Jn 8, 31-42: Jesús y Abrahán (i)
/ 9 abril, 2014 / San JuanTexto Bíblico
31 Dijo Jesús a los judíos que habían creído en él: «Si permanecéis en mi palabra, seréis de verdad discípulos míos; 32 conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres». 33 Le replicaron: «Somos linaje de Abrahán y nunca hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo dices tú: “Seréis libres”?». 34 Jesús les contestó: «En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado es esclavo. 35 El esclavo no se queda en la casa para siempre, el hijo se queda para siempre. 36 Y si el Hijo os hace libres, seréis realmente libres. 37 Ya sé que sois linaje de Abrahán; sin embargo, tratáis de matarme, porque mi palabra no cala en vosotros. 38 Yo hablo de lo que he visto junto a mi Padre, pero vosotros hacéis lo que le habéis oído a vuestro padre». 39 Ellos replicaron: «Nuestro padre es Abrahán». Jesús les dijo: «Si fuerais hijos de Abrahán, haríais lo que hizo Abrahán. 40 Sin embargo, tratáis de matarme a mí, que os he hablado de la verdad que le escuché a Dios; y eso no lo hizo Abrahán. 41 Vosotros hacéis lo que hace vuestro padre». Le replicaron: «Nosotros no somos hijos de prostitución; tenemos un solo padre: Dios». 42 Jesús les contestó: «Si Dios fuera vuestro padre, me amaríais, porque yo salí de Dios, y he venido. Pues no he venido por mi cuenta, sino que él me envió.
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Mensaje (15-08-1990): La libertad es un don inmenso, ¡sepamos usarlo!
«Para ser libres nos libertó Cristo» (Ga 5,1)A los Jóvenes, con ocasión de la VI Jornada Mundial de la Juventud, 15-08-1990, n. 5
Prerrogativa de los hijos de Dios es, luego, la libertad: también esta es parte de su herencia.Aquí se toca un tema al cual vosotros, jóvenes, sois particularmente sensibles, ya que se trata de un don inmenso que el Creador ha puesto en nuestras manos. Pero es un don que se debe usar bien. ¡Cuántas formas falsas de libertad conducen a la esclavitud!
En la encíclica Redemptor hominis he escrito a este propósito: "Jesucristo sale al encuentro del hombre de toda época, también de nuestra época, con las mismas palabras: 'Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres' (Jn 8, 32). Estas palabras encierran una exigencia fundamental y al mismo tiempo una advertencia: la exigencia de una relación honesta con respecto a la verdad, como condición de una auténtica libertad; y la advertencia, además, de que se evite cualquier libertad aparente, cualquier libertad superficial y unilateral, cualquier libertad que no profundiza en toda la verdad sobre el hombre y sobre el mundo. También hoy, después de dos mil años, Cristo aparece a nosotros como Aquel que trae al hombre la libertad basada sobre la verdad..." (n. 12).
"Para ser libres nos libertó Cristo" (Ga 5, 1). La liberación traída por Cristo es una liberación del pecado, raíz de todas las esclavitudes humanas. Dice san Pablo: "Vosotros, que erais esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón a aquel modelo de doctrina al que fuisteis entregados, y liberados del pecado, os habéis hecho esclavos de la justicia" (Rm 6, 17). La libertad es, pues, un don y, al mismo tiempo, un deber fundamental de todo cristiano: "Pues vosotros no habéis recibido un espíritu de esclavos..." (Rm8, 15), exhorta el Apóstol.
Es importante y necesaria la libertad exterior, garantizada por leyes civiles justas, y por esto con razón nos alegramos de que hoy aumente el número de los países donde se respetan los derechos fundamentales de la persona humana, aunque a veces el precio de esta libertad haya sido muy alto, a costa de grandes sacrificios e incluso de sangre. Pero la libertad exterior -aun siendo tan preciosa- por sí sola no basta. En sus raíces debe estar siempre la libertad interior, propia de los hijos de Dios que viven según el Espíritu (cf. Ga 5, 16), guiados por una recta conciencia moral, capaces de escoger el bien verdadero. "Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad" (2 Co 3, 17). Es este, queridos jóvenes, el único camino para construir una humanidad madura y digna de este nombre.
Ved, pues, cuán grande y comprometedora es la herencia de los hijos de Dios, a la cual sois llamados. Acogedla con gratitud y responsabilidad. ¡No la malgastéis! Tened el coraje de vivirla cada día de modo coherente y anunciadla a los demás. Así el mundo llegará a ser, cada vez más,la gran familia de los hijos de Dios.
Discurso (14-08-1993): ¿Por qué hay tantas conciencias adormecidas?
«Sólo la verdad os hará libres» (Jn 8,32)A los Jóvenes en Denver con ocasión de la VIII Jornada Mundial de la Juventud, 14-08-1993, nn. 4-5
¿Por qué la conciencia de los jóvenes no se rebela contra esta situación, sobre todo contra el mal moral, que brota de opciones personales? ¿Por qué tantos se acomodan en actitudes y comportamientos que ofenden la dignidad humana y desfiguran la imagen de Dios en nosotros? Lo normal sería que la conciencia señalara el peligro mortal que encierra para el individuo y para la humanidad el hecho de aceptar tan fácilmente el mal y el pecado. Y, en cambio, no siempre sucede así. ¿Será porque la misma conciencia está perdiendo la capacidad de distinguir el bien del mal?
En una cultura tecnológica, en que estamos acostumbrados a dominar la materia, descubriendo sus leyes y sus mecanismos, para transformarla según nuestra voluntad, surge el peligro de querer manipular también la conciencia y sus exigencias. En una cultura que sostiene que no puede existir ninguna verdad universalmente válida, nada es absoluto. Así pues, al fin y al cabo —dicen- la bondad objetiva y el mal ya no importan. El bien se convierte en lo que agrada o es útil en un momento particular, y el mal es lo que contradice nuestros deseos subjetivos. Cada persona puede construir un sistema privado de valores.
Jóvenes, no cedáis a esa falsa moralidad tan difundida. No asfixiéis vuestra conciencia. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios (cf. Gaudium et spes, 16). «En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer» (ib.). Esa ley no es una ley humana externa, sino la voz de Dios, que nos llama a liberarnos de la cadena de los malos deseos y del pecado, y nos impulsa a buscar el bien y la verdad. Sólo escuchando la voz de Dios en vuestro interior y actuando de acuerdo con sus directrices, alcanzaréis la libertad que anheláis. Como dijo Jesús, sólo la verdad os hará libres (cf. Jn 8, 32). Y la verdad no es el fruto de la imaginación de cada uno. Dios os ha dado la inteligencia para conocer la verdad, y la voluntad para realizar el bien moral. Os ha dado la luz de la conciencia para guiar vuestras decisiones morales, para amar el bien y evitar el mal. La verdad moral es objetiva, y una conciencia bien formada puede percibirla.
Pero si la misma conciencia se ha deformado, ¿cómo puede reformarse? Si la conciencia, que es luz, ya no alumbra, ¿cómo podemos superar la oscuridad moral? Jesús dice: «La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo está malo, todo tu cuerpo estará a oscuras. Y, si la luz que hay en ti es oscuridad, ¡qué oscuridad habrá!» (Mt 6, 22-23).
Pero Jesús dice también: «Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8, 12). Si seguís a Cristo, devolveréis a la conciencia su puesto correcto y su papel adecuado, y seréis la luz del mundo y la sal de la tierra (cf. Mt 5, 13).
Un renacimiento de la conciencia debe brotar de dos fuentes: en primer lugar, el esfuerzo por conocer con certeza la verdad objetiva, incluida la verdad sobre Dios; y, en segundo lugar, la luz de la fe en Jesucristo, el único que tiene palabras de vida.
Ángelus (17-10-1993): Pero... ¿qué es la libertad?
«La verdad os hará libres» (Jn 8,32)«La verdad os hará libres» (Jn 8, 32).
Estas palabras de Jesús constituyen el hilo conductor de la reciente encíclica Veritatis splendor, que ha querido ser un anuncio de verdad y un himno a la libertad: valor tan sentido por el hombre de nuestro tiempo y profundamente apreciado por la Iglesia.
Pero, ¿qué es la libertad?
La cultura contemporánea vive de modo dramático esa pregunta. En efecto, se halla muy difundida la tendencia a considerar la libertad algo absoluto, desligado de todo límite y sentido de responsabilidad. Ahora bien, una libertad así entendida seria evidentemente inauténtica y peligrosa. Por consiguiente, no es casualidad el hecho de que todas las sociedades sientan la necesidad de regular de alguna manera su ejercicio.
¿Dónde encuentra su legitimidad esa regulación? Si se tratara de una intervención puramente pragmática y convencional, sin un arraigo profundo, las sociedades quedarían radicalmente expuestas al triunfo del arbitrio, amenazadas siempre por el atropello y el dominio del más fuerte. La verdadera garantía de una libertad ordenada está en su fundamento moral, reconocido por los individuos y las comunidades en su conjunto.
«La verdad os hará libres».
Según el Evangelio, la libertad debe apoyarse sobre el cimiento granítico de la verdad. No todo lo que es posible materialmente resulta también lícito moralmente. La libertad moral no es la facultad de hacer lo que se quiera, sino la capacidad que tiene el ser humano de realizar, sin constricciones, lo que corresponde a su vocación de hijo de Dios, hecho a imagen de su Creador.
El hombre, por consiguiente, no es verdaderamente libre cuando se aparta de las exigencias profundas e inmutables de su naturaleza. Fuera de esta verdad, acabaría por ser prisionero de sus peores instintos, esclavo del pecado (cf. Jn 8, 34), y sus éxitos, tanto personales como sociales, no serían más que desastres, como por desgracia la experiencia demuestra ampliamente.
Pero ¿puede la persona conocer con certeza esa verdad suya? Ésta es, tal vez, la pregunta crucial de nuestro tiempo, tan imbuido de relativismo y escepticismo.
La Iglesia cree en la fuerza de la razón que, «aunque a consecuencia del pecado esté parcialmente oscurecida y debilitada» (Gaudium et spes, 15), nos hace de alguna manera, «partícipes de la luz de la inteligencia divina» (ib.) y, mediante la conciencia, nos orienta sin cesar a la verdad moral. Así pues, lejos de oponerse a la fe, la razón encuentra precisamente en ella un apoyo, una confirmación y una profundización, pues Jesús, el Verbo encarnado, no sólo revela Dios al hombre, sino que también manifiesta plenamente el hombre al propio hombre (cf. ib., 22). Cristo es el Redentor del hombre, el «libertador» de su libertad (Veritatis splendor, 86).
Amadísimos hermanos y hermanas, encomendemos a la intercesión de María Madre de la Sabiduría, este testimonio que la Iglesia debe dar al hombre contemporáneo. La Virgen santísima nos obtenga la gracia de dar, con humildad y fortaleza, ese testimonio exigente y, por ello, expuesto a dolorosas incomprensiones. Y, sobre todo, nos conceda el valor de proponerla, más que con palabras, mediante la coherencia de una existencia gozosamente vivida según el Evangelio.
Carta (08-09-1997): No te resignes a la mentira
«Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos» (Jn 8,32a)A la juventud de Roma, Con ocasión del Jubileo de los Jóvenes del año 2000, n. 4
El Espíritu suscita en el corazón de todo hombre el deseo de la verdad. La verdad que nos hace libres es Cristo, el único que puede decir: «Yo soy la verdad» (Jn 14, 6) y añadir: «Si os mantenéis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8, 31-32).
Muchos de vosotros estudian; otros ya trabajan o están a la espera de un empleo. Es importante que todos lleguéis a ser buscadores apasionados de la verdad y sus testigos intrépidos. Nunca debéis resignaros a la mentira, a la falsedad y a las componendas. Reaccionad con energía ante quien intente apoderarse de vuestra inteligencia y enredar vuestro corazón con mensajes y propuestas que hacen esclavos del consumismo, del sexo desordenado, de la violencia, hasta llevar al vacío de la soledad y a las sendas sinuosas de la cultura de la muerte. Desligada de la verdad, toda libertad se convierte en una nueva esclavitud, mucho más pesada.
Audiencia General (18-02-1998): Cristo nos ofrece una libertad total
«Todo el que comete pecado es un esclavo» (Jn 8,34)1. En el discurso programático que Jesús pronunció en la sinagoga de Nazaret al inicio de su ministerio, se aplicó a sí mismo la profecía de Isaías en la que el Mesías aparece como el que proclama «a los cautivos la liberación» (Lc 4, 18; cf. Is 61, 1-2).
Jesús viene a ofrecernos una salvación que, a pesar de ser ante todo liberación del pecado, abarca también la totalidad de nuestro ser, en sus exigencias y aspiraciones más profundas. Cristo nos libera de este peso y de esta amenaza, y nos abre el camino al cumplimiento pleno de nuestro destino.
2. El pecado —nos recuerda Jesús en el Evangelio— pone al hombre en una situación de esclavitud: «En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado es un esclavo» (Jn 8, 34).
Los interlocutores de Jesús piensan principalmente en el aspecto exterior de la libertad, basándose con orgullo en el privilegio que tenían de ser el pueblo de la Alianza: «Nosotros somos descendencia de Abraham y nunca hemos sido esclavos de nadie» (Jn 8, 33). Jesús, en cambio, quiere atraer su atención hacia otro tipo de libertad, más fundamental, amenazada no tanto desde fuera, cuanto más bien por insidias presentes en el corazón mismo del hombre. Los que se hallan oprimidos por el poder dominador y nocivo del pecado no pueden acoger el mensaje de Jesús, más aún, su persona, única fuente de verdadera libertad: «Si el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres» (Jn 8, 36). En efecto, sólo el Hijo de Dios, comunicando su vida divina, puede hacer partícipes a los hombres de su libertad filial.
3. La libertad que da Cristo quita, además del pecado, el obstáculo que impide las relaciones de amistad y alianza con Dios. Desde este punto de vista, es una reconciliación.
A los cristianos de Corinto escribe san Pablo: «Dios nos reconcilió consigo por Cristo» (2 Co 5, 18). Es la reconciliación obtenida con el sacrificio de la cruz. De ella brota la paz que consiste en el acuerdo fundamental de la voluntad humana con la voluntad divina.
Esta paz no afecta sólo a las relaciones con Dios, sino también a las relaciones entre los hombres. Cristo «es nuestra paz», porque unifica a los que creen en él, reconciliándolos «con Dios en un solo cuerpo» (cf. Ef 2, 14-16).
4. Es consolador pensar que Jesús no se limita a liberar el corazón de la prisión del egoísmo, sino que también comunica a cada uno el amor divino. En la última cena formula el mandamiento nuevo, por el que se deberá distinguir la comunidad fundada por él: «Amaos unos a otros como yo os he amado» (Jn 13, 34; 15, 12). La novedad de este precepto de amor consiste en las palabras: «como yo os he amado». El «como» indica que el Maestro es el modelo que los discípulos deben imitar, pero a la vez lo señala como el principio o la fuente del amor mutuo. Cristo comunica a sus discípulos la fuerza para amar como él ha amado, eleva su amor al nivel superior de su amor y los impulsa a derribar las barreras que separan a los hombres.
En el evangelio se manifiesta claramente su voluntad de acabar con cualquier tipo de discriminación y exclusión. Supera los obstáculos que impiden su contacto con los leprosos, sometidos a una dolorosa segregación. Rompe con las costumbres y las reglas que tienden a aislar a los que son tenidos por «pecadores». No acepta los prejuicios que colocan a la mujer en una situación de inferioridad y acepta mujeres en su séquito, poniéndolas al servicio de su Reino.
Los discípulos deberán imitar su ejemplo. La presencia del amor de Dios en los corazones humanos se manifiesta de modo especial en el deber de amar a los enemigos: «Yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (Mt5, 44-45).
5. Partiendo del corazón, la salvación que trae Jesús se extiende a los diversos ámbitos de la vida humana: espirituales y corporales, personales y sociales. Al vencer con su cruz al pecado, Cristo inaugura un movimiento de liberación integral. Él mismo, en su vida pública, cura a los enfermos, libra de los demonios, alivia todo tipo de sufrimiento, mostrando así un signo del reino de Dios. A los discípulos les dice que hagan lo mismo cuando anuncien el Evangelio (cf. Mt 10, 8; Lc 9, 2; 10, 9).
Así pues, aunque no sea mediante los milagros, que dependen del beneplácito divino, ciertamente mediante las obras de caridad fraterna y el compromiso en favor de la promoción de la justicia, los discípulos de Cristo están llamados a contribuir de forma eficaz a la eliminación de los motivos de sufrimiento que humillan y entristecen al hombre.
Desde luego, es imposible que el dolor sea totalmente vencido en este mundo. En el camino de cada ser humano persiste la pesadilla de la muerte. Pero todo recibe nueva luz del misterio pascual. El sufrimiento vivido con amor y unido al de Cristo trae frutos de salvación: se convierte en «dolor salvífico». Incluso la muerte, si se afronta con fe, adquiere el aspecto tranquilizador de un paso a la vida eterna, en espera de la resurrección de la carne. De ahí se puede deducir cuán rica y profunda es la salvación que Cristo ha traído. No sólo vino a salvar atodos los hombres, sino también a todo el hombre.
Audiencia General (03-08-1998): Liberados del mal para practicar el bien
«Si, pues, el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres» (Jn 8.36)nn. 1-5.8-12
1. Cristo es el Salvador, en efecto ha venido al mundo para liberar, por el precio de su sacrificio pascual, al hombre de la esclavitud del pecado. Lo hemos visto en la catequesis precedente. Si el concepto de "liberación" se refiere, por un lado, al mal, y liberados de él encontramos "la salvación"; por el otro, se refiere al bien, y para conseguir dicho bien hemos sido liberados por Cristo, Redentor del hombre, y del mundo con el hombre y en el hombre. "Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres" (Jn 8, 32). Estas palabras de Jesús precisan de manera muy concisa el bien, para el que el hombre ha sido liberado por obra del Evangelio en el ámbito de la redención de Cristo. Es la libertad en la verdad. Ella constituye el bien esencial de la salvación, realizada por Cristo. A través de este bien el reino de Dios realmente "está cerca" del hombre y de su historia terrena.
2. La liberación salvífica que Cristo realiza respecto al hombre contiene en sí misma, de cierta manera, las dos dimensiones: liberación "del" (mal) y liberación "para el" (bien), que están íntimamente unidas, se condicionan y se integran recíprocamente.
Volviendo de nuevo al mal del que Cristo libera al hombre ?es decir, al mal del pecado?, es necesario añadir que, mediante los "signos" extraordinarios de su potencia salvífica (esto es: los milagros), realizados por Él curando a los enfermos de diversas dolencias, Él indicaba siempre, al menos indirectamente, esta esencial liberación, que es la liberación del pecado, su remisión. Esto se ve claramente en la curación del paralítico, al que Jesús primero dice: "Tus pecados te son perdonados", y sólo después: "Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa" (Mc 2, 5. 11). Realizando este milagro, Jesús se dirige a los que le rodeaban (especialmente a los que le acusaban de blasfemia, puesto que solamente Dios puede perdonar los pecados): "Para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados" (Mc 2, 10).
3. En los Hechos de los Apóstoles leemos que Jesús "pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él" (Act 10, 38). En efecto, se ve por los Evangelios que Jesús sanaba a los enfermos de muchas enfermedades (como por ejemplo, la mujer encorvada, que "no podía en modo alguno enderezarse" (cf. Lc 13, 10-16). Cuando se le presentaba la ocasión de "expulsar a los espíritus malos", si le acusaban de hacer esto con la ayuda del mal, Él respondía demostrando lo absurdo de tal insinuación y decía: "Pero si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el reino de Dios" (Mt12, 28; cf. Lc 11, 20). Al liberar a los hombres del mal del pecado, Jesús desenmascara a aquél que es el "padre del pecado". Justamente en él, en el espíritu maligno, comienza "la esclavitud del pecado" en la que se encuentran los hombres. "En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado es un esclavo. Y el esclavo no se queda en casa para siempre; mientras el hijo se queda para siempre; si, pues, el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres" (Jn 8, 34-36).
4. Frente a la oposición de sus oyentes, Jesús añadía: "...he salido y vengo de Dios; no he venido por mi cuenta, sino que él me ha enviado. ¿Por qué no reconocéis mi lenguaje? Porque no podéis escuchar mi Palabra. Vosotros sois de vuestro padre el diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Este era homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira" (Jn 8, 42-44). Es difícil encontrar otro texto en el que el mal del pecado se presente de manera tan fuerte en su raíz de falsedad diabólica.
5. Escuchamos una vez más la Palabra de Jesús: "Si, pues, el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres" (Jn 8, 36). Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres" (Jn 8, 31-32). Jesucristo vino para liberar al hombre del mal del pecado. Este mal fundamental tiene su comienzo en el "padre de la mentira" (como ya se ve en el libro del Génesis, cf. Gén 3, 4). Por esto la liberación del mal del pecado, llevada hasta sus últimas raíces, debe ser la liberación para la verdad, y por medio de la verdad. Jesucristo revela esta verdad. Él mismo es "la Verdad" (Jn14, 6). Esta Verdad lleva consigo la verdadera libertad. Es la libertad del pecado y de la mentira. Los que eran "esclavos del pecado", porque se encontraban bajo el influjo del "padre de la mentira", son liberados mediante la participación en la Verdad, que es Cristo, y en la libertad del Hijo de Dios ellos mismos alcanzan "la libertad de los hijos de Dios" (cf. Rom 8, 21). San Pablo puede asegurar: "La ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte" (Rom 8, 2).
[…] 8. Se ve claro en qué consiste la liberación realizada por Cristo: para qué libertad El nos ha liberado. La liberación realizada por Cristo se distingue de la que esperaban sus coetáneos en Israel. Efectivamente, todavía antes de ir de forma definitiva al Padre, Cristo era interrogado por aquellos que eran sus más íntimos: "Señor, ¿es en este momento cuando vas a restablecer el reino de Israel?" (Act 1, 6). Y así todavía entonces ?después de la experiencia de los acontecimientos pascuales? ellos seguían pensando en la liberación en sentido político: bajo este aspecto se esperaba el mesías, descendiente de David.
9. Pero la liberación realizada por Cristo al precio de su pasión y muerte en la cruz, tiene un significado esencialmente diverso: es la liberación de lo que en lo más profundo del hombre obstaculiza su relación con Dios. A ese nivel, el pecado significa esclavitud; y Cristo ha vencido el pecado para injertar nuevamente en el hombre la gracia de la filiación divina, la gracia liberadora. "Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!" (Rom 8, 15).
Esta liberación espiritual, esto es, "la libertad en el Espíritu Santo", es pues el fruto de la misión salvífica de Cristo: "Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad" (2 Cor 3, 17). En este sentido hemos "sido llamados a la libertad" (Gál 5, 13) en Cristo y por medio de Cristo. "La fe que actúa por la caridad" (Gal 5, 6), es la expresión de esta libertad.
10. Se trata de la liberación interior del hombre, de la "libertad del corazón". La liberación en sentido social y político no es la verdadera obra mesiánica de Cristo. Por otra parte, es necesario constatar que sin la liberación realizada por Él, sin liberar al hombre del pecado, y por tanto de toda especie de egoísmo, no puede haber una liberación real en sentido socio-político. Ningún cambio puramente exterior de las estructuras lleva a una verdadera liberación de la sociedad, mientras el hombre esté sometido al pecado y a la mentira, hasta que dominen las pasiones, y con ellas la explotación y las varias formas de opresión.
11. Incluso la que se podría llamar liberación en sentido psicológico, no se puede realizar plenamente, si no con las fuerzas liberadoras que provienen de Cristo. Ello forma parte de su obra de redención. Solamente Cristo es "nuestra paz" (Ef 2, 14). Su gracia y su amor liberan al hombre del miedo existencial ante la falta de sentido de la vida, y de ese tormento de la conciencia que es la herencia del hombre caído en la esclavitud del pecado.
12. La liberación realizada por Cristo con la verdad de su Evangelio, y definitivamente con el Evangelio de su cruz y resurrección, conservando su carácter sobre todo espiritual e "interior", puede extenderse en un radio de acción universal, y está destinada a todos los hombres. Las palabras "por gracia habéis sido salvados" (Ef 2, 5), conciernen a todos. Pero al mismo tiempo, esta liberación, que es "una gracia", es decir, un don, no se puede realizar sin la participación del hombre. El hombre la debe acoger con fe, esperanza y caridad. Debe "esperar su salvación con temor y temblor" (cf. Flp 2, 12). "Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar, como bien le parece" (Flp 2, 13). Conscientes de este don sobrenatural, nosotros mismos debemos colaborar con la potencia liberadora de Dios, que con el sacrificio redentor de Cristo, ha encontrado en el mundo como fuente eterna de salvación.
Audiencia General (02-09-1998): Creyéndose libres, eran esclavos
«Nunca hemos sido esclavos de nadie» (Jn 8,33)nn. 2-4
Jesucristo es la verdad plena del proyecto de Dios sobre el hombre, que goza del don altísimo de la libertad. «Quiso Dios .dejar al hombre en manos de su propia decisión. (Si 15, 14), de modo que busque sin coacciones a su Creador y, adhiriéndose a él, llegue libremente a la plena y feliz perfección» (Gaudium et spes, 17; cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1730). Aceptar el proyecto de Dios sobre el hombre, revelado en Jesucristo, y realizarlo en la propia vida significa descubrir la vocación auténtica de la libertad humana, según la promesa de Jesús a sus discípulos: «Si os mantenéis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8, 31-32).
«No se trata aquí solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre» (Veritatis splendor, 19).
El evangelio de san Juan pone de relieve que no son sus adversarios quienes le quitan la vida a Cristo con la necesidad brutal de la violencia, sino que es él quien la entrega libremente (cf. Jn10, 17-18). Aceptando plenamente la voluntad del Padre, «Cristo crucificado revela el significado auténtico de la libertad, lo vive plenamente en el don total de sí y llama a los discípulos a tomar parte en su misma libertad» (Veritatis splendor, 85). En efecto, con la libertad absoluta de su amor, redime para siempre al hombre que, abusando de su libertad, se aleja de Dios, lo libra de la esclavitud del pecado y, comunicándole su Espíritu, le hace el don de la auténtica libertad (cf. Rm 8, 2; Ga 5, 1. 13).
«Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad» (2 Co 3, 17), nos dice el apóstol Pablo. Con la efusión de su Espíritu, Jesús resucitado crea el espacio vital en el que la libertad humana puede realizarse plenamente.
En efecto, por la fuerza del Espíritu Santo, el don de sí mismo al Padre, realizado por Jesús en su muerte y resurrección, se convierte en manantial y modelo de toda relación auténtica del hombre con Dios y con sus hermanos. «El amor de Dios .escribe san Pablo. ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5).
También el cristiano, viviendo en Cristo por la fe y los sacramentos, se entrega «de modo total y libre» a Dios Padre (cf. Dei Verbum, 5). El acto de fe con que él opta responsablemente por Dios, cree en su amor manifestado en Cristo crucificado y resucitado, y se abandona responsablemente al influjo del Espíritu Santo (cf. 1 Jn 4, 6-10), es expresión suprema de libertad.
Y el cristiano, cumpliendo la voluntad del Padre con alegría, en todas las circunstancias de la vida, a ejemplo de Cristo y con la fuerza del Espíritu, avanza por el camino de la auténtica libertad y se proyecta en la esperanza hacia el momento del paso a la «vida plena» de la patria celestial. «Por el trabajo de la gracia —enseña el Catecismo de la Iglesia católica—, el Espíritu Santo nos educa en la libertad espiritual para hacer de nosotros colaboradores libres de su obra en la Iglesia y en el mundo» (n. 1742)
Este horizonte nuevo de libertad creado por el Espíritu orienta también nuestras relaciones con los hermanos y hermanas que encontramos en nuestro camino.
Caritas in Veritate (29-06-2009): Defender y proponer la verdad son formas insustituibles de caridad
«Tratáis de matarme, a mí que os he dicho la verdad que oí de Dios» (Jn 8,40)nn. 1.9
[…] Cada uno encuentra su propio bien asumiendo el proyecto que Dios tiene sobre él, para realizarlo plenamente: en efecto, encuentra en dicho proyecto su verdad y, aceptando esta verdad, se hace libre (cf. Jn 8,32). Por tanto, defender la verdad, proponerla con humildad y convicción y testimoniarla en la vida son formas exigentes e insustituibles de caridad. Ésta «goza con la verdad» (1 Co 13,6). Todos los hombres perciben el impulso interior de amar de manera auténtica; amor y verdad nunca los abandonan completamente, porque son la vocación que Dios ha puesto en el corazón y en la mente de cada ser humano. Jesucristo purifica y libera de nuestras limitaciones humanas la búsqueda del amor y la verdad, y nos desvela plenamente la iniciativa de amor y el proyecto de vida verdadera que Dios ha preparado para nosotros. En Cristo, la caridad en la verdad se convierte en el Rostro de su Persona, en una vocación a amar a nuestros hermanos en la verdad de su proyecto. En efecto, Él mismo es la Verdad (cf.Jn 14,6).
El amor en la verdad —caritas in veritate— es un gran desafío para la Iglesia en un mundo en progresiva y expansiva globalización...
[La Iglesia] tiene una misión de verdad que cumplir en todo tiempo y circunstancia en favor de una sociedad a medida del hombre, de su dignidad y de su vocación. Sin verdad se cae en una visión empirista y escéptica de la vida, incapaz de elevarse sobre la praxis, porque no está interesada en tomar en consideración los valores —a veces ni siquiera el significado— con los cuales juzgarla y orientarla. La fidelidad al hombre exige la fidelidad a la verdad, que es la única garantía de libertad (cf. Jn 8,32) y de la posibilidad de un desarrollo humano integral. Por eso la Iglesia la busca, la anuncia incansablemente y la reconoce allí donde se manifieste. Para la Iglesia, esta misión de verdad es irrenunciable. Su doctrina social es una dimensión singular de este anuncio: está al servicio de la verdad que libera. Abierta a la verdad, de cualquier saber que provenga, la doctrina social de la Iglesia la acoge, recompone en unidad los fragmentos en que a menudo la encuentra, y se hace su portadora en la vida concreta siempre nueva de la sociedad de los hombres y los pueblos.
Catecismo de la Iglesia Católica
Catecismo de la Iglesia Católica: Se hizo esclavo usando de la libertad
«La verdad os hará libres» (Jn 8,32)nn. 1739-1742
La libertad humana en la Economía de la salvación
1739 Libertad y pecado. La libertad del hombre es finita y falible. De hecho el hombre erró. Libremente pecó. Al rechazar el proyecto del amor de Dios, se engañó a sí mismo y se hizo esclavo del pecado. Esta primera alienación engendró una multitud de alienaciones. La historia de la humanidad, desde sus orígenes, atestigua desgracias y opresiones nacidas del corazón del hombre a consecuencia de un mal uso de la libertad.
1740 Amenazas para la libertad. El ejercicio de la libertad no implica el derecho a decir y hacer cualquier cosa. Es falso concebir al hombre «sujeto de esa libertad como un individuo autosuficiente que busca la satisfacción de su interés propio en el goce de los bienes terrenales» (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 13). Por otra parte, las condiciones de orden económico y social, político y cultural requeridas para un justo ejercicio de la libertad son, con demasiada frecuencia, desconocidas y violadas. Estas situaciones de ceguera y de injusticia gravan la vida moral y colocan tanto a los fuertes como a los débiles en la tentación de pecar contra la caridad. Al apartarse de la ley moral, el hombre atenta contra su propia libertad, se encadena a sí mismo, rompe la fraternidad con sus semejantes y se rebela contra la verdad divina
1741 Liberación y salvación. Por su Cruz gloriosa, Cristo obtuvo la salvación para todos los hombres. Los rescató del pecado que los tenía sometidos a esclavitud. «Para ser libres nos libertó Cristo» (Ga 5,1). En Él participamos de «la verdad que nos hace libres» (Jn 8,32). El Espíritu Santo nos ha sido dado, y, como enseña el apóstol, «donde está el Espíritu, allí está la libertad» (2 Co 3,17). Ya desde ahora nos gloriamos de la «libertad de los hijos de Dios» (Rm8,21).
1742 Libertad y gracia. La gracia de Cristo no se opone de ninguna manera a nuestra libertad cuando ésta corresponde al sentido de la verdad y del bien que Dios ha puesto en el corazón del hombre. Al contrario, como lo atestigua la experiencia cristiana, especialmente en la oración, a medida que somos más dóciles a los impulsos de la gracia, se acrecientan nuestra íntima verdad y nuestra seguridad en las pruebas, como también ante las presiones y coacciones del mundo exterior. Por el trabajo de la gracia, el Espíritu Santo nos educa en la libertad espiritual para hacer de nosotros colaboradores libres de su obra en la Iglesia y en el mundo.
Congregación para la Doctrina de la Fe
Libertatis conscientia (22-03-1986): ¿De qué nos libera Cristo?
«La verdad os hará libres» (Jn 8,32)nn. 3-4
3. La verdad que nos libera
Las palabras de Jesús: «La verdad os hará libres» (Jn 8, 32) deben iluminar y guiar en este aspecto toda reflexión teológica y toda decisión pastoral.
Esta verdad que viene de Dios tiene su centro en Jesucristo, Salvador del mundo[4]. De Él, que es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6), la Iglesia recibe lo que ella ofrece a los hombres. Del misterio del Verbo encarnado y redentor del mundo, ella saca la verdad sobre el Padre y su amor por nosotros, así como la verdad sobre el hombre y su libertad.
Cristo, por medio de su cruz y resurrección, a realizado nuestra redención que es la liberación en su sentido más profundo, ya que ésta nos ha liberado del mal más radical, es decir, del pecado y del poder de la muerte. Cuando la Iglesia, instruida por el Señor, dirige su oración al Padre: «líbranos del mal», pide que el misterio de salvación actúe con fuerza en nuestra existencia de cada día. Ella sabe que la cruz redentora es en verdad el origen de la luz y de la vida, y el centro de la historia. La caridad que arde en ella la impulsa a proclamar la Buena Nueva y a distribuir mediante los sacramentos sus frutos vivificadores. De Cristo redentor arrancan su pensamiento y su acción cuando, ante los dramas que desgarran al mundo, la Iglesia reflexiona sobre el significado y los caminos de la liberación y de la verdadera libertad.
La verdad, empezando por la verdad sobre la redención, que es el centro del misterio de la fe, constituye así la raíz y la norma de la libertad, el fundamento y la medida de toda acción liberadora.
4. La verdad, condición de libertad
La apertura a la plenitud de la verdad se impone a la conciencia moral del hombre, el cual debe buscarla y estar dispuesto a acogerla cuando se le presenta.
Según el mandato de Cristo Señor[5], la verdad evangélica debe ser presentada a todos los hombres, los cuales tienen derecho a que ésta les sea proclamada. Su anuncio, por la fuerza del Espíritu, comporta el pleno respeto de la libertad de cada uno y la exclusión de toda forma de violencia y de presión [6].
El Espíritu Santo introduce a la Iglesia y a los discípulos de Jesucristo «hacia la verdad completa» (Jn 16, 13). Dirige el transcurso de los tiempos y «renueva la faz de la tierra» (Sal 104, 30). El Espíritu está presente en la maduración de una conciencia más respetuosa de la dignidad de la persona humana[7]. Él es la fuente del valor, de la audacia y del heroísmo: «Donde está el Espíritu del Señor está la libertad» (2 Cor 3, 17).
Uso Litúrgico de este texto (Homilías)
Tiempo de Cuaresma: Miércoles V*** NOTA: Este texto ha sido ampliamente comentado en el Magisterio de Juan Pablo II y Benedicto XVI. Aquí se ha ofrecido una selección de los escritos más relevantes.
Catena Aurea: comentarios de los Padres de la Iglesia por versículos
Agustín, In Ioannem trac. 40-42
.31 Sin duda el Señor quiso fundamentar bien en lo profundo la fe de aquellos que habían creído, para que no creyesen de una manera superficial. Y por eso «les decía Jesús a los judíos que habían creído en El: si vosotros perseverareis en mi palabra, verdaderamente seréis mis discípulos», etc. Respecto a lo que dijo: «Si perseverareis», da a conocer lo que aquéllos encerraban en su corazón, porque sabía que algunos habían creído, pero que no habían perseverado. Y les ofreció una gran cosa, a saber: hacerlos verdaderos discípulos suyos, en lo cual se refiere a algunos que ya habían creído y que se habían vuelto a separar de El. Aquéllos le oyeron y le creyeron, mas luego se separaron, porque no perseveraron.
32. Como diciendo: «así como ahora creéis, perseverando veréis. No creyeron porque habían comprendido, sino que creyeron para comprender. ¿Y qué es la fe sino creer lo que no se ve, y qué la verdad sino ver lo que has creído? Pues si se permanece en lo que se cree, se llega a lo que se ve, esto es, a contemplar la misma verdad, tal y como es, no por medio de palabras que suenan sino por el resplandor de la luz. La verdad es infalible, es pan que alimenta las almas y nunca se acaba, transforma en sí al que le come. Pero ella no se transforma en el que la come. Y la misma verdad es el Verbo de Dios: esta verdad ha sido revestida de carne, y estaba oculta en la humanidad por nosotros, no porque se nos negase, sino para que continuase y sufriese en la carne con el fin de que la carne del pecado fuese redimida».
33. Respondieron esto, no los que ya habían creído, sino los que había entre la muchedumbre, que aun no creían. Y en esto mismo de que a nadie habían servido jamás, según se entiende la libertad en el mundo, ¿cómo dijeron la verdad? ¿Pues no fue vendido José? ¿No fueron también reducidos los santos profetas a la esclavitud? ¡Oh ingratos! ¿Cómo podéis dudar que sea verdad lo que dice Dios, quien os ha librado de la casa de la esclavitud, si no habéis servido a nadie? Y vosotros mismos, que habláis, ¿por qué pagáis los tributos a los romanos si nunca habéis servido a nadie?
34-36. Le da gran importancia a lo que dice en esta forma; es como si hiciese una especie de juramento. Amén [1] quiere decir verdad, y sin embargo, no se ha interpretado así, porque ni el intérprete griego ni el latino se han atrevido a decirlo. Porque esta palabra amén es hebrea. Y no se ha interpretado, para que se le guarde cierto respeto bajo el velo del misterio, no para tenerla como encerrada, sino para que no perdiese su valor al ser explicada. Puede comprenderse cuánta importancia tiene cuando se la repite dos veces: «y digo la verdad», «la verdad lo dice». Aunque no explicase cuando dice «digo la verdad», no podría mentir de ninguna manera. Parece como que lo repite, despertando en cierto sentido a los que duermen, porque no quiere que se desprecie la palabra que dice, que todo hombre, ya sea judío, ya griego, ya rico, ya pobre, ya gobernador, ya mendigo, si peca, es esclavo del pecado.
¡Oh miserable esclavitud! El que vive esclavo de otro hombre, cansado alguna vez del pesado yugo que le impone su amo, descansa huyendo de él; pero el esclavo del pecado ¿a dónde huirá? Lo lleva siempre consigo a cualquier parte que huya, porque el pecado que cometió es interior. La pasión cesa, pero el pecado no pasa; se acaba lo que deleita, pero subsiste lo que punza. Unicamente puede librarnos del pecado el que vino sin pecado y se convirtió en sacrificio para destruir el pecado. Y prosigue: «Y el esclavo no queda en casa para siempre». La Iglesia es la casa; el esclavo es el pecador; muchos pecadores entran en la Iglesia. Y no dijo: «el esclavo está en la casa,» sino «no permanece siempre en la casa». ¿Y si ningún siervo estará allí, quién estará allí? ¿Quién se gloriará de estar libre del pecado? Mucho nos asustó con estas palabras, pero añadió: «mas el Hijo queda para siempre». Luego sólo Jesucristo estará siempre en la casa. ¿Acaso cuando habló del Hijo, no se refirió también a su cabeza y a su cuerpo? Luego, no asustó sin razón, pero dio esperanza; nos asustó para que no amásemos el pecado, y dio esperanza para que no desconfiemos del perdón del pecado. Por cuya razón nuestra esperanza consiste en confiar en ser libres por aquel que ya es libre. El dio el precio de nuestro rescate, no plata, sino su propia sangre; y por esto añade: «Pues si el Hijo os hiciera libres, seréis verdaderamente libres».
La primera libertad consiste en carecer de pecados; pero ésta, una vez empezada, no es verdadera libertad, porque la carne se levanta contra el espíritu, y así no hacéis lo que deseáis hacer ( Gál 6). Mas la libertad plena y perfecta consiste en no tener enemistad alguna, como sucede cuando la muerte, la última enemiga, es destruida ( 1Cor 15,26).
Y así, no quieras abusar de la libertad para pecar libremente, sino usa de ella para no pecar; tu voluntad será libre si es buena, y quedarás libre del pecado si eres esclavo de la justicia.
37-40. Los judíos se habían llamado libres, porque descendían de Abraham, y el Evangelista refiere lo que el Señor les contestó acerca de ello: «Yo sé que sois hijos de Abraham», como diciéndoles: «veo que sois hijos de Abraham, pero sólo en cuanto a la descendencia carnal, y no en cuanto a la fe del corazón,» por cuya razón añade: «mas me queréis matar».
Esto es, no arraiga en vuestra alma, porque no la recibe vuestro corazón. Porque la palabra de Dios es para los fieles lo que el anzuelo es para el pez, coge cuando el pez es cogido, pero no hace daño alguno a los que son cogidos, porque no lo son para su perdición, sino para su salvación.
El Señor quería dar a conocer que su Padre era Dios; como diciendo: «He visto la verdad y hablo la verdad porque soy la verdad». Si, pues, el Señor dice la verdad que ha visto en el Padre, se vio a sí mismo y se predicó a sí mismo, porque El es la verdad del Padre.
Como diciéndole: «¿qué te atreverás tú a decir contra Abraham?» Parece que le provocaban para que dijese algo malo acerca de Abraham, y así les ofrecería ocasión de hacer lo que se proponían.
Y sin embargo, les había dicho antes: «Yo sé que sois hijos de Abraham»; por eso ahora no negó que descendieran de él, pero critica su modo de obrar. Su descendencia material, efectivamente venía de él, pero no estaba conforme su vida con la de Abraham.
Pero aún no dice quién es el padre de ellos.
41-42. Los judíos, según parece, empezaban a comprender que el Señor no les hablaba de la generación natural, sino del modo de vivir. Las Sagradas Escrituras suelen llamar fornicación espiritual al acto por el que un alma se entrega como prostituta a muchos y falsos dioses. Por esto sigue el Evangelista: «Y ellos le dijeron: nosotros no somos nacidos de fornicación, un Padre tenemos que es Dios».
Así pues, la procesión del Verbo, respecto del Padre, es eterna, porque es de El como Verbo del Padre, y vino a nosotros porque el Verbo se hizo carne ( Jn 1,14). Su venida es su humanidad, su mansión es su divinidad; llamáis a Dios Padre, pues consideradme como hermano.
Y no podían oírlo, porque no querían enmendarse creyendo.
Notas
[1] La Vulgata dice Amen, Amen dico vobis» donde el castellano ha traducido: «En verdad, en verdad os digo».
San Agustín, serm. 48
31-36. Y todos nosotros tenemos un solo maestro y bajo El somos condiscípulos. Y no somos maestros porque hablemos desde un lugar más elevado, sino que el maestro de todos es aquel que está en todos nosotros. Poco es el acercarse al discípulo mas es necesario que permanezcamos en el maestro, porque si no lo hacemos así, caeremos. El trabajo es corto. Es breve por la palabra pero grande es el mérito si permanecéis en él. Y ¿qué es permanecer en las palabras de Dios, si no el no caer en ninguna tentación? Si no hay trabajo, recibes gratis el premio, pero si lo hay, espera una recompensa grande.
«Y conoceréis la verdad».
Acaso se dirá: «¿de qué me aprovecha conocer la verdad?» Y por esto añade: «Y la verdad os hará libres». Como diciendo: «si no os complace la verdad, os gustará la libertad». Liberar quiere decir hacer libre, como sanar quiere decir recobrar la salud. Y esto se ve con más claridad en el texto griego, porque según se acostumbra en el idioma latino, generalmente solemos oír que uno queda libre cuando se entiende que ha podido librarse de los peligros y que nada le molesta.
El Salvador manifestó con estas palabras no que quedaríamos libres de los bárbaros, sino del demonio; no de la cautividad del cuerpo, sino de la perfidia del alma.
San Juan Crisóstomo, in Ioannem, hom.53
31-36. «Y conoceréis la verdad», esto es, a mí, porque yo soy la verdad. Todas las cosas de los judíos eran figuras; pero la verdad la conoceréis en mí.
Los que creían debían tolerar los reproches, pero éstos más bien se irritaron al momento. Y convenía que se disgustasen en el principio. Y más conveniente era que se turbasen cuando dijo el Salvador: «Conoceréis la verdad», para que contestasen: «Luego, ahora no conocemos la verdad y, por tanto, la Ley es mentira, como también nuestro modo de conocer». Pero de nada de esto se preocupaban, y únicamente se dolían de las cosas mundanas, y en verdad que no conocían otra esclavitud más que la del mundo. Por esto sigue el Evangelista: «Le respondieron: linaje somos de Abraham y nunca servimos a ninguno: ¿Pues cómo dices tú?», etc. Como diciendo que no convenía llamar siervos a los que procedían del linaje de Abraham, porque nunca habían servido.
Pero como el Señor no se proponía inclinar a los judíos a la vanagloria con sus palabras, sino encaminarlos hacia la salvación, no quiso probarles que eran siervos de los hombres, sino del pecado, que es la esclavitud más difícil, de la cual sólo Dios puede librar. Por esto sigue: «Jesús les respondió: en verdad, en verdad os digo», etc.
Y como había dicho: «Todo aquél que hace pecado, esclavo es del pecado», para que no se anticipen y digan: «sacrificios tenemos y ellos pueden librarnos», añadió: «El siervo no queda en casa para siempre». Habla de la casa, designando con este nombre el reino del Padre, manifestando, a semejanza de las cosas humanas, que así como el dueño tiene dominio sobre su casa, así Dios tiene dominio sobre todas las cosas. En cuanto a lo que dijo: «no queda», dio a entender que no tenía poder para dar [1]; pero el Hijo, que es dueño de la casa, sí tiene ese poder. Por lo que los sacerdotes del Antiguo Testamento no tenían poder de perdonar los pecados por medio de los sacramentos legales, puesto que todos pecaron ( Rom 7,23), incluso los sacerdotes, que, como dice el Apóstol, necesitaban ofrecer sacrificios por sí mismos ( Heb 7,27). Mas el Hijo sí tiene esta potestad. Por esto concluye diciendo: «Pues si el Hijo os hiciere libres, verdaderamente seréis libres», manifestando que la libertad humana, de que tanto se gloriaban, no es verdadera libertad.
37-41. Añadió esto para que no pudieran decir no tenemos pecado. Por lo que, dejando de reprender la vida que llevaban, únicamente se ocupó de lo más próximo y de lo que aún se proponían hacer, por esto los excluye poco a poco de aquel linaje, enseñando con esto a ser humildes. Porque así como la libertad y la esclavitud se obtienen por medio de las acciones, así el parentesco. Y para que no dijesen: «hacemos esto con justicia,» añadió la causa que los movía, diciendo: «Porque mi palabra no cabe en vosotros».
Y no dijo: «no comprendéis mis palabras», sino: «Porque mi palabra no cabe en vosotros», manifestando en ello lo elevado de sus enseñanzas. Pero podían decir: «¿pero tú hablas por ti mismo?» Y para evitarlo, añadió: «Yo digo lo que vi en mi Padre», porque no sólo tengo su misma esencia, sino que poseo la misma verdad que el Padre.
Otra versión dice: «Y vosotros, haced lo que visteis en vuestro padre». Como diciendo: «Así como yo muestro al Padre con palabras y la verdad, mostrad también vosotros a Abraham con vuestras acciones».
Esto es porque era verdad que Jesús era igual al Padre. Por esto querían los judíos matarle. Y para demostrar que el decir esto no era contrario al Padre, añadió: «la verdad que oí de Dios».
Mas el Señor les dice esto, queriendo quitarles la vanagloria de la descendencia y convencerlos de que ya no pongan la esperanza de su salvación en la descendencia natural, sino sólo en la descendencia que obtendrán por la adopción. Y esto era precisamente lo que les impedía venir a Jesucristo, porque creían que con sólo descender de Abraham ya tenían segura su salvación.
41-42. ¿Y vosotros, qué decis? ¿que tenéis a Dios por Padre, y acusáis a Jesucristo porque dice esto mismo? Y lo más admirable consistía en que muchos de ellos habían nacido hijos de fornicación, porque se hacían muchos casamientos ilícitos. Mas no los reprendía por esto, sino que insiste para manifestar que no son hijos de Dios. Por esto sigue: «Y Jesús les dijo: si Dios fuese vuestro padre, ciertamente me amaríais, porque yo de Dios salí y vine».
Y como los judíos muchas veces preguntaban diciendo: «¿Qué es esto que dice, a donde yo voy no podéis venir vosotros?», por esto añade: «¿Por qué no entendéis este mi lenguaje? Porque no podéis oír mi palabra».
En primer lugar, debe practicarse la virtud, que es la que oye al divino Verbo, y así después podremos comprender todo lo que nos diga Jesús; porque mientras no somos curados del oído propio por el Verbo que dijo al sordo: «Abrete» ( Mc 7), no se puede percibir cosa alguna por el oído.
Notas
[1] El esclavo de la casa.
Orígenes, in Ioannem, tom. 20.22
37-41. Esta autoridad manifiesta que el Salvador veía todo lo que afectaba al Padre, mientras que los hombres a quienes lo revelaba no lo veían por sí mismos.
Todavía no nombra al padre de ellos; poco más arriba mencionó a Abraham, pero va a decir que otro es el padre de ellos (a saber, el diablo), de quien eran hijos, no por ser hombres, sino por ser malos. Pues el Señor les reprende el mal que hacen.
Esto tiene también otra interpretación: «Vosotros también debéis hacer lo que sabéis por vuestro Padre». Pues habían escuchado del Padre lo que está escrito en la Ley y en los Profetas. Y el que habló de este modo contra aquellos que tenían una opinión diferente, demuestra que el que había dictado la Ley y enviado a los profetas era el mismo Dios, Padre de Jesucristo. Preguntemos entonces a aquellos que postulan dos naturalezas, una del Padre y otra del Hijo, que dicen que han oído cosas diferentes del Padre y que esto es imposible. Si estas naturalezas bienaventuradas eran del Salvador, ¿por qué querían matarlo, y cómo no entendían sus palabras?
Mas los judíos tomaron muy a mal el que dijera el Salvador quién había sido el padre de ellos, porque decían que aquél que es padre de muchas gentes, habría de ser su padre; por esto sigue el Evangelista: «Respondieron y le dijeron: nuestro padre es Abraham».
Pero también el Salvador destruyó esto mismo, porque les daba a entender que aun esto lo decían con mal fin; por esto sigue: «Jesús les dijo: si sois hijos de Abraham, haced», etc.
También puede decirse lo que dice en el texto griego: «sé que sois de la descendencia de Abraham». Mas para que esto se vea, veamos en primer lugar la diferencia que hay entre la descendencia corporal y el modo de obrar del hijo. Bien sabido es que la descendencia lleva consigo las disposiciones de aquél de quien se procede, cuyas propiedades aún continúan y se sostienen; y el hijo, aun después de engendrado por la unión del hombre y la mujer, aun después de alimentarse con sustancias extrañas, conserva el parecido de quien lo engendró. Y en cuanto al cuerpo, el padre subsiste en el hijo por la generación; mas si el hijo no lleva en sí algo de la naturaleza del padre, no puede decirse en absoluto que es hijo suyo. Y como los hijos de Abraham se conocen por sus obras, debe procurarse que no se crea que proceden de otros principios infundidos en algunas almas, en cuyo caso debamos comprender que son de la descendencia de Abraham. Por eso, no hay que imaginarse que todos los hombres descienden de Abraham, porque no todos los hombres tienen un mismo modo de pensar fijo en sus almas. Conviene, pues, que aquél que desciende de Abraham se haga asimismo hijo suyo por la semejanza, y es posible que destruya por su negligencia o desidia lo que hay en él de su primogenitor. Mas aquéllos a quienes el Salvador dirigía la palabra, vivían aún con la esperanza, por lo que Jesús sabía que aquéllos que aún eran hijos de Abraham, según la carne, no habían perdido la esperanza de poder hacerse verdaderos hijos de Abraham. Y así les dice el Salvador: «Si sois hijos de Abraham, haced las obras de Abraham», porque si además de ser hijos de Abraham hubieran podido añadir su gran fe, hubieran abrazado la doctrina del Salvador. Pero como no eran hijos de Abraham en este sentido, no entendieron las doctrinas, sino que quisieron matar al Verbo, y ver cómo destrozarle, porque no comprendían su grandeza. Si alguno de vosotros desciende de Abraham y aun no comprende al Verbo de Dios, no se proponga matarle, sino transfórmese en lo que debe ser un hijo de Abraham, y entonces comprenderá al Hijo de Dios. Algunos eligen una obra de las muchas de Abraham, como aquello ( Gén 15,6): «Creyó Abraham en Dios, y se le consideró como digno de premio». Y para que puedan entender que la fe son obras, no se les dice en singular: «haced la obra de Abraham», sino en plural. Y yo creo que esto se les dijo en equivalencia de lo que es en realidad: «haced todas las obras de Abraham,» para que según la historia de Abraham, tomada en sentido alegórico, imitemos sus obras en sentido espiritual. Pues en efecto no es lícito que el que quiera ser hijo de Abraham se case con esclavas, ni que después de la muerte de su mujer se case con otra siendo ya viejo.
Prosigue el Señor: «Mas ahora me queréis matar, etc.».
Dijo el Salvador: «Me queréis matar siendo hombre», como dando a entender: no digo Hijo de Dios, ni digo el Verbo, porque el Verbo no puede morir. Digo: aquello que veis, porque esto que veis es lo que podéis matar, y a quien no veis sólo podéis ofender».
Prosigue el Salvador: «Abraham no hizo esto».
Alguno puede decir que todo esto se dice sin necesidad, porque Abraham no hizo lo que en su tiempo no podía hacerse, puesto que Jesucristo no nació en su época. Pero debe contestarse que en tiempo de Abraham había nacido un hombre que predicaba la verdad que había oído de boca del Señor, y sin embargo no fue buscado por Abraham para matarle. Y sépase que la venida espiritual de Jesús no faltó a sus santos en ninguna época. Y por esto comprendo que todo hombre que, después de su regeneración y de las demás gracias que le ha concedido Dios, peca, vuelve a crucificar al Hijo de Dios, por el reato de culpa en que ha reincidido. Y esto no lo hizo Abraham.
Prosigue el Salvador: «Vosotros hacéis las obras de vuestro Padre».
41-42. Como habían sido argüidos de que no eran hijos de Abraham, responden peor que antes, insinuando con oculta intención que el Salvador había nacido de adulterio. Pero más me parece que respondieron deseando armar una discusión, porque habiendo dicho antes: «Nuestro padre es Abraham», y habiendo oído: «Si sois hijos de Abraham, haced sus obras», ahora dicen que tienen un padre mayor que Abraham (esto es, Dios), y que no han nacido por fornicación. Mas el demonio no procrea de esposa, sino de ramera, o sea de la materia, a aquéllos que, apoyados en las cosas carnales, se adhieren a la materia (puesto que nada hace por sí mismo).
Yo creo que dijo esto porque algunos venían por sí mismos y no eran enviados por el Padre. Acerca de esto se dice por Jeremías: «Yo no los enviaba y ellos corrían» ( Jer 23,21). Y dado que aquellos que introducen dos naturalezas se valen de esta palabra, hay que decir en contra de ellos que San Pablo, cuando perseguía a la Iglesia de Dios aborrecía a Jesús y por esto le dijo el Señor: «¿por qué me persigues?» ( Hch 9,4). Y si es verdad lo que se dice aquí: «Si Dios fuese vuestro Padre, me amaríais», también debe ser verdad lo contrario: «si no me amáis, de ningún modo podrá ser Dios vuestro Padre». San Pablo no amaba a Jesús al principio; por esto hubo un tiempo en que Dios no fue Padre de Pablo. Así pues, Pablo no fue hijo de Dios por naturaleza, pero fue hecho hijo de Dios poco después. Porque ¿cuándo puede ser Dios Padre de alguno, sino cuando cumple sus mandamientos?
Teofilacto
32. «Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos…» Así como antes dijo a los infieles «moriréis en vuestros pecados», así ahora anuncia a los que perseveren en la fe, que se les perdonarán los pecados.
38. En verdad que oyes a Dios cuando dice: «Digo lo que he visto», pero no creas que se trata de ver corporalmente, sino comprende en esto un conocimiento natural, verdadero y perfecto. Así como los ojos que ven, ven al objeto por entero y verdaderamente, sin engañarse, así yo digo con veracidad lo que vi en mi Padre.
Prosigue: «Y vosotros hacéis lo que visteis en vuestro Padre».
San Gregorio
34. «Todo el que comete pecado es un esclavo…» Y aun aquél que se deja llevar por un mal deseo, somete al dominio de la iniquidad los cuellos libres de su alma [1]. Pero sacudimos este dominio, cuando conseguimos librarnos de la maldad que nos dominaba, cuando resistimos con firmeza a una mala costumbre, cuando reparamos el pecado por medio de la penitencia, cuando lavamos las manchas de nuestras maldades con nuestras propias lágrimas (Moralium, 4, 42).
Con cuanta mayor libertad se dedican algunos a obrar mal, siguiendo su deseo, tanto más sometidos se encuentran a la esclavitud (Moralium, 25, 20).
Notas
[1] Los cuellos libres del alma parecen hacer alusión -haciendo un analogía con el cuello de una vasija ancha por la base y de boca estrecha- a aquella dimensión de la persona en contacto con la realidad exterior que la rodea.
Alcuino
40a. Porque Aquél que es la verdad ha sido engendrado por el Padre, y oír le no es otra cosa que proceder del Padre.
40b. Como diciendo: «probáis que no sois hijos de Abraham, porque hacéis cosas contrarias a las que hizo Abraham».
San Hilario, De Trin 1, 6
41-42. Y no desaprueba el Hijo de Dios que tomen el nombre religioso aquéllos que se llaman a sí mismos hijos de Dios y dicen que Dios es su padre; pero reprende la temeraria usurpación de los judíos, que presumían tener a Dios por padre cuando a El no le querían. Y no es lo mismo poder decir que uno existe porque ha salido del Padre, que decir que viene del Padre. Pero como dice que tienen que amarle aquellos que afirman que tienen a Dios por Padre porque ha salido de El, explicó que la razón del amor estaba en la generación. Dice que ha salido de Dios para indicar el nacimiento incorpóreo, pues la fe que permite confesar a Dios como Padre ha de merecerse con el amor a Cristo, que ha sido engendrado de El.
Y no puede ser bueno, respecto de Dios Padre, quien no ama al Hijo, porque la causa de amar al Hijo no es otra que el hecho de que el Hijo ha venido del Padre. Luego el Hijo es del Padre, no por haber venido al mundo, sino por haber sido engendrado por El. Y así todo amor podrá dirigirse al Padre, si se cree que el Hijo es de El.
Pero da a conocer que no tuvo origen en sí mismo, cuando añade: «Y no vine de mí mismo, mas El me envió».