Domingo IV Tiempo de Adviento (C) – Homilías
/ 7 diciembre, 2015 / Tiempo de AdvientoLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles.
Miq 5, 1-4a: De ti voy a sacar al gobernador de Israel
Sal 79, 2ac y 3b. 15-16. 18-19: Oh, Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve
Heb 10, 5-10: He aquí que vengo para hacer tu voluntad
Lc 1, 39-45: ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
IV Domingo de Adviento (Año C).
Sunday 20 de December de 2009
Queridos hermanos y hermanas:
Con el IV domingo de Adviento, la Navidad del Señor está ya ante nosotros. La liturgia, con las palabras del profeta Miqueas, invita a mirar a Belén, la pequeña ciudad de Judea testigo del gran acontecimiento: «Pero tú, Belén de Efratá, la más pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel. Su origen es desde lo antiguo, de tiempo inmemorial» (Mi 5, 1). Mil años antes de Cristo, en Belén había nacido el gran rey David, al que las Escrituras concuerdan en presentar como antepasado del Mesías. El Evangelio de san Lucas narra que Jesús nació en Belén porque José, el esposo de María, siendo de la «casa de David», tuvo que dirigirse a esa aldea para el censo, y precisamente en esos días María dio a luz a Jesús (cf. Lc 2, 1-7). En efecto, la misma profecía de Miqueas prosigue aludiendo precisamente a un nacimiento misterioso: «Dios los abandonará -dice- hasta el tiempo en que la madre dé a luz. Entonces el resto de sus hermanos volverá a los hijos de Israel» (Mi 5, 2).
Así pues, hay un designio divino que comprende y explica los tiempos y los lugares de la venida del Hijo de Dios al mundo. Es un designio de paz, como anuncia también el profeta hablando del Mesías: «En pie pastoreará con la fuerza del Señor, por el nombre glorioso del Señor su Dios. Habitarán tranquilos porque se mostrará grande hasta los confines de la tierra. Él mismo será nuestra paz» (Mi 5, 3-4).
Precisamente este último aspecto de la profecía, el de la paz mesiánica, nos lleva naturalmente a subrayar que Belén es también una ciudad-símbolo de la paz, en Tierra Santa y en el mundo entero. Por desgracia, en nuestros días, no se trata de una paz lograda y estable, sino una paz fatigosamente buscada y esperada. Dios, sin embargo, no se resigna nunca a este estado de cosas; por ello, también este año, en Belén y en todo el mundo, se renovará en la Iglesia el misterio de la Navidad, profecía de paz para cada hombre, que compromete a los cristianos a implicarse en las cerrazones, en los dramas, a menudo desconocidos y ocultos, y en los conflictos del contexto en el que viven, con los sentimientos de Jesús, para ser en todas partes instrumentos y mensajeros de paz, para llevar amor donde hay odio, perdón donde hay ofensa, alegría donde hay tristeza y verdad donde hay error, según las bellas expresiones de una conocida oración franciscana.
Hoy, como en tiempos de Jesús, la Navidad no es un cuento para niños, sino la respuesta de Dios al drama de la humanidad que busca la paz verdadera. «Él mismo será nuestra paz», dice el profeta refiriéndose al Mesías. A nosotros nos toca abrir de par en par las puertas para acogerlo. Aprendamos de María y José: pongámonos con fe al servicio del designio de Dios. Aunque no lo comprendamos plenamente, confiemos en su sabiduría y bondad. Busquemos ante todo el reino de Dios, y la Providencia nos ayudará. ¡Feliz Navidad a todos!
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Ambrosio, obispo
Comentario: La visitación de santa María Virgen
Sobre el evangelio de san Lucas, Lib. 2, 19.22-23.26-27: CCL 14, 39-42 (Liturgia de las Horas)
El ángel que anunciaba los misterios, para llevar a la fe mediante algún ejemplo, anunció a la Virgen María la maternidad de una mujer estéril y ya entrada en años, manifestando así que Dios puede hacer todo cuanto le place.
Desde que lo supo, María, no por falta de fe en la profecía, no por incertidumbre respecto al anuncio, no por duda acerca del ejemplo indicado por el ángel, sino con el regocijo de su deseo, como quien cumple un piadoso deber, presurosa por el gozo, se dirigió a las montañas.
Llena de Dios de ahora en adelante, ¿cómo no iba a elevarse apresuradamente hacia las alturas? La lentitud en el esfuerzo es extraña a la gracia del Espíritu. Bien pronto se manifiestan los beneficios de la llegada de María y de la presencia del Señor; pues en el momento mismo en que Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre, y ella se llenó del Espíritu Santo.
Considera la precisión y exactitud de cada una de las palabras: Isabel fue la primera en oír la voz, pero Juan fue el primero en experimentar la gracia, porque Isabel escuchó según las facultades de la naturaleza, pero Juan, en cambio, se alegró a causa del misterio. Isabel sintió la proximidad de María, Juan la del Señor; la mujer oyó la salutación de la mujer, el hijo sintió la presencia del Hijo; ellas proclaman la gracia, ellos, viviéndola interiormente, logran que sus madres se aprovechen de este don hasta tal punto que, con un doble milagro, ambas empiezan a profetizar por inspiración de sus propios hijos.
El niño saltó de gozo y la madre fue llena del Espíritu Santo, pero no fue enriquecida la madre antes que el hijo, sino que, después que fue repleto el hijo, quedó también colmada la madre. Juan salta de gozo y María se alegra en su espíritu. En el momento que Juan salta de gozo, Isabel se llena del Espíritu, pero, si observas bien, de María no se dice que fuera llena del Espíritu, sino que se afirma únicamente que se alegró en su espíritu (pues en ella actuaba ya el Espíritu de una manera incomprensible); en efecto: Isabel fue llena del Espíritu después de concebir; María, en cambio, lo fue ya antes de concebir, porque de ella se dice: ¡Dichosa tú que has creído!
Pero dichosos también vosotros, porque habéis oído y creído; pues toda alma creyente concibe y engendra la Palabra de Dios y reconoce sus obras.
Que en todos resida el alma de María para glorificar al Señor; que en todos esté el espíritu de María para alegrarse en Dios. Porque si corporalmente no hay más que una madre de Cristo, en cambio, por la fe, Cristo es el fruto de todos; pues toda alma recibe la Palabra de Dios, a condición de que, sin mancha y preservada de los vicios, guarde la castidad con una pureza intachable.
Toda alma, pues, que llega a tal estado proclama la grandeza del Señor, igual que el alma de María la ha proclamado, y su espíritu se ha alegrado en Dios Salvador.
El Señor, en efecto, es engrandecido, según puede leerse en otro lugar: Proclamad conmigo la grandeza del Señor. No porque con la palabra humana pueda añadirse algo a Dios, sino porque él queda engrandecido en nosotros. Pues Cristo es la imagen de Dios y, por esto, el alma que obra justa y religiosamente engrandece esa imagen de Dios, a cuya semejanza ha sido creada, y, al engrandecerla, también la misma alma queda engrandecida por una mayor participación de la grandeza divina.
San Juan Pablo II, papa
Homilía (21-12-1977):
VISITA A LA PARROQUIA ROMANA DE SAN BARTOLOMÉ APÓSTOL.
Domingo 21 de diciembre de 1977.
1. «¡Bienaventurada tú, que has creído! » (Lc 1, 45). La primera bienaventuranza que se menciona en los evangelios está reservada a la Virgen María. Es proclamada bienaventurada por su actitud de total entrega a Dios y de plena adhesión a su voluntad, que se manifiesta con el «sí» pronunciado en el momento de la Anunciación.
Al proclamarse «la esclava del Señor» (Aleluya; cf. Lc 1, 38), María expresa la fe de Israel. En ella termina el largo camino de la espera de la salvación que, partiendo del jardín del Edén, pasa a través de los patriarcas y la historia de Israel, para llegar a la «ciudad de Galilea, llamada Nazaret» (Lc 1, 26). Gracias a la fe de Abraham, comienza a manifestarse la gran obra de la salvación; gracias a la fe de María, se inauguran los tiempos nuevos de la Redención.
En el pasaje evangélico de hoy hemos escuchado la narración de la visita de la Madre de Dios a su anciana prima Isabel. A través del saludo de las respectivas madres, se realiza el primer encuentro entre Juan Bautista y Jesús. San Lucas recuerda que María «fue aprisa» (cf. Lc 1, 39) a casa de Isabel. Esta prisa por ir a casa de su prima indica su voluntad de ayudarle durante el embarazo; pero, sobre todo, su deseo de compartir con ella la alegría por la llegada de los tiempos de la salvación. En presencia de María y del Verbo encarnado, Juan salta de alegría e Isabel se llena del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 41).
2. En la Visitación de María encontramos reflejadas las esperanzas y las expectativas de la gente humilde y temerosa de Dios, que esperaba la realización de las promesas proféticas. La primera lectura, tomada del libro del profetas Miqueas, anuncia la venida de un nuevo rey según el corazón de Dios. Se trata de un rey que no buscará manifestaciones de grandeza y de poder, sino que surgirá de orígenes humildes, como David, y, como él, será sabio y fiel al Señor. «Y tú, Belén, (…) pequeña, (…) de ti saldrá el jefe» (Mi 5, 1). Este rey prometido protegerá a su pueblo con la fuerza misma de Dios y llevará paz y seguridad hasta los confines de la tierra (cf. Mi 5, 3). En el Niño de Belén se cumplirán todas estas promesas antiguas.
3. Amadísimos hermanos y hermanas … el evangelio de hoy nos presenta el episodio «misionero» de la visita de María a Isabel. Acogiendo la voluntad divina, María ofreció su colaboración activa para que Dios pudiera hacerse hombre en su seno materno. Llevó en su interior al Verbo divino, yendo a casa de su anciana prima que, a su vez, esperaba el nacimiento del Bautista. En este gesto de solidaridad humana, María testimonió la auténtica caridad que crece en nosotros cuando Cristo está presente.
4. Amadísimos parroquianos… ¡que toda la acción de vuestra comunidad se inspire siempre en este mensaje evangélico! El que participa activamente en la vida parroquial no puede menos de sentir la llamada bautismal a hacerse prójimo de quien está necesitado y sufre. Llevad a cada uno el anuncio típico de la Navidad: ¡No tengáis miedo, Cristo ha nacido por vosotros! Difundid este anuncio por doquier en este tiempo… Id a donde la gente vive y estad dispuestos a ayudarle, en la medida de vuestras posibilidades, a salir de toda forma de aislamiento. A todos y a cada uno anunciad y testimoniad a Cristo y la alegría del Evangelio.
Esta misión es para vosotras, queridas familias: la Iglesia os llama a movilizaros para transmitir la fe y, sobre todo, a vivirla intensamente vosotras mismas… La Iglesia, convencida de que no bastan las intervenciones de tipo social o médico, invita a un testimonio cada vez más convincente de los valores humanos y cristianos en la sociedad y a una auténtica solidaridad con las personas, especialmente si son débiles y están solas.
¡Ojalá que la celebración de hoy, en la perspectiva de la Navidad, suscite en cada persona el entusiasmo por amar la vida, defenderla y promoverla con todos los medios legítimos! Este es el mejor modo de celebrar la Navidad, compartiendo con todas las personas de buena voluntad la alegría de la salvación, que el Verbo encarnado trajo al mundo.
Deseo, además, que el tiempo navideño y el comienzo del nuevo año renueven en cada uno un fuerte impulso misionero. Que renazca en esta comunidad, como en toda la diócesis, el fervor original de la antigua comunidad cristiana de Roma descrito en los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 28, 15.30).
5. «Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad» (Hb 10, 7). Al presentar el misterio de la Encarnación, la carta a los Hebreos describe las disposiciones con las que el Verbo divino entra en el mundo: «Tú no quieres sacrificios ni ofrendas; pero me has preparado un cuerpo» (Hb 10, 5). El verdadero y perfecto sacrificio, ofrecido por Jesús al Padre, es el de su plena adhesión al plan salvífico. Su obediencia total al Padre, que ya desde el primer instante caracteriza la historia terrena de Jesús, encontrará su cumplimiento definitivo en el misterio de la Pascua. Por eso, ya en la Navidad se halla presente la perspectiva pascual. Este es el comienzo de la redención de Jesús, que se cumplirá totalmente con su muerte y resurrección.
María, modelo de fe para todos los creyentes, nos ayude a prepararnos a acoger dignamente al Señor que viene. Con Isabel reconozcamos las maravillas que el Señor hizo en ella. «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!» (Lc 1, 42). Jesús, fruto bendito del seno de la Virgen María, bendiga a vuestras familias, a los jóvenes, a los ancianos, a los enfermos y a las personas solas. Él, que se hizo niño para salvar a la humanidad, traiga a todos luz, esperanza y alegría. Amén.
Benedicto XVI, papa
Ángelus (2009):
IV Domingo de Adviento, 20 de diciembre de 2009.
Queridos hermanos y hermanas:
Con el IV domingo de Adviento, la Navidad del Señor está ya ante nosotros. La liturgia, con las palabras del profeta Miqueas, invita a mirar a Belén, la pequeña ciudad de Judea testigo del gran acontecimiento: «Pero tú, Belén de Efratá, la más pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel. Su origen es desde lo antiguo, de tiempo inmemorial» (Mi 5, 1). Mil años antes de Cristo, en Belén había nacido el gran rey David, al que las Escrituras concuerdan en presentar como antepasado del Mesías. El Evangelio de san Lucas narra que Jesús nació en Belén porque José, el esposo de María, siendo de la «casa de David», tuvo que dirigirse a esa aldea para el censo, y precisamente en esos días María dio a luz a Jesús (cf. Lc 2, 1-7). En efecto, la misma profecía de Miqueas prosigue aludiendo precisamente a un nacimiento misterioso: «Dios los abandonará -dice- hasta el tiempo en que la madre dé a luz. Entonces el resto de sus hermanos volverá a los hijos de Israel» (Mi 5, 2).
Así pues, hay un designio divino que comprende y explica los tiempos y los lugares de la venida del Hijo de Dios al mundo. Es un designio de paz, como anuncia también el profeta hablando del Mesías: «En pie pastoreará con la fuerza del Señor, por el nombre glorioso del Señor su Dios. Habitarán tranquilos porque se mostrará grande hasta los confines de la tierra. Él mismo será nuestra paz» (Mi 5, 3-4).
Precisamente este último aspecto de la profecía, el de la paz mesiánica, nos lleva naturalmente a subrayar que Belén es también una ciudad-símbolo de la paz, en Tierra Santa y en el mundo entero. Por desgracia, en nuestros días, no se trata de una paz lograda y estable, sino una paz fatigosamente buscada y esperada. Dios, sin embargo, no se resigna nunca a este estado de cosas; por ello, también este año, en Belén y en todo el mundo, se renovará en la Iglesia el misterio de la Navidad, profecía de paz para cada hombre, que compromete a los cristianos a implicarse en las cerrazones, en los dramas, a menudo desconocidos y ocultos, y en los conflictos del contexto en el que viven, con los sentimientos de Jesús, para ser en todas partes instrumentos y mensajeros de paz, para llevar amor donde hay odio, perdón donde hay ofensa, alegría donde hay tristeza y verdad donde hay error, según las bellas expresiones de una conocida oración franciscana.
Hoy, como en tiempos de Jesús, la Navidad no es un cuento para niños, sino la respuesta de Dios al drama de la humanidad que busca la paz verdadera. «Él mismo será nuestra paz», dice el profeta refiriéndose al Mesías. A nosotros nos toca abrir de par en par las puertas para acogerlo. Aprendamos de María y José: pongámonos con fe al servicio del designio de Dios. Aunque no lo comprendamos plenamente, confiemos en su sabiduría y bondad. Busquemos ante todo el reino de Dios, y la Providencia nos ayudará. ¡Feliz Navidad a todos!
Ángelus (2012):
laza de San Pedro
IV Domingo de Adviento, 23 de diciembre de 2012.
En este IV domingo de Adviento, que precede en poco tiempo al Nacimiento del Señor, el Evangelio narra la visita de María a su pariente Isabel. Este episodio no representa un simple gesto de cortesía, sino que reconoce con gran sencillez el encuentro del Antiguo con el Nuevo Testamento. Las dos mujeres, ambas embarazadas, encarnan, en efecto, la espera y el Esperado. La anciana Isabel simboliza a Israel que espera al Mesías, mientras que la joven María lleva en sí la realización de tal espera, para beneficio de toda la humanidad. En las dos mujeres se encuentran y se reconocen, ante todo, los frutos de su seno, Juan y Cristo. Comenta el poeta cristiano Prudencio: «El niño contenido en el vientre anciano saluda, por boca de su madre, al Señor hijo de la Virgen» (Apotheosis, 590: PL 59, 970). El júbilo de Juan en el seno de Isabel es el signo del cumplimiento de la espera: Dios está a punto de visitar a su pueblo. En la Anunciación el arcángel Gabriel había hablado a María del embarazo de Isabel (cf. Lc 1, 36) como prueba del poder de Dios: la esterilidad, a pesar de la edad avanzada, se había transformado en fertilidad.
Isabel, acogiendo a María, reconoce que se está realizando la promesa de Dios a la humanidad y exclama: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?» (Lc 1, 42-43). La expresión «bendita tú entre las mujeres» en el Antiguo Testamento se refiere a Yael (Jue 5, 24) y a Judit (Jdt 13, 18), dos mujeres guerreras que se ocupan de salvar a Israel. Ahora, en cambio, se dirige a María, joven pacífica que va a engendrar al Salvador del mundo. Así también el estremecimiento de alegría de Juan (cf. Lc 1, 44) remite a la danza que el rey David hizo cuando acompañó el ingreso del Arca de la Alianza en Jerusalén (cf. 1 Cro 15, 29). El Arca, que contenía las tablas de la Ley, el maná y el cetro de Aarón (cf. Hb 9, 4), era el signo de la presencia de Dios en medio de su pueblo. El que está por nacer, Juan, exulta de alegría ante María, Arca de la nueva Alianza, que lleva en su seno a Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre.
La escena de la Visitación expresa también la belleza de la acogida: donde hay acogida recíproca, escucha, espacio para el otro, allí está Dios y la alegría que viene de Él. En el tiempo de Navidad imitemos a María, visitando a cuantos viven en dificultad, en especial a los enfermos, los presos, los ancianos y los niños. E imitemos también a Isabel que acoge al huésped como a Dios mismo: sin desearlo, no conoceremos nunca al Señor; sin esperarlo, no lo encontraremos; sin buscarlo, no lo encontraremos. Con la misma alegría de María que va deprisa donde Isabel (cf. Lc 1, 39), también nosotros vayamos al encuentro del Señor que viene. Oremos para que todos los hombres busquen a Dios, descubriendo que es Dios mismo quien viene antes a visitarnos. A María, Arca de la Nueva y Eterna Alianza, confiamos nuestro corazón, para que lo haga digno de acoger la visita de Dios en el misterio de su Nacimiento.
Congregación para el Clero
“¿De dónde a mí tanto bien, que venga la Madre de mi Señor a visitarme?” (Lc 1,43). Está cerca la Noche Santa, y parece sentirse ya el canto de los Ángeles, que llama a los pastores a la gruta de Belén, cuando la Iglesia, en este cuarto Domingo de Adviento, en un extraordinario crescendo de gracia y asombro, después de habernos hecho encontrar a Juan el Bautista, el precursor del Verbo Encarnado, nos pone delante a María, que lleva en su seno al Esperado de nuestro corazón.
¿A qué se debe este extraordinario encuentro? ¿Por qué se nos ofrece una visita tan inesperada, tan inmerecida antes de Navidad? ¿Qué quiere darnos hoy la Iglesia? ¿Qué nos dice hoy María?
Antes que nada, se alimenta de manera extraordinaria nuestra espera, nuestro deseo y nuestra gratitud.
Es alimentada nuestra espera, porque María Santísima lleva en su seno el Fruto que Dios espera de la humanidad, el Fruto que jamás hubiéramos sido capaces de ofrecer, el Hijo que ha sido engendrado en Ella por obra del Espíritu Santo: Aquel que, entrando en el mundo, dice: «No has querido ni holocaustos ni sacrificios por el pecado. Entonces he dicho: “He aquí que vengo –como está escrito de mí en el libro- para hacer, oh Dios, tu voluntad” » (Heb 10,6-7).
Es alimentado nuestro deseo, porque si es tan hermosa la Virgen Inmaculada que viene a visitarnos, si su voz llena de alegría el seno de Santa Isabel e inunda de amor nuestro corazón, cuán extraordinariamente hermoso, amoroso y grande debe ser el que Ella lleva dentro de sí. Si tan majestuosa es la Alcoba real, cuán fuerte y majestuoso será el Rey que habita en ella… Si tan dulce es el primer fruto, qué exuberante será el Árbol del cual fue recogido… Esperamos deseosos el Nacimiento del Señor y alimentamos este deseo, mirando a María y repitiendo: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre” (Lc 1,42).
Es alimentada también nuestra gratitud. Sí, porque si la voz que sale de sus labios es fuente de alegría, puesto que es eco de aquella Alegría sin ocaso que lleva en su seno, lo debemos a su santa libertad. Sí, porque Ella “ha creído –como exulta Isabel- que se cumplirá lo que se le ha dicho de parte del Señor” (Lc 1,45): pronunció su “sí” al anuncio del Ángel y, de este modo, ha permitido nuestro “sí”. Todo “sí” se funda en su “sí”.
Sobre su “sí” ha querido apoyarse el “sí” eterno de Dios para nuestra salvación. Por su “sí”, la salvación se ha hecho realidad. Por su “sí”, también nosotros podemos adherirnos, podemos “creer” en las palabras que el Señor nos dice y, de este modo, llegar a la bienaventuranza.
¿Qué nos dice el Señor? ¿En qué debemos creer, en este Año de la Fe, con fe firme, obedeciendo con nuestra voluntad e inteligencia?
Estamos llamados a creer con fe firme, sobre todo en esto: el Pastor de Israel que, sentado sobre los querubines, resplandece, viene a visitarnos a nosotros, que somos su viña y, puesto que Él nos ha reunido tomando nuestra carne en María y de María, jamás nos alejaremos de Él (cfr. Sal 79,2.15.19).
En segundo lugar, somos llamados a creer con fe firme, que Él no sólo toma nuestra carne, sino que se hace “llevar” por nuestra carne. Es en el seno de María que Cristo visita a Santa Isabel y bendice a su precursor. Es de María que nacerá en Belén. Es por María que será presentado al Padre y a la humanidad en el Templo de Jerusalén. Él se hace llevar por la carne humana, por la carne inmaculada de María y por la carne “salvada” por la Iglesia. Es a través de la carne de la Iglesia, a través de nuestra carne –la carne que Él ha hecho partícipe de su misma gloria divina- que Él quiere estar con nosotros y alcanzar a cada hombre, hoy y hasta la consumación de los tiempos.
Por todo esto exultamos con alegría indecible y gloriosa, entonando con Aquella a la que todas las generaciones llamarán “Bienaventurada”: “Mi alma magnifica al Señor y mi espíritu exulta en Dios mi Salvador” (Lc 1,46). Amén.
Julio Alonso Ampuero: Heme aquí
Meditaciones bíblicas sobre el Año litúrgico, Fundación Gratis Date.
Cerca ya de la Navidad, la liturgia de este domingo nos invita a clavar nuestros ojos en el misterio de la encarnación: Cristo entrando en el mundo. Y en este acontecimiento central de la historia, la obediencia. Desde el primer instante de su existencia humana, Cristo ha vivido en absoluta docilidad al plan del Padre: «Aquí estoy para hacer tu voluntad». Y así hasta el último momento, cuando en Getsemaní exclame: «No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú». Y gracias a esta voluntad todos quedamos santificados, pues «así como por la desobediencia de un solo hombre todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo, todos serán constituidos justos» (Rom 5,19).
Y, además de la obediencia, Cristo vive desde el primer instante de su existencia humana en actitud de ofrenda: «No quieres sacrificios… Pero me has preparado un cuerpo… Aquí estoy». La entrega de Cristo en la cruz no es cosa de un momento. Es que ha vivido así toda su vida humana, en oblación continua, como ofrenda permanente. Su ser de Hijo ha de expresarse necesariamente en esta manera de vivir dándonos al Padre.
Y en el misterio de la encarnación está María. Más aún, la misma encarnación es posible gracias a la fe de María que se fía de Dios y acepta totalmente su plan. Por eso se le felicita: «¡Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá!» Este acto de fe tan sencillo y aparentemente insignificante ha sido la puerta por la que ha entrado toda la gracia en el mundo.
Manuel Garrido Bonaño: Año Litúrgico Patrístico
Tomo I: Adviento-Navidad, Fundación Gratis Date.
Histórica y teológicamente el Adviento se resuelve en la realidad maternal de la Virgen María. Ella señala, en la historia de la salvación, el paso de la profecía mesiánica a la realidad evangélica, de la esperanza a la presencia real y palpitante del Verbo encarnado. Por todo esto, el cuarto Domingo de Adviento es sumamente mariano. Solo de la mano maternal de la Virgen María podemos llegar al conocimiento exacto del misterio de Cristo, pues de hecho, a través de Ella, determinó Dios ofrecernos la realidad exacta del Emmanuel, el «Dios con nosotros». Hemos de prepararnos, pues, ayudados por la Virgen, para vivir lo más plenamente posible la celebración litúrgica del Nacimiento del Salvador.
–Miqueas 5,2-5: De ti saldrá el Jefe de Israel. He aquí otro profeta que nos adelanta el misterio mariano del Dios en medio de su pueblo: de Belén, de la Mujer bendita, surgirá el Redentor. El texto de Miqueas es mesiánico no solo en el sentido literal de la palabra, porque mira al nacimiento del Mesías, esto es, de un Rey de la estirpe de David, sino también en el sentido cristiano, porque la realización histórica del sentido pleno de la profecía la deja abierta para su realización en Cristo.
El texto se refiere también al tema teológico cristiano. La Iglesia vuelve siempre en el memorial de la celebración litúrgica a su origen. Toda la humanidad debe recuperar la imagen del mundo verdadero, creado bueno por Dios. Pero esto requiere una renuncia al pasado de pecado, una conversión: exige la cruz. La paz y la salvación del mundo dependen de uno que ha de venir con el poder de Dios, y no van a conseguirse por las leyes o instituciones históricas. Éste es el fundamento de la naturaleza personalista de la salvación cristiana.
–Con el Salmo 79 pedimos: «Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve. Pastor de Israel, escucha. Tú, que te sientas sobre querubines, resplandece. Despierta tu poder y ven a salvarnos. Dios de los ejércitos, vuélvete: mira desde el cielo, fíjate, ven a visitar tu viña, la cepa que tu diestra plantó, y que Tú hiciste vigorosa… Danos vida para que invoquemos tu nombre».
–Hebreos 10,5-10: Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad. La Encarnación no es solo el Misterio del Hijo de Dios en consanguinidad con nosotros, los hombres. Es también el Misterio del Verbo en condición victimal, solidaria y redentora ante el Padre por todos nosotros. Éste es el sentido de la segunda lectura de hoy.
El antiguo sistema sacrificial no era malo, y tuvo validez como signo, como aspiración e invocación de la realidad. Pero era necesario otra cosa: la victimación del Verbo encarnado, que una consigo a todos los hombres. Y éstos han de compartir su victimación con Él, sometiéndose totalmente a la voluntad de Dios, siendo esclavos de una humilde y constante fidelidad a la gracia divina.
–Lucas 1,39-45: ¿Quién soy yo para que me visite la Madre de mi Señor? La Virgen María, la Mujer bendita, la primera creyente y realizadora del Misterio de Cristo, es el punto final del Adviento. Ella misma fue el signo viviente, que hizo presente en el mundo la realidad del Verbo encarnado. Isabel es con Juan el Bautista el símbolo de la espera del judaísmo e, indirectamente, el símbolo de toda la humanidad. Y es también el prototipo del modo ideal de acoger al Mesías salvador.
Pero se notará cómo la capacidad de reconocer al Salvador está unida a la fe, y ésta solo es posible por la gracia de Dios. El hombre aspira humanamente a la salvación, pero los caminos del Señor no son nuestros caminos y, consiguientemente, solo el Espíritu Santo puede hacer que reconozcamos y aceptemos la salvación. Dios salvador se hizo presente en la naturaleza humana y solo en la relación personal y vital con el Dios encarnado está la salvación.
De aquí se deriva el carácter personal del cristianismo. Navidad es la fiesta del amor misericordioso de Dios: «Tanto amó Dios al mundo, que le envió a su mismo Hijo Unigénito, para que, creyendo en Él, no perezca, antes alcance la vida eterna» (Jn 3,16). Esto es lo que ha realizado Dios por nosotros, por nuestra redención y salvación eterna. Vivir en hondura, sin intermitencias, sin separación existencial alguna, su comunión total con Cristo constituyó la identidad perfecta de María y el testimonio evangelizador de su vida temporal entre los hombres. Una comunión total de vida con Cristo que también nosotros hemos de procurar a diario con la gracia de Dios.
Noel Quesson
Homilía:
Palabra de Dios para Cada Día, Tomo I. Evangelios de Adviento a Pentecostés. Editorial Claret, Barcelona (1984), p. 50s.
María se puso en camino apresuradamente y se fue a casa de Isabel. Es una escena concreta, que conviene meditar tal cual. ¿Por qué parte con tanta prisa? ¿Cuáles son sus pensamientos? No puede guardar su gozo para sí. Quiere ir a ayudar a su anciana prima que espera un pequeño, como ella.
Sin duda espera también ver el «signo» que el Ángel le ha dado, ¿Estoy yo suficientemente abierto a los demás? ¿Me gusta que participen de mis alegrías y de mis descubrimientos espirituales? Así era el temperamento de María.
-Cuando Isabel oyó el saludo de María, el niño dio saltos de júbilo en su seno. Misterioso encuentro de Jesús y Juan Bautista a través del encuentro de sus madres respectivas. Esto provoca un «brinco de alegría». El gozo. La fiesta de Dios.
-Isabel se sintió llena del Espíritu Santo. Siempre ese mismo Espíritu, que había sido prometido para la era mesiánica y que es ahora derramado con el gozo, que es su distintivo, en las almas disponibles. Estas personas -Zacarías, Isabel, José, María- son seres humildes, representantes del pueblo que ha esperado tanto tiempo. Son los «santos», llenos de Dios, llenos del Espíritu Santo. Mas, ¡cuán ordinaria es su vida!
-«Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre». Es una parte del «Ave María»; plegaria a redescubrir quizá en estos días que preceden a la Navidad cuando Jesús estaba realmente en las entrañas de María, al calor de su madre, bien protegido… antes de estar expuesto al frío, a los golpes, y a las injurias. Por de pronto sólo recibe amor. Un corazón de madre late junto al suyo, y le hace latir una única sangre humana. Jesús es esperado. Jesús es amado con su primer amor. Bendita tú eres… bendito es tu hijo…» Acción de gracias. Gracias. Dios mío, por esta madre que Tú has tenido y que Tú nos has dado.
-¿Y de dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme? Estas dos mujeres están inmersas en el misterio: Evidentemente hay cosas extrañas en torno a esos dos nacimientos. Entre las personas espirituales las hay que aprecian de golpe una cierta densidad de los acontecimientos. Viviendo habitualmente con Dios, le reconocen a partir de ciertos signos imperceptibles al común de los hombres.
Isabel ve certeramente enseguida. Es una palabra de adoración, de agradecimiento a Dios la que ella pronuncia. ¡Ayúdanos, Señor, a reconocer su presencia! a saber interpretar los signos que nos muestras.
-Bienaventurada tú que creíste…
Esto es también espontáneamente auténtico: la Fe es lo admirado en primer lugar. Los honores, las ventajas que de ella podrían derivarse, no cuentan. La Fe es la que, todavía hoy, hace presente a Dios en el mundo. Los exegetas relacionan este relato con el traslado del Arca de la Alianza (II Samuel, 6, 2-11) María es la nueva «arca de Alianza» donde Dios habita. En adelante Dios ya no quiere habitar en objetos, sino en aquellos que viven por la Fe. La Fe y el gozo: bienaventurada tú que creíste.
Homilías en Italiano para posterior traducción
Giovanni Paolo II
Omelia (1985):
SANTA MESSA NELLA PARROCCHIA ROMANA DI SAN GREGORIO BARBARIGO. Domenica, 22 dicembre 1985.
1. “Il Signore è vicino!” (Fil 4, 5).
Con queste parole ci saluta la Chiesa nella liturgia degli ultimi giorni prima del Natale. Questi sono i giorni in cui essa fissa particolarmente lo sguardo verso colui che deve venire nella notte di Betlemme. Testimonianza di un tale sguardo sono le così dette antifone maggiori dell’Avvento, che accompagnano ogni giorno nei vespri l’inno del “Magnificat”. Un’altra testimonianza è costituita pure dalla liturgia della domenica odierna.
“Il Signore è vicino!”.
Con queste parole vi saluto…
2. L’Avvento si avvicina al suo compimento nella storia dell’umanità.
Ne troviamo espressione nella liturgia dell’ultima domenica di questo periodo.
Ecco, attraverso la lettura della Lettera agli Ebrei, sentiamo le parole del Figlio di Dio:
“Ecco, io vengo . . . / Tu non hai voluto né sacrificio né offerta, / un corpo invece mi hai preparato . . . / Ecco, io vengo . . . / per fare, o Dio, la tua volontà” (Eb 10, 5. 7).
In queste parole, la venuta di Dio in mezzo agli uomini prende la forma del mistero dell’Incarnazione. Dio ha preparato questo mistero dall’eternità, e ora lo compie. Il Padre manda il Figlio. Il Figlio accoglie la missione. Per opera dello Spirito Santo diventa uomo nel seno della Vergine di Nazaret. “E il Verbo si fece carne” (Gv 1, 14). Il Verbo è Figlio eternamente amato ed eternamente amante. L’Amore significa l’unità delle volontà. La volontà del Padre e la volontà del Figlio si uniscono. Il frutto di questa unione è l’Amore personale, lo Spirito Santo. Il frutto, poi, dell’Amore personale è l’Incarnazione: “un corpo mi hai preparato”.
“Il Signore e vicino”.
3. Il Padre “ha preparato” al Figlio “il corpo umano” per opera dello Spirito Santo, che è amore.
Il mistero dell’Incarnazione significa una particolare “effusione” di questo Amore: discesa dello Spirito Santo sulla Vergine di Nazaret. Su Maria.
“Lo Spirito Santo scenderà su di te, su te stenderà la sua ombra la potenza dell’Altissimo, colui che nascerà dunque santo e chiamato Figlio di Dio” (Lc 1, 35).
Lo Spirito Santo con la sua potenza divina opera prima di tutto nel cuore di Maria. In questo modo la sorgente del mistero dell’Incarnazione diventa la fede di lei: obbedienza della fede, “Eccomi, sono la serva del Signore, avvenga di me quello che hai detto”! (Lc 1, 38). Alla visitazione – di cui parla il Vangelo di oggi – Elisabetta loda prima di tutto la fede di Maria: “Beata colei che ha creduto nell’adempimento delle parole del Signore” (Lc 1, 45).
All’annunciazione Maria pronunzia infatti il suo “fiat” nell’obbedienza della fede. Questo “fiat” è il momento chiave. Il mistero dell’Incarnazione è mistero divino e insieme umano. Infatti, colui che assume il corpo è Dio-Verbo (Dio-Figlio). E contemporaneamente il corpo, che assume, è umano. “Admirabile commercium”.
In questo momento, quando la Vergine di Nazaret pronunzia il suo “fiat” (avvenga di me quello che hai detto) -il Figlio può dire al Padre: “Ecco, un corpo mi hai preparato”.
L’Avvento di Dio si compie pure per opera dell’uomo. Mediante l’obbedienza della fede.
4. La liturgia odierna ci mette davanti agli occhi non solo l’eterna obbedienza del Figlio: “Ecco, io vengo . . . per fare, o Dio, la tua volontà”: non solo l’obbedienza di colei che è stata prescelta per essere la sua madre terrena . . . ma ci mette dinanzi agli occhi anche il luogo, in cui si deve compiere il mistero dell’Incarnazione.
Ecco, al centro della profezia di Michea appare il toponimo: Betlemme. Questo è proprio il luogo in cui l’eterno Figlio doveva per la prima volta rivelarsi nel corpo umano. Il Figlio di Dio come figlio dell’uomo: figlio di Maria.
Il profeta dice:
“E tu, Betlemme di Efrata, / così piccola per essere fra i capoluoghi di Giuda, / da te mi uscirà colui che deve essere il dominatore in Israele; / le sue origini sono dall’antichità, / dai giorni più remoti” (Mi 5, 1).
Tale origine “dall’antichità”: dai giorni più remoti (e senza inizio!) viene partecipata dal Figlio-Verbo. “Quando colei che deve partorire partorirà (cf. Mi 5, 2) -annunzia ulteriormente il profeta – “il resto dei suoi fratelli ritornerà ai figli di Israele”.
Questa nascita umana del Figlio di Dio dalla Vergine dà inizio al nuovo Israele: al nuovo popolo di Dio.
Sarà questo il popolo dei “fratelli” di Cristo: di coloro che, mediante la grazia, diventeranno “figli nel figlio”. Riceveranno “potere di diventare figli di Dio”, come dirà San Giovanni nel Prologo del suo Vangelo (cf. Gv 1, 12).
Il luogo in cui tutto ciò si compirà – dove si compirà e al tempo stesso sarà sempre ricordato di nuovo nella storia della Salvezza – è proprio quella Betlemme di Efrata.
5. Tale orizzonte apre dinanzi a noi la liturgia di questa domenica. Vediamo quale ricco contenuto nasconde in sé questa concisa invocazione, con la quale la Chiesa esprime il suo saluto negli ultimi giorni di Avvento:
“Il Signore è vicino“!
7. “Entrando nel mondo, Cristo dice:
Tu non hai voluto né sacrificio, né offerta, / un corpo invece mi hai preparato. / Non hai gradito né olocausti né sacrifici per il peccato. / Allora ho detto: Ecco, io vengo . . . / per fare, o Dio, la tua volontà” (Eb 10, 5-7).
Il mistero nell’Incarnazione significa l’inizio del nuovo sacrificio: del perfetto sacrificio. Colui che viene concepito nel seno della Vergine per opera dello Spirito Santo, che nasce nella notte di Betlemme è sacerdote eterno. Porta il sacrificio e compie il sacrificio già nella sua Incarnazione. E ciò è quel sacrificio che “è gradito a Dio”.
È gradito a Dio il sacrificio, in cui si esprime tutta la verità interiore dell’uomo: il sacrificio della volontà e del cuore. Il Figlio di Dio assume la natura umana, il corpo umano, proprio per iniziare tale sacrificio nella storia dell’umanità.
La compirà definitivamente mediante la sua “obbedienza fino alla morte” (cf. Fil 2, 8). Tuttavia l’inizio di questa obbedienza è già nel seno della Vergine Maria. Già nella notte di Betlemme: “Ecco, io vengo . . . per fare, o Dio, la tua volontà”.
8. Quando circonderemo il Neonato nella notte di Betlemme e per tutto il periodo di Natale, diamo sfogo al bisogno dei nostri cuori, gioiamo di quella gioia che il tempo di Natale porta con sé, cantiamo “Gloria a Dio nel più alto dei cieli e pace in terra agli uomini che egli ama” (Lc 2, 14).
E soprattutto:
impariamo fino alla fine la verità contenuta in questo mistero penetrante:
“Ecco, io vengo . . . per fare, o Dio, la tua volontà”.
Impariamo dal Figlio di Dio a fare la volontà del Padre.
Infatti tale è la vocazione di coloro che sono “diventati figli nel Figlio”.
Tale è la nostra vocazione cristiana. Tale è frutto dell’Avvento di Dio nella vita umana.
[…] oggi è la quarta domenica di Avvento, la più vicina al Santo Natale. E così voglio augurarvi a voi parrocchiani, a tutti gli abitanti della parrocchia, a tutti i cittadini di questa zona di Roma, come a tutti quelli che vengono qui per lavorare, a tutti auguro un Buon Natale. Voglio anche dirvi che formulando questo augurio voglio riferirmi alla nascita di Gesù in Betlemme, alla notte del Natale, alla notte in cui il Verbo di Dio coeterno al Padre, si fece carne, si è fatto uomo. Questo Dio fatto uomo, questo Cristo Gesù vive nella vostra comunità, vive sempre in questa Chiesa, vive nel suo sacramento, vive nell’Eucaristia, e così come Eucaristia continua in mezzo a voi la sua vita mistica, la sua vita incarnata, la sua vita divino-umana. Io vi auguro che questo Gesù, questo Figlio di Dio sia per tutti, per ciascuno di voi un punto di riferimento per la vostra vita, per la vostra preghiera, per la vostra speranza, che sia il segno della salvezza. Questo è il vero significato del santo Natale e questo è anche il vero significato della vostra parrocchia, della Chiesa che cresce nel mistero del Natale, nel mistero dell’incarnazione del Figlio di Dio.
… Ci avviciniamo al Natale. Tutti mi hanno augurato un Buon Natale e io l’ho augurato a tutti. Ma cosa vuol dire Buon Natale? È una frase breve ma contiene un pensiero molto profondo. Quando diciamo Buon Natale vogliamo dire “Io ti voglio tutto il bene che ci porta il santo Natale”, il bene che ci porta il Figlio di Dio nato uomo, il bene che ci porta Gesù, Figlio di Maria Vergine. Questo è il significato più vero del “Buon Natale”. E il mio Buon Natale a voi vuol dire tutto questo. E vorrei aggiungere che questo bene dell’incarnazione noi lo portiamo già dentro, lo portiamo nel nostro cuore, anzi nel nostro essere. Ma perché il Figlio di Dio si è fatto uomo? Perché è nato in Betlemme? Per farci tutti figli di Dio. Ecco, noi abbiamo già ottenuto quella grazia, quel sacramento che ci fa figli di Dio, che è il santo Battesimo. Con questo primo e fondamentale sacramento tutti diventiamo spiritualmente, sacramentalmente ma anche realmente figli di Dio, suoi figli adottivi. Allora quel bene che ci porta il santo Natale, la Natività, l’incarnazione nella notte di Betlemme, noi lo portiamo già in noi stessi, ciascuno in se stesso iscritto profondamente nella propria anima. La preparazione alla prima Comunione e alla Cresima non è altro che la continuazione organica di questo bene fondamentale che ci ha dato il sacramento del Battesimo. Allora, nel nome del sacro battesimo io vi auguro un Buon Natale e vi auguro anche di prepararvi bene alla prima Comunione, alla santa Cresima, di preparavi bene ad essere buoni cristiani, coscienti di ciò che significa essere cristiani, cioè un altro Cristo, come si diceva agli inizi della storia della Chiesa. Allora auguro a tutti di essere cristiani. Lo auguro ai piccoli come lo auguro ai grandi, ai genitori, alle suore, ai sacerdoti, a tutti voi, ai vescovi e anche a me stesso perché questo è un significato universale, valido per tutti.
[…] Auguro a tutti di trovare realmente quello che è intimamente contenuto nelle parole “Buon Natale”: che questo bene che è il Natale sia sempre più forte dentro di voi, dentro di te giovane dentro di te ragazzo, fra i vostri amici, fra voi sposi, futuri genitori. Questo bene è il Dio che si è fatto uomo per confermare il valore assoluto dell’uomo stesso, per portare l’uomo al livello di Dio per dimostrare cosa significa quanto è scritto all’inizio della Genesi, e cioè che Dio creò l’uomo a sua immagine. Questo viene confermato definitivamente, possiamo dire escatologicamente, dal fatto che Dio si fa uomo, che è nato nella notte di Betlemme. Vi auguro di meditare di fare vostra questa realtà che ci circonda, che è la nostra di crescere in questa realtà. Tutta la Chiesa cresce in questa realtà. Se non ci fosse l’incarnazione senza il “Verbum carum factum est”, non ci sarebbe la Chiesa. Noi tutti dunque a questo Natale dobbiamo la nostra nascita spirituale. Noi siamo nati quando è nato Gesù Cristo, Figlio di Dio fatto uomo. Vi auguro di creare da questa realtà la vostra vita interiore, la vostra identità umana e cristiana. E anche il vostro messaggio, il messaggio che ogni uomo è chiamato a portare con la propria vita e la propria fede. Il messaggio di Gesù Cristo nato a Betlemme sia il messaggio di voi tutti.
A tutti voi presenti, uniti nel denominatore comune dell’impegno caritativo, voglio dire che esso è la risposta al mistero natalizio, all’amore di colui che ci ha amato per primo, così tanto da inviarci suo Figlio. Non solo lo celebreremo fra tre giorni in una delle più grandi solennità della Chiesa, ma dobbiamo meditarlo, contemplarlo, approfondirlo, per farci sempre più rispondenti a quella verità, a quel mistero di carità. Cristo ci ha insegnato che a quel mistero della Carità che è il “Dio con noi”, l’Emanuele, noi rispondiamo con la nostra carità; verso di lui, ma questo significa sempre verso gli altri. E sia questo, vi ripeto, sempre il denominatore comune del vostro impegno… A tutti auguro un buon Natale, un benefico incontro con la grazia dell’Incarnazione, col Figlio di Dio che si fa carne, nel mistero della notte di Betlemme.
[…] Lei ha parlato della fedeltà: tale fedeltà è una risposta a un’altra fedeltà. È fedele Dio stesso, è fedele a se stesso, è fedele alla sua alleanza, alla sua iniziativa d’amore. È infinitamente fedele, e questa notte di Natale comincia a mostrare la tappa definitiva, quella escatologica, della fedeltà di Dio. Comincia, perché sappiamo bene che altre tappe verranno, fino alla croce, fino al “consumatum est”, fino alla risurrezione. Perché Dio è fedele al messaggio della vita: lui è la vita, la sorgente della vita. Voi che avete scelto la nostra fedeltà nella consacrazione religiosa, avete scelto anche la risposta a questo messaggio di vita, della vita divina offerta all’uomo nella incarnazione del Verbo di Dio. È questo il mio augurio: di conoscere ancora più profondamente nella notte di Natale questa misteriosa affinità con Dio, per vivere più profondamente la fedeltà a lui. E vi auguro molte vocazioni; ne abbiamo tutti bisogno.
Omelia (1988):
VISITA ALLA PARROCCHIA DI SAN GIUSEPPE BENEDETTO COTTOLENGO. Domenica, 18 dicembre 1988.
1. Cari fratelli e Sorelle!
Abbiamo ascoltato la Parola di Dio, che la Chiesa ci fa meditare nella liturgia di questa quarta domenica del tempo d’Avvento.
Ogni giorno ripetiamo nella Liturgia delle Ore: “Il Signore è vicino”. Le letture domenicali ci permettono di penetrare ancor più dettagliatamente in questo mistero della vicinanza del Signore.
È vicino colui che il Padre ha “mandato nel mondo”. Colui – l’atteso – che è stato preannunciato dai profeti; colui che esaudisce la preghiera dei salmi. Egli è – come annuncia oggi il salmista – “l’uomo della destra di Dio” (cf. Sal 80 [79], 18) il “Figlio di Dio”.
Verrà come servo della nostra salvezza. Il servo della conversione dei popoli. Infatti il salmista grida con fiducia: “Da te più non ci allontaneremo, ci farai vivere e invocheremo il tuo nome” (Sal 80 [79], 19).
Il salvatore del mondo, l’autore della nuova vita è ormai vicino.
2. Il profeta Michea indica il luogo della sua nascita:
“E tu, Betlemme di Efrata
così piccola per essere fra i capoluoghi di Giuda,
da te mi uscirà colui
che deve essere il dominatore in Israele,
le sue origini sono dall’antichità,
dai giorni più remoti” (Mi 5, 1).
Parole ammirabili! Esse indicano non solo il luogo della nascita del Messia, ma anche la sua provenienza “dai giorni più remoti”, dall’eternità, poiché egli è Dio. Le parole del profeta non preannunciano forse il Figlio di Dio? Colui che è “Dio da Dio, Luce da Luce”?
3. Dio è il “Pastore d’Israele”.
Il Messia che verrà da Dio, sarà egli pure chiamato il profeta pastore:
“Egli starà là e pascerà (i figli d’Israele) con la forza del Signore, con la maestà del nome del Signore suo Dio. Abiteranno sicuri, perché egli allora sarà grande fino agli estremi confini della terra” (cf. Mi 5, 3).
Israele era un popolo numericamente non grande, anzi uno dei più piccoli. Tuttavia nei disegni di Dio è diventato l’inizio di ciò che è universale, di ciò che non conosce frontiere e divisioni tra popoli, nazioni o stati. Infatti si riferisce all’uomo. Colui che viene è il redentore dell’uomo: di ciascuno e di tutti.
Viene come pastore delle anime. E il suo potere – potere di pastore – è un servizio alla salvezza universale dell’uomo.
In questo senso il salmista grida: “Tu, pastore d’Israele . . . Risveglia la tua potenza e vieni in nostro soccorso” (Sal 80 [79], 2-3).
4. Ecco, egli viene. Ecco è vicino!
Con le parole della lettera agli Ebrei egli stesso – Cristo stesso – proclama il mistero della sua venuta.
“Entrando nel mondo, Cristo dice (al Padre): Tu non hai voluto né sacrifici né offerte, un corpo invece mi hai preparato” (Eb 10, 5).
Così dice al Padre il Figlio eterno che è “nel seno del Padre” (Gv 1, 18).
“Ecco, io vengo . . . per fare, o Dio, la tua volontà” (Eb 10, 7).
Colui che è vicino, la cui nascita a Betlemme celebreremo nella liturgia tra qualche giorno – viene come redentore del mondo.
Viene perché “noi siamo stati santificati per mezzo dell’offerta del corpo di Gesù Cristo, fatta una volta per sempre” (cf. Eb 10, 1).
5. Il luogo della sua nascita è Betlemme di Efrata, nella terra di Giuda. Il Padre ha preparato un corpo al suo Figlio eterno, introducendolo nel nostro tempo e inviandolo nel mondo – come Figlio dell’uomo.
Il figlio dell’uomo nasce da una Vergine.
La sua esistenza terrena è iniziata in quel momento, quando la Vergine di Nazaret ha risposto all’angelo:
“Eccomi, sono la serva del Signore, avvenga di me quello che hai detto” (Lc 1, 38).
È stato quello il momento in cui Maria “ha creduto” e per cui Elisabetta nel momento della visitazione, nella casa di Zaccaria, ha potuto proclamarla “beata” perché “ha creduto nell’adempimento delle parole del Signore” (Lc 1, 45).
La fede di Maria è diventata il prologo della nuova alleanza di Dio con l’umanità intera. Questa è l’alleanza stretta nel sangue del proprio Figlio: il Figlio di Dio che assumendo un corpo umano, verrà al mondo come Figlio di Maria Vergine.
6. In questo modo la liturgia dell’odierna domenica d’Avvento ci permette di conoscere che “il Signore è vicino”. Lo meditiamo oggi nella comunità della vostra parrocchia…
7. … Col Natale il Signore si accosta ad ogni uomo e ad ogni donna, ad ogni anima con i suoi problemi, e vuole portare liberazione, gioia, pace; vuole ricondurre ciascuno alla famiglia ed alla casa di Dio. “Il resto dei tuoi fratelli ritornerà ai figli d’Israele”, dove “abiteranno sicuri” (Mi 5, 2. 3).
Vi invito a considerare l’importanza di questa “visita” di Dio, e vi chiedo di accogliere il Signore che viene, specialmente nella costante partecipazione alla Messa festiva. È in questa assemblea del Popolo di Dio, che il Signore infonde in noi i doni soprannaturali. Per questo egli ci convoca, e spezza per noi il pane della Parola e dell’Eucaristia. Cercate il Signore in questa realtà spirituale ed unitevi all’offerta del suo corpo e del suo sangue.
8. “Il Signore è vicino”.
Nel corso di questi giorni di Avvento che ci preparano al Natale del Signore, riflettiamo spesso sulle parole del salmista, che oggi sono risuonate nella liturgia:
“Dio degli eserciti, volgiti,
guarda dal cielo e vedi
e visita questa vigna,
proteggi il ceppo che la tua destra ha piantato,
il germoglio che ti sei coltivato” (Sal 80 [79], 15-16).
Sul terreno dell’umanità Dio ha piantato una mirabile vigna mediante il mistero dell’incarnazione: il suo Figlio eterno – redentore del mondo – perché noi tutti cresciamo con lui e in lui. Chiediamo di maturare in lui, in questa pienezza salvifica, che Dio ha ideato per l’uomo nel suo eterno amore.
“Dio volgiti . . .”.
Volgiti a noi nel ripetersi della liturgia, perché il mistero della tua venuta ci rinnovi sempre.
Volgiti, o Dio . . . Volgiti come Figlio di Maria, di colei che tu hai prescelto come Madre.
Veramente: “Benedetta . . . fra le donne, e benedetto il frutto del tuo grembo” (cf. Lc 1, 42).