Jn 3, 16-21: Entrevista con Nicodemo (iii) – Dios envió a su Hijo para salvar al mundo
/ 4 abril, 2016 / San JuanTexto Bíblico
16 Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna.17 Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.18 El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios.19 Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas.20 Pues todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras.21 En cambio, el que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios».
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Crisóstomo, obispo
Sobre la Providencia: Dios nos ama ciertamente
«Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros» (Rm 8,32)17, 1-8: PG 52, 516-518
Honrando como honramos por tan diversos motivos a nuestro común Señor, ¿no debemos, sobre todo, honrarlo, glorificarlo y admirarlo por la cruz, por aquella muerte tan ignominiosa? ¿O es que Pablo no aduce una y otra vez la muerte de Cristo como prueba de su amor por nosotros? Y morir, ¿por quiénes? Silenciando todo lo que Cristo ha hecho para nuestra utilidad y solaz, vuelve casi obsesivamente al tema de la cruz, diciendo: La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros pecadores, murió por nosotros. De este hecho, san Pablo intenta elevarnos a las más halagüeñas esperanzas, diciendo: Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvos por su vida! El mismo Pablo tiene esto por motivo de gozo y de orgullo, y salta de alegría escribiendo a los Gálatas: Dios me libre de gloriarme si no en la cruz de nuestro Señor Jesucristo.
Y ¿por qué te admiras de que esto haga saltar, brincar y alegrarse a Pablo? El mismo que padeció tales sufrimientos llama al suplicio su gloria: Padre –dice–, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo.
Y el discípulo que escribió estas cosas, decía: Todavía no se había dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado, llamando gloria a la cruz. Y cuando quiso poner en evidencia la caridad de Cristo, ¿de qué echó mano Juan? ¿De sus milagros?, ¿de las maravillas que realizó?, ¿de los prodigios que obró? Nada de eso: saca a colación la cruz, diciendo: Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Y nuevamente Pablo: El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él?
Y cuando desea incitarnos a la humildad, de ahí toma pie su exhortación y se expresa así: Tened entre vosotros los sentimientos de una vida en Cristo Jesús. Él, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz.
En otra ocasión, dando consejos acerca de la caridad, vuelve sobre el mismo tema, diciendo: Vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave olor.
Y, finalmente, el mismo Cristo, para demostrar cómo la cruz era su principal preocupación y cómo su pasión primaba en él, escucha qué es lo que le dijo al príncipe de los apóstoles, al fundamento de la Iglesia, al corifeo del coro de los apóstoles, cuando, desde su ignorancia, le decía: ¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte: Quítate –le dijo—de mi vista, Satanás, que me haces tropezar. Con lo exagerado del reproche y de la reprimenda, quiso dejar bien sentado la gran importancia que a sus ojos tenía la cruz.
¿Por qué te maravillas, pues, de que en esta vida sea la cruz tan célebre como para que Cristo la llame su «gloria» y Pablo en ella se gloríe?
San Francisco de Sales, obispo
Tratado del Amor de Dios: ¡Qué deliciosa es la santa luz de la fe!
«Porque todo el que obra mal, aborrece la luz... pero el que obra según la verdad, viene a la luz» (Jn 3, 20-21)Libro III, Capítulo 9
El amor consiste en la final, inmutable y eterna unión con Dios, unión del alma con su Dios. Y ¿qué es esta unión?
A medida que nuestros sentidos encuentran objetos agradables y excelentes, se aplican más ardiente y más ávidamente a gozar de ellos: cuanto más bellas son las cosas, agradables a la vista y debidamente iluminadas, con más ardor las contempla el ojo; cuanto más dulce y suave es la voz o la música, más atraen la atención del oído.
Cada objeto ejerce una poderosa, pero amable violencia sobre el sentido al que va destinado; violencia más o menos fuerte, según que la excelencia sea mayor o menos, siempre que sea proporcionada a la capacidad del sentido que va a gozar de él, porque el ojo, que tanto se complace en la luz, no puede soportar sus excesos, por eso no soporta mirar fijamente al sol. Y por bella que sea una música, si es muy fuerte y está demasiado cerca, nos importuna y ofende nuestros oídos.
La verdad es que el objeto de nuestro entendimiento y éste, por tanto, tiende a descubrir y conocer la verdad de las cosas; y según las verdades sean más excelentes, más atentamente y con más delicia se aplicará nuestro entendimiento a considerarlas.
Y cuando nuestro espíritu, elevado por encima de la luz natural, comienza a ver las verdades sagradas de la fe, ¡qué alegría!, Teótimo, el alma se funde de placer.
¡Qué deliciosa es la santa luz de la fe!, por la cual sabemos con una certeza sin igual, no solo la historia del origen de las criaturas y el debido uso que hay que hacer de ellas, sino también la historia del nacimiento eterno del Verbo Divino, por quien todo se ha hecho, y el cual, junto con el Padre y el Espíritu Santo, es un solo Dios, único, adorabilísimo y bendito por los siglos de los siglos.