Jn 8, 51-59: Jesús y Abrahán (ii)
/ 10 abril, 2014 / San JuanEl Texto (Jn 8, 51-59)
Texto Bíblico
51 En verdad, en verdad os digo: Quien guarda mi palabra no verá la muerte para siempre». 52 Los judíos le dijeron: «Ahora vemos claro que estás endemoniado; Abrahán murió, los profetas también, ¿y tú dices: “Quien guarde mi palabra no gustará la muerte para siempre”? 53 ¿Eres tú más que nuestro padre Abrahán, que murió? También los profetas murieron, ¿por quién te tienes?». 54 Jesús contestó: «Si yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada. El que me glorifica es mi Padre, de quien vosotros decís: “Es nuestro Dios”, 55 aunque no lo conocéis. Yo sí lo conozco, y si dijera “No lo conozco” sería, como vosotros, un embustero; pero yo lo conozco y guardo su palabra. 56 Abrahán, vuestro padre, saltaba de gozo pensando ver mi día; lo vio, y se llenó de alegría».
57 Los judíos le dijeron: «No tienes todavía cincuenta años, ¿y has visto a Abrahán?». 58 Jesús les dijo: «En verdad, en verdad os digo: Antes de que Abrahán existiera, yo soy».
59 Entonces cogieron piedras para tirárselas, pero Jesús se escondió y salió del templo.
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Catena Aurea: comentarios de los Padres de la Iglesia por versículos
San Gregorio, in evang. hom. 18
51. Y cuando crece la iniquidad de los malos, no sólo no debe suspenderse la predicación, sino que, antes al contrario, debe aumentarse. Por esto el Señor, después que se le dijo que tenía al demonio, dispensa con más largueza los beneficios de su predicación, diciendo: «En verdad, en verdad os digo, que el que guardare mi palabra no verá la muerte», etc.
52. Como es necesario para los buenos convertirse en mejores por medio de los ultrajes, así generalmente los malos se convierten en peores por medio de los beneficios. Por esta razón los judíos, después de oída la predicación del Salvador, blasfeman contra El diciendo: «Ahora conocemos que tienes al demonio».
53. Y como empezaban a participar de la muerte eterna, no conociendo la muerte en que incurrían, viendo únicamente la muerte del cuerpo, no veían bien en aquellas palabras de verdad. Por esto añaden: «¿Quién te hace a ti mismo?»
56. [Y entonces también vio Abraham el día del Señor, cuando dio hospitalidad a tres ángeles, en quienes vio la figura de la Trinidad beatísima] (hom. 15).
57. Como los pensamientos de los judíos eran carnales, cuando oían las palabras de Jesucristo, no levantaban los ojos de la carne, porque no veían en El otra cosa que sólo la edad de la carne. Por esto sigue el Evangelista: «Y los judíos le dijeron: ¿aún no tienes cincuenta años y has visto a Abraham?» Como diciendo: «muchos años han pasado desde que murió Abraham; ¿y cómo vio tu día?» Pues entendían esto en sentido material.
58. El Salvador consiguió con su bondad, levantar aquellos de las miras humanas a la contemplación de la divinidad. Por esto sigue: «Jesús les dijo: en verdad, en verdad os digo, que antes que Abraham fuese, yo soy». Antes es el tiempo pasado, soy es el tiempo presente. Pero la divinidad no tiene tiempo pasado ni futuro sino que siempre es. Por esto no dijo antes que Abraham yo fui, sino que dijo «antes que Abraham fuese yo soy», de acuerdo con aquellas palabras del Exodo: «Yo soy el que soy» (Ex 3,14). Luego, antes y después de Abraham existió también, pero pudo acercarse por la manifestación de su presencia, y pudo retirarse por el curso de su vida.
59. Mas como las imaginaciones de los infieles no podían comprender estas palabras de eternidad, se propusieron abrumar a Aquél a quien no podían entender. Por esto sigue: «Tomaron entonces piedras para tirárselas».
Si hubiera querido ejercer el poder de su divinidad, los hubiese envuelto en sus propios golpes con el mandato tácito de su voluntad, o los hubiese sujetado a las penas de una muerte repentina; mas el que había venido a sufrir no quería juzgar.
¿Y qué dio a entender el Señor escondiéndose, sino que su misma verdad se esconde de aquellos que desprecian sus preceptos? Y la verdad huye de aquella alma a quien no encuentra humilde. ¿Y qué nos da a conocer con este ejemplo, sino que también debemos retirarnos humildemente ante la furia de los soberbios, aunque podamos resistir?
San Agustín, in Joannem, tract. 43
51. «Verá» se ha dicho en vez de «experimentará». Pero ¿cómo el que ha de morir habla a los que han de morir diciéndoles: «El que guardare mi palabra no verá la muerte», sino porque veía otra muerte de la que había venido a salvarnos, cual es la muerte eterna, muerte de condenación con el diablo y sus ángeles? Y esta es la verdadera muerte, porque la otra no es sino un tránsito.
53-56. Y dijo esto refiriéndose a lo que le habían dicho: «¿Quién te haces a ti mismo?». Por esto refiere su propia gloria al Padre, de quien es, por cuya razón añade: «Mi Padre es el que me glorifica». Los arrianos nos arguyen por esta frase en cuanto a nuestra fe, y dicen: «He aquí cómo es mayor el Padre que glorifica al Hijo». Herejes, ¿no habéis leído que el mismo Hijo dice que glorifica a su Padre?
Dicen algunos herejes que Dios, tal como fue anunciado en el Antiguo Testamento, no era el Padre de Jesucristo, sino que Este era no sé qué príncipe de los ángeles malos. Y contra lo que ellos creían decía el Salvador que era su Padre Aquél a quien ellos llamaban su Dios. Y no le conocieron, porque si le hubiesen conocido hubiesen recibido a su Hijo. Por esto, hablando de sí mismo, añade: «Mas yo le conozco». Atendiendo al espíritu mundano, pudo dar motivo para que los que le juzgaban le considerasen como orgulloso. Pero no debe precaverse la soberbia hasta el punto de faltar a la verdad, por lo que añade: «Y si dijere que no le conozco, seré mentiroso como vosotros».
Además, hablaba las palabras del Padre, como Hijo suyo que es. Y Este mismo era el Verbo del Padre, que hablaba a los hombres.
No temió, sino «deseó con ansia ver». Ciertamente creyendo, se alegró esperando. Y así vio con la mente mi día. Puede dudarse si se refería a la vida temporal del Señor en que había de venir en carne mortal, o si se refería al día del Señor, que no tiene principio ni fin. Pero yo no dudo que el padre Abraham lo sabía todo. Porque dijo a su siervo cuando le mandó a pedir esposa para su hijo Isaac: «Pon tu mano bajo mis muslos, y júrame por el Dios del cielo» (Gén 24,2). Luego, ¿qué significaba aquel juramento sino que daba a entender que de la descendencia de Abraham habría de venir en carne mortal el Dios del cielo?
¿Y qué gozo no sería el de aquel corazón que vio al Verbo brillando en el esplendor de los santos a la vez que continuaba unido al Padre, y que en algún tiempo vendría hecho hombre sin separarse del seno del Padre?
57-59. Y por lo mismo que Abraham era criatura no dijo: «antes que Abraham fuese», sino: «antes que Abraham fuese hecho». Ni tampoco dijo: «yo he sido hecho, porque «en el principio existía el Verbo» (Jn 1,1).
¿A dónde iba a recurrir la dureza de ellos, sino a sus semejantes (esto es, a las piedras)?
Debía más bien enseñar la paciencia que ejercitar el poder.
Luego, como hombre huyó de las piedras, pero ¡ay de aquéllos, de cuyos corazones de piedra huye el Señor!
Orígenes, in Ioannem, tom. 26
51. Y así debe entenderse esta expresión: «El que guardare mi palabra no verá la muerte para siempre», como si dijere: «si alguno conserva mi antorcha, no verá las tinieblas». Y en cuanto dice «para siempre», generalmente debe tomarse para que se entienda de este modo: «Si alguno guardare mi palabra eternamente, no verá la muerte en toda la eternidad, porque ninguno habrá de ver la muerte en tanto que conserve la palabra de Jesús, pero cuando alguno falte a la observancia de lo que ha dicho, y sea negligente en cuanto a su custodia, cesa de custodiar a Dios, y entonces no ve la muerte respecto de algún otro, sino en sí mismo. Y así, una vez instruidos nosotros por el Salvador, podemos contestar al profeta, que pregunta: «¿Quién es el hombre que vivirá y no verá la muerte?» (Sal 88,49) El que guarda la palabra de Dios.
52-56. Aquéllos que creen en las Sagradas Escrituras, conocen que aquello que hacen los hombres fuera de la recta razón, no lo hacen sin la cooperación de los demonios. Y así los judíos creían que Jesús hablaba impulsado por el poder del demonio, cuando dijo: «Si alguno guardare mi palabra no verá la muerte», etc. Y sufrieron este engaño porque no conocieron la virtud de Dios, porque Este había hablado de cierta muerte contraria a la razón, con la que sucumben los pecadores, y ellos suponían que se refería a la muerte natural en lo que decía, por cuya razón le increpan, tomando como argumento la muerte de Abraham y de los profetas. Por esto añade: Abraham murió y los profetas; y tú dices: si alguno guardare mi palabra, no gustará la muerte, etc. Y como hay alguna diferencia entre gustar y ver la muerte, en lugar de que no vería la muerte, dijeron «no gustará la muerte», como oyentes inhábiles que confundían la palabra del Señor. Pues así como Jesucristo puede ser gustado, porque es el pan vivo, en cuanto es la sabiduría, es de visible hermosura; y así su muerte, aunque contraria es apetecible y visible. Y cuando alguno gozara por medio de Jesucristo en algún estado espiritual, no gustará la muerte si conserva aquel estado, según dice San Mateo: «Hay de los que aquí están presentes, algunos que no gustarán la muerte» (Mt 16,28), pues cuando alguno reciba la palabra de Jesucristo y la guarde, no verá la muerte.
Y no distinguen que es mayor que Abraham el que ha nacido de una Virgen, y aun mayor que todo el que ha nacido de mujer. Los judíos, además, no decían verdad cuando dijeron que Abraham había muerto. Porque había oído la palabra de Dios y la había guardado. Lo mismo debemos decir de los profetas, de los cuales añaden: «y los profetas murieron», a pesar de que también guardaron la palabra del Hijo de Dios, cuando ésta se dirigió a Oseas o a Jeremías. Porque si algún otro la guardó, también la guardaron los profetas. Luego mintieron cuando dicen: «Ahora conocemos que tienes demonio», y cuando dicen: «Abraham murió y los profetas».
Esta objeción era propia de personas que estaban ciegas, porque lo que Jesús se hacía era lo que había recibido del Padre. Por esto sigue: «Respondió Jesús: si yo me glorifico a mí mismo, mi gloria nada es».
San Juan Crisóstomo, in Ioannem, hom. 54
51. Dice el que la guardare no sólo por medio de la fe, sino por medio de una vida pura. Y en esto les da a conocer, aunque de una manera embozada, que ningún daño pueden hacerle. Porque si el que guardare su palabra no morirá eternamente, con mucha más razón el que lo dice no puede morir.
52-56. Otra vez, por su vanagloria, se refugian en el parentesco. Por esto sigue el Evangelista: «¿Acaso tú eres mayor que nuestro Padre Abraham, que murió?». También podían decir, ¿acaso tú eres mayor que Dios, cuya palabra han oído algunos y han muerto? Pero no dicen esto, porque también le consideraban como menor que Abraham.
Dijo esto respondiendo a sus sospechas, como había dicho antes: «Mi testimonio no es verdadero, si doy testimonio de mí mismo» (Jn 5,31).
Con esto les quiso dar a conocer el Salvador que no sólo no conocían a su Padre, sino que tampoco a Dios.
Como diciendo: «así como vosotros mentís diciendo que le conocéis, mentiría yo si dijese que no le conocía». Pero la prueba de que efectivamente la conocía es que había sido enviado por El. Y esto es lo que dice a continuación: «Mas le conozco».
Y como habían dicho: «¿Por ventura eres tú mayor que nuestro padre Abraham?», nada dice de la muerte. Pero manifiesta a continuación que es mayor que Abraham, cuando añade: «Abraham, vuestro padre, deseó con ansia ver mi día, le vio y se gozó», a saber, por el beneficio que recibe de mí, como mayor.
Y también llamó su día al día de la crucifixión, el que prefiguró Abraham ofreciendo el carnero en vez de su hijo Isaac (Gén 22). Con esto se demostraba que no vino obligado a sufrir la pasión. Y manifestando que ellos no pensaban como Abraham, porque éstos se lamentan de aquello mismo de que aquél se alegraba.
Teofilacto
53. «¿Por quién te tienes a ti mismo?» Como diciendo: «tú que no eres digno de consideración alguna, que sólo eres hijo de un carpintero de Galilea, usurpas para ti toda la gloria».
54. «Jesús respondió: «Si yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada; es mi Padre quien me glorifica, de quien vosotros decís: “El es nuestro Dios”» Porque si conociesen verdaderamente al Padre, venerarían a su Hijo. Mas desprecian a Dios, quien prohíbe el homicidio en la Ley, al clamar contra Jesucristo. Por esto añade: «Y no le conocisteis».
55. «No le conocéis, yo sí que le conozco, y si dijera que no le conozco, sería un mentiroso como vosotros. Pero yo le conozco, y guardo su Palabra.» Y en realidad tenía un verdadero conocimiento de El, porque era lo mismo que el Padre. Y por eso mismo, como se conocía a sí mismo conocía al Padre. Y da una prueba de que le conoce, añadiendo: «Y guardo su palabra», llamando palabra a sus mandamientos. Algunos entienden que cuando dice: «guardo su palabra», quiere decir la razón de su esencia. Porque es una misma la razón de la existencia del Padre y la del Hijo. Y así conozco al Padre. Y en cuanto al sentido en que esto se toma debe entenderse conozco al Padre, porque guardo su palabra y su razón.
.56 «Vuestro padre Abraham se regocijó pensando en ver mi Día; lo vio y se alegró.» Es como si dijere que tuvo a su día como deseable y lleno de alegría, y no como alguna cosa de poco interés o casual.
57. «Entonces los judíos le dijeron: «¿Aún no tienes cincuenta años y has visto a Abraham?»» El Salvador tenía entonces treinta y tres años, ¿por qué no dijeron, pues, aún no tienes cuarenta años, sino que dijeron cincuenta? Esta pregunta es inútil. Sencillamente porque dijeron lo que se les ocurrió. Pero la contestan algunos diciendo que dijeron cincuenta en reverencia del año quincuagésimo, a que llamaban del jubileo. En este año daban la libertad a los cautivos y cedían las posesiones que habían comprado (Lev 26; Núm 23).
58. Y después que el Señor había concluido de enseñarles todo lo que afectaba a su persona, los judíos le arrojan piedras, pero los abandona como aquéllos que no admiten corrección. Por esto sigue el Evangelista: «Mas Jesús se escondió y se salió del templo». No se escondió en un ángulo del templo como temiendo, ni huyendo se entró en alguna choza, ni se ocultó a la espalda del muro, o a la sombra de alguna columna, sino que en virtud de su gran poder se hizo invisible para los que le tendían asechanzas, y salió por en medio de ellos.
Beda
53b. «¿Quién te haces a ti mismo?» Esto es, ¿de cuánto mérito y cuánta dignidad quieres que se te juzgue? Abraham había muerto en cuanto al cuerpo, pero vivía en cuanto al alma. De más importancia es la muerte del alma, que ha de vivir eternamente, que la del cuerpo, que ha de morir alguna vez.
54. «Jesús respondió: «Si yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada…»» En estas palabras el Salvador da a conocer que nada es la gloria de la vida presente.
59. «Entonces tomaron piedras para tirárselas; pero Jesús se ocultó y salió del Templo.» En sentido místico, cuando alguno se detiene en los malos pensamientos, arroja sobre Jesús tantas piedras cuantos son aquéllos pensamientos. Por tanto, en cuanto le corresponde, si pasa al delirio de la pasión, mata a Jesús.
Alcuino
54. «Jesús respondió: «Si yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada; es mi Padre quien me glorifica, de quien vosotros decís: “El es nuestro Dios”…» Glorificó el Padre al Hijo en el día de su bautismo (Mt 3), en el monte (Mt 17) y en el tiempo de su pasión; también se dejó conocer el eco de su voz en presencia de la multitud (Jn 12), y después de su pasión lo resucitó y lo colocó a la derecha de su Majestad (Ef 1; Heb 1). Y añadió: «El que vosotros decís que es vuestro Dios».
55. «Y sin embargo no le conocéis…» Como diciendo: «vosotros le llamáis de un modo material vuestro Dios, y le servís por las cosas temporales, pero no le conocisteis como debe ser conocido, y por eso no sabéis servirle espiritualmente».
59. «Entonces tomaron piedras para tirárselas…» Y por esto huyó, porque aún no había llegado la hora de su pasión, y porque El no había elegido esta clase de muerte.
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Ireneo de Lyon, Tratado contra las herejías IV, 5-7
«Abraham se regocijó pensando en ver mi Día; lo vio y se alegró.» (Jn 8, 56)
Como Abraham era profeta y con el Espíritu veía el día de la venida del Señor y la economía de la pasión, por el cual él mismo como creyente y todos los demás que como él creyeron serían salvos, se alegró con grande gozo. El Dios de Abraham no era el «Dios desconocido» cuyo día él deseaba ver… El deseó ver este día a fin de poder él también abrazar a Cristo; y se alegró, al verlo en forma profética por el Espíritu.
Por eso Simeón, uno de sus descendientes, completaba la alegría del patriarca cuando dijo: «Ahora dejas a tu siervo ir en paz, Señor, porque mis ojos han visto tu Salvación que preparaste ante todos los pueblos, Luz para la revelación a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2,29-32). Y los ángeles anunciaron un grande gozo a los pastores que velaban en la noche (Lc 7,10). E Isabel exclamó: «Proclama mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador» (Lc 2,47). De este modo el gozo de Abraham descendió a los de su linaje que velaban, vieron a Cristo y creyeron en él. Pero también a la inversa, el gozo de sus hijos se remontó hasta Abraham.
El Señor dio testimonio de ello: «Abraham, vuestro padre, deseó ver mi día, lo vio y se alegró» (Jn 8,56). No lo dijo tanto por Abraham, cuanto para mostrar que todos los que desde el principio conocieron a Dios y profetizaron sobre la venida de Cristo, del mismo Hijo recibieron la revelación, el cual en los últimos tiempos se hizo visible y palpable, y vivió en medio de la raza humana. De este modo suscitó de las piedras hijos de Abraham y cumplió la promesa que Dios le había hecho, de multiplicar su linaje como las estrellas del cielo.
San Cesáreo de Arles, Homilía 83
«Abraham vio mi Día y se alegró.» (Jn 8, 56)
¿Entonces, dónde se efectuó este encuentro [de Abraham y de sus tres visitadores]? «En la encina de Mambré», lo que significa «visión» y además «perspicacia». ¿Veis en qué lugar el Señor puede organizar un encuentro? Es verdad que las cualidades de clarividencia y de perspicacia de Abraham le gustaban al Señor; tenía el corazón puro, de modo que le era posible ver a Dios (cf Mt 5,8). En tal lugar, en tal corazón, el Señor podía pues reunir a sus convidados.
En el Evangelio, el Señor habló a los judíos de este encuentro; les dice: «Abraham, vuestro padre, exultó al pensar que vería mi día. Lo vio y desbordó de alegría». «Vio mi día», dice, porque reconoció el misterio de la Trinidad. Vio en su día al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, y a las tres personas reunidas en un solo día, totalmente en un Dios Padre, un Dios Hijo y un Dios Espíritu Santo, que son tres en un sólo Dios.
En efecto, cada persona divina en particular es un Dios separado, y simultáneamente las tres juntas son Dios. No es incongruente identificar al Padre, al Hijo y al Santo Espíritu en las tres medidas de harina que aporta Sara, ya que hay unidad de sustancia. Podemos sin embargo avanzar otra interpretación y ver en Sara la imagen de la Iglesia: las tres medidas de harina pueden ser interpretadas como la fe, la esperanza y la caridad. Estas tres virtudes reúnen en efecto los frutos de la Iglesia universal; todo hombre que mereció reunir en él estas tres virtudes, puede estar asegurado de recibir la Trinidad entera en su corazón.
Orígenes, Homilías sobre el libro del Génesis, n. 8 : SC 7
«Abraham vio mi Día» (Jn 8, 56)
«Dios puso a prueba a Abraham y le dijo: ‘Toma a tu hijo muy amado, al que amas, Isaac, y ofrécelo en sacrificio sobre la montaña dónde te señalaré’» (Gn 22,2). ¡Este hijo sobre el que reposan grandes y maravillosas promesas, Abraham recibe la orden de ofrecerlo en holocausto al Señor sobre la montaña! ¿Qué sientes ante esta orden, Abraham?… El apóstol Pablo al que el Espíritu había revelado, creo, los pensamientos y los sentimientos de Abraham, declaró: «Gracias a su fe, Abraham no vaciló cuando ofreció a su hijo único en quien reposaban las promesas, porque pensaba que Dios era lo bastante poderoso para resucitarlo de entre los muertos» (Rm 4,20; He 11,17.19)…
He aquí pues la primera ocasión donde la fe en la resurrección se manifestó. Sí, Abraham esperaba que Isaac resucitara, creía en la realización de lo que todavía no había ocurrido jamás… Abraham sabía que en él se cumplía la prefiguración de la realidad que tenía que venir; sabía que Cristo nacería de su descendencia, la verdadera víctima ofrecida por el mundo entero, el que triunfaría sobre la muerte por su resurrección.
«Entonces Abraham se levantó de madrugada, y al tercer día alcanzó el lugar que el Señor le había señalado.» El tercer día está siempre ligado con el misterio; la resurrección del Señor tuvo lugar al tercer día… «Levantando la mirada, Abraham vió el lugar de lejos y les dijo a sus servidores: ‘quedaos aquí con el asno. Mi hijo y yo iremos hasta allá arriba para adorar al Señor, luego volveremos con vosotros’»…
¿Dime pues, Abraham, les declaras la verdad a tus servidores cuando afirmas ir a adorar al Señor y luego volver con el niño, o bien quieres engañarles?… «Digo la verdad, responde Abraham; ofrezco al niño en holocausto, y por eso que me lo llevo al bosque conmigo. Después vuelvo con el niño. Creo en efecto con toda mi alma que ‘Dios es lo bastante poderoso para resucitarlo de entre los muertos.’»
Francisco, papa
Lumen fidei, Carta encíclica, 29-06-2013
15. « Abrahán […] saltaba de gozo pensando ver mi día; lo vio, y se llenó de alegría » (Jn 8,56). Según estas palabras de Jesús, la fe de Abrahán estaba orientada ya a él; en cierto sentido, era una visión anticipada de su misterio. Así lo entiende san Agustín, al afirmar que los patriarcas se salvaron por la fe, pero no la fe en el Cristo ya venido, sino la fe en el Cristo que había de venir, una fe en tensión hacia el acontecimiento futuro de Jesús (Cf. In Ioh. Evang., 45, 9: PL 35, 1722-1723). La fe cristiana está centrada en Cristo, es confesar que Jesús es el Señor, y Dios lo ha resucitado de entre los muertos (cf. Rm 10,9). Todas las líneas del Antiguo Testamento convergen en Cristo; él es el « sí » definitivo a todas las promesas, el fundamento de nuestro « amén » último a Dios (cf. 2 Co 1,20). La historia de Jesús es la manifestación plena de la fiabilidad de Dios. Si Israel recordaba las grandes muestras de amor de Dios, que constituían el centro de su confesión y abrían la mirada de su fe, ahora la vida de Jesús se presenta como la intervención definitiva de Dios, la manifestación suprema de su amor por nosotros. La Palabra que Dios nos dirige en Jesús no es una más entre otras, sino su Palabra eterna (cf. Hb 1,1-2). No hay garantía más grande que Dios nos pueda dar para asegurarnos su amor, como recuerda san Pablo (cf. Rm 8,31-39). La fe cristiana es, por tanto, fe en el Amor pleno, en su poder eficaz, en su capacidad de transformar el mundo e iluminar el tiempo. « Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él » (1 Jn 4,16). La fe reconoce el amor de Dios manifestado en Jesús como el fundamento sobre el que se asienta la realidad y su destino último.
Juan Pablo II, papa
Homilía, 23-02-2000
DURANTE LAS CELEBRACIONES EN RECUERDO DE ABRAHAM «PADRE DE TODOS LOS CREYENTES»
[…] 3. Un día Cristo afirmó: «En verdad, en verdad os digo: antes de que Abraham existiera, Yo Soy» (Jn 8, 58) y estas palabras despertaron el asombro de los oyentes, que objetaron: «¿Aún no tienes cincuenta años y has visto a Abraham?» (Jn 8, 57). Los que reaccionaban así razonaban de modo puramente humano, y por eso no aceptaron lo que Cristo les decía. «¿Eres tú acaso más grande que nuestro padre Abraham, que murió? También los profetas murieron. ¿Por quién te tienes a ti mismo?» (Jn 8, 53). Jesús les replicó: «Vuestro padre Abraham se regocijó pensando en ver mi día; lo vio y se alegró» (Jn 8, 56). La vocación de Abraham se presenta completamente orientada hacia el día del que habla Cristo. Aquí no valen los cálculos humanos; es preciso aplicar el metro de Dios. Sólo entonces podemos comprender el significado exacto de la obediencia de Abraham, que «creyó, esperando contra toda esperanza» (Rm 4, 18). Esperó que se iba a convertir en padre de numerosas naciones, y hoy seguramente se alegra con nosotros porque la promesa de Dios se cumple a lo largo de los siglos, de generación en generación.
El hecho de haber creído, esperando contra toda esperanza, «le fue reputado como justicia» (Rm 4, 22), no sólo en consideración a él, sino también a todos nosotros, sus descendientes en la fe. Nosotros «creemos en aquel que resucitó de entre los muertos a Jesús, Señor nuestro» (Rm 4, 24), que murió por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación (cf. Rm 4, 25). Esto no lo sabía Abraham; sin embargo, por la obediencia de la fe, se dirigía hacia el cumplimiento de todas las promesas divinas, impulsado por la esperanza de que se realizarían. Y ¿existe promesa más grande que la que se cumplió en el misterio pascual de Cristo? Realmente, en la fe de Abraham Dios todopoderoso selló una alianza eterna con el género humano, y Jesucristo es el cumplimiento definitivo de esa alianza. El Hijo unigénito del Padre, de su misma naturaleza, se hizo hombre para introducirnos, mediante la humillación de la cruz y la gloria de la resurrección, en la tierra de salvación que Dios, rico en misericordia, prometió a la humanidad desde el inicio.
4. El modelo insuperable del pueblo redimido, en camino hacia el cumplimiento de esta promesa universal, es María, «la que creyó que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor» (Lc 1, 45).
María, hija de Abraham por la fe, además de serlo por la carne, compartió personalmente su experiencia. También ella, como Abraham, aceptó la inmolación de su Hijo, pero mientras que a Abraham no se le pidió el sacrificio efectivo de Isaac, Cristo bebió el cáliz del sufrimiento hasta la última gota. Y María participó personalmente en la prueba de su Hijo, creyendo y esperando de pie junto a la cruz (cf. Jn 19, 25).
Era el epílogo de una larga espera. María, formada en la meditación de las páginas proféticas, presagiaba lo que le esperaba y, al alabar la misericordia de Dios, fiel a su pueblo de generación en generación, expresó su adhesión personal al plan divino de salvación; y, en particular, dio su «sí» al acontecimiento central de aquel plan, el sacrificio del Niño que llevaba en su seno. Como Abraham, aceptó el sacrificio de su Hijo.
Hoy nosotros unimos nuestra voz a la suya, y con ella, la Virgen Hija de Sion, proclamamos que Dios se acordó de su misericordia, «como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y su descendencia por siempre» (Lc 1, 55).
Catequesis, Audiencia general, 03-12-1997
3. En su vida terrena, Jesús manifestó claramente la conciencia de que era punto de referencia para la historia de su pueblo. A quienes le reprochaban que se creyera mayor que Abraham por haber prometido la superación de la muerte a los que guardaran su palabra (cf. Jn 8, 51), respondió: «Vuestro padre Abraham se regocijó pensando en ver mi día; lo vio y se alegró» (Jn 8, 56). Así pues, Abraham estaba orientado hacia la venida de Cristo. Según el plan divino, la alegría de Abraham por el nacimiento de Isaac y por su renacimiento después del sacrificio era una alegría mesiánica: anunciaba y prefiguraba la alegría definitiva que ofrecería el Salvador.
Catequesis, Audiencia general, 26-11-1997
2. Cristo, al poseer, como Verbo, una existencia eterna, tiene un origen que se remonta más allá de su nacimiento en el tiempo.
Esta afirmación de san Juan se funda en unas palabras precisas de Jesús mismo. A los judíos que le reprochaban su pretensión de haber visto a Abraham, sin haber cumplido cincuenta años, Jesús replica: «En verdad, en verdad os digo: antes de que Abraham existiera, Yo soy» (Jn 8, 58). Esa afirmación subraya el contraste entre el devenir de Abraham y el ser de Jesús. En efecto, el verbo genesthái que en el texto griego se aplica a Abraham significa «devenir» o «venir a la existencia»: es el verbo adecuado para designar el modo de existir propio de las criaturas. Al contrario, sólo Jesús puede decir: «Yo soy», indicando con esa expresión laplenitud del ser, que se halla por encima de cualquier devenir. Así expresa su conciencia de poseer un ser personal eterno.
3. Aplicándose a sí mismo la expresión «Yo soy», Jesús hace suyo el nombre de Dios, revelado a Moisés en el Éxodo. Yahveh, el Señor, después de encomendarle la misión de liberar a su pueblo de la esclavitud de Egipto, le asegura su asistencia y cercanía, y, casi como prenda de su fidelidad, le revela el misterio de su nombre: «Yo soy el que soy» (Ex 3, 14). Así, Moisés podrá decir a los israelitas: «»Yo soy» me ha enviado a vosotros» (Ex 3, 14). Este nombre manifiesta la presencia salvífica de Dios en favor de su pueblo, pero también su misterio inaccesible.
Jesús hace suyo este nombre divino. En el evangelio de san Juan esta expresión aparece varias veces en sus labios (cf. 8, 24.28.58; 13, 19). Con ella Jesús muestra eficazmente que la eternidad, en su persona, no sólo precede el tiempo, sino también entra en el tiempo.
A pesar de compartir la condición humana, Jesús tiene conciencia de su ser eterno, que confiere un valor superior a toda su actividad. Él mismo subrayó este valor eterno: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mc 13, 31 y paralelos). Sus palabras, al igual que sus acciones, tienen un valor único, definitivo, y seguirán interpelando a la humanidad hasta el fin de los tiempos.
4. La obra de Jesús implica dos aspectos íntimamente unidos: es una acción salvadora, que libera a la humanidad del poder del mal, y es una nueva creación, que da a los hombres la participación en la vida divina.
La liberación del mal había sido anunciada en la antigua alianza, pero sólo Cristo la puede realizar plenamente. Únicamente él, como Hijo, dispone de un poder eterno sobre la historia humana: «Si el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres» (Jn 8, 36). La carta a los Hebreos subraya con énfasis esta verdad, mostrando que el único sacrificio del Hijo nos ha obtenido una «redención eterna» (Hb 9, 12), superando con mucho el valor de los sacrificios de la antigua alianza.
La nueva creación sólo puede realizarla el Omnipotente, pues implica la comunicación de la vida divina a la existencia humana.
5. La perspectiva del origen eterno del Verbo, particularmente subrayada por el evangelio de san Juan, nos impulsa a penetrar en la profundidad del misterio de Cristo.
Por consiguiente, [profesemos] cada vez con mayor vigor nuestra fe en Cristo, «Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero». Estas expresiones del Credo nos abren el camino al misterio, son una invitación a acercarnos a él. Jesús sigue testimoniando a nuestra generación, como hizo hace dos mil años a sus discípulos y oyentes, laconciencia de su identidad divina: el misterio del «Yo soy».
Por este misterio la historia humana ya no está destinada a la caducidad, sino que tiene un sentido y una dirección: ha sido como fecundada por la eternidad. Para todos resuena consoladora la promesa que Cristo hizo a sus discípulos: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).
Catequesis, Audiencia general, 04-02-1987
10. Especialmente elocuentes son las palabras de Jesús referidas en el Evangelio de Juan cuando dice a sus contrarios: “Abraham, vuestro padre, se regocijó pensando en ver mi día” y ante su incredulidad: “¿No tienes aún cincuenta años y has visto a Abraham”, Jesús confirma aún más explícitamente: “En verdad, en verdad os digo: antes que Abraham naciese, era yo” (cf. Jn 8, 56-58). Es evidente que Jesús afirma no sólo que Él es el cumplimiento de los designios salvíficos de Dios, inscritos en la historia de Israel desde los tiempos de Abraham, sino que su existencia precede al tiempo de Abraham, llegando a identificarse como “El que es” (cf. Ex 3, 14) Pero precisamente por esto, es El, Jesucristo, el cumplimiento de la historia De Israel, porque “supera” esta historia con su Misterio. Pero aquí tocamos otra dimensión de la cristología que afrontaremos más adelante.
11.[…] Jesús es verdadero hijo de Israel y que, en cuanto tal, pertenece a toda la familia humana. Por eso, si en Jesús, descendiente de Abraham, vemos cumplidas las profecías del Antiguo Testamento, en El, como descendiente de Adán, vislumbramos, siguiendo la enseñanza de San Pablo, el principio y el centro de la “recapitulación” de la humanidad entera (cf. Ef 1, 10).
Catequesis, Audiencia general, 06-11-1985
La Iglesia, basándose en el testimonio dado por Cristo, profesa y anuncia su fe en Dios-Hijo con las palabras del Símbolo niceno-constantinopolitano: «Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, de la misma naturaleza que el Padre…»
Esta es una verdad de fe anunciada por la palabra misma de Cristo, sellada con su sangre derramada en la cruz, ratificada por su resurrección, atestiguada por la enseñanza de los Apóstoles y transmitida por los escritos del Nuevo testamento.
Cristo afirma: «Antes de que Abraham naciese, soy yo» (Jn 8, 58). No dice: «Yo era», sino «Yo soy», es decir, desde siempre, en un eterno presente. El Apóstol Juan, en el prólogo de su Evangelio, escribe: «En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio en Dios. Todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho» (Jn 1, 1-3). Por lo tanto, ese «antes de Abraham», en el contexto de la polémica de Jesús con los herederos de la tradición de Israel, que apelaban a Abraham, significa: «mucho antes de Abraham» y queda iluminado en las palabras del prólogo del cuarto Evangelio: «En el principio estaba en Dios», es decir, en la eternidad que sólo es propia de Dios: en la eternidad común con el Padre y con el Espíritu Santo. Efectivamente, proclama el Símbolo «Quicumque»: «Y en esta Trinidad nada es antes o después, nada mayor o menor, sino que las tres Personas son entre sí coeternas y coiguales».
Homilía, a los Universitarios de Roma, 05-04-1979
¿Quién es Cristo? Es el Hijo de Dios que asumió la vida humana en su orientación temporal hacia la muerte. Aceptó la necesidad de la muerte. Antes que la muerte lo alcanzara, le amenazó varias veces. El Evangelio de hoy nos recuerda una de estas amenazas: «…tomaron piedras para arrojárselas» (Jn 8, 59).
Cristo es el que ha aceptado toda la realidad del morir humano. Y precisamente por esto es el que ha realizado un cambio fundamental en el modo de entender la vida. ¡Ha enseñado que la vida es un paso!, no solamente hacia la frontera de la muerte, sino hacia una vida nueva. Así la cruz ha venido a ser para nosotros la Cátedra suprema de la verdad de Dios y del hombre. Todos debemos ser alumnos de esta Cátedra, «en curso o fuera de curso». Entonces comprenderemos que la cruz es también la cuna del hombre nuevo.
Los que son sus alumnos miran la vida así, la comprenden así. Y enseñan así a los otros. Imprimen este significado de la vida en toda la realidad temporal: en la moralidad, en la creatividad, en la cultura, en la política, en la economía. Se ha afirmado muchas veces —como sostenían, por ejemplo, los seguidores de Epicuro en los tiempos antiguos, y como hacen en nuestra época por otros motivos los secuaces de Marx— que tal concepto de la vida aparta al hombre de la realidad temporal y que, en cierto modo, la anula. La verdad es muy otra. Sólo tal concepción de la vida da plena importancia a todos los problemas de la realidad temporal. Abre la posibilidad de situarlos bien en la existencia del hombre. Y una cosa es segura: tal concepción de la vida no permite encerrar al hombre en las cosas de la temporalidad, no permite subordinarlo completamente a ellas Decide su libertad.