Domingo de Pentecostés (Ciclo C) – Homilías
/ 2 mayo, 2016 / Tiempo de PascuaLecturas
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Hch 2, 1-11: Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar
Sal 103, 1ab y 24ac. 29bc-30. 31 y 34: Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra
Rm 8, 8-17: Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios
Jn 14, 15-16. 23b-26: El Espíritu Santo os lo enseñará todo
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan XXIII, papa
Homilía (10-06-1962)
domingo 10 de junio de 1962«Accipietis virtutem Spiritus Sancti in vos: et eritis mihi testes in Ierusalem et in omni Iudea et Samaria et usque ad ultimum terrae».
Recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda la Jadea, en Samaria y hasta los extremos de la tierra. (Act. 1, 8.)
Venerables hermanos y queridos hijos:
El último encuentro de Jesús Resucitado con sus Apóstoles y discípulos fue verdaderamente un festín de gracias y de alegría. Las expresiones de San Lucas "convescens", "loquens de regno Dei" compendian toda su belleza y encanto.
Mandato dado a sus íntimos de no abandonar la ciudad sino de permanecer en Sión, para esperar al Espíritu Santo que el Padre enviaría: "quem mittet Pater in nomine meo" (Io. 14, 26); seguridad del testimonio que ellos darían después al Rabí, divino vencedor de la muerte y dueño del futuro "Eritis mihi testes in Ierusalem et in omni Iudea et Samaria et usque ad ultimum terrae" (Act. 1, 8).
¡Oh, qué palabras las que dirigió Jesús a los primeros confidentes de sus pensamientos y de su corazón y qué fragmento luminoso y lleno de colorido sobre el futuro de su Iglesia: "eritis mihi testes", en tono profético y solemne, como una investidura para continuar el apostolado confiado a los suyos por el advenimiento de su reino de redención y salvación entre todos los pueblos y en el transcurso de todos los siglos!
El Reino de Cristo y la historia de la Iglesia
De hecho, el reino de Cristo Jesús, Hijo de Dios, Verbo Encarnado, Señor del Universo, comenzó desde allí, desde allí la historia de la Iglesia Católica y Apostólica, una y santa, se puso en camino para dar ese testimonio. Han transcurrido veinte siglos. Graves y peligrosas vicisitudes provenientes de la debilidad humana amenazaron con frecuencia aquí y allá la firmeza de esta admirable institución: dificultades en su camino, pruebas e incertidumbres por el abandono de algunos, parecieron poner en grave riesgo a veces el carácter de su unidad, pero la sucesión apostólica jamás ha sido rota: la túnica de Cristo permaneció inconsútil aunque no faltasen en tiempos difíciles angustias de alguna desgarradura peligrosa.
Es que la palabra de Jesús sigue siendo vivificante en su Iglesia. El prodigio se renueva siempre con mayor difusión de gracia sobre cada uno de los fieles, a veces en forma misteriosa y grandiosa sobre todo el cuerpo social.
Queridos hijos: Todavía la palabra tranquilizadora de este "eritis mihi testes" que une con divino acento los acordes a toda la sustancia viva de los dos Testamentos: la misteriosa sucesión del pasado, del presente, del porvenir. Jesús, el Rabí divino está en medio y reúne en su persona, en sus enseñanzas, en su sangre, la gloria de su realeza.
"Eritis mihi testes". Testimonio doble: testimonio de Jesús ante sus más íntimos, siempre "Dominus et Magister" en la evidencia de la sublime doctrina, en la sucesión de los milagros hechos, en el Sacrificio cruento, en la Resurrección victoriosa, en la profusión incesante de gracia y de amor para el hombre perdonado, para toda la humanidad redimida y elevada de nuevo a la sublimidad de una familia divina: "de Virgine natus, nobis id est mundo largitus suam Deitatem".
Doble testimonio de elevación y salvación
El otro testimonio es el testimonio de los discípulos de Jesús y de sus sucesores, dado al Divino Maestro a lo largo de los siglos, a la continuación de su obra redentora. desde Jerusalén hasta los más apartados confines del mundo.
Sí, "eritis mihi testes" es siempre la palabra, la nota sublime que une de nuevo los acordes del Antiguo con todo el Nuevo Testamento. A ella responden como un eco, cual poema divino y humano, apóstoles y evangelistas, pontífices y mártires, padres y doctores de la Iglesia, héroes y sagradas vírgenes, juventudes y experiencias antiguas y modernas, hijos de toda raza y color, de toda procedencia ética y social, todos aclamando a Cristo que había anunciado por «os suum promissionem Patri», fecundadora por el Espíritu de toda gracia de apostolado a su Iglesia «usque ad consummationem saeculi».
Este primer Pentecostés cuyo recuerdo celebramos hoy, he aquí que sigue derramando todavía, después de veinte siglos, su luz sobre nuestras cabezas; encendiendo en nuestros corazones la misma llama con que se alegraron los primeros discípulos del Señor al solo anuncio del Espíritu Santo que el Padre enviaría, respondiendo a las invocaciones que se elevaban del Cenáculo unidas a las de María, madre de Jesús.
Ciertamente, venerables hermanos y queridos hijos, el "eritis mihi testes" va a hallar una nueva y más solemne aplicación de la promesa de Jesús a sus discípulos; después de dos mil años todavía vivos, más numerosos que nunca, todavía palpitantes de afecto y entusiasmo apostólico en derredor suyo.
La reunión litúrgica de hoy —al contemplarla se recrea la vista y exulta el corazón— compuesta de ancianos venerables y jóvenes dispuestos para el ejercicio y a las tareas del ministerio sacerdotal, representa a todo el mundo. Pero ¿no llega a ser la representación, el primer atisbo del espectáculo que la gracia del Señor quiere reunir en esta colina del Vaticano el 11 de octubre para suscitar con ello un nueva ímpetu por la santificación de la Jerarquía, del clero y del pueblo, para iluminar a las gentes, para aliento vivificador de toda la actividad humana?
Pronto el mundo podrá ver con sus ojos lo que es el Concilio.; qué maravillas sabe ofrecer la Santa Iglesia católica en la luz de su divino Fundador Jesús, cómo la quiso, la hizo y a lo largo de los siglos sigue vivificándola entregada a la salvación de todas las almas y de todas las gentes; irradiante esplendor de celestial-doctrina y tesoros de gracia y a través del sacrificio, camino de paz aquí abajo y de gloria imperecedera por los siglos sempiternos.,
Dejad, queridos hijos, que sobre estas relaciones de la Santa Iglesia con Cristo, que la sostiene como la ha fundado, sigamos haciendo alguna indicación que sirva de común edificación y al mismo tiempo de preparación individual y colectiva al gran acontecimiento cuya espera es tan alegre y deseada.
El Concilio Vaticano Segundo quiere lograr en forma espontánea y de aplicación amplísima expresar lo que Cristo representa todavía y hoy más que nunca como luz y sabiduría, como dirección y estímulo, como consuelo y mérito de sufrimiento humano en la vida presente y garantía de la futura.
El testimonio de la Iglesia universal quiere dirigirse a Jesús como al "Dominus et Magister" de todos y de cada uno, al "Pastor Bonus" siempre procurando a su grey alimento de gracia, pan espiritual para preservarle de los peligros y, finalmente, al "Sacerdos et Hostia" para memoria y continuación de su sacrificio por la humanidad y los sufrimientos de la vida, graves en todo tiempo, pero más graves cuando hay que reconocer causas o consecuencias de opresión de la persona humana y de sus fundamentales e inalienables libertades.
En esta luz de doctrina, de seguridad y mérito, la perfecta fidelidad del cristiano se siente estimulada a la profesión de fe sincera y de correspondencia absoluta entre pensamiento y acción y toca el corazón del que anhela una conducta digna de vida para defensa de comunes ideales y logro de legítimas aspiraciones,
Esta triple irradiación de luz celestial que Jesucristo, maestro, pastor, sacerdote, reverbera sobre el rostro de su Iglesia tiene una significación que no escapa a nadie, y más aún puede invitar a todos a situarse en la exacta perspectiva para comprender, conforme a la más acreditada jerarquía de valores, lo que vale la vida para el hombre, incluso simplemente hombre, lo que vale más que para el hombre para el cristiano perfecto.
Confiada espera de la humanidad
Con sentimiento de confiada espera asistimos hoy a nuevos fenómenos. Es cierto que, después de desaparecidas las distancias, abiertos los caminos a la conquista del espacio, intensificada la investigación científica y exaltada la producción técnica, ahora descubrimos en el hombre un estado de ánimo realmente sorprendente.
Nos parece poder decir que el hombre de estudio y de acción de este atormentado siglo, atormentado por dos guerras mundiales y por otros innumerables conflictos de índole diversa, ya no es tan orgulloso de sí mismo y de sus conquistas; no está tan seguro como en los siglos dieciocho y diecinueve de poder alcanzar la felicidad en la tierra y mucho menos de lograr por sí solo, con su talento y energías, a aplacar las angustias, a desechar los temores, a superar las debilidades que siempre amenazan con vencerlo.
Hablemos más claramente. Después de todas las manifestaciones de la literatura contemporánea surge un gemido y los poderosos de la tierra reconocen no poder levantar al hombre, no poderlo llevar a ese reino de felicidad y de prosperidad que siempre es su aspiración ardiente.
Jamás la Iglesia Católica ha dicho a la humanidad que quiere librarla de la dura ley del dolor y de la muerte. Y no ha intentado engañarla ni le ha facilitado el lastimoso remedio de la ilusión. Al contrario, ha continuado afirmando que la vida es peregrinación y ha enseñado a sus hijos a unirse al canto de esperanza que resuena todavía en el mundo.
Ahora que el hombre, como aterrado por los progresos científicos alcanzados, consciente en definitiva que ninguna conquista le podrá proporcionar la felicidad, ahora que se suceden, alternándose y eliminándose, todos los que prometían inútilmente eterna juventud y fácil prosperidad, es providencial y muy natural que la Iglesia levante su voz solemne y persuasiva y ofrezca a todos los hombres el consuelo de la doctrina y de esa cristiana convivencia que prepara los esplendores de la alegría eterna para la cual ha sido formado el hombre.
En ningún modo intimidada por las dificultades que encuentran sus hijos y que se deslizan en el servicio que quiere prestar a la verdad, a la justicia y al amor, siempre fiel a las consignas de su Divino Fundador, la Iglesia Santa quiere hablar todavía de El, por consiguiente, a la humanidad; de Cristo Jesús, Maestro Pastor, Víctima y sacrificio de expiación y redención.
«Dominus et Magister»
No todos los puntos, numéricamente, de la doctrina católica serán explicados de nuevo en el próximo Concilio, sino con especial cuidado los referentes a las verdades fundamentales puestas en tela de juicio o en oposición con las contradicciones del pensamiento moderno como derivación de los errores de siempre, pero penetrados de diferente manera. El hombre que desentraña las profundidades de la ciencia y busca el punto de contacto entre el cielo y la tierra, sabe que ninguna cuestión permanece insoluble por la doctrina apostólica, que ninguna solución se ofrece con entendimiento polémico o con facilidad presuntuosa. La verdad resplandece desde arriba, pero alcanzar la cima no supone esfuerzo para nadie cuando está animado de voluntad decidida y libre de vínculos opresores.
La Iglesia, continuando en dar testimonio de Jesucristo, nada quiere quitar al hombre, no le niega la posesión de sus conquistas y el mérito de los esfuerzos realizados, pero quiere ayudarle a encontrarse, a reconocerse, a alcanzar aquella plenitud de conocimientos y de convicciones que ha sido en todo tiempo anhelo de los hombres sabios, incluso al margen de la divina revelación.
En este inmenso espacio de actividad que se abre ante él, la Iglesia abraza con solicitud maternal a todo hombre y quiere persuadirle a que acepte el divino mensaje cristiano que da orientación segura a la vida individual y social.
Veinte Concilios ecuménicos, innumerables concilios nacionales y provinciales y sínodos diocesanos han aportado una valiosa contribución al conocimiento de una o más verdades de índole teológica o moral.
El Concilio Vaticano Segundo se presenta a la catolicidad, a la humanidad, en la firmeza del Credo apostólico proclamado por inmensa asamblea y con la experiencia de una ilustración doctrinal, además de universal, en una visión de conjunto que responde mejor al alma del tiempo moderno, y será éste un acertado testimonio de la enseñanza de Cristo evocado por la Iglesia a la tradición singular, especialmente del Vaticano Primero, del Tridentino, del Lateranense Cuarto, gloria preclara del papa Inocencio III (1215), a la tradición de todos los concilios que señalaron triunfo de verdad penetrada y hecha penetrar con ardor en el cuerpo social.
«Christus Pastor»
Os podemos asegurar, queridos hijos, que este nuestro Concilio Vaticano Segundo pretende y quiere ser sobre todo gran testimonio y búsqueda de los rasgos característicos del Buen Pastor.
A la inmensa grey cristiana y católica nunca faltó el sostenimiento que ya el Divino Redentor proporcionaba a las muchedumbres: oración y liturgia, doctrina evangélica, sacramentos y manifestaciones múltiples de actividad pastoral.
La llamada a la vida cristiana y por ella a la vida divina que es penetración de gracia, está dirigida a todos.
Cristo por el servicio del Apóstol Pedro y de sus Sucesores y colaboradores, obispos y clero, está siempre elevándolos a la dignidad de hijos adoptivos de Dios. Las fuentes abiertas por El son inagotables; los modos de comunicación con cada una de las almas, algunas veces inescrutables.
El que desea orientar las aspiraciones de su entendimiento, sabe que puede descansar en la contemplación de las verdades eternas; el que tiene necesidad de expresar los sentimientos del alma se sumerge en la oración y el canto; el que tiene verdaderamente hambre y sed de justicia se dirige con confianza serena a los sacramentos que son signos sensibles productivos de la gracia. Para ellos todo está santificado: el hombre desde el comienzo al fin de la peregrinación terrena y en todas las manifestaciones individuales y colectivas.
La Iglesia sigue los pasos del Buen Pastor en su místico peregrinar de pueblo en pueblo y de casa en casa.
Ella sale del recinto cerrado de sus cenáculos y a imitación y testimonio de su divino Fundador recorre todos los caminos del mundo, ni sabe contener el fervor del Pentecostés continuado que la invade y la lleva a conducir a su grey a los pastos exuberantes de vida eterna.
Esta es la tarea de la Iglesia católica y apostólica: reunir a los hombres que los egoísmos y estrecheces podrían mantener dispersos: enseñarles a orar, llevarlos a la contrición de los pecados y al perdón, alimentarlos con el Pan eucarístico, reforzar la unión recíproca con el vínculo de la caridad.
La Iglesia no pretende asistir todos los días a la milagrosa transformación operada en los apóstoles y discípulos del primer Pentecostés, no lo pretende pero trabaja por ello y pide constantemente a Dios que se renueve el prodigio.
No se maravilla de que los hombres no comprendan en seguida su lenguaje; que se sienten tentados a reducir al pequeño esquema de su vida y de sus intereses personales el código perfecto de la salvación individual y del progreso social y que a veces aminoran el paso; sigue exhortando, suplicando, estimulando.
La Iglesia enseña que no puede haber discontinuidad ni ruptura entre la práctica religiosa individual y las manifestaciones de la vida social.
Depositaria como es de la verdad, quiere penetrarlo todo y obtener la gracia de santificarlo todo en el ámbito doméstico, cívico, internacional.
Uno de los motivos de gran consuelo del humilde sucesor de San Pedro en estos meses de preparación al Concilio, es la comprobación de la jubilosísima acogida que por doquier en el mundo sigue haciendo honor a la encíclica Mater et Magistra.
Esta puede considerarse como una síntesis inapreciable y valiosa de doctrina moral pastoral y una excelente introducción a aquellas orientaciones dirigidas a las conciencias cristianas en materia de economía informada en los principios de justicia y de caridad humana y evangélica.
La Santa Iglesia justamente pide a sus hijos que no rehúyan el grave compromiso de cooperar en la instauración de tal convivencia de fraternidad de la cual el Salvador Divino, el "Bonus Pastor animarum" ha dado enseñanzas y ejemplos de incomparable significación.
«Christus Sacerdos et Hostia»
Queridos hijos: Nuestra conversación religiosa nos ha permitido mirar adelante, desde los fulgores de Pentecostés, hacia los surcos de la Reunión Conciliar del próximo octubre.
El espíritu alegre de sentirnos unidos a Cristo en evocación de excelente y fecundo apostolado, al cual responde, como al paso de Jesús por los caminos de Jerusalén, la muchedumbre que aplaude sus enseñanzas y sus milagros, tiene, sin embargo, que someterse a sentimientos de tristeza por otros espectáculos de los que la vista no logra apartarse y el corazón se conmueve.
Pensamos en los nombres topográficos de las palabras de Jesús relativos a las condiciones actuales: Jerusalén, Judea, Samaria y "usque ad ultimum terrae".
Palestina, donde resonó su voz, apenas conserva las huellas de su paso, Sus enseñanzas se han quitado de allí y todavía el Libro de ambos Testamentos hace resonar en el mundo el nombre de países que no pertenecieron a Cristo jamás o no pertenecen ya. Jerusalén la ciudad santa de las divinas promesas y las regiones que la rodean y los territorios limítrofes son en gran parte ajenos a una misión sagrada que les fue anunciado primero.
El gran misterio que desgarra nuestra alma está incluido, pues, en la historia de los pueblos que acogieron y luego repudiaron a Cristo y de otros que le negaron obstinadamente y de algunos en los cuales por ley del Estado nunca abrogada, ni siquiera ahora que en las asambleas internacionales se proclama el respeto de todas las libertades, se niega a Cristo y a su doctrina el derecho de ciudadanía.
Y qué decir de aquellas naciones en las que el apostolado se ha reducido o se está reduciendo a lamentable recuerdo y los espíritus abatidos no se atreven prever en breve plazo el éxito de un renovado movimiento de acción pastoral para luz de cada alma y pura dirección de las familias y de los pueblos.
Esto aclara el significado de otra verdad que los discípulos de Cristo no quieren olvidar: para el cristiano la verdadera alegría, incluso cuando va acompañada de prudentes propósitos, fácilmente encuentra tristezas y contradicciones.
Está escrito en el Libro Sagrado que Jesús al contemplar a Jerusalén desde lo alto sintió deshacerse el corazón y los ojos en llanto.
¡Cuántas ciudades y naciones al contemplarlas en las páginas de su historia y a la luz de las maravillas de su pasado, maravillas de santidad y de heroísmo, de piedad religiosa y de triunfo de caridad, que las hicieron célebres, evocan un eco de tristeza: el "tenebrae factae sunt... Velum templi scissum est!" (Luc. 23, 44, 45), de la muerte de Cristo.
Vosotros comprendéis, venerables hermanos y queridos hijos, la significación de dolorosa actualidad que guardan estas graves palabras. Y sobre todo esto, como testimonio perfecto de los ejemplos de Cristo, la Iglesia católica muestra la ley del perdón aplicada en expresión de expiación, de misericordia y de esperanza.
La visión del cenáculo con María y los Apóstoles
Hoy se renueva la visión del Cenáculo donde María oraba y esperaba el Espíritu Santo junto con los Apóstoles y Discípulos. Este conmovedor recuerdo del Libro Sagrado que nos lleva a buscar en todo el mundo y especialmente en el Oriente cristiano los templos levantados en honor y nombre de la Madre de Dios. Estén abiertos o cerrados al culto esos templos encierran en las piedras la súplica de los siglos, la angustiosa oración de nuestros días para alcanzar de Dios que los hombres sigan o aprendan de nuevo a levantar los ojos al ciclo y a esperar de allí la bendición y la consagración para el trabajo y el progreso que aquí abajo en el surco que sigue abierto en los corazones, de la gran tradición antigua.
Reflexionad, queridos hijos, Cristo, Verbo de Dios hecho hombre, palabra de verdad y de amor ha anunciado al mundo. Y este Cristo bendito que ha derramado su caridad y dispensado los dones de la gracia celestial, este Cristo se ve reducido al silencio por la negativa y los pecados de los hombres y de las naciones.
Este silencio que recuerda el más sublime momento del rito litúrgico eucarístico a veces es oración desgarradora, otras disciplina de prudencia.
El tercer testimonio de Cristo que llevar "usque ad ultimum terrae", acompaña a este dolor que el entremezclarse de múltiples causas con frecuencia ajenas y pospuestas unas a otras nace profundo e indecible.
No es necesario más explicaciones. Estamos, pues, llamados a dar testimonio de Cristo que en el Sacrificio eucarístico renueva la inmolación del Calvario.
De la celebración y del éxito del Concilio quiere afirmarse la también devoción a la Cruz, al sacrificio cruento y místico. Así se sitúa en su lugar exacto nuestro testimonio al Divino Maestro.
Llegados a este punto sólo nos queda, venerables hermanos, acoger con vosotros la santa poesía de Pentecostés, las vibraciones de los corazones hacia el próximo Concilio y la evocación del triple testimonio que dar de Jesucristo.
Estos mismos sentimientos nos complacemos en comunicarlos especialmente a vosotros, jóvenes candidatos a sacerdocio o recién ordenados, cuyo corazón reposa exultante en la palabra de El, que os llamaba a participar en su apostolado y sacrificio.
Representantes como sois de todas las gentes ¡oh, cómo resplandece vuestra hermosa juventud ofrecida a El en holocausto, Verbo de Dios, Rey glorioso e inmortal de los siglos y de los pueblos! También a vosotros, pues, también a vosotros se dirige la palabra del Señor, "eritis mihi testes".
¡Sed benditos, que seáis bien acogidos por vuestros hermanos y podáis mostrar al mundo con vuestra estola inmaculada el título más alto y expresivo de vuestra consagración en esta vida y en la otra para salvación de todos.
Nuestra invocación al Espíritu Santo quiere asociarse ahora a la oración de nuestra celestial Madre María que asistió a las alegrías de la infancia de Jesús y a los dolores de su sacrificio. De aquí la súplica, adquiere valor y adopta un tono de entusiasmo.
Oración
¡Oh Santo Espíritu Paráclito, perfecciona en nosotros la obra comenzada por Jesús, haz fuerte y continua la oración que elevamos en nombre de todo el mundo: acelera para cada uno de nosotros el tiempo de una profunda vida interior; da impulso a nuestro apostolado que quiere llegar a todos los hombres y a todos los pueblos, redimidos con la Sangre de Cristo y todos herencia suya. Mortifica en nosotros la presunción natural y elévanos a las regiones de la santa humildad, del verdadero temor de Dios, del generosa ánimo. Que ningún lazo terreno nos impida hacer honor a nuestra vocación; ningún interés, por negligencia nuestra, debilite las exigencias de la justicia; que ningún cálculo estreche los espacios inmensos de la caridad dentro de las estrecheces de los pequeños egoísmos. Que todo sea grande en nosotros: la búsqueda y el culto de la verdad, la prontitud para el sacrificio hasta la cruz y la muerte, y que todo, finalmente, responda a la última oración del Hijo al Padre Celestial y a aquella efusión que de Ti, oh Santo Espíritu del amor, el Padre y el Hijo desearon sobre la Iglesia y sobre las instituciones, sobre cada una de las almas y de los pueblos. Amén, amén, alleluia, alleluia!
San Juan Pablo II, papa
Homilía (31-05-1998)
domingo 31 de mayo de 19981. Credo in Spiritum Sanctum, Dominum et vivificantem: Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida.
Con estas palabras del Símbolo nicenoconstantinopolitano, la Iglesia proclama su fe en el Paráclito; fe que nace de la experiencia apostólica de Pentecostés. El pasaje de los Hechos de los Apóstoles, que la liturgia de hoy ha propuesto a nuestra meditación, recuerda efectivamente las maravillas realizadas el día de Pentecostés, cuando los Apóstoles constataron con gran asombro el cumplimiento de las palabras de Jesús. Él, como refiere la perícopa del evangelio de san Juan que acabamos de proclamar, había asegurado en la víspera de su pasión: «Yo le pediré al Padre que os dé otro Consolador, que esté siempre con vosotros» (Jn 14, 16). Este «Consolador, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho» (Jn 14, 26).
Y el Espíritu Santo, descendiendo sobre ellos con fuerza extraordinaria, los hizo capaces de anunciar a todo el mundo la enseñanza de Cristo Jesús. Era tan grande su valentía, tan segura su decisión, que estaban dispuestos a todo, incluso a dar su vida. El don del Espíritu había puesto en movimiento sus energías más profundas, dirigiéndolas al servicio de la misión que les había confiado el Redentor. Y será el Consolador, el Parákletos, quien los guiará en el anuncio del Evangelio a todos los hombres. El Espíritu les enseñará toda la verdad, tomándola de la riqueza de la palabra de Cristo, para que ellos, a su vez, la comuniquen a los hombres en Jerusalén y en el resto del mundo.
2. ¡Cómo no dar gracias a Dios por los prodigios que el Espíritu no ha dejado de realizar en estos dos milenios de vida cristiana! En efecto, el acontecimiento de gracia de Pentecostés ha seguido produciendo sus maravillosos frutos, suscitando por doquier celo apostó- lico, deseo de contemplación, y compromiso de amar y servir con absoluta entrega a Dios y a los hermanos. También hoy el Espíritu impulsa en la Iglesia pequeños y grandes gestos de perdón y profecía, y da vida a carismas y dones siempre nuevos, que atestiguan su incesante acción en el corazón de los hombres.
Prueba elocuente de ello es esta solemne liturgia, en la que están presentes numerosísimos miembros de los movimientos y las nuevas comunidades, que durante estos días han celebrado en Roma su congreso mundial. Ayer, en esta misma plaza de San Pedro, vivimos un inolvidable encuentro de fiesta, con cantos, oraciones y testimonios. Experimentamos el clima de Pentecostés, que hizo casi visible la fecundidad inagotable del Espíritu en la Iglesia. Los movimientos y las nuevas comunidades, que son expresiones providenciales de la nueva primavera suscitada por el Espíritu con el concilio Vaticano II, constituyen un anuncio de la fuerza del amor de Dios que, superando todo tipo de divisiones y barreras, renueva la faz de la tierra, para construir en ella la civilización del amor.
3. San Pablo, en el pasaje de la carta a los Romanos que acabamos de proclamar, escribe: «Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios» (Rm 8, 14).
Estas palabras brindan ulteriores sugerencias para comprender la acción admirable del Espíritu en nuestra vida de creyentes. Nos abren el camino para llegar al corazón del hombre: el Espíritu Santo, a quien la Iglesia invoca para que dé «luz a los sentidos», visita al hombre en su interior y toca directamente la profundidad de su ser.
El Apóstol continúa: «Vosotros no estáis sujetos a la carne, sino al espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros (...). Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios» (Rm 8, 9. 14). Además, al contemplar la acción misteriosa del Paráclito, añade con entusiasmo: «Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud (...), sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: .¡Abba!. (Padre). Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde de que somos hijos de Dios» (Rm 8, 15-16). Nos encontramos en el centro del misterio. En el encuentro entre el Espíritu Santo y el espíritu del hombre se halla el corazón mismo de la experiencia que vivieron los Apóstoles en Pentecostés. Esa experiencia extraordinaria está presente en la Iglesia, nacida de ese acontecimiento, y la acompaña a lo largo de los siglos.
Bajo la acción del Espíritu Santo, el hombre descubre hasta el fondo que su naturaleza espiritual no está velada por la corporeidad, sino que, por el contrario, es el espíritu el que da sentido verdadero al cuerpo. En efecto, viviendo según el Espíritu, él manifiesta plenamente el don de su adopción como hijo de Dios.
En este contexto se inserta bien la cuestión fundamental de la relación entre la vida y la muerte, a la que alude san Pablo cuando dice: «Si vivís según la carne, vais a la muerte; pero si con el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis» (Rm 8, 13). Y es precisamente así: la docilidad al Espíritu ofrece al hombre continuas ocasiones de vida.
4. Amadísimos hermanos y hermanas, es para mí motivo de gran alegría saludaros a todos vosotros, que habéis querido uniros a mí en la acción de gracias al Señor por el don del Espíritu. Esta fiesta totalmente misionera extiende nuestra mirada hacia el mundo entero, con un recuerdo particular para los numerosos misioneros sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, que gastan su vida, a menudo en condiciones de enorme dificultad, para difundir la verdad evangélica.
Saludo a todos los presentes: a los señores cardenales, a los hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, a los numerosos miembros de los diferentes institutos de vida consagrada y sociedades de vida apostólica, a los jóvenes, a los enfermos, y especialmente a cuantos han venido desde muy lejos para esta solemne celebración.
Un recuerdo particular para los movimientos y las nuevas comunidades, que ayer tuvieron su encuentro y que hoy veo aquí presentes en gran número; no en número tan grande como ayer, pero también grande. Dirijo un saludo muy especial a los muchachos y a los jóvenes que están a punto de recibir los sacramentos de la confirmación y de la Eucaristía.
Queridos hermanos, ¡qué admirables perspectivas presentan las palabras del Apóstol a cada uno de vosotros! A través de los gestos y las palabras del sacramento de la confirmación, se os dará el Espíritu Santo, que perfeccionará vuestra conformidad a Cristo, ya iniciada en el bautismo, para haceros adultos en la fe y testigos auténticos e intrépidos del Resucitado. Con la confirmación, el Paráclito abre ante vosotros un camino de incesante redescubrimiento de la gracia de la adopción como hijos de Dios, que os transformará en alegres buscadores de la Verdad.
La Eucaristía, alimento de vida inmortal, que gustaréis por primera vez dentro de poco, os dispondrá a amar y servir a vuestros hermanos, y os hará capaces de ofrecer ocasiones de vida y esperanza, libres del dominio de la «carne » y del miedo. Si os dejáis guiar por Jesús, podréis experimentar concretamente en vuestra vida la maravillosa acción de su Espíritu, del que habla el apóstol Pablo en el capítulo octavo de la carta a los Romanos. Convendría leer hoy con mayor atención ese texto, cuyo contenido resulta particularmente actual en este año dedicado al Espíritu Santo, para rendir homenaje a la acción que el Espíritu de Cristo realiza en cada uno de nosotros.
5. Veni, Sancte Spiritus! También la magnífica secuencia, que contiene una rica teología del Espíritu Santo, merecería ser meditada, estrofa tras estrofa. Aquí nos detendremos sólo en la primera palabra: Veni, ¡ven! Nos recuerda la espera de los Apóstoles, después de la Ascensión de Cristo al cielo.
En los Hechos de los Apóstoles, san Lucas nos los presenta reunidos en el cenáculo, en oración, con la Madre de Jesús (cf. Hch 1, 14). ¿Qué palabra podía expresar mejor su oración que ésta: «Veni, Sancte Spiritus»? Es decir, la invocación de aquel que al comienzo del mundo aleteaba por encima de las aguas (cf. Gn 1, 2), y que Jesús les había prometido como Paráclito.
El corazón de María y de los Apóstoles espera su venida en esos momentos, mientras se alternan la fe ardiente y el reconocimiento de la insuficiencia humana. La piedad de la Iglesia ha interpretado y trasmitido este sentimiento en el canto del «Veni, Sancte Spiritus». Los Apóstoles saben que la obra que les confía Cristo es ardua, pero decisiva para la historia de la salvación de la humanidad. ¿Serán capaces de realizarla? El Señor tranquiliza su corazón. En cada paso de la misión que los llevará a anunciar y testimoniar el Evangelio hasta los lugares más alejados de la tierra, podrán contar con el Espíritu prometido por Cristo. Los Apóstoles, recordando la promesa de Cristo, durante los días que van de la Ascensión a Pentecostés concentrarán todos sus pensamientos y sentimientos en ese veni, ¡ven!
6. Veni, Sancte Spiritus! Al empezar así su invocación al Espíritu Santo, la Iglesia hace suyo el contenido de la oración de los Apóstoles reunidos con María en el cenáculo; más aún, la prolonga en la historia y la actualiza siempre.
Veni, Sancte Spiritus! Así continúa repitiendo en cada rincón de la tierra con el mismo ardor, firmemente consciente de que debe permanecer idealmente en el cenáculo, en perenne espera del Espíritu. Al mismo tiempo, sabe que debe salir del cenáculo a los caminos del mundo, con la tarea siempre nueva de dar testimonio del misterio del Espíritu.
Veni, Sancte Spiritus! Oremos así con María, santuario del Espíritu Santo, morada preciosísima de Cristo entre nosotros, para que nos ayude a ser templos vivos del Espíritu y testigos incansables del Evangelio.
Veni, Sancte Spiritus! Veni, Sancte Spiritus! Veni, Sancte Spiritus! ¡Alabado sea Jesucristo!
Benedicto XVI, papa
Homilía (23-05-2010)
domingo 23 de mayo de 2010Queridos hermanos y hermanas:
En la celebración solemne de Pentecostés se nos invita a profesar nuestra fe en la presencia y en la acción del Espíritu Santo y a invocar su efusión sobre nosotros, sobre la Iglesia y sobre el mundo entero. Por tanto, hagamos nuestra, y con especial intensidad, la invocación de la Iglesia: Veni, Sancte Spiritus! Una invocación muy sencilla e inmediata, pero a la vez extraordinariamente profunda, que brota ante todo del corazón de Cristo. En efecto, el Espíritu es el don que Jesús pidió y pide continuamente al Padre para sus amigos; el primer y principal don que nos ha obtenido con su Resurrección y Ascensión al cielo.
De esta oración de Cristo nos habla el pasaje evangélico de hoy, que tiene como contexto la última Cena. El Señor Jesús dijo a sus discípulos: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre» (Jn 14, 15-16). Aquí se nos revela el corazón orante de Jesús, su corazón filial y fraterno. Esta oración alcanza su cima y su cumplimiento en la cruz, donde la invocación de Cristo es una cosa sola con el don total que él hace de sí mismo, y de ese modo su oración se convierte —por decirlo así— en el sello mismo de su entrega en plenitud por amor al Padre y a la humanidad: invocación y donación del Espíritu Santo se encuentran, se compenetran, se convierten en una única realidad. «Y yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre». En realidad, la oración de Jesús —la de la última Cena y la de la cruz— es una oración que continúa también en el cielo, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre. Jesús, de hecho, siempre vive su sacerdocio de intercesión en favor del pueblo de Dios y de la humanidad y, por tanto, reza por todos nosotros pidiendo al Padre el don del Espíritu Santo.
El relato de Pentecostés en el libro de los Hechos de los Apóstoles —lo hemos escuchado en la primera lectura (cf. Hch 2, 1-11)— presenta el «nuevo curso» que la obra de Dios inició con la resurrección de Cristo, obra que implica al hombre, a la historia y al cosmos. Del Hijo de Dios muerto, resucitado y vuelto al Padre brota ahora sobre la humanidad, con inédita energía, el soplo divino, el Espíritu Santo. Y ¿qué produce esta nueva y potente auto-comunicación de Dios? Donde hay laceraciones y divisiones, crea unidad y comprensión. Se pone en marcha un proceso de reunificación entre las partes de la familia humana, divididas y dispersas; las personas, a menudo reducidas a individuos que compiten o entran en conflicto entre sí, alcanzadas por el Espíritu de Cristo, se abren a la experiencia de la comunión, que puede tocarlas hasta el punto de convertirlas en un nuevo organismo, un nuevo sujeto: la Iglesia. Este es el efecto de la obra de Dios: la unidad; por eso, la unidad es el signo de reconocimiento, la «tarjeta de visita» de la Iglesia a lo largo de su historia universal. Desde el principio, desde el día de Pentecostés, habla todas las lenguas. La Iglesia universal precede a las Iglesias particulares, y estas deben conformarse siempre a ella, según un criterio de unidad y de universalidad. La Iglesia nunca llega a ser prisionera de fronteras políticas, raciales y culturales; no se puede confundir con los Estados ni tampoco con las Federaciones de Estados, porque su unidad es de otro tipo y aspira a cruzar todas las fronteras humanas.
De esto, queridos hermanos, deriva un criterio práctico de discernimiento para la vida cristiana: cuando una persona, o una comunidad, se cierra en su modo de pensar y de actuar, es signo de que se ha alejado del Espíritu Santo. El camino de los cristianos y de las Iglesias particulares siempre debe confrontarse con el de la Iglesia una y católica, y armonizarse con él. Esto no significa que la unidad creada por el Espíritu Santo sea una especie de igualitarismo. Al contrario, este es más bien el modelo de Babel, es decir, la imposición de una cultura de la unidad que podríamos definir «técnica». La Biblia, de hecho, nos dice (cf. Gn 11, 1-9) que en Babel todos hablaban una sola lengua. En cambio, en Pentecostés, los Apóstoles hablan lenguas distintas de modo que cada uno comprenda el mensaje en su propio idioma. La unidad del Espíritu se manifiesta en la pluralidad de la comprensión. La Iglesia es por naturaleza una y múltiple, destinada como está a vivir en todas las naciones, en todos los pueblos, y en los contextos sociales más diversos. Sólo responde a su vocación de ser signo e instrumento de unidad de todo el género humano (cf. Lumen gentium, 1) si permanece autónoma de cualquier Estado y de cualquier cultura particular. Siempre y en todo lugar la Iglesia debe ser verdaderamente católica y universal, la casa de todos en la que cada uno puede encontrar su lugar.
El relato de los Hechos de los Apóstoles nos ofrece también otra sugerencia muy concreta. La universalidad de la Iglesia se expresa con la lista de los pueblos, según la antigua tradición: «Somos partos, medos, elamitas...», etcétera. Se puede observar aquí que san Lucas va más allá del número 12, que siempre expresa ya una universalidad. Mira más allá de los horizontes de Asia y del noroeste de África, y añade otros tres elementos: los «romanos», es decir, el mundo occidental; los «judíos y prosélitos», comprendiendo de modo nuevo la unidad entre Israel y el mundo; y, por último, «cretenses y árabes», que representan a Occidente y Oriente, islas y tierra firme. Esta apertura de horizontes confirma ulteriormente la novedad de Cristo en la dimensión del espacio humano, de la historia de las naciones: el Espíritu Santo abarca hombres y pueblos y, a través de ellos, supera muros y barreras.
En Pentecostés el Espíritu Santo se manifiesta como fuego. Su llama descendió sobre los discípulos reunidos, se encendió en ellos y les dio el nuevo ardor de Dios. Se realiza así lo que había predicho el Señor Jesús: «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!» (Lc 12, 49). Los Apóstoles, junto a los fieles de las distintas comunidades, han llevado esta llama divina hasta los últimos confines de la tierra; han abierto así un camino para la humanidad, un camino luminoso, y han colaborado con Dios que con su fuego quiere renovar la faz de la tierra. ¡Qué distinto este fuego del de las guerras y las bombas! ¡Qué distinto el incendio de Cristo, que la Iglesia propaga, respecto a los que encienden los dictadores de toda época, incluido el siglo pasado, que dejan detrás de sí tierra quemada! El fuego de Dios, el fuego del Espíritu Santo, es el de la zarza que arde sin quemarse (cf. Ex 3, 2). Es una llama que arde, pero no destruye; más aún, ardiendo hace emerger la mejor parte del hombre, su parte más verdadera, como en una fusión hace emerger su forma interior, su vocación a la verdad y al amor.
Un Padre de la Iglesia, Orígenes, en una de sus homilías sobre Jeremías, refiere un dicho atribuido a Jesús, que las Sagradas Escrituras no recogen, pero que quizá sea auténtico; reza así: «Quien está cerca de mí está cerca del fuego» (Homilía sobre Jeremías L. I [III]). En efecto, en Cristo habita la plenitud de Dios, que en la Biblia se compara con el fuego. Hemos observado hace poco que la llama del Espíritu Santo arde pero no se quema. Y, sin embargo, realiza una transformación y, por eso, debe consumir algo en el hombre, las escorias que lo corrompen y obstaculizan sus relaciones con Dios y con el prójimo. Pero este efecto del fuego divino nos asusta, tenemos miedo de que nos «queme», preferiríamos permanecer tal como somos. Esto depende del hecho de que muchas veces nuestra vida está planteada según la lógica del tener, del poseer, y no del darse. Muchas personas creen en Dios y admiran la figura de Jesucristo, pero cuando se les pide que pierdan algo de sí mismas, se echan atrás, tienen miedo de las exigencias de la fe. Existe el temor de tener que renunciar a algo bello, a lo que uno está apegado; el temor de que seguir a Cristo nos prive de la libertad, de ciertas experiencias, de una parte de nosotros mismos. Por un lado, queremos estar con Jesús, seguirlo de cerca; y, por otro, tenemos miedo de las consecuencias que eso conlleva.
Queridos hermanos y hermanas, siempre necesitamos que el Señor Jesús nos diga lo que repetía a menudo a sus amigos: «No tengáis miedo». Como Simón Pedro y los demás, debemos dejar que su presencia y su gracia transformen nuestro corazón, siempre sujeto a las debilidades humanas. Debemos saber reconocer que perder algo, más aún, perderse a sí mismos por el Dios verdadero, el Dios del amor y de la vida, en realidad es ganar, volverse a encontrar más plenamente. Quien se encomienda a Jesús experimenta ya en esta vida la paz y la alegría del corazón, que el mundo no puede dar, ni tampoco puede quitar una vez que Dios nos las ha dado. Por lo tanto, vale la pena dejarse tocar por el fuego del Espíritu Santo. El dolor que nos produce es necesario para nuestra transformación. Es la realidad de la cruz: no por nada en el lenguaje de Jesús el «fuego» es sobre todo una representación del misterio de la cruz, sin el cual no existe cristianismo. Por eso, iluminados y confortados por estas palabras de vida, elevamos nuestra invocación: ¡Ven, Espíritu Santo! ¡Enciende en nosotros el fuego de tu amor! Sabemos que esta es una oración audaz, con la cual pedimos ser tocados por la llama de Dios; pero sabemos sobre todo que esta llama —y sólo ella— tiene el poder de salvarnos. Para defender nuestra vida, no queremos perder la eterna que Dios nos quiere dar. Necesitamos el fuego del Espíritu Santo, porque sólo el Amor redime. Amén.
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
I
A los cincuenta días, el Espíritu
"Pentecostés", en griego, significa "día quincuagésimo". El 50 es un número que ya los judíos tenían asimilado desde hace siglos como símbolo de plenitud: una semana de semanas, siete por siete más uno. Es cuando celebran la alianza que sellaron con Yahvé en el monte Sinaí, guiados por Moisés, a los cincuenta días de su salida de Egipto.
Los cristianos celebramos en esta cincuentena, después de la Pascua- Resurrección de Jesús, su donación del Espíritu a la comunidad apostólica precisamente a los cincuenta días.
Esta fiesta tiene textos propios para la Eucaristía que se celebra la tarde anterior. Eucaristía vespertina que se puede también prolongar a modo Vigilia, al modo de la Vigilia Pascual, reunida la comunidad en oración como lo estuvo la primera con la Virgen y los Apóstoles. Además, esta fiesta posee también una Secuencia, "Veni, Sáncte Spiritus", atribuida al arzobispo inglés Langton en el siglo XIII.
Hechos 2,1-11. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar
La página de hoy es continuación de la que leíamos el domingo pasado, con el episodio de la Ascensión, y nos narra el gran acontecimiento que supuso para la primera comunidad la venida del Espíritu.
Lo describe Lucas con el lenguaje de la teofanía del Sinaí: estando todos reunidos, bajó sobre ellos el Espíritu, con viento recio y ruido y lenguas de fuego. El primer efecto del don del Espíritu es que empezaron a hablar en lenguas y, además, cada uno de los oyentes, que en aquellos días eran muy numerosos en Jerusalén, les oía hablar en su propia lengua.
El salmo es de alabanza y entusiasmo: "bendice, alma mía, al Señor... Dios mío, qué grande eres... gloria a Dios para siempre". Como antífona se nos hace repetir una frase con clara visión del NT: "envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra". No es de extrañar que sea este el mismo salmo que en la Vigilia Pascual cantamos después de la lectura de la creación en el Génesis: el Espíritu, que ya aleteaba sobre las aguas primordiales, "renueva ahora la faz de la tierra" con la Pascua de Cristo.
1 Corintios 12,3b-7.12-13. Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo
Una lectura que se puede elegir hoy, como segunda, es la I carta a los
Corintios, en el capítulo en que describe los dones y carismas tan variados que hay en una comunidad, sobre todo en una comunidad de Grecia, famosa por su sabiduría. Pablo atribuye todos estos dones al único Espíritu, que es el que tiene que mantener unida a la comunidad. Todos formamos un solo cuerpo en Cristo, hemos sido bautizados en el mismo Espíritu y, por tanto, la diversidad de dones no tiene que romper la unidad.
(o bien)
Romanos 8,8-17. Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios
Hay otra segunda lectura posible para el ciclo C. Escribiendo esta vez a los cristianos de Roma, Pablo subraya, en una página muy densa de contenido, cuáles son las consecuencias de que un cristiano esté lleno de Espíritu: tiene que vivir conforme a ese Espíritu y no conforme a la carne, o sea, a los criterios humanos. A este capítulo 8 de la carta a los Romanos se le podría titular "la vida del cristiano en el Espíritu".
El Espíritu es además el que nos hace decir desde el fondo de nuestro ser la palabra clave: "Abbá, Padre", porque él es quien nos hizo hijos de Dios en nuestro bautismo. Hijos, herederos, coherederos y, por tanto, personas que viven conforme al Espíritu.
Juan 20,19-23. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Recibid el Espíritu Santo.
Antes del evangelio recitamos o cantamos la Secuencia de este día, "Veni, Sáncte Spiritus", una antigua composición poética que es una oración muy sentida dirigida al Espíritu Santo: "ven, Espíritu divino,... don en tus dones espléndido... dulce huésped del alma... riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo... danos tu gozo eterno".
El primer evangelio posible, el más adecuado para hoy, es el de la aparición de Jesús a sus discípulos la tarde del primer "domingo" cristiano, el mismo día de la resurrección del Señor. Para Juan, la donación del Espíritu no parece haber tenido lugar a los cincuenta días de la resurrección del Señor, sino el mismo día de la Pascua, poniendo de relieve, por tanto, la unidad de todo el misterio de la glorificación del Señor y el envío de su Espíritu.
Después del saludo, "paz a vosotros", que llena de alegría al grupo de discípulos, Jesús les envía como él había sido enviado por el Padre, y para que puedan cumplir esta misión les da su mejor ayuda: "recibid el Espíritu Santo". En concreto, esta misión va a ser ante todo la reconciliación: "a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados...".
(o bien)
Juan 14,15-16.23b-26. El Espíritu Santo os lo enseñará todo
Para el ciclo C hay también la alternativa de este otro evangelio, tomado de las palabras de Jesús en la última cena y muy parecido al evangelio del domingo VI de Pascua.
Jesús les pide que le amen, y que demuestren ese amor guardando su Palabra, porque es Palabra que él ha escuchado antes al Padre. Les promete que el Padre enviará sobre ellos al Espíritu Santo, a quien llama "Defensor", o sea, Abogado, en griego "Paráclito". El Espíritu les enseñará todo y les recordará lo que él les ha dicho.
II
El don pascual del Resucitado: su Espíritu
El centro de los textos es, naturalmente, el acontecimiento de Pentecostés. La primera comunidad recibe de su Señor, como se lo había prometido, el mejor Don: su Espíritu Santo, plenitud y complemento de la Pascua. El mismo que resucitó a Jesús es el que ahora despierta, vivifica y resucita a la comunidad y la llena de insospechada valentía para la misión que tiene encomendada. El Espíritu obra así: llena por dentro y lanza hacia fuera: "se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar".
Es entusiasta el lenguaje del prefacio de hoy agradeciendo a Dios Padre esta donación de su Espíritu,
a) El Espíritu es la plenitud de la Pascua: "para llevar a plenitud el misterio pascual, enviaste hoy el Espíritu Santo sobre los que habías adoptado como hijos tuyos por su participación en Cristo",
b) El Espíritu es quien anima y da vida a la comunidad: "Aquel mismo Espíritu que, desde el comienzo, fue el alma de la Iglesia naciente", o como dice la oración colecta: "por el misterio de Pentecostés santificas a tu Iglesia extendida por todas las naciones",
c) También es quien actúa, con una proyección misionera y universal, el proyecto de salvación: "el Espíritu que infundió el conocimiento de Dios a todos los pueblos, que congregó en la confesión de una misma fe a los que el pecado había dividido en diversidad de lenguas".
El Espíritu sigue actuando hoy
En la oración colecta le pedimos a Dios: "no dejes de realizar hoy, en el corazón de tus fieles, aquellas mismas maravillas que obraste en los comienzos de la predicación evangélica". En efecto, lo que ha hecho el Espíritu en la historia ("in illo tempore") lo sigue haciendo hoy ("hodie") en el mundo, en la Iglesia y en cada uno de nosotros:
* él sigue siendo el alma de la Iglesia y llenándola de sus dones, más todavía que en la comunidad de Corinto: el Concilio, el Jubileo y tantos otros acontecimientos eclesiales, universales o diocesanos, son en verdad señales del protagonismo del Espíritu en la animación de su comunidad;
* es él quien hace florecer tantas comunidades cristianas llenas de fuerza, y anima tantos movimientos y renueva a su Iglesia en tantos aspectos,
* el Espíritu de la verdad sigue influyendo para que se esté renovando en profundidad la teología, la comprensión del misterio de Cristo,
* él sigue inspirando nuestra oración y guiando a la Iglesia a renovar la celebración litúrgica, la oración personal y un conocimiento más espiritual y profundo de la Palabra de Dios,
* él, el Espíritu del amor, suscita y sostiene tantos ejemplos de amor, sacrificio y compromiso de los cristianos en el mundo, a veces hasta el martirio, en defensa de la justicia o de la vida o de la verdad,
* él, que en Pentecostés unió a los que "hablaban en lenguas diferentes", es el que promueve también hoy iniciativas de unidad interna y ecuménica, en línea con la carta a los Corintios...
También hoy, a principios del siglo XXI, tenemos motivos cada vez más claros para renovar nuestra profesión de fe: "Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida".
Dejarnos transformar por el Espíritu del Resucitado
Debemos alegrarnos de este Don de Dios, plenitud de la Pascua. En nuestra oración solemos pedir a Dios paz, justicia, salud, libertad, buenas cosechas del campo, éxito en nuestras empresas. Y Dios nos da... su Espíritu, que es lo mejor, el que nos da la verdadera paz y libertad y éxito.
El que ha sido lleno del Espíritu, ya desde el Bautismo, tiene que vivir, como ha dicho Pablo (lectura de Romanos), según el Espíritu y no según la carne. Pablo contrapone los criterios y la fuerza de Dios, por una parte -vivir en el Espíritu- y los criterios y los recursos meramente humanos, por otra -vivir según la carne-. Si vivimos conforme a la carne, vamos directos a la muerte. Si según el Espíritu, a la vida.
Para Pablo una de las consecuencias de vivir según el Espíritu es que somos hijos y que nos sentimos libres, como miembros de la familia de Dios. Es el Espíritu quien nos hace decir -el texto dice que nos hace gritar- "Abbá, Padre". Porque "los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios".
Si tenemos dudas de que sea posible vivir conforme a la mentalidad divina en este mundo, Pablo se atreve a hacer una afirmación fundamental para los que hemos celebrado la Pascua de Cristo durante siete semanas: "el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos... vivificará también vuestros cuerpos mortales". La misma mano poderosa de Dios que sacó a Jesús de entre los muertos puede hacer que también nuestra persona, o nuestra comunidad, a pesar de ser débil y pecadora, sea transformada en luz y gracia.
Ya sería un buen fruto de nuestras siete semanas de Pascua si de ellas saliéramos con esta convicción, de que somos hijos en la familia de Dios, y dijéramos en verdad, aunque sea una sola vez al día, movidos desde dentro por el Espíritu, "Abbá, Padre". Se tendría que llenar de alegría todo nuestro ser y sentirnos estimulados a vivir un estilo de vida según el plan de Dios.
Una Eucaristía siempre "pentecostal"
El Espíritu es quien actúa cada vez en los Sacramentos, como ha hecho ver de modo más claro el Catecismo de la Iglesia Católica (cf. CCE 109 1ss). En las lecturas de hoy se nombra explícitamente al Espíritu en relación con el Bautismo (carta a los Corintios) y a la Penitencia (evangelio de Jn 20).
De modo particular en la Eucaristía invocamos su venida dos veces: sobre los dones del pan y del vino, para que él los transforme en el Cuerpo y Sangre del Resucitado; y luego sobre la comunidad que va a participar de estos dones, para que también ella quede transformada en el Cuerpo único y sin división de Cristo Jesús. Esta segunda invocación es claramente "pentecostal": lo que sucedió a aquella primera comunidad cuando bajó sobre ella la fuerza del Espíritu es lo que tendría que suceder a cada una de las nuestras cuando participa de la Eucaristía.
Zevini-Cabra
Lectio Divina para cada día del año
LECTIO
Primera lectura: Hechos de los Apóstoles 2,1-11
Cuando el día de Pentecostés llegaba a su conclusión —aunque el acontecimiento narrado tiene lugar hacia las nueve de la mañana, la fiesta había comenzado ya la noche precedente- se cumple también la promesa de Jesús (1,1-5) en un contexto que recuerda las grandes teofanías del Antiguo Testamento y, en particular, la de Ex 19, preludio del don de la Ley, que el judaísmo celebraba precisamente el día de Pentecostés (vv 1s). Se presenta al Espíritu como plenitud. El es el cumplimiento de la promesa. Como un viento impetuoso llena toda la casa y a todos los presentes; como fuego teofánico asume el aspecto de lenguas de fuego que se posan sobre cada uno, comunicándoles el poder de una palabra encendida que les permite hablar en múltiples lenguas extrañas (vv. 3s).
El acontecimiento tiene lugar en un sitio delimitado (v. 1) e implica a un número restringido de personas, pero a partir de ese momento y de esas personas comienza una obra evangelizadora de ilimitadas dimensiones («todas las naciones de la tierra»: v 5b). El don de la Palabra, primer carisma suscitado por el Espíritu, está destinado a la alabanza del Padre y al anuncio para que todos, mediante el testimonio de los discípulos, puedan abrirse a la fe y dar gloria a Dios (v 11b).
Dos son las características que distinguen esta nueva capacidad de comunicación ampliada por el Espíritu: en primer lugar, es comprensible a cada uno, consiguiendo la unidad lingüística destruida en Babel (Gn 11,1-9); en segundo lugar, parece referirse a la palabra extática de los profetas más antiguos (cf. 1 Sm 10,5-7) y, de todos modos, es interpretada como profética por el mismo Pedro, cuando explica lo que les ha pasado a los judíos de todas procedencias (vv 17s).
El Espíritu irrumpe y transforma el corazón de los discípulos volviéndolos capaces de intuir, seguir y atestiguar los caminos de Dios, para guiar a todo el mundo a la plena comunión con él, en la unidad de la fe en Jesucristo, crucificado y resucitado (vv 22s y 38s; cf. Ef 4,13).
Segunda lectura: Romanos 8,8-17
En su Carta a los Romanos pone Pablo de relieve el carácter dramático de la condición humana, una condición sometida a la esclavitud del pecado (cf. 7,14b-25). Para indicar esta fragilidad congénita a la naturaleza emplea el término «carne», vertido en nuestra traducción por «apetitos». Los que se dejan dominar por este principio no pueden agradar a Dios, puesto que «el propósito de la carne es enemistad contra Dios» (v. 7 al pie de la letra). ¿Cómo escapar entonces de la ira divina? Hay otro principio que mora y actúa en los bautizados: el Espíritu Santo. El bautismo nos hace morir al pecado (6,3-6) para sumergirnos en la muerte salvífica de Cristo (vv. 3s). Es tarea del cristiano, por consiguiente, dejar que actúe en él cada día el dinamismo de la muerte -al pecado- inherente al bautismo, para vivir cada vez más de la misma vida de Dios (w 10-12).
Es el Espíritu quien hace al hombre hijo adoptivo de Dios, insertándolo en la filiación única de Cristo. Ahora bien, esta realidad no se lleva a cabo en un solo momento. Es un germen que se va desarrollando a diario en la medida en que se muestra dócil a su «guía». En el centro de la carta aparece por primera vez esta espléndida definición de los cristianos: «Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios», que por eso son hijos de Dios (v 14). El Espíritu confirma interiormente esta nueva adopción, dando la libertad de orar a Dios con la misma confianza que Jesús, con su misma invocación filial (vv. 15s), y abriendo el horizonte ilimitado de la nueva condición: el que es hijo es también heredero del Reino de Dios junto con Cristo, primogénito entre los hermanos (v. 29).
Ahora bien, esto significa aceptar asimismo compartir con Jesús la hora del sufrimiento, de la pasión, para pasar con él de la muerte a la vida y ser instrumento de salvación para la redención de muchos (v 7; cf. 1 Pe 4,14).
Evangelio: Juan 14,15-16.23b-26
En esta perícopa evangélica se presenta el discurso que dirigió Jesús a los suyos en el cenáculo antes de la pasión. En él se presenta al Espíritu Santo como «otro Paráclito» -o sea, como un testigo a favor- que, después de Jesús y gracias a su oración, enviará el Padre a los discípulos para que se quede siempre con ellos (v 16). El Espíritu es, por tanto, una realidad personal -no es una energía cósmica impersonal- y divina que entra en comunión con el hombre y lo colma de amor. También aquí es preciso introducir una precisión: no se trata de un amor genérico, sino del amor a Jesús, que se realiza a través del cumplimiento concreto de sus mandamientos, de sus palabras; a través de la fe profunda en que él nos ha hablado según la voluntad de Dios, su Padre y -en él- Padre nuestro (vv. 15.23s).
Guardar en el corazón y en la vida esta Palabra dilata la intimidad del que se hace discípulo y le vuelve capaz de acoger la presencia de Dios, que corresponde al infinitamente humilde amor del hombre poniendo en él su tienda (según la imagen bíblica de la shekhinah, la presencia gloriosa de Dios en medio de su pueblo) para habitar en él junto con Jesús (v. 23). Es la promesa de una comunión lo que Jesús nos ofrece a todos: «Si me amáis, obedeceréis mis mandamientos... y viviremos en él». Tras su partida, no permitirá que les falte a los suyos la enseñanza de vida eterna (6,68), puesto que el Espíritu Santo vendrá en su nombre a completar su revelación, haciéndosela comprender profundamente y haciendo que la recuerden, o sea, iluminando de manera constante el camino cotidiano, oscuro a menudo, con rayos de eternidad (vv 25-27).
MEDITATIO
Como sedientos, acerquémonos a la fuente del agua viva. Reconociendo nuestras fatigas interiores, pidamos al Señor que encienda un fuego nuevo en nuestro corazón, cerrado a la alegría por motivos efímeros, por vanos entusiasmos. El está dispuesto a verter en nosotros el agua que apaga la sed profunda, que lava una vida ofuscada por los errores y los pecados. Quiere darnos la llama que ilumina, calienta y purifica al hombre.
Si amamos, si queremos aprender a amar únicamente en la escuela de Cristo, guardando sus palabras, se nos dará una nueva condición de existencia: el Espíritu de Dios vivirá en nosotros como en Jesús, haciéndonos en él hijos de Dios, liberados de la esclavitud del pecado y, por tanto, libres de elegir el seguimiento de Cristo como camino de vida.
Como maestro interior, enseña al corazón la oración filial, el abandono-confiado del niño que se sabe amado y llevado por su padre. Como artista divino, transfigura el rostro interior de cada uno como imagen irrepetible del Hijo unigénito. Como testigo veraz, nos hará comprender y recordar los secretos del Reino de los Cielos.
Sí, nuestra vida puede ser transformada por este viento que se abate impetuoso, por este fuego celeste que baja y planta su tienda en el corazón; pero, entonces, será vida entregada, perdida por nosotros y reencontrada en Dios y en los hermanos, porque es hacia él hacia quien nos impulsa el Espíritu de manera inexorable.
«Envía, Señor, tu Espíritu, y renovarás la faz de la tierra, invocamos en la liturgia. Envíalo, y renovarás también nuestro rostro, haciéndolo radiante con tu luz.»
ORATIO
Espíritu Santo, esplendor de belleza, luz que brota del seno de la Luz, ¡ven! Espíritu Santo, candor de inocencia,
infancia divina que renuevas el mundo, ¡ven! Espíritu Santo, fuerza creadora del infinito amor,
dulce huésped de las almas, ¡ven! Espíritu Santo, artífice de paz,
vínculo que une y nunca divide, ¡ven! Espíritu Santo, divino consolador, bálsamo que sana toda herida, ¡ven! Espíritu Santo, crisma celestial,
tu que divinizas a la criatura humana, ¡ven! Espíritu Santo, divino Orante,
tú que gritas siempre desde el corazón de los hijos «¡Padre!», ¡ven!
Espíritu Santo, canto de alegría en el corazón de la Iglesia,
Esposa siempre rejuvenecida por la gracia, ¡ven!
CONTEMPLATIO
El Espíritu Santo, aun siendo uno solo, único e indivisible en el aspecto, confiere, pese a todo, a cada uno la gracia según su voluntad (cf. 1 Cor 12,11). Como un leño seco del que salen brotes si está en agua, así sucede en el alma pecadora, que se vuelve digna del Espíritu Santo por medio de la penitencia y produce racimos de justicia.
Aun siendo uno solo, a la señal de Dios y en el nombre de Cristo, el Espíritu Santo suscita las distintas virtudes. De unos se sirve para comunicar la sabiduría; ilumina la mente de otros con la profecía; a otros les confiere el poder de expulsar demonios, y a otros el poder de interpretar las Escrituras. A unos les corrobora la templanza (o la castidad), a otros les enseña cuanto conviene a la caridad (o bien a la limosna); a un tercero, el ayuno y los ejercicios de la vida ascética; a un cuarto, por último, le enseña a prepararse para el martirio. Aunque diferente en los otros, el Espíritu es siempre idéntico a sí mismo...
Llega con vísceras de tutor fraterno: viene a salvar, a enseñar, a amonestar, a corroborar, a consolar, a iluminar la mente; primero en quienes lo acogen, después, y por obra de éstos, en los otros. Y del mismo modo que quienes, sumergidos antes en las tinieblas, han visto de improviso el sol que ilumina el ojo de su cuerpo, pueden ver lo que antes no veían, así quien ha sido hecho digno de recibir el Espíritu Santo queda iluminado en el alma y ve en el orden sobrenatural todo lo que antes no conseguía ver (Cirilo de Jerusalén, Catequesis, 16,1-24, passim).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos» (de la secuencia de la liturgia del día).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Jesús nos envía al Espíritu para que pueda llevarnos a conocer del todo la verdad sobre la vida divina. La verdad no es una idea, un concepto o una doctrina, sino una relación. Ser guiados hacia la verdad significa ser insertados en la misma relación que tiene Jesús con el Padre; significa llegar a ser partner en un noviazgo divino. Esa es la razón por la que Pentecostés es el complemento de la misión de Jesús. Con Pentecostés, el ministerio de Jesús se hace visible en plenitud. Cuando el Espíritu Santo desciende sobre los discípulos y habita en ellos, su vida queda «cristificada», esto es, transformada en una vida marcada por el mismo amor que existe entre el Padre y el Hijo. La vida espiritual, en efecto, es una vida en la que somos elevados a ser partícipes de la vida divina.
Ser elevados a la participación de la vida divina del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo no significa, sin embargo, ser echados fuera del mundo. Al contrario, los que entran a formar parte de la vida espiritual son precisamente los que son enviados al mundo para continuar y llevar a término la obra iniciada por Jesús. La vida espiritual no nos aleja del mundo, sino que nos inserta de manera más profunda en su realidad. Jesús dice a su Padre: «Yo los he enviado al mundo, como tú me enviaste a mí» (Jn 17,18). Con ello nos aclara que, precisamente porque sus discípulos no pertenecen ya al mundo, pueden vivir en el mundo como lo ha hecho él (cf. Jn 17,15s). La vida en el Espíritu de Jesús es, pues, una vida en la cual la venida de Jesús al mundo –es decir, su encarnación, muerte y resurrección– es compartida externamente por los que han entrado en la misma relación de obediencia al Padre que marcó la vida personal de Jesús. Si nos hemos convertido en hijos e hijas como Jesús era Hijo, nuestra vida se convierte en la prosecución de la misión de Jesús (H. J. M. Nouwen, Invito alta vita spirituale, Brescia 20002, pp. 42-44, passim [trad. esp.: Tú eres mi amado: la vida espiritual en un mundo secular, PPC, Madrid 2000]).
Hans Urs von Balthasar
Luz de la Palabra
1. El Espíritu de la verdad.
El evangelio nos desvela la tarea fundamental del Espíritu que nos ha sido enviado: «El os guiará hasta la verdad plena», porque él es «el Espíritu de la verdad». La verdad de la que aquí se trata es la verdad de Dios tal y como ésta se ha revelado definitiva e inagotablemente en Jesucristo: esta verdad consiste en que Dios es amor y en que Dios Padre ha amado al mundo hasta el extremo de sacrificar a su propio Hijo. Esto jamás habrían podido comprenderlo los discípulos, ni nadie, ni siquiera nosotros, si el Espíritu de Dios no nos hubiera sido dado para introducirnos en los sentimientos íntimos y en la obra salvífica del propio Dios (cfr. 1 Co 2). El Espíritu Santo procede del amor infinito entre el Padre y el Hijo, es este amor y lo testimonia cuando como «amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones» (Rm 5,5). Como es el fruto de este amor recíproco en Dios, no habla de lo suyo, sino que simplemente desvela siempre de nuevo, a través de todos los siglos, cuán insondable e inconcebible es este amor eternal. Introduce en lo «mío», dice el Hijo, y esto mío es al mismo tiempo lo del Padre. Pero al amor no se puede introducir como se introduce a una ciencia teórica, sino haciendo partícipe de su realidad, enseñando a amar dentro del amor omnicomprensivo de Dios.
2. La segunda lectura muestra el fruto del Espíritu. Exige que nos dejemos «guiar» por el Espíritu en nuestra vida, en nuestra existencia cotidiana; por tanto no sólo debemos creer la verdad, sino que debemos además ponerla en práctica. Pero esto no se produce sin lucha contra lo que la Sagrada Escritura llama «la carne»: una vida de espaldas a Dios y ávida únicamente de poder y placer terrenales que arruina la dignidad del hombre tanto espiritual como corporalmente. Si, por el contrario, «nos guía el Espíritu», surge una humanidad que es considerada incluso por hombres no creyentes como una humanidad saludable. El que difunde «amor, alegría, paz, bondad», el que irradia «servicialidad y dominio de sí», es apreciado por todos. Y sólo el que mira más al fondo se da cuenta de que estas cualidades gratificantes no son meras disposiciones de carácter o prestaciones morales, sino que tienen una fuente más profunda, más secreta. Pero estas personas que, a imitación de Cristo, «han crucificado sus pasiones y deseos», no dejan que los demás noten que viven del Espíritu de Dios, y menos aún que tratan de imitarlo o seguirlo. El Espíritu es en ellos como un venero oculto del que brotan estas cualidades agradables.
3. «Cada uno los oí hablar en su propio idioma».
La primera lectura narra el acontecimiento del primer día de Pentecostés: el Espíritu hace que unos galileos incultos sean comprendidos por todos los hombres en sus distintas culturas y lenguas. Los discípulos, gracias al Espíritu de Cristo, hablan un lenguaje que todos pueden comprender y aprobar. El cristianismo verdaderamente vivido sería al mismo tiempo el verdadero humanismo que todo hombre comprende como tal y, si no está totalmente deformado, también reconoce. La verdad de Cristo presentada por el Espíritu no tiene necesidad de un complicado proceso de inculturación; los frutos del Espíritu, tal y como han sido descritos anteriormente, son apetitosos para cualquier paladar. Ciertamente la Iglesia, a imitación de Cristo, debe ser también perseguida, pero ha de procurar que no sea por no saber exponer la verdad de Cristo realmente en el Espíritu.