Lunes XXVI Tiempo Ordinario (Par) – Homilías
/ 26 septiembre, 2016 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
Para ver el texto completo de las lecturas haz clic aquí.
Jb 1, 6-22: El Señor me lo dio, el Señor me lo quito; bendito sea el nombre del Señor
Sal 16, 1. 2-3. 6-7: Inclina el oído y escucha mis palabras
Lc 9, 46-50: El más pequeño de vosotros es el más importante
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–Job 1,6-22: El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó. Bendito sea el nombre del Señor. Enseña San Gregorio Magno:
«El santo varón, tentado por el adversario, había perdido todo. Sabiendo que si el Señor no lo permitía, Satanás no tendría fuerzas para tentarlo, no dijo: «el Señor me lo dio, el diablo me lo quitó», sino «el Señor me lo dio y el Señor me lo quitó». Quizá hubiera sido para dolerse si el enemigo hubiera quitado lo que el Señor había dado. Pero como el que quitó fue el mismo que dio, es suyo lo que recibió y no nuestro lo que se nos quitó. Si hemos recibido de Él los bienes que empleamos en esta vida, ¿por qué dolerse si el mismo Juez nos exige lo que generosamente nos había prestado? No es injusto el acreedor que no estando sujeto al vencimiento de ningún plazo, exige lo prestado cuando quiere. De ahí que rectamente se añada: «como ha agradado al Señor, así ha sucedido».
«Cuando en esta vida sufrimos males que no queremos, debemos dirigir los esfuerzos de nuestra voluntad a Aquel que nada injusto puede querer. Es de gran consuelo saber que las cosas desagradables que nos ocurren, suceden por orden de Aquel a quien solo agrada lo justo. Si sabemos que lo justo agrada al Señor y que no podemos sufrir nada sin su beneplácito, consideraremos justos nuestros sufrimientos y de gran injusticia murmurar de lo que justamente padecemos» (Los Morales sobre Job lib. II,18,31).
–Con el Salmo 16 proclamamos: «Inclina el oído y escucha mis palabras. Señor, escucha mi apelación, atiende a mis clamores; presta oído a mis súplicas, que en mis labios no hay engaño. Emane de Ti la sentencia, miren tus ojos la rectitud. Aunque sondees mi corazón, visitándolo de noche; aunque me pruebes a fuego, no encontrarás malicia en mí. Yo te invoco, porque Tú me respondes, Dios mío, inclina el oído y escucha mis palabras. Muestra las maravillas de tu misericordia, Tú que salvas de los adversarios a quien se refugia a tu derecha».
–Lucas 9,46-50: El más pequeño entre vosotros es el más importante. Puso Jesús por modelo a un niño. La humildad es una disposición del alma. Está dentro del corazón y del espíritu profundo, que se inclina y se doblega ante la majestad del Señor. Dice San Juan Crisóstomo:
«Todas las oraciones, ayunos, obras de misericordia, la castidad y por último, las virtudes todas, perecerán algún día y se destruirán si no van fundadas sobre la humildad, porque así como la soberbia es la fuente de todos los vicios, la humildad es el manantial de todas las virtudes... Hace Jesucristo de las Bienaventuranzas, como una escala divina, y la primera es como un escalón para subir a la segunda; porque la humildad del corazón va sin repugnancia a llorar sus pecados. Esto será como un efecto necesario, benigno, justo y misericordioso. El que esté lleno de benignidad, justicia y misericordia, tendrá puro el corazón. El que tenga puro el corazón, será sin duda pacífico; y el que posea todas estas virtudes, no temerá los peligros, ni se turbará con cuantas calamidades carguen sobre él» (Homilía 15, 43-44).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. Job 1,6-22
El libro de Job, un libro sapiencial del siglo V antes de Cristo, es uno de los más impresionantes del AT. Lo vamos a leer durante una semana, proyectando sus grandes interrogantes también sobre nuestra vida.
No es necesariamente histórico. Puede serlo su figura central, Job, un hombre justo y paciente, pero en este largo libro el relato está organizado a modo de parábola sapiencial, como desarrollo de un interrogante que ha preocupado a la humanidad en todos los tiempos, el problema del mal: ¿por qué permite Dios que a los inocentes, a los justos, les pasen tantas desgracias?
El libro está compuesto por un prólogo y un epílogo muy poéticos, mientras que el cuerpo central, cuarenta capítulos, es un entrelazado de soliloquios y oraciones de Job, de coloquios con sus amigos y la respuesta de Yahvé.
Los amigos le repetirán su interpretación: Job sufre porque habrá cometido algún delito en presencia de Dios. Pero el autor del libro no cree en esa explicación y sigue buscando otra respuesta a la existencia del mal: debe haber otra razón misteriosa, a no ser que Dios sea caprichoso y cruel. Pero ni siquiera las palabras finales que el autor pone en labios de Dios aportan una solución del todo convincente. Recordemos que estamos en el AT: todavía no se tiene idea clara de la otra vida, ni se ha encendido la luz de la Pascua de Jesús, el auténtico inocente que experimenta una injusticia mayor que la de Job, la muerte.
a) Empieza el libro con un prólogo que es un cuento dramatizado. En el cielo, en la presencia de Dios, tiene lugar como un consejo pastoral, en el que Satanás, "el adversario", pone en duda la solidez de Job y reta a Dios a que le ponga a prueba, para ver si es tan fiel como parece.
Toda suerte de calamidades caen sobre el pobre hombre. Y, de momento, su reacción es acorde con su fama de paciente. Sus palabras han sido una consigna para tantas personas a lo largo de los siglos: "desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a él: el Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor".
El salmo refleja esta fidelidad de Job: "en mis labios no hay engaño; aunque me pruebes al fuego, no encontrarás malicia en mí; yo te invoco porque tú me respondes, Dios mío".
b) Job, de momento, no se rebela contra Dios. Más adelante tendrá crisis profundas.
Pero es admirable su primera reacción y nos puede hacer pensar. ¿Cómo hubiéramos reaccionado nosotros? ¿sabemos aceptar como de la mano de Dios lo que nos pueda pasar, que seguramente no llegará al nivel trágico de Job? ¿o nos dejamos trastornar por cualquier contrariedad?
¿Mereceríamos el sarcasmo de Satanás, que interpreta nuestra bondad como muy poco gratuita: servimos con alegría a Dios porque nos colma de bendiciones? Si nos llegara la desgracia, ¿le seguiríamos sirviendo con igual fidelidad?
2. Lucas 9,46-50
a) Termina hoy el relato que nos ha hecho Lucas sobre el ministerio de Jesús en Galilea. A partir de mañana se inicia su viaje a Jerusalén.
El sábado, cuando Jesús anunció a los suyos la muerte que le esperaba, "ellos no entendían este lenguaje". Hoy tenemos la prueba de esta cerrazón: están discutiendo quién es el más importante. No han captado el mensaje de Jesús, que su mesianismo pasa por la entrega de sí mismo y, por tanto, también sus seguidores deben tener esta misma actitud.
Jesús tuvo que mostrar su paciencia no sólo con los enemigos, sino también con sus seguidores. Iban madurando muy poco a poco.
Pero hay otro episodio: los celos que siente Juan de que haya otros que echan demonios en nombre de Jesús, sin ser "de los nuestros". Juan quiere desautorizar al exorcista "intruso". Jesús les tiene que corregir una vez más: "no se lo impidáis: el que no está contra vosotros, está a favor vuestro".
b) ¡Lo que nos gusta ser los más importantes, que todos hablen bien de nosotros, aparecer en la foto junto a los famosos!
Tampoco nosotros hemos entendido mucho de la enseñanza y del ejemplo de Jesús, en su actitud de Siervo: "no he venido a ser servido sino a servir". Tendría que repetirnos la lección del niño puesto en medio de nosotros como "el más importante". El niño era, en la sociedad de su tiempo, el miembro más débil, indefenso y poco representativo. Pues a ése le pone Jesús como modelo.
También tenemos la tendencia que aquí muestra Juan, el discípulo preferido: los celos.
Nos creemos los únicos, los que tienen la exclusiva y el monopolio del bien. Algo parecido pasó en el AT (cf. Nm 11), cuando Josué, el fiel lugarteniente de Moisés, quiso castigar a los que "profetizaban" sin haber estado en la reunión constituyente, y Moisés, de corazón mucho más amplio, le tuvo que calmar, afirmando que ojalá todos profetizaran.
¿Tenemos un corazón abierto o mezquino? ¿sabemos alegrarnos o más bien reaccionamos con envidia cuando vemos que otros tienen algún éxito? No tenemos la exclusiva. Lo importante es que se haga el bien, que la evangelización vaya adelante: no que se hable de nosotros. No se trata de "quedar bien", sino de "hacer el bien". También "los otros", los que "no son de los nuestros", sea cual sea el nivel de esta distinción (clero y laicos, religiosos y casados, mayores y jóvenes, católicos y otros cristianos, practicantes y alejados), nos pueden dar lecciones. Y en todo caso "el que no está contra nosotros, está a favor nuestro", sobre todo si expulsan demonios en nombre de Jesús.
Si seguimos buscando los primeros lugares y sintiendo celos de los demás en nuestro trabajo por el Reino, todavía tenemos mucho que aprender de Jesús y madurar en su seguimiento.
"El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó: bendito sea el nombre del Señor" (1ª lectura II)
"El más pequeño de vosotros es el más importante" (evangelio).
Zevini-Cabra
Lectio Divina para cada día del año
LECTIO
Primera lectura: Job 1,6-22
El tema fundamental del libro de Job no es tanto el problema del sufrimiento como el del comportamiento del justo en la prueba de la fe. Sólo el sufrimiento en el momento de la prueba revela lo que hay en el corazón del hombre y la gratuidad de su fe. Dicho con otras palabras, el libro de Job nos muestra que la prueba existe, y que existe para todos, incluso para los mejores. No había motivo alguno para que Job fuera tentado, puesto que «es un hombre recto e íntegro, que teme a Dios y se guarda del mal» (1,1). Con todo, la prueba viene a llamar a su puerta. Verifica su fe. Revela si Job busca de verdad a Dios con una fe «pura» o, en cambio, se busca a sí mismo. Job sale vencedor de la prueba: «A pesar de todo lo sucedido, Job no pecó ni maldijo a Dios» (v. 22).
La primera parte de la narración comienza con una escena que se desarrolla en el cielo (vv. 6-12). Da la impresión de que la reunión de los ángeles se asemeja a las asambleas que los reyes celebraban en sus cortes o a las que mantenían los dioses en la cima de las montañas sagradas. Los personajes fundamentales del relato son tres: Job, que vivía en Hus, fuera de las fronteras de Israel; era un hombre justo y rico y, por ello, estaba bendecido por Dios (cf. 1,1-3). Satán, el acusador, que aparece junto a la corte de Dios; está encargado de proyectar una luz mala sobre las acciones de los hombres. Por último, Dios, que sigue las acciones de los hombres.
El diálogo tiene lugar entre Satán y Dios: «¿Crees que Job teme a Dios desinteresadamente?» (v. 9), dice Satán, y le propone a Dios la prueba: «Extiende tu mano y quítale todo lo que tiene. Verás cómo te maldice en tu propia cara» (v. 11). Se dará cuenta de si Job es capaz de amar verdaderamente de una manera gratuita. Dios accede frente a la petición de Satán, pero su confianza respecto a Job no disminuye un ápice.
La segunda parte (vv. 13-22) describe las calamidades que se abaten sobre Job, provocadas por la espada, por el fuego y por el viento. De este modo es como se ve sometido Job a una dura prueba.
A través de una apremiante sucesión de anuncios, pierde sus bienes, siervos e hijos. Sin embargo, para despecho de Satán, Job continúa bendiciendo al Señor y sale vencedor de la prueba. Su fe no ha disminuido. Se postra en tierra y dice: «Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allí. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó. ¡Bendito sea el nombre del Señor!» (v. 21). Satán ha perdido la apuesta.
Evangelio: Lucas 9,46-50
La página evangélica que nos propone hoy la liturgia recuerda dos actitudes de verdadera fraternidad que nos traen a la mente la sencillez con la que san Francisco vivía el Evangelio. La primera de esas actitudes, contraria a la absurda de la ambición, es la humildad (cf vv. 46-48). La otra es la tolerancia (cf vv. 49ss). Los apóstoles se muestran sensibles a este problema. Jesús, en efecto, habla a menudo de él en el evangelio. En conjunto, ambas actitudes subrayan la necesidad de superar tanto la autosuficiencia de los grandes, que aspiran a los títulos y a los grados de dignidad, como el orgullo de pertenecer a un grupo.
La primera actitud se ocupa de la vida interna de la comunidad. Parece natural que, siguiendo la mentalidad mundana, ocupen los primeros puestos de la comunidad aquellos que se distinguen por sus dotes o por su sentido de la responsabilidad a la hora de administrar los servicios comunitarios. Por otra parte, también es natural en el hombre el deseo de sobresalir. Esa es la razón de que los apóstoles se dejen arrastrar a discusiones interesadas (cf también 22,24-27). Discuten espontáneamente sobre el puesto que ocupan y sobre quién de ellos es el más importante. Pero el Señor Jesús no piensa como ellos. Coge a un niño y lo pone junto a sí, en el centro, en el puesto de mayor dignidad. Su respuesta es bien precisa: «El más pequeño entre vosotros es el más importante» (v. 48b). Sólo el que es pequeño es «importante», porque es pobre, a saber: es pequeño de cuerpo, tiene necesidad de los otros, no tiene libertad de acción, es inútil. El niño es el símbolo del discípulo último y pobre. Pero es también la imagen de Jesús, que se abandona en actitud de adoración en brazos del Padre. Por eso dice aún Jesús: «El que acoge a este niño en mi nombre, a mí me acoge; y el que me acoge a mí, acoge al que me ha enviado» (v. 48a).
La segunda actitud del evangelio nos presenta otra característica de la fraternidad evangélica: la tolerancia. «Maestro, hemos visto a uno expulsar demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido, porque no pertenece a nuestro grupo» (v. 49). Jesús no es de este parecer: «No se lo prohibáis» (v. 50). Al contrario, invita a los suyos a abrir el corazón y el espíritu, a ser tolerantes. Dios envía a los que quiere a anunciar su Palabra. No es preciso pertenecer al grupo de Jesús o ser importante para hablar de él. Lo que cuenta no es la persona que habla; lo que cuenta es que se anuncie el Evangelio. Dios es rico: dispone de muchos modos para hablar al hombre.
MEDITATIO
Las lecturas litúrgicas de hoy constituyen una vigorosa invitación a mirar a Jesús crucificado y a extraer de aquí las consecuencias pertinentes para cualquier situación humana. De Job aprendemos que nuestra verdadera grandeza se manifiesta en el hecho de seguir amando con el «amor desmesurado» (Ef 2,4) de Dios, aun cuando la prueba y el sufrimiento puedan llegar a la violencia inaudita que aparece en la primera lectura.
La actitud de Job en la prueba dolorosa es una expresión profunda de adoración. Cuando nuestra vida discurre tranquila sin que el dolor golpee nuestro corazón, parece más fácil reconocer a Dios. De una manera casi instintiva y de una forma que es pagana volvemos siempre a una imagen de un Dios puesto a nuestro servicio, y no a la de un Dios a quien podemos confiarnos. Tenemos casi la impresión de que Dios está a nuestro alcance. Por desgracia, no advertimos que somos precisamente nosotros quienes le debemos todo a Dios.
Contrariamente a Satán, Dios piensa, sin embargo, que el hombre es capaz de obrar por gratuidad de amor incluso allí donde las gratificaciones ordinarias desaparecen. Job, despojado de todos sus bienes, de sus siervos e incluso de sus hijos, confía totalmente en Dios: «Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allí. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó. ¡Bendito sea el nombre del Señor!». Job ha resistido y se ha abierto al corazón de Dios. Ahora es capaz de adorarle.
Job, ahora totalmente empobrecido, está en condiciones de realizar lo que dice Jesús: «El más pequeño entre vosotros es el más importante». Job empieza a ser «importante» porque precisamente ahora está completamente «desnudo» frente a Dios y a su amor crucificado. Es muy probable que no consiga comprender aún del todo el sentido de la prueba, pero sigue siendo fiel. Comprende que Dios es el todo de su vida y que a él se lo debe todo. Gracias a Job hemos llegado a conocer qué es la verdadera adoración. Esta va unida al sentido vivo de la pobreza y, a buen seguro, se trata de un ideal que no es fácil llevar a cabo. Puede parecernos irrealizable, pero sabemos que hemos de contar únicamente con la fuerza de Cristo. Lo importante es no olvidar nunca a Jesús crucificado, pues de este olvido nacerían el egoísmo y la mezquindad del corazón.
ORATIO
Señor Jesús, Hijo de Dios crucificado, concédenos tener un conocimiento más profundo de tu misterio de amor a través de los sufrimientos y las pruebas. Abrenos el corazón y muéstranos el sentido oculto de las experiencias dolorosas a través de las cuales vienes a romper el velo de nuestra ignorancia. Haz que podamos entrever en tu inaprensible presencia el misterio de tu «amor desmesurado». Permítenos conocer quién es el Padre que te ha enviado; quién eres tú, que nos manifiestas el corazón del Padre mediante tu corazón traspasado en la cruz; quiénes somos nosotros, que vernos resplandecer tu amor en la humillación de nuestra pobreza y en la soledad del corazón.
Por eso, Señor, ayúdanos a mirar de frente nuestras pruebas y sufrimientos, deseando sólo -en esta mirada- conocerte y penetrar con el corazón y con la mente en tu inexpresable misterio de amor. Haz, pues, Señor, brotar en nosotros algunas pequeñas yemas de la contemplación de tu misterio, aunque sea a través de la transfixión de las pruebas. Nos importa considerarlas no sólo en su realidad, sino también en la manera en la que las asumimos y las vivimos en relación contigo.
Te pedimos por último, Señor, que no nos desanimemos si descubrimos en nosotros únicamente incapacidad y rechazo y no vemos que nuestro corazón está fijo en el tuyo. Ayúdanos, más bien, a servirnos de esta pobreza como si fuera una gracia que tú nos das para conocemos a nosotros mismos y ascender hasta ti. Te lo pedimos, oh Señor, por intercesión de María, que sufrió, pero creyó profundamente en ti.
CONTEMPLATIO
Cuando el físico del hombre se ve probado por el sufrimiento, se resiente su ánimo. Hace ya muchos años que me atormentan frecuentes dolores viscerales; me aflige sin tregua una grave debilidad del estómago, mientras la fiebre, aunque sea leve, no me abandona nunca. En esas condiciones, meditando lo que dice la Escritura: «El Señor corrige a quien ama» (Heb 12,6), cuando más deprimido me siento por la gravedad de los males presentes, tanto mal me hace respirar la esperanza de los bienes futuros. Tal vez sea un designio de la divina providencia que yo -herido por el mal- comente la historia de Job, herido por el mal. La prueba me ayuda a comprender mejor el estado de ánimo de un hombre tan duramente probado.
Sin embargo, está claro también que el sufrimiento físico me hace bastante difícil la aplicación al trabajo. Cuando las fuerzas físicas apenas permiten el uso de la palabra, el ánimo no se encuentra en condiciones de expresar de manera adecuada lo que siente. ¿Cuál es, en efecto, la función del cuerpo, sino la de ser instrumento del alma? Un músico, aunque sea un artista de talento, no puede expresar su arte si no dispone de un instrumento adecuado. La melodía ejecutada por una mano experta no puede ser emitida fielmente por un instrumento desafinado, ni tampoco el soplo consigue producir una armonía musical si el tubo resquebrajado emite sonidos estridentes (Gregorio Magno, Tratados morales sobre el libro de Job, "Carta a Leandro", 5).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«Muéstrame, oh Dios, los prodigios de tu amor» (cf: Sal 16,7a).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Hay quien dice: «He hecho demasiado mal, el buen Dios no puede perdonarme». Hijitos míos, eso es una gran blasfemia; es poner un límite a la misericordia de Dios, que no los tiene en absoluto, pues es infinita. Aunque hayáis hecho más que para que se pierda toda una parroquia, si os confesáis, si os arrepentís de haber hecho ese mal y no queréis volver a hacerlo, el buen Dios os lo perdonará. Nuestro Señor es como una madre que lleva a su hijo en brazos. Este niño es malo; le da patadas, le muerde, le araña, pero la madre no hace caso; sabe que, si lo deja, caerá, no podrá caminar solo... Así es nuestro Señor. Sufre todos los maltratos, soporta nuestra arrogancia, perdona todas nuestras tonterías, tiene piedad de nosotros a pesar de nosotros mismos. El buen Dios está tan dispuesto a otorgarnos el perdón, cuando se lo pidamos, como una madre está dispuesta a retirar a su hijo del fuego (Juan María Vianney, en J. Frossard [ed.], Pensées choisies du Saint Curé d"Ars et petites fleurs d"Ars, París 1961, pp, 78ss, passim).