo más grande aún. Dice: «El que cree en mí … de sus entrañas manarán torrentes de agua viva» (Jn 7,38). En el Bautismo, el Señor no sólo nos convierte en personas de luz, sino también en fuentes de las que brota agua viva. Todos nosotros conocemos personas de este tipo, que nos dejan en cierto modo sosegados y renovados; personas que son como el agua fresca de un manantial. No hemos de pensar sólo en los grandes personajes, como Agustín, Francisco de Asís, Teresa de Ávila, Madre Teresa de Calcuta, y así sucesivamente; personas por las que han entrado en la historia realmente ríos de agua viva. Gracias a Dios, las encontramos continuamente también en nuestra vida cotidiana: personas que son una fuente. Ciertamente, conocemos también lo opuesto: gente de la que promana un vaho como el de un charco de agua putrefacta, o incluso envenenada. Pidamos al Señor, que nos ha dado la gracia del Bautismo, que seamos siempre fuentes de agua pura, fresca, saltarina del manantial de su verdad y de su amor.
El tercer gran símbolo de la Vigilia Pascual es de naturaleza singular, y concierne al hombre mismo. Es el cantar el canto nuevo, el aleluya. Cuando un hombre experimenta una gran alegría, no puede guardársela para sí mismo. Tiene que expresarla, transmitirla. Pero, ¿qué sucede cuando el hombre se ve alcanzado por la luz de la resurrección y, de este modo, entra en contacto con la Vida misma, con la Verdad y con el Amor? Simplemente, que no basta hablar de ello. Hablar no es suficiente. Tiene que cantar. En la Biblia, la primera mención de este cantar se encuentra después de la travesía del Mar Rojo. Israel se ha liberado de la esclavitud. Ha salido de las profundidades amenazadoras del mar. Es como si hubiera renacido. Está vivo y libre. La Biblia describe la reacción del pueblo a este gran acontecimiento de salvación con la expresión: «El pueblo creyó en el Señor y en Moisés, su siervo» (cf. Ex14,31). Sigue a continuación la segunda reacción, que se desprende de la primera como una especie de necesidad interior: «Entonces Moisés y los hijos de Israel cantaron un cántico al Señor». En la Vigilia Pascual, año tras año, los cristianos entonamos después de la tercera lectura este canto, lo entonamos como nuestro cántico, porque también nosotros, por el poder de Dios, hemos sido rescatados del agua y liberados para la vida verdadera.
La historia del canto de Moisés tras la liberación de Israel de Egipto y el paso del Mar Rojo, tiene un paralelismo sorprendente en elApocalipsis de san Juan. Antes del comienzo de las últimas siete plagas a las que fue sometida la tierra, al vidente se le aparece «una especie de mar de vidrio veteado de fuego; en la orilla estaban de pie los que habían vencido a la bestia, a su imagen y al número que es cifra de su nombre: tenían en sus manos las arpas que Dios les había dado. Cantaban el cántico de Moisés, el siervo de Dios, y el cántico del Cordero» (Ap 15,2s). Con esta imagen se describe la situación de los discípulos de Jesucristo en todos los tiempos, la situación de la Iglesia en la historia de este mundo. Humanamente hablando, es una situación contradictoria en sí misma. Por un lado, se encuentra en el éxodo, en medio del Mar Rojo. En un mar que, paradójicamente, es a la vez hielo y fuego. Y ¿no debe quizás la Iglesia, por decirlo así, caminar siempre sobre el mar, a través del fuego y del frío? Considerándolo humanamente, debería hundirse. Pero mientras aún camina por este Mar Rojo, canta, entona el canto de alabanza de los justos: el canto de Moisés y del Cordero, en el cual se armonizan la Antigua y la Nueva Alianza. Mientras que a fin de cuentas debería hundirse, la Iglesia entona el canto de acción de gracias de los salvados. Está sobre las aguas de muerte de la historia y, no obstante, ya ha resucitado. Cantando, se agarra a la mano del Señor, que la mantiene sobre las aguas. Y sabe que, con eso, está sujeta, fuera del alcance de la fuerza de gravedad de la muerte y del mal —una fuerza de la cual, de otro modo, no podría escapar—, sostenida y atraída por la nueva fuerza de gravedad de Dios, de la verdad y del amor. Por el momento, la Iglesia y todos nosotros nos encontramos entre los dos campos de gravitación. Pero desde que Cristo ha resucitado, la gravitación del amor es más fuerte que la del odio; la fuerza de gravedad de la vida es más fuerte que la de la muerte. ¿Acaso no es ésta realmente la situación de la Iglesia de todos los tiempos, nuestra propia situación? Siempre se tiene la impresión de que ha de hundirse, y siempre está ya salvada. San Pablo ha descrito así esta situación: «Somos… los moribundos que están bien vivos» (2 Co 6,9). La mano salvadora del Señor nos sujeta, y así podemos cantar ya ahora el canto de los salvados, el canto nuevo de los resucitados: ¡aleluya! Amén.
Homilía (2012): Se ha abierto una nueva dimensión para el hombre
Queridos hermanos y hermanas!
Sábado 8 de abril de 2012. Basílica Vaticana.
Pascua es la fiesta de la nueva creación. Jesús ha resucitado y no morirá de nuevo. Ha descerrajado la puerta hacia una nueva vida que ya no conoce ni la enfermedad ni la muerte. Ha asumido al hombre en Dios mismo. «Ni la carne ni la sangre pueden heredar el reino de Dios», dice Pablo en la Primera Carta a los Corintios (15,50). El escritor eclesiástico Tertuliano, en el siglo III, tuvo la audacia de escribir refriéndose a la resurrección de Cristo y a nuestra resurrección: «Carne y sangre, tened confianza, gracias a Cristo habéis adquirido un lugar en el cielo y en el reino de Dios» (CCL II, 994). Se ha abierto una nueva dimensión para el hombre. La creación se ha hecho más grande y más espaciosa. La Pascua es el día de una nueva creación, pero precisamente por ello la Iglesia comienza la liturgia con la antigua creación, para que aprendamos a comprender la nueva. Así, en la Vigilia de Pascua, al principio de la Liturgia de la Palabra, se lee el relato de la creación del mundo. En el contexto de la liturgia de este día, hay dos aspectos particularmente importantes. En primer lugar, que se presenta a la creación como una totalidad, de la cual forma parte la dimensión del tiempo. Los siete días son una imagen de un conjunto que se desarrolla en el tiempo. Están ordenados con vistas al séptimo día, el día de la libertad de todas las criaturas para con Dios y de las unas para con las otras. Por tanto, la creación está orientada a la comunión entre Dios y la criatura; existe para que haya un espacio de respuesta a la gran gloria de Dios, un encuentro de amor y libertad. En segundo lugar, que en la Vigilia Pascual, la Iglesia comienza escuchando ante todo la primera frase de la historia de la creación: «Dijo Dios: “Que exista la luz”» (Gn 1,3). Como una señal, el relato de la creación inicia con la creación de la luz. El sol y la luna son creados sólo en el cuarto día. La narración de la creación los llama fuentes de luz, que Dios ha puesto en el firmamento del cielo. Con ello, los priva premeditadamente del carácter divino, que las grandes religiones les habían atribuido. No, ellos no son dioses en modo alguno. Son cuerpos luminosos, creados por el Dios único. Pero están precedidos por la luz, por la cual la gloria de Dios se refleja en la naturaleza de las criaturas.
¿Qué quiere decir con esto el relato de la creación? La luz hace posible la vida. Hace posible el encuentro. Hace posible la comunicación. Hace posible el conocimiento, el acceso a la realidad, a la verdad. Y, haciendo posible el conocimiento, hace posible la libertad y el progreso. El mal se esconde. Por tanto, la luz es también una expresión del bien, que es luminosidad y crea luminosidad. Es el día en el que podemos actuar. El que Dios haya creado la luz significa que Dios creó el mundo como un espacio de conocimiento y de verdad, espacio para el encuentro y la libertad, espacio del bien y del amor. La materia prima del mundo es buena, el ser es bueno en sí mismo. Y el mal no proviene del ser, que es creado por Dios, sino que existe sólo en virtud de la negación. Es el «no».
En Pascua, en la mañana del primer día de la semana, Dios vuelve a decir: «Que exista la luz». Antes había venido la noche del Monte de los Olivos, el eclipse solar de la pasión y muerte de Jesús, la noche del sepulcro. Pero ahora vuelve a ser el primer día, comienza la creación totalmente nueva. «Que exista la luz», dice Dios, «y existió la luz». Jesús resucita del sepulcro. La vida es más fuerte que la muerte. El bien es más fuerte que el mal. El amor es más fuerte que el odio. La verdad es más fuerte que la mentira. La oscuridad de los días pasados se disipa cuando Jesús resurge de la tumba y se hace él mismo luz pura de Dios. Pero esto no se refiere solamente a él, ni se refiere únicamente a la oscuridad de aquellos días. Con la resurrección de Jesús, la luz misma vuelve a ser creada. Él nos lleva a todos tras él a la vida nueva de la resurrección, y vence toda forma de oscuridad. Él es el nuevo día de Dios, que vale para todos nosotros.
Pero, ¿cómo puede suceder esto? ¿Cómo puede llegar todo esto a nosotros sin que se quede sólo en palabras sino que sea una realidad en la que estamos inmersos? Por el sacramento del bautismo y la profesión de la fe, el Señor ha construido un puente para nosotros, a través del cual el nuevo día viene a nosotros. En el bautismo, el Señor dice a aquel que lo recibe: Fiat lux, que exista la luz. El nuevo día, el día de la vida indestructible llega también para nosotros. Cristo nos toma de la mano. A partir de ahora él te apoyará y así entrarás en la luz, en la vida verdadera. Por eso, la Iglesia antigua ha llamado al bautismo photismos, iluminación.
¿Por qué? La oscuridad amenaza verdaderamente al hombre porque, sí, éste puede ver y examinar las cosas tangibles, materiales, pero no a dónde va el mundo y de dónde procede. A dónde va nuestra propia vida. Qué es el bien y qué es el mal. La oscuridad acerca de Dios y sus valores son la verdadera amenaza para nuestra existencia y para el mundo en general. Si Dios y los valores, la diferencia entre el bien y el mal, permanecen en la oscuridad, entonces todas las otras iluminaciones que nos dan un poder tan increíble, no son sólo progreso, sino que son al mismo tiempo también amenazas que nos ponen en peligro, a nosotros y al mundo. Hoy podemos iluminar nuestras ciudades de manera tan deslumbrante que ya no pueden verse las estrellas del cielo. ¿Acaso no es esta una imagen de la problemática de nuestro ser ilustrado? En las cosas materiales, sabemos y podemos tanto, pero lo que va más allá de esto, Dios y el bien, ya no lo conseguimos identificar. Por eso la fe, que nos muestra la luz de Dios, es la verdadera iluminación, es una irrupción de la luz de Dios en nuestro mundo, una apertura de nuestros ojos a la verdadera luz.
Queridos amigos, quisiera por último añadir todavía una anotación sobre la luz y la iluminación. En la Vigilia Pascual, la noche de la nueva creación, la Iglesia presenta el misterio de la luz con un símbolo del todo particular y muy humilde: el cirio pascual. Esta es una luz que vive en virtud del sacrificio. La luz de la vela ilumina consumiéndose a sí misma. Da luz dándose a sí misma. Así, representa de manera maravillosa el misterio pascual de Cristo que se entrega a sí mismo, y de este modo da mucha luz. Otro aspecto sobre el cual podemos reflexionar es que la luz de la vela es fuego. El fuego es una fuerza que forja el mundo, un poder que transforma. Y el fuego da calor. También en esto se hace nuevamente visible el misterio de Cristo. Cristo, la luz, es fuego, es llama que destruye el mal, transformando así al mundo y a nosotros mismos. Como reza una palabra de Jesús que nos ha llegado a través de Orígenes, «quien está cerca de mí, está cerca del fuego». Y este fuego es al mismo tiempo calor, no una luz fría, sino una luz en la que salen a nuestro encuentro el calor y la bondad de Dios.
El gran himno del Exsultet, que el diácono canta al comienzo de la liturgia de Pascua, nos hace notar, muy calladamente, otro detalle más. Nos recuerda que este objeto, el cirio, se debe principalmente a la labor de las abejas. Así, toda la creación entra en juego. En el cirio, la creación se convierte en portadora de luz. Pero, según los Padres, también hay una referencia implícita a la Iglesia. La cooperación de la comunidad viva de los fieles en la Iglesia es algo parecido al trabajo de las abejas. Construye la comunidad de la luz. Podemos ver así también en el cirio una referencia a nosotros y a nuestra comunión en la comunidad de la Iglesia, que existe para que la luz de Cristo pueda iluminar al mundo.
Roguemos al Señor en esta hora que nos haga experimentar la alegría de su luz, y pidámosle que nosotros mismos seamos portadores de su luz, con el fin de que, a través de la Iglesia, el esplendor del rostro de Cristo entre en el mundo (cf. Lumen gentium, 1). Amén.
Julio Alonso Ampuero: Año Litúrgico
Ha resucitado
«HA RESUCITADO». Así, con mayúsculas, aparece en el Leccionario. Esta palabra es común a los tres sinópticos y aparece por tanto en los tres ciclos. Es la noticia. La Iglesia vive de ella. Millones de cristianos a lo largo de veinte siglos han vivido de ella. Es la noticia que ha cambiado la historia: el Crucificado vive, ha vencido la muerte y el mal. Es el grito que inunda esta noche santa como una luz potente que rasga las tinieblas. ¿En qué medida vivo yo de este anuncio? ¿En qué medida soy portavoz de esta noticia para los que aún no la conocen?
«Consideraos muertos al pecado y vivos para Dios». La resurrección de Cristo es también la nuestra. Él no sólo ha destruido la muerte, sino también el pecado, que es la verdadera muerte y causa de ella. La resurrección de Cristo es capaz de levantarnos para hacernos llevar una vida de resucitados. Ya no somos esclavos del pecado. Podemos vivir desde ahora en la pertenencia a Dios, como Cristo. Podemos caminar en novedad de vida.
«La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular». Las lecturas del A.T. son una síntesis de la historia de la salvación, que culmina en Cristo. El Resucitado es la clave de todo. Todo se ilumina desde Él. Sin Él, todo permanece confuso y sin sentido. ¿Le permito yo que ilumine mi vida? ¿Soy capaz de acoger la presencia del Resucitado para entender toda mi vida como historia de salvación?