Domingo I Tiempo de Adviento (C) – Homilías
/ 15 noviembre, 2015 / Tiempo de AdvientoLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Jer 33, 14-16: Suscitaré a David un vástago legítimo
Sal 24, 4bc-5ab. 8-9. 10 y 14: A ti, Señor, levanto mi alma
1 Tes 3, 12—4, 2: Que el Señor afiance vuestros corazones, para cuando venga Cristo
Lc 21, 25-28. 34-36: Se acerca vuestra liberación
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Bernardo, abad
Sermón: Aguardamos al Salvador
Justo es, hermanos, que celebréis con toda devoción el Adviento del Señor, deleitados por tanta consolación, asombrados por tanta dignación, inflamados con tanta dilección. Pero no penséis únicamente en la primera venida, cuando el Señor viene a buscar y a salvar lo que estaba perdido, sino también en la segunda, cuando volverá y nos llevará consigo. ¡Ojalá hagáis objeto de vuestras continuas meditaciones estas dos venidas, rumiando en vuestros corazones cuánto nos dio en la primera y cuánto nos ha prometido en la segunda!
Ha llegado el momento, hermanos, de que el juicio empiece por la casa de Dios. ¿Cuál será el final de los que no han obedecido al evangelio de Dios? ¿Cuál será el juicio a que serán sometidos los que en este juicio no resucitan? Porque quienes se muestran reacios a dejarse juzgar por el juicio presente, en el que el jefe del mundo este es echado fuera, que esperen o, mejor, que teman al Juez quien, juntamente con su jefe, los arrojará también a ellos fuera. En cambio nosotros, si nos sometemos ya ahora a un justo juicio, aguardemos seguros un Salvador: el Señor Jesucristo. Él transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa. Entonces los justos brillarán, de modo que puedan ver tanto los doctos como los indoctos: brillarán como el sol en el Reino de su Padre.
Cuando venga el Salvador transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa, a condición sin embargo de que nuestro corazón esté previamente transformado y configurado a la humildad de su corazón. Por eso decía también: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón. Considera atentamente en estas palabras que existen dos tipos de humildad: la del conocimiento y la de la voluntad, llamada aquí humildad del corazón. Mediante la primera conocemos lo poco que somos, y la aprendemos por nosotros mismos y a través de nuestra propia debilidad; mediante la segunda pisoteamos la gloria del mundo, y la aprendemos de aquel que se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo; que buscado para proclamarlo rey, huye; buscado para ser cubierto de ultrajes y condenado al ignominioso suplicio de la cruz, voluntariamente se ofreció a sí mismo.
San Cirilo de Jerusalén, obispo
Catequesis: Las dos venidas de Cristo
Anunciamos la venida de Cristo, pero no una sola, sino también una segunda, mucho más magnífica que la anterior. La primera llevaba consigo un significado de sufrimiento; esta otra, en cambio, llevará la diadema del reino divino.
Pues casi todas las cosas son dobles en nuestro Señor Jesucristo. Doble es su nacimiento: uno, de Dios, desde toda la eternidad; otro, de la Virgen, en la plenitud de los tiempos. Es doble también su descenso: el primero, silencioso, como la lluvia sobre el vellón; el otro, manifiesto, todavía futuro.
En la primera venida fue envuelto con fajas en el pesebre; en la segunda se revestirá de luz como vestidura. En la primera soportó la cruz, sin miedo a la ignominia; en la otra vendrá glorificado, y escoltado por un ejército de ángeles.
No pensamos, pues, tan sólo en la venida pasada; esperamos también la futura. Y habiendo proclamado en la primera: Bendito el que viene en nombre del Señor, diremos eso mismo en la segunda; y saliendo al encuentro del Señor con los ángeles, aclamaremos, adorándolo: Bendito el que viene en nombre del Señor.
El Salvador vendrá, no para ser de nuevo juzgado, sino para llamar a su tribunal a aquellos por quienes fue llevado a juicio. Aquel que antes, mientras era juzgado, guardó silencio refrescará la memoria de los malhechores que osaron insultarle cuando estaba en la cruz, y les dirá: Esto hicisteis y yo callé.
Entonces, por razones de su clemente providencia, vino a enseñar a los hombres con suave persuasión; en esa otra ocasión, futura, lo quieran o no, los hombres tendrán que someterse necesariamente a su reinado.
De ambas venidas habla el profeta Malaquías: De pronto entrará en el santuario el Señor a quien vosotros buscáis. He ahí la primera venida.
Respecto a la otra, dice así: El mensajero de la alianza que vosotros deseáis: miradlo entrar —dice el Señor de los ejércitos—. ¿Quién podrá resistir el día de su venida, ¿quién quedará en pie cuando aparezca? Será un fuego de fundidor, una lejía de lavandero: se sentará como un fundidor que refina la plata.
Escribiendo a Tito, también Pablo habla de esas dos venidas en estos términos: Ha aparecido la gracia de Dios que trae la salvación para todos los hombres; enseñándonos a renunciar a la impiedad y a los deseos mundanos, y a llevar ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo. Ahí expresa su primera venida, dando gracias por ella; pero también la segunda, la que esperamos.
Por esa razón, en nuestra profesión de fe, tal como la hemos recibido por tradición, decimos que creemos en aquel que subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin.
Vendrá, pues, desde los cielos, nuestro Señor Jesucristo. Vendrá ciertamente hacia el fin de este mundo, en el último día, con gloria. Se realizará entonces la consumación de este mundo, y este mundo, que fue creado al principio, será otra vez renovado.
San Juan Pablo II, papa
Homilía (02-12-1979): Pasar
domingo 2 de diciembre de 1979[...] 2. Adviento: primer domingo de Adviento.
"He aquí que vienen días —Palabra de Yavé— en que yo cumpliré las promesas..." (Jer 33, 14): leemos hoy estas palabras del libro del Profeta jeremías y sabemos que anuncian el comienzo del nuevo año litúrgico y, al mismo tiempo, anuncian ya en esta liturgia el momento inminente de la venida del Hijo de Dios que nace de la Virgen. Cada año nos preparamos para este momento en el ciclo litúrgico de la Iglesia, para esta solemnidad grande y gozosa. Deseo que también mi visita de hoy a la parroquia de San Clemente sirva para esta preparación. Efectivamente, el día en que nace Cristo debe traernos (como anuncia el mismo Profeta Jeremías) esta alegre certeza: que "el Señor en nuestra justicia" (cf. Jer 33, 16).
3. La Iglesia se prepara para la Navidad de un modo totalmente particular. Nos recuerda el mismo acontecimiento que ha presentado recientemente al final del año litúrgico. Esto es, nos recuerda el día de la venida última de Cristo. Viviremos de manera justa la Navidad, es decir, la primera venida del Salvador, cuando seamos conscientes de su última venida "con poder y majestad grandes" (Lc 21, 27), como declara el Evangelio de hoy. En este pasaje hay una frase sobre la que quiero llamar vuestra atención: "Los hombres exhalarán sus almas por el terror y el ansia de lo que viene sobre la tierra" (Lc 21, 26).
Llamo la atención porque también en nuestra época el miedo "de lo que deberá suceder sobre la tierra" se comunica a los hombres.
El tiempo del fin del mundo nadie lo conoce, "sino sólo el Padre" (Mc 13, 32); y por esto de ese miedo que se transmite a los hombres de nuestro tiempo, no deduzcamos consecuencia alguna por cuanto se refiere al futuro del mundo. En cambio, está bien detenerse en esta frase del Evangelio de hoy. Para vivir bien el recuerdo del nacimiento de Cristo, es necesario tener muy clara en la mente la verdad sobre la venida última de Cristo; sobre ese adviento último. Y cuando el Señor Jesús dice: "Estad atentos... de repente vendrá aquel día sobre vosotros como un lazo" (Lc 21, 34), entonces justamente nos damos cuenta de que El habla aquí no sólo del último día de todo el mundo humano, sino también del último día de cada hombre. Ese día que cierra el tiempo de nuestra vida sobre la tierra y abre ante nosotros la dimensión de la eternidad, es también el Adviento. En ese día vendrá el Señor a nosotros, como redentor y juez.
4. Así, pues, como vemos, es múltiple el significado del Adviento, que, como tiempo litúrgico, comienza con este domingo. Pero parece que sobre todo el primero de los cuatro domingos de este período quiere hablarnos con la verdad del "pasar", a que están sometidos el mundo y el hombre en el mundo. Nuestra vida en el mundo es un pasar, que inevitablemente conduce al término. Sin embargo, la Iglesia quiere decirnos —y lo hace con toda perseverancia—que este pasar y ese término son al mismo tiempo adviento: no sólo pasamos, sino que al mismo tiempo nos preparamos. Nos preparamos al encuentro con El.
La verdad fundamental sobre el Adviento es, al mismo tiempo, seria y gozosa. Es seria: vuelve a sonar en ella el mismo "velad" que hemos escuchado en la liturgia de los últimos domingos del año litúrgico. Y es, al mismo tiempo, gozosa: efectivamente, el hombre no vive "en el vacío" (la finalidad de la vida del hombre no es "el vacío"). La vida del hombre no es sólo un acercarse al término, que junto con la muerte del cuerpo significaría el aniquilamiento de todo el ser humano. El Adviento lleva en sí la certeza de la indestructibilidad de este ser. Si repite: "Velad y orad..." (Lc 21, 36), lo hace para que podamos estar preparados a "comparecer ante el Hijo del hombre" (Lc 21, 36).
5. De este modo el Adviento es también el primero y fundamental tiempo de elección; aceptándolo, participando en él, elegimos el sentido principal de toda la vida. Todo lo que sucede entre el día del nacimiento y el de la muerte de cada uno de nosotros, constituye, por decirlo así, una gran prueba: el examen de nuestra humanidad. Y por eso la ardiente llamada de San Pablo en la segunda lectura de hoy: la llamada a potenciar el amor, a hacer firmes e irreprensibles nuestros corazones en la santidad; la invitación a toda nuestra manera de comportarnos (en lenguaje de hoy se podría decir "a todo el estilo de vida"), a la observancia de los mandamientos de Cristo. El Apóstol enseña: si debemos agradar a Dios, no podemos permanecer en el estancamiento, debemos ir adelante, esto es, "para adelantar cada vez más" (1 Tes 4, 1). Y efectivamente es así. En el Evangelio hay una invitación al progreso. Hoy todo el mundo está lleno de invitaciones al progreso. Nadie quiere ser un "no-progresista". Sin embargo, se trata de saber de qué modo se debe y se puede "ser progresista", y en qué consiste el verdadero progreso. No podemos pasar tranquilamente por alto estas preguntas. El Adviento comporta el significado más profundo del progreso. El Adviento nos recuerda cada año que la vida humana no puede ser un estancamiento. Debe ser un progreso. El Adviento nos indica en qué consiste este progreso.
6. Y por esto esperamos el momento del nuevo Nacimiento de Cristo en la liturgia. Porque El es quien (como dice el Salmo de hoy) "enseña el camino a los pecadores; hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes" (Sal 24 [25], 8-9).
Y por tanto hacia El, que vendrá —hacia Cristo—, nos dirigimos con plena confianza y convicción. Y le decimos:
Guía! ¡Guíame en la verdad! ¡Guíanos en la verdad!
Guía, oh Cristo, en la verdad a los padres y a las madres
de familia de la parroquia:
estimulados y fortificados
por la gracia sacramental del matrimonio
y conscientes de ser en la tierra
el signo visible de tu indefectible amor a la Iglesia,
sepan ser serenos y decididos
para afrontar con coherencia evangélica
las responsabilidades de la vida conyugal
y de la educación cristiana de los hijos.
Guía, oh Cristo, en la verdad a los jóvenes de la parroquia:
que no se dejen atraer por nuevos ídolos,
como el consumismo a ultranza,
el bienestar a cualquier costo,
el permisivismo moral, la violencia contestataria,
sino que vivan con alegría tu mensaje,
que es el mensaje de las bienaventuranzas,
el mensaje del amor a Dios y al prójimo,
el mensaje del compromiso moral
para la transformación auténtica de la sociedad.
Guía, oh Cristo, en la verdad
a todos los fieles de la parroquia:
que la fe cristiana anime toda su vida
y los haga convertirse, frente al mundo,
en valientes testigos de tu misión de salvación,
en miembros conscientes y dinámicos de la Iglesia,
contentos de ser hijos de Dios
y hermanos contigo de todos los hombres.
¡Guíanos, oh Cristo, en la verdad! ¡Siempre!
Homilía (30-11-1997): Velar y orar
domingo 30 de noviembre de 19971.«Velad, pues, en todo tiempo y orad, para que podáis (...) comparecer ante el Hijo del Hombre» (Lc 21, 36).
Estas palabras de Cristo, recogidas en el evangelio de san Lucas, nos introducen en el significado profundo de la liturgia que estamos celebrando. En este primer domingo de Adviento, que marca el comienzo del segundo año de preparación inmediata para el jubileo del año 2000, resuena más viva y actual que nunca la exhortación a velar y orar, a fin de estar preparados para el encuentro con el Señor.
Nuestro pensamiento va, ante todo, al encuentro de la próxima Navidad, cuando, una vez más, nos arrodillaremos ante la cuna del Salvador recién nacido. Pero también pensamos en la gran fecha del año 2000, en la que toda la Iglesia revivirá con intensidad muy particular el misterio de la Encarnación del Verbo. Estamos invitados a apresurar el paso hacia esa meta, dejándonos guiar, sobre todo durante el presente año litúrgico, por la luz del Espíritu Santo. En efecto, se incluye «entre los objetivos primarios de la preparación del Jubileo el reconocimiento de la presencia y de la acción del Espíritu, que actúa en la Iglesia » (Tertio millennio adveniente, 45).
2.La Iglesia que está en Roma se reúne hoy en esta basílica también por otro motivo: la entrega de la cruz a los misioneros y a las misioneras que asumen la tarea de anunciar el Evangelio en los diversos ambientes de la metrópoli.
Hemos escuchado las palabras del apóstol Pablo: «Que el Señor os colme y os haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos» (1 Ts 3, 12). Precisamente con este deseo el Obispo de Roma os entrega la cruz a todos vosotros, queridos misioneros y misioneras, y a vuestras comunidades parroquiales. ¿No es este, acaso, el secreto del éxito de la misión ciudadana? Jesús mismo asoció al amor mutuo de sus discípulos la eficacia de su anuncio evangélico: «Que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea» (Jn 17, 21).
El éxito de la misión depende de la intensidad del amor. La tercera persona de la santísima Trinidad es el Amor subsistente. ¿Quién mejor que él puede infundir el amor en nuestro corazón? (cf. Rm 5, 5). Por eso, es providencial la coincidencia entre la apertura del segundo año de preparación del gran jubileo, dedicado al Espíritu Santo, y la entrega de la cruz a vosotros, que durante este año seréis protagonistas de la Misión en toda la ciudad. Os asegura una asistencia particular por parte del Espíritu Santo, en quien la misión reconoce a su protagonista primero e indiscutible.
3.«¡Abre la puerta a Cristo, tu Salvador! ». Esta invitación está en el centro de la misión ciudadana, pero debe resonar ante todo en nuestro corazón. Debemos ser los primeros en abrir la puerta de nuestra conciencia y de nuestra vida a Cristo salvador, volviéndonos dóciles a la acción del Espíritu, para conformarnos cada vez más al Señor. En efecto, no podemos anunciarlo sin reflejar su imagen, viva en nosotros por la gracia y la obra del Espíritu.
Queridos misioneros y misioneras, sentid un gran amor por las personas y las familias que encontréis. La gente tiene necesidad de amor, de comprensión y de perdón. Estad atentos y cercanos sobre todo a las familias que viven situaciones difíciles en el ámbito de la fe, del matrimonio o, incluso, de la pobreza y del sufrimiento. Que para cada familia de Roma vuestros gestos y vuestras palabras sean signos de la misericordia divina y de la acogida de la Iglesia. En la medida de vuestras posibilidades, conservad, también después de vuestra visita, una relación personal con las familias que encontréis y con cada uno de sus componentes.
Amad a la Iglesia, de la que sois miembros, y que os envía como misioneros. Enseñad a amarla con vuestra palabra y vuestro ejemplo. Compartid su pasión por la salvación de los hombres. Amad a la Iglesia, que es santa puesto que ha sido purificada por la sangre de Cristo derramada en la cruz.
¡También vosotros esforzaos por ser santos! Acoged la exhortación de san Pablo, que ha resonado en la segunda lectura, para que «os presentéis santos e irreprensibles» (1 Ts 3, 12). La llamada a la misión deriva de la llamada a la santidad. Responded a ella con generosidad. Abrid las puertas de vuestra vida al don del Espíritu Santo, el Santificador, que renueva la faz de la tierra y transforma los corazones de piedra en corazones de carne, capaces de amar como Cristo nos amó (cf. Jn 15, 12).
4.Al presentaros, en cada casa, a las familias de vuestras parroquias, podréis afirmar con el apóstol Pablo: he venido a vosotros débil, tímido y tembloroso, para anunciaros a Jesucristo, y éste crucificado (cf. 1 Co 2, 1-3). Esta sencillez en el anuncio, acompañada por el amor a las personas ante las que os presentáis, es la verdadera fuerza de vuestro servicio misionero. Frente a la resonancia persuasiva y atractiva de numerosos mensajes humanos que todos los días invaden la existencia de las personas, el Evangelio puede parecer, tal vez, débil y pobre a quien mira con superficialidad; pero, en realidad, es la palabra más poderosa y eficaz que puede pronunciarse, porque penetra en el corazón y, gracias a la acción misteriosa del Espíritu Santo, abre el camino de la conversión y del encuentro con Dios.
Deseo hacer mía la invitación del Apóstol a que crezcáis y os distingáis en el camino del bien: «Habéis aprendido de nosotros cómo proceder para agradar a Dios: pues proceded así y seguid adelante» (1 Ts 4, 1). En efecto, la misión debe constituir para cada parroquia la ocasión oportuna de iniciar una nueva relación con la gente del territorio, a fin de ser más capaces de llegar a todos con la propuesta de la fe, de estar más dispuestos a las exigencias y expectativas, y más presentes en el entramado diario de cada uno. Así, la parroquia podrá ser más auténtica en su generoso compromiso apostólico y misionero en favor de cuantos viven fuera de ella.
5.Queridos misioneros y misioneras de Roma, hoy os digo a vosotros lo que escribí a los jóvenes el pasado 8 de septiembre, invitándolos a estar dispuestos a acoger y ayudar a todos los que quieren acercarse a la fe y a la Iglesia. ¡Qué no se pierda ninguno de los que el Padre pone en nuestro camino! (cf. Carta a los jóvenes de Roma, n. 9: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de septiembre de 1997, p. 2).
Os lo repito también a vosotros, sacerdotes y diáconos, para que reavivéis el don de Dios que está en vosotros por la imposición de las manos del obispo (cf. 2 Tm 1, 6). Con el amor y la preocupación del buen Pastor, id en búsqueda de cuantos se han alejado y esperan un gesto vuestro, una palabra vuestra, para poder redescubrir el amor de Dios y su perdón.
A vosotros, religiosos y religiosas, deseo indicaros que la misión es el terreno propicio para dar un testimonio fuerte de servicio gozoso al Evangelio. En particular, a las religiosas de vida contemplativa les pido que se sitúen en el corazón mismo de la misión con su constante oración de adoración y de contemplación del misterio de la cruz y de la resurrección.
A vosotros, queridos muchachos y muchachas, os digo una vez más: vuestra participación activa en la misión ciudadana es un don indispensable para la comunidad. Convertíos en protagonistas de la aventura más hermosa y entusiasmante, por la que vale la pena gastar la vida: la del anuncio de Cristo y de su Evangelio. Con vuestros dones y talentos, puestos a disposición del Señor, podéis y debéis contribuir a la obra de la salvación en nuestra amada ciudad.
Os renuevo la invitación también a vosotras, queridas familias cristianas, que poseéis el don de la fe y del amor; la invitación a vivir con empeño la llamada a la misión, ofreciendo vuestro servicio a las demás familias que viven en vuestro entorno, con amistad, solidaridad y valentía al proponer la verdad evangélica.
Os dirijo un saludo particular a vosotros, queridos enfermos, ancianos y personas solas. A vosotros se os ha confiado una tarea de gran importancia en la misión: ofrecer vuestras oraciones y vuestros sufrimientos diarios por el éxito de esta empresa apostólica, para que la gracia del Señor acompañe la visita de los misioneros a las familias, y abra y disponga a la conversión los corazones de quienes los acojan.
6.«Mirad que llegan días (...) en que cumpliré la promesa que hice» (Jr 33, 14). Mediante la acción del Espíritu, el Señor guía la historia de la salvación a lo largo de los siglos hasta su supremo cumplimiento.
«Envía tu Espíritu, Señor, y renueva la faz de la tierra». Como enviaste tu Espíritu sobre María, Virgen del Adviento, envíalo también sobre nosotros. ¡Envía tu Espíritu, oh Señor, sobre la ciudad de Roma y renueva su faz! Envía tu Espíritu sobre todo el mundo, que se prepara para entrar en el tercer milenio de la era cristiana.
Ayúdanos a acoger, como María, el don de tu presencia divina y de tu protección. Ayúdanos a ser dóciles a las sugerencias del Espíritu, para que podamos anunciar con valentía y celo apostólico al Verbo, que se hizo carne y puso su morada entre nosotros: Jesucristo, Dios hecho hombre, que nos ha redimido con su muerte y resurrección. Amén.
Homilía (03-12-2000): Adviento existencial
domingo 3 de diciembre de 20001."Levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación" (Lc 21, 28).
San Lucas, en el texto evangélico presentado a nuestra meditación en este primer domingo de Adviento, destaca el miedo que angustia a los hombres frente a los fenómenos finales. Pero, en contraste, el evangelista presenta con mayor relieve la perspectiva gozosa de la espera cristiana: "Entonces -dice- verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y majestad" (Lc21, 27). Este es el anuncio que da esperanza al corazón del creyente; el Señor vendrá "con gran poder y majestad". Por eso, se invita a los discípulos a no tener miedo, sino a levantarse y alzar la cabeza, "porque se acerca vuestra liberación" (Lc 21, 28).
Cada año la liturgia nos vuelve a recordar, al comienzo del Adviento, esta "buena nueva", que resuena con extraordinaria elocuencia en la Iglesia. Es la buena nueva de nuestra salvación; es el anuncio de que el Señor está cerca; más aún, de que ya está con nosotros.
2. [...] En vuestro cuerpo y en vuestra vida, amadísimos hermanos y hermanas [se dirige a enfermos y minusválidos], sois portadores de una fuerte esperanza de liberación. ¿No implica esto una espera implícita de la "liberación" que Cristo nos obtuvo con su muerte y su resurrección? En efecto, toda persona marcada por una discapacidad física o psíquica vive una especie de "adviento" existencial, la espera de una "liberación" que se manifestará plenamente, para ella como para todos, sólo al final de los tiempos. Sin la fe, esta espera puede transformarse en desilusión y desconsuelo; por el contrario, sostenida por la palabra de Cristo, se convierte en esperanza viva y activa.
3."Estad siempre despiertos, pidiendo fuerza para escapar a todo lo que está por venir, y manteneos en pie ante el Hijo del hombre" (Lc 21, 36). La liturgia de hoy nos habla de la segunda venida del Señor; es decir, nos habla de la vuelta gloriosa de Cristo, que coincidirá con la que, con palabras sencillas, se llama "el fin del mundo". Se trata de un acontecimiento misterioso que, en el lenguaje apocalíptico, presenta por lo general la apariencia de un inmenso cataclismo. Al igual que el fin de la persona, es decir, la muerte, el fin del universo suscita angustia ante lo desconocido y temor al sufrimiento, además de interrogantes turbadores sobre el más allá.
El tiempo de Adviento, que empieza precisamente hoy, nos insta a prepararnos para acoger al Señor que vendrá. Pero ¿cómo prepararnos? La significativa celebración que estamos realizando nos muestra que un modo concreto para disponernos a ese encuentro es la proximidad y la comunión con quienes, por cualquier motivo, se encuentran en dificultad. Al reconocer a Cristo en el hermano, nos disponemos a que él nos reconozca cuando vuelva definitivamente. Así la comunidad cristiana se prepara para la segunda venida del Señor: poniendo en el centro a las personas que Jesús mismo ha privilegiado, las personas que la sociedad a menudo margina y no considera.
4.Esto es lo que hemos hecho hoy, reuniéndonos en esta basílica para vivir la gracia y la alegría del jubileo junto con vosotros, que os encontráis en condiciones de discapacidad, y con vuestras familias. Con este gesto queremos hacer nuestras vuestras inquietudes y expectativas, vuestros dones y problemas.
En nombre de Cristo, la Iglesia se compromete a ser para vosotros cada vez más "casa acogedora". Sabemos que el discapacitado -persona única e irrepetible en su dignidad igual e inviolable- no sólo requiere atención, sino ante todo amor que se transforme en reconocimiento, respeto e integración: desde el nacimiento, pasando por la adolescencia y hasta la edad adulta y el momento delicado, vivido con conmoción por muchos padres, en que se separan de sus hijos, el momento del "después de nosotros". Queridos hermanos, queremos compartir vuestras pruebas y vuestros inevitables momentos de desaliento, para iluminarlos con la luz de la fe y con la esperanza de la solidaridad y del amor.
5.Con vuestra presencia, amadísimos hermanos y hermanas, reafirmáis que la minusvalidez no es sólo necesidad, sino también y sobre todo impulso y estímulo. Ciertamente, es petición de ayuda, pero ante todo es desafío frente a los egoísmos individuales y colectivos; es invitación a formas siempre nuevas de fraternidad. Con vuestra realidad, cuestionáis las concepciones de la vida vinculadas únicamente a la satisfacción, la apariencia, la prisa y la eficiencia.
También la comunidad eclesial se pone respetuosamente a la escucha; siente la necesidad de dejarse interpelar por la vida de muchos de vosotros, marcados misteriosamente por el sufrimiento y por el malestar de enfermedades congénitas o adquiridas. Quiere estar más cerca de vosotros y de vuestras familias, consciente de que la falta de atención agrava el sufrimiento y la soledad, mientras que la fe testimoniada mediante el amor y la gratuidad da fuerza y sentido a la vida.
A cuantos tienen responsabilidades políticas en todos los niveles, quisiera pedirles, en esta solemne circunstancia, que traten de asegurar condiciones de vida y oportunidades en las que vuestra dignidad, queridos hermanos y hermanas discapacitados, sea reconocida y tutelada efectivamente. En una sociedad rica en conocimientos científicos y técnicos, es posible y obligatorio hacer mucho más, según los diversos modos que exige la convivencia civil: en la investigación biomédica para prevenir la minusvalidez, en la atención, en la asistencia, en la rehabilitación y en la nueva integración social.
Se deben tutelar vuestros derechos civiles, sociales y espirituales; pero es más importante aún salvaguardar las relaciones humanas: relaciones de ayuda, de amistad y de comunión. Por eso hay que promover formas de asistencia y rehabilitación que tengan en cuenta la visión integral de la persona humana.
6."Que el Señor os colme y os haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos" (1 Ts 3, 12).
San Pablo nos indica hoy el camino de la caridad como camino real para ir al encuentro del Señor que vendrá. Subraya que sólo amando de modo sincero y desinteresado podremos encontrarnos preparados "cuando Jesús nuestro Señor vuelva acompañado de todos sus santos" (1 Ts 3, 13). Una vez más, el amor es el criterio decisivo, hoy y siempre.
En la cruz, entregándose a sí mismo como rescate por nosotros, Jesús realizó el juicio de la salvación, revelando el designio de misericordia del Padre. Él anticipa este juicio en el tiempo presente: al identificarse con "el más pequeño de los hermanos", Jesús nos pide que lo acojamos y le sirvamos con amor. El último día nos dirá: "Tuve hambre, y me diste de comer" (cf. Mt 25, 35), y nos preguntará si hemos anunciado, vivido y testimoniado el evangelio de la caridad y de la vida.
7.¡Cuán elocuentes son hoy para nosotros estas palabras tuyas, Señor de la vida y de la esperanza! En ti todo límite humano se rescata y se redime. Gracias a ti, la minusvalidez no es la última palabra de la existencia. El amor es la última palabra; es tu amor lo que da sentido a la vida.
Ayúdanos a orientar nuestro corazón hacia ti; ayúdanos a reconocer tu rostro que resplandece en toda criatura humana, aunque esté probada por la fatiga, la dificultad y el sufrimiento.
Haz que comprendamos que "la gloria de Dios es el hombre que vive" (san Ireneo de Lyon, Adv. haer., IV, 20, 7), y que un día podamos gustar, en la visión divina, junto con María, Madre de la humanidad, la plenitud de la vida redimida por ti. Amén.
Benedicto XVI, papa
Homilía (02-12-2006): Dios viene... siempre
sábado 2 de diciembre de 2006Queridos hermanos y hermanas:
La primera antífona de esta celebración vespertina se presenta como apertura del tiempo de Adviento y resuena como antífona de todo el Año litúrgico: "Anunciad a todos los pueblos y decidles: Mirad, Dios viene, nuestro Salvador". Al inicio de un nuevo ciclo anual, la liturgia invita a la Iglesia a renovar su anuncio a todos los pueblos y lo resume en dos palabras: "Dios viene". Esta expresión tan sintética contiene una fuerza de sugestión siempre nueva.
Detengámonos un momento a reflexionar: no usa el pasado —Dios ha venido— ni el futuro, —Dios vendrá—, sino el presente: "Dios viene". Como podemos comprobar, se trata de un presente continuo, es decir, de una acción que se realiza siempre: está ocurriendo, ocurre ahora y ocurrirá también en el futuro. En todo momento "Dios viene".
El verbo "venir" se presenta como un verbo "teológico", incluso "teologal", porque dice algo que atañe a la naturaleza misma de Dios. Por tanto, anunciar que "Dios viene" significa anunciar simplemente a Dios mismo, a través de uno de sus rasgos esenciales y característicos: es el Dios-que-viene.
El Adviento invita a los creyentes a tomar conciencia de esta verdad y a actuar coherentemente. Resuena como un llamamiento saludable que se repite con el paso de los días, de las semanas, de los meses: Despierta. Recuerda que Dios viene. No ayer, no mañana, sino hoy, ahora. El único verdadero Dios, "el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob" no es un Dios que está en el cielo, desinteresándose de nosotros y de nuestra historia, sino que es el Dios-que-viene.
Es un Padre que nunca deja de pensar en nosotros y, respetando totalmente nuestra libertad, desea encontrarse con nosotros y visitarnos; quiere venir, vivir en medio de nosotros, permanecer en nosotros. Viene porque desea liberarnos del mal y de la muerte, de todo lo que impide nuestra verdadera felicidad, Dios viene a salvarnos.
Los Padres de la Iglesia explican que la "venida" de Dios —continua y, por decirlo así, connatural con su mismo ser— se concentra en las dos principales venidas de Cristo, la de su encarnación y la de su vuelta gloriosa al fin de la historia (cf. San Cirilo de Jerusalén, Catequesis 15, 1: PG 33, 870). El tiempo de Adviento se desarrolla entre estos dos polos. En los primeros días se subraya la espera de la última venida del Señor, como lo demuestran también los textos de la celebración vespertina de hoy.
En cambio, al acercarse la Navidad, prevalecerá la memoria del acontecimiento de Belén, para reconocer en él la "plenitud del tiempo". Entre estas dos venidas, "manifiestas", hay una tercera, que san Bernardo llama "intermedia" y "oculta": se realiza en el alma de los creyentes y es una especie de "puente" entre la primera y la última. "En la primera —escribe san Bernardo—, Cristo fue nuestra redención; en la última se manifestará como nuestra vida; en esta es nuestro descanso y nuestro consuelo" (Discurso 5 sobre el Adviento, 1).
Para la venida de Cristo que podríamos llamar "encarnación espiritual", el arquetipo siempre es María. Como la Virgen Madre llevó en su corazón al Verbo hecho carne, así cada una de las almas y toda la Iglesia están llamadas, en su peregrinación terrena, a esperar a Cristo que viene, y a acogerlo con fe y amor siempre renovados.
Así la Liturgia del Adviento pone de relieve que la Iglesia da voz a esa espera de Dios profundamente inscrita en la historia de la humanidad, una espera a menudo sofocada y desviada hacia direcciones equivocadas. La Iglesia, cuerpo místicamente unido a Cristo cabeza, es sacramento, es decir, signo e instrumento eficaz también de esta espera de Dios.
De una forma que sólo él conoce, la comunidad cristiana puede apresurar la venida final, ayudando a la humanidad a salir al encuentro del Señor que viene. Y lo hace ante todo, pero no sólo, con la oración. Las "obras buenas" son esenciales e inseparables de la oración, como recuerda la oración de este primer domingo de Adviento, con la que pedimos al Padre celestial que suscite en nosotros "el deseo de salir al encuentro de Cristo, que viene, acompañados por las buenas obras".
Desde esta perspectiva, el Adviento es un tiempo muy apto para vivirlo en comunión con todos los que esperan en un mundo más justo y más fraterno, y que gracias a Dios son numerosos. En este compromiso por la justicia pueden unirse de algún modo hombres de cualquier nacionalidad y cultura, creyentes y no creyentes, pues todos albergan el mismo anhelo, aunque con motivaciones distintas, de un futuro de justicia y de paz.
La paz es la meta a la que aspira la humanidad entera. Para los creyentes "paz" es uno de los nombres más bellos de Dios, que quiere el entendimiento entre todos sus hijos, como he recordado en mi peregrinación de los días pasados a Turquía. Un canto de paz resonó en los cielos cuando Dios se hizo hombre y nació de una mujer, en la plenitud de los tiempos (cf. Ga 4, 4).
Así pues, comencemos este nuevo Adviento —tiempo que nos regala el Señor del tiempo— despertando en nuestros corazones la espera del Dios-que-viene y la esperanza de que su nombre sea santificado, de que venga su reino de justicia y de paz, y de que se haga su voluntad en la tierra como en el cielo.
En esta espera dejémonos guiar por la Virgen María, Madre del Dios-que-viene, Madre de la esperanza, a quien celebraremos dentro de unos días como Inmaculada. Que ella nos obtenga la gracia de ser santos e inmaculados en el amor cuando tenga lugar la venida de nuestro Señor Jesucristo, al cual, con el Padre y el Espíritu Santo, sea alabanza y gloria por los siglos de los siglos.
Amén.
Ángelus (03-12-2006): Espera vigilante y activa
domingo 3 de diciembre de 2006[...] 3. En Adviento la liturgia con frecuencia nos repite y nos asegura, como para vencer nuestra natural desconfianza, que Dios "viene": viene a estar con nosotros, en todas nuestras situaciones; viene a habitar en medio de nosotros, a vivir con nosotros y en nosotros; viene a colmar las distancias que nos dividen y nos separan; viene a reconciliarnos con él y entre nosotros. Viene a la historia de la humanidad, a llamar a la puerta de cada hombre y de cada mujer de buena voluntad, para traer a las personas, a las familias y a los pueblos el don de la fraternidad, de la concordia y de la paz.
4. Por eso el Adviento es, por excelencia, el tiempo de la esperanza, en el que se invita a los creyentes en Cristo a permanecer en una espera vigilante y activa, alimentada por la oración y el compromiso concreto del amor. Ojalá que la cercanía de la Navidad de Cristo llene el corazón de todos los cristianos de alegría, de serenidad y de paz.
5. Para vivir de modo más auténtico y fructuoso este período de Adviento, la liturgia nos exhorta a mirar a María santísima y a caminar espiritualmente, junto con ella, hacia la cueva de Belén. Cuando Dios llamó a la puerta de su joven vida, ella lo acogió con fe y con amor. Dentro de pocos días la contemplaremos en el luminoso misterio de su Inmaculada Concepción. Dejémonos atraer por su belleza, reflejo de la gloria divina, para que "el Dios que viene" encuentre en cada uno de nosotros un corazón bueno y abierto, que él pueda colmar de sus dones.
Homilía (01-12-2012): Dios se inclina hacia nosotros
sábado 1 de diciembre de 2012«El que os llama es fiel» (1 Ts 5, 24).
Queridos amigos universitarios:
Las palabras del apóstol Pablo nos guían para captar el verdadero significado del Año litúrgico, que esta tarde comenzamos juntos con el rezo de las primeras Vísperas de Adviento. Todo el camino del año de la Iglesia está orientado a descubrir y a vivir la fidelidad del Dios de Jesucristo que en la cueva de Belén se nos presentará, una vez más, con el rostro de un niño. Toda la historia de la salvación es un itinerario de amor, de misericordia y de benevolencia: desde la creación hasta la liberación del pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto, desde el don de la Ley en el Sinaí hasta el regreso a la patria de la esclavitud babilónica. El Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob ha sido siempre el Dios cercano, que jamás ha abandonado a su pueblo. Muchas veces ha sufrido con tristeza su infidelidad y esperado con paciencia su regreso, siempre en la libertad de un amor que precede y sostiene al amado, atento a su dignidad y a sus expectativas más profundas.
Dios no se ha encerrado en su Cielo, sino que se ha inclinado sobre las vicisitudes del hombre: un misterio grande que llega a superar toda espera posible. Dios entra en el tiempo del hombre del modo más impensable: haciéndose niño y recorriendo las etapas de la vida humana, para que toda nuestra existencia, espíritu, alma y cuerpo —como nos ha recordado san Pablo— pueda conservarse irreprensible y ser elevada a las alturas de Dios. Y todo esto lo hace por su amor fiel a la humanidad. El amor, cuando es verdadero, tiende por su naturaleza al bien del otro, al mayor bien posible, y no se limita a respetar simplemente los compromisos de amistad asumidos, sino que va más allá, sin cálculo ni medida. Es precisamente lo que ha realizado el Dios vivo y verdadero, cuyo misterio profundo nos lo revelan las palabras de san Juan: «Dios es amor» (1 Jn 4, 8. 16). Este Dios en Jesús de Nazaret asume en sí toda la humanidad, toda la historia de la humanidad, y le da un viraje nuevo, decisivo, hacia un nuevo ser persona humana, caracterizado por el ser generado por Dios y por el tender hacia Él (cf. La infancia de Jesús, ed. Planeta 2012, p. 19).
Con especial afecto os saludo a vosotros, queridos jóvenes universitarios... Estáis viviendo el tiempo de preparación para las grandes elecciones de vuestra vida y para el servicio en la Iglesia y en la sociedad. Esta tarde podéis experimentar que no estáis solos: están con vosotros los profesores, los capellanes universitarios, los animadores de los colegios. ¡El Papa está con vosotros! ... Es posible caminar en la oración, en la investigación, en la confrontación, en el testimonio del Evangelio. Es un don valioso para vuestra vida; sabed verlo como un signo de la fidelidad de Dios, que os ofrece ocasiones para conformar vuestra existencia a la de Cristo, para dejaros santificar por Él hasta la perfección (cf. 1 Ts 5, 23). El año litúrgico que iniciamos con estas Vísperas será también para vosotros el camino en el que una vez más reviviréis el misterio de esta fidelidad de Dios, sobre la que estáis llamados a fundar, como sobre una roca segura, vuestra vida. Celebrando y viviendo con toda la Iglesia este itinerario de fe, experimentaréis que Jesucristo es el único Señor del cosmos y de la historia, sin el cual toda construcción humana corre el riesgo de frustrarse en la nada. La liturgia, vivida en su verdadero espíritu, es siempre la escuela fundamental para vivir la fe cristiana, una fe «teologal», que os implica en todo vuestro ser —espíritu, alma y cuerpo— para convertiros en piedras vivas en la construcción de la Iglesia y en colaboradores de la nueva evangelización. En la Eucaristía, de modo particular, el Dios vivo se hace tan cercano que se convierte en alimento que sostiene el camino, presencia que transforma con el fuego de su amor.
Queridos amigos, vivimos en un contexto en el que a menudo encontramos la indiferencia hacia Dios. Pero pienso que en lo profundo de cuantos viven la lejanía de Dios —también entre vuestros coetáneos— hay una nostalgia interior de infinito, de trascendencia. Vosotros tenéis la misión de testimoniar en las aulas universitarias al Dios cercano, que se manifiesta también en la búsqueda de la verdad, alma de todo compromiso intelectual... La fe es la puerta que Dios abre en nuestra vida para conducirnos al encuentro con Cristo, en quien el hoy del hombre se encuentra con el hoy de Dios. La fe cristiana no es adhesión a un dios genérico o indefinido, sino al Dios vivo que en Jesucristo, Verbo hecho carne, ha entrado en nuestra historia y se ha revelado como el Redentor del hombre. Creer significa confiar la propia vida a Aquel que es el único que puede darle plenitud en el tiempo y abrirla a una esperanza más allá del tiempo.
Queridos amigos, «el que os llama es fiel, y Él lo realizará» (1 Ts 5, 24); hará de vosotros anunciadores de su presencia. En la oración de esta tarde encaminémonos idealmente hacia la cueva de Belén para gustar la verdadera alegría de la Navidad: la alegría de acoger en el centro de nuestra vida, a ejemplo de la Virgen María y de san José, a ese Niño que nos recuerda que los ojos de Dios están abiertos sobre el mundo y sobre todo hombre (cf. Zc 12, 4). ¡Los ojos de Dios están abiertos sobre nosotros porque Él es fiel a su amor! Sólo esta certeza puede conducir a la humanidad hacia metas de paz y de prosperidad, en este momento histórico delicado y complejo...
A María, Trono de Sabiduría, os encomiendo a todos vosotros y a vuestros seres queridos... Que las lámparas que llevaréis a vuestras capellanías estén siempre alimentadas por vuestra fe humilde pero plena de adoración, para que cada uno de vosotros sea una luz de esperanza y de paz en el ambiente universitario. Amén.
Francisco, papa
Homilía (29-11-2015): Dios tiene la última palabra
domingo 29 de noviembre de 2015En este primer Domingo de Adviento, tiempo litúrgico de la espera del Salvador y símbolo de la esperanza cristiana, Dios ha guiado mis pasos hasta ustedes, en este tierra, mientras la Iglesia universal se prepara para inaugurar el Año Jubilar de la Misericordia. Me alegra de modo especial que mi visita pastoral coincida con la apertura de este Año Jubilar en su país. Desde esta Catedral, mi corazón y mi mente se extiende con afecto a todos los sacerdotes, consagrados y agentes de pastoral de este país, unidos espiritualmente a nosotros en este momento. Por medio de ustedes, saludo también a todos los centroafricanos, a los enfermos, a los ancianos, a los golpeados por la vida. Algunos de ellos tal vez están desesperados y no tienen ya ni siquiera fuerzas para actuar, y esperan sólo una limosna, la limosna del pan, la limosna de la justicia, la limosna de un gesto de atención y de bondad.
Al igual que los apóstoles Pedro y Juan, cuando subían al templo y no tenían ni oro ni plata que dar al pobre paralítico, vengo a ofrecerles la fuerza y el poder de Dios que curan al hombre, lo levantan y lo hacen capaz de comenzar una nueva vida, «cruzando a la otra orilla» (Lc 8,22).
Jesús no nos manda solos a la otra orilla, sino que en cambio nos invita a realizar la travesía con Él, respondiendo cada uno a su vocación específica. Por eso, tenemos que ser conscientes de que si no es con Él no podemos pasar a la otra orilla, liberándonos de una concepción de familia y de sangre que divide, para construir una Iglesia-Familia de Dios abierta a todos, que se preocupa por los más necesitados. Esto supone estar más cerca de nuestros hermanos y hermanas, e implica un espíritu de comunión. No se trata principalmente de una cuestión de medios económicos, sino de compartir la vida del pueblo de Dios, dando razón de la esperanza que hay en nosotros (cf. 1 P 3,15) y siendo testigos de la infinita misericordia de Dios que, como subraya el salmo responsorial de este domingo, «es bueno [y] enseña el camino a los pecadores» (Sal 24,8). Jesús nos enseña que el Padre celestial «hace salir su sol sobre malos y buenos» (Mt 5,45). Nosotros también, después de haber experimentado el perdón, tenemos que perdonar. Esta es nuestra vocación fundamental: «Por tanto, sean perfectos, como es perfecto el Padre celestial» (Mt 5,48). Una de las exigencias fundamentales de esta vocación a la perfección es el amor a los enemigos, que nos previene de la tentación de la venganza y de la espiral de las represalias sin fin. Jesús ha insistido mucho sobre este aspecto particular del testimonio cristiano (cf. Mt 5,46-47). Los agentes de evangelización, por tanto, han de ser ante todo artesanos del perdón, especialistas de la reconciliación, expertos de la misericordia. Así podremos ayudar a nuestros hermanos y hermanas a «cruzar a la otra orilla», revelándoles el secreto de nuestra fuerza, de nuestra esperanza, de nuestra alegría, que tienen su fuente en Dios, porque están fundados en la certeza de que Él está en la barca con nosotros. Como hizo con los Apóstoles en la multiplicación de los panes, el Señor nos confía sus dones para que nosotros los distribuyamos por todas partes, proclamando su palabra que afirma: «Ya llegan días en que cumpliré la promesa que hice a la casa de Israel y a la casa de Judá» (Jr 33,14).
En los textos litúrgicos de este domingo, descubrimos algunas características de esta salvación que Dios anuncia, y que se presentan como otros puntos de referencia para guiarnos en nuestra misión. Ante todo, la felicidad prometida por Dios se anuncia en términos de justicia. El Adviento es el tiempo para preparar nuestros corazones a recibir al Salvador, es decir el único Justo y el único Juez que puede dar a cada uno la suerte que merece. Aquí, como en otras partes, muchos hombres y mujeres tienen sed de respeto, de justicia, de equidad, y no ven en el horizonte señales positivas. A ellos, Él viene a traerles el don de su justicia (cf. Jr 33,15). Viene a hacer fecundas nuestras historias personales y colectivas, nuestras esperanzas frustradas y nuestros deseos estériles. Y nos manda a anunciar, sobre todo a los oprimidos por los poderosos de este mundo, y también a los que sucumben bajo el peso de sus pecados: «En aquellos días se salvará Judá, y en Jerusalén vivirán tranquilos, y la llamarán así: «El Señor es nuestra justicia»» (Jr 33,16). Sí, Dios es Justicia. Por eso nosotros, cristianos, estamos llamados a ser en el mundo los artífices de una paz fundada en la justicia.
La salvación que se espera de Dios tiene también el sabor del amor. En efecto, preparándonos a la Navidad, hacemos nuestro de nuevo el camino del pueblo de Dios para acoger al Hijo que ha venido a revelarnos que Dios no es sólo Justicia sino también y sobre todo Amor (cf. 1 Jn 4,8). Por todas partes, y sobre todo allí donde reina la violencia, el odio, la injusticia y la persecución, los cristianos estamos llamados a ser testigos de este Dios que es Amor. Al mismo tiempo que animo a los sacerdotes, consagrados y laicos de este país, que viven las virtudes cristianas, incluso heroicamente, reconozco que a veces la distancia que nos separa de ese ideal tan exigente del testimonio cristiano es grande. Por eso rezo haciendo mías las palabras de san Pablo: «Que el Señor los colme y los haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos» (1 Ts 3,12). En este sentido, lo que decían los paganos sobre los cristianos de la Iglesia primitiva ha de estar presente en nuestro horizonte como un faro: «Miren cómo se aman, se aman de verdad» (Tertuliano, Apologetico, 39, 7).
Por último, la salvación de Dios proclamada tiene el carácter de un poder invencible que vencerá sobre todo. De hecho, después de haber anunciado a sus discípulos las terribles señales que precederán su venida, Jesús concluye: «Cuando empiece a suceder esto, tengan ánimo y levanten la cabeza; se acerca su liberación» (Lc 21,28). Y, si san Pablo habla de un amor «que crece y rebosa», es porque el testimonio cristiano debe reflejar esta fuerza irresistible que narra el Evangelio. Jesús, también en medio de una agitación sin precedentes, quiere mostrar su gran poder, su gloria incomparable (cf. Lc 21,27), y el poder del amor que no retrocede ante nada, ni frente al cielo en convulsión, ni frente a la tierra en llamas, ni frente al mar embravecido. Dios es más fuerte que cualquier otra cosa. Esta convicción da al creyente serenidad, valor y fuerza para perseverar en el bien frente a las peores adversidades. Incluso cuando se desatan las fuerzas del mal, los cristianos han de responder al llamado de frente, listos para aguantar en esta batalla en la que Dios tendrá la última palabra. Y será una palabra de amor.
Lanzo un llamamiento a todos los que empuñan injustamente las armas de este mundo: Depongan estos instrumentos de muerte; ármense más bien con la justicia, el amor y la misericordia, garantías de auténtica paz. Discípulos de Cristo, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos comprometidos en este país que lleva un nombre tan sugerente, situado en el corazón de África, y que está llamado a descubrir al Señor como verdadero centro de todo lo que es bueno: la vocación de ustedes es la de encarnar el corazón de Dios en medio de sus conciudadanos. Que el Señor nos afiance y nos haga presentarnos ante «Dios nuestro Padre santos e irreprochables en la venida de nuestro Señor Jesús con todos sus santos» (1 Ts 3,13). Que así sea.
Congregación para el Clero
Homilía
«Estad prevenidos y orad incesantemente, para quedar a salvo de todo lo que va a ocurrir. Así podréis comparecer seguros ante el Hijo del hombre » (Lc 21,36).
La recomendación de Cristo nos introduce en el Tiempo de Adviento, en un nuevo Año Litúrgico de la Iglesia, es decir, en el tiempo de gracia en el que somos guiados para encontrar, conocer y reconocer al Misterio: dentro de menos de un mes, adoraremos al Niño que estará en los brazos de una joven israelita, la Bienaventurada y siempre Virgen María.
¿Por qué la Iglesia, al comenzar un nuevo Año de gracia, nos hace escuchar esta página del Evangelio? El Señor, en efecto, pronunció estas palabras que, a primera vista, poco tienen que ver con la delicadeza y la armonía del Misterio de la Navidad. Son palabras que, si las tomáramos en serio, tendrían que «aterrorizarnos», puesto que aseguran el final de las cosas de este mundo, a las que cada día dedicamos mucha atención. Son palabras que nos hablan de que al final de los tiempos –sólo Dios sabe cuándo y cómo será- un solo «hecho», una sola evidencia, como una «trampa», «sobrevendrá a todos los hombres en toda la tierra » (Lc 21,35).
¿De qué hecho se trata? «Entonces se verá al Hijo del hombre venir sobre una nube, lleno de poder y de gloria » (Lc 21,27).
En aquel momento, todo lo que era apenas un «reflejo», se desvanecerá, para dejarle espacio a la Luz verdadera. La sombra cederá el lugar al Día, el tiempo a la Eternidad, y nuestros corazones permanecerán para siempre exactamente en la actitud que tenían un instante antes de que todo esto suceda: si estaban dirigidos a la Luz, serán liberados de todo afán, para pertenecer solamente a Cristo, en el abrazo eterno del Paraíso; si, en cambio, estaban dirigidos al «reflejo», en vez de a la Fuente de la Luz, de la cual también provenía el reflejo, al despuntar el Día sin atardecer, cuando sea la aparición del Hijo del hombre, se replegarán sobre la propia sombra y no podrán acoger el abrazo misericordioso de Cristo.
¿Cómo deberemos prepararnos para este Día? ¿Y cómo vivir este tiempo de espera, sin angustias ni temores? ¿Cómo vivir este tiempo en la sobreabundancia de amor que nos señala el Apóstol: «El Señor os haga crecer cada vez más en el amor mutuo y hacia todos los demás, semejante al que nosotros tenemos por vosotros. Que Él fortaleza vuestros corazones en la santidad y os haga irreprochables delante de Dios, nuestro Padre, el Día de la Venida del Señor Jesús con todos sus santos» (1 Ts 3,12)? ¿Cómo vivir todo esto?
Escuchemos una vez más las palabras del Salvador: «Vigilad en todo momento orando» (Lc 21,36). Cristo nos indica el modo: vigilar, orando.
Sobre todo, nos llama a «vigilar» en todo momento, es decir, a permanecer «despiertos». ¿En qué sentido? Si bien en la Iglesia hay hombres y mujeres que «materialmente» vigilan, es decir, que sacrifican horas de sueño para dedicarse a la oración en el corazón de la noche y, de este modo, interceden por todos los hombres –son los monjes y las monjas y, con ellos, tantas vidas preciosas que en el sufrimiento ofrecen y rezan y que son realmente «antorchas de fe» en la oscuridad- la «vigilia» a la que Cristo nos llama es, antes que esto, mirar la realidad.
En efecto, el que vigila no duerme. El que vigila no vive recluido en sí mismo y separado de la realidad, sino que vive «hasta el fondo», sin «fugas», recibiendo cuanto de «doloroso» o «indeseado» pueda depararle la historia.
Cristo nos indica, además, el modo en el que debemos vigilar: rezando, o sea, mirando el corazón de la realidad, mirando al fundamento de todo, al Misterio del cual todo proviene, nosotros incluidos, y hacia el cual todo tiende. Vigilamos, rezando, mirando hasta el fondo la realidad y rogando que Él venga, que el Misterio nos enseñe su rostro y nos tome de la mano.
Ningún sueño artificial, ningún pálido reflejo, ninguna falsa preocupación podrán de verdad calmar el íntimo deseo de nuestro corazón. ¡Vigilemos y recemos! Y entonces nos contaremos entre aquellos que escucharán las palabras del Ángel: «Os anuncio una gran alegría, que será para todo el pueblo: hoy os ha nacido en la ciudad de David un Salvador, que es el Cristo, el Señor » (Lc 2,10-11). Entonces iremos con los pastores a la gruta de Belén y allí podremos sumergir el corazón en la contemplación del Misterio hecho Niño, crecer con Él, confiar en Él y no perderlo más de vista, hasta el Día en que vendrá glorioso con sus Santos, a llevarnos con Él para siempre.
A la Santísima Virgen María, que antes y más que todas las criaturas, vivió esta cotidiana y orante vigilia en la presencia del Misterio, le pedimos la gracia de no distraernos con disipaciones, embriagueces y preocupaciones de la vida (cf. Lc 21,34), sino que nuestros corazones sean irreprensibles en santidad, delante de Dios nuestro Padre, en el momento de la venida de nuestro Señor Jesucristo (cf. Ts 3,13). Amén.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico: Se acerca vuestra liberación
«Se salvará Judá». Es notable que la mayor parte de los textos bíblicos de la liturgia de Adviento nos hablan de la salvación del pueblo entero. «Cumpliré mi promesa que hice a la casa de Israel». Hemos de ensanchar nuestro corazón y dejar que se dilate nuestra esperanza al empezar el Adviento. Debemos evitar reducir o empequeñecer la acción de Dios: nuestra mirada debe abarcar a la Iglesia entera, que se extiende por todo el mundo. No podemos conformarnos con menos de lo que Dios quiere darnos.
«Santos e irreprensibles». Lo mismo hemos de tener presente en cuanto a la intensidad de la esperanza. Si Cristo viene no es sólo para mejorarnos un poco, sino para hacernos partícipes de la santidad misma de Dios. Y esta obra suya de salvación quiere ser tan poderosa que se manifestará ante todo el mundo que él es nuestra santidad, que no somos santos por nuestras fuerzas, sino por la gracia suya, hasta el punto de que a la Iglesia se le pueda dar el nombre de «Señor-nuestra-justicia».
«Se acerca vuestra liberación». Toda venida de Cristo es siempre liberadora, redentora. Viene para arrancamos de la esclavitud de nuestros pecados. Por eso, nuestra esperanza se convierte en deseo apremiante, en anhelo incontenible, exactamente igual que el prisionero que contempla cercano el día de su liberación. La auténtica esperanza nos pone en marcha y desata todas nuestras energías.
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
Sobre el recuerdo del pasado se nos invita a vivir con autenticidad cristiana el presente y a tomar en serio nuestra vocación de eternidad. El cristiano es siempre un creyente proyectado a la eternidad, pero viviendo su responsabilidad de cada día, como elegido de Cristo y testigo de su intimidad, marcado para Él por la santidad y el Evangelio.
–Jer 33,14-16: Suscitaré a David un vástago legítimo. A pesar de la degradación y las desviaciones de los hombres, Dios se muestra fiel a su promesa mesiánica. El Mesías sería el vástago legítimo de la estirpe de David, su hijo conviviendo con los hombres. La voluntad y la disponibilidad de Dios para ofrecer una y otra vez su gracia, pese a las prevaricaciones del hombre, es permanente en la Biblia. Dios vive y desde que creó al hombre, vive siempre atento a él. Dios busca y quiere salvar al hombre. En toda la historia de la salvación Dios aparece como el fiel cumplidor de sus promesas. Ellas se cumplen en la plenitud de los tiempos, cuando vino Cristo, el Salvador.
–Con el Salmo 24 decimos: A Ti, Señor, levanto mi alma. A Él pedimos que nos enseñe sus caminos, que nos instruya en sus sendas, que caminemos con lealtad. El Señor es bueno y recto. Enseña el camino a los pecadores. Hace caminar a los humildes con rectitud. Sus sendas son misericordia y lealtad para los que guardan su alianza y sus mandatos. El Señor se confía con sus fieles y les da a conocer su alianza.
–1 Tesalonicenses 3,12–4,2: Que el Señor os fortalezca interiormente, para cuando Jesús vuelva. La voluntad de Dios es nuestra santificación. Nuestra autenticidad cristiana consiste en vivir cada día de modo que logremos llegar irreprensibles al juicio de Dios para poseer su Reino eternamente. Para el cristiano no existe otra finalidad para su vida y su actividad responsable que servir y amar a Dios con gozo, y, por lo mismo, estar siempre disponible a los demás, como Dios quiere. Los unos para los otros, pero como Dios lo quiere, a la manera de Cristo.
Todos los tipos de liberación y promoción humana que excluyen la perspectiva trascendente y sobrenatural son nocivos para el cristiano, y también lo son para los demás hombres. Nuestra salvación total es por Dios y es Dios. Toda liberación de los hombres ha de llevar esta impronta de la fe, que solo en Dios por Cristo consigue la realización plena del hombre.
–Lucas 21,25-28.34-36: Se acerca vuestra liberación. Cada día nos acercamos un poco más al momento de nuestro encuentro definitivo con Cristo. La espera de un futuro da sentido al tiempo presente y lo pone en tensión. La vida del cristiano es de constante tensión. No obstante los múltiples programas y proyectos para la vida, al fin se da uno cuenta de que el hombre no puede salvarse por sí mismo.
Cuanto más el hombre se da cuenta de la pobreza de sus medios y de la amargura de los acontecimientos, tanto más siente la necesidad de otro superior a él que lo salve. El cristiano conoce esto. En sus limitaciones, pecados y miserias advierte la necesidad de Cristo Salvador. Por eso, con la Iglesia en su liturgia clama en este tiempo: ¡Ven Señor, no tardes!
Oigamos a San Cirilo de Jerusalén:
«El Salvador vendrá, pero no para ser juzgado de nuevo, sino para llamar a su tribunal a aquellos por quienes fue llevado a juicio. Aquel que mientras era juzgado guardó silencio, refrescará la memoria de los malhechores que osaron insultarle cuando estaba en la cruz, y les dirá: «Esto hicisteis vosotros y yo callé».
«Entonces, por razones de clemente providencia, vino a enseñar a los hombres con suave persuasión; en ese otro momento futuro, lo quieran o no, los hombres tendrá que someterse necesariamente a su reinado» (Catequesis 15).
Iluminados, pues, por la fe y llamados al encuentro con Cristo en la eternidad, hemos de vivir cada día con la gozosa esperanza de su victoria definitiva, que será la nuestra, y hemos de irradiar nuestra esperanza con nuestra vida en torno de nosotros, para que a todos alcance la luz de Cristo, su mensaje de salvación y la realidad de su eficacia.