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Homilías y comentarios bíblicos
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Jn 14, 27-31a: Una Paz como no la da al mundo

/ 20 mayo, 2014 / San Juan

Espíritu Santo Paz

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1 El Texto (Jn 14, 27-31a)
2 Catena Aurea: comentarios de los Padres de la Iglesia por versículos
2.1 San Agustín In Ioannem tract., 77-79
2.2 Crisóstomo In Ioannem hom., 74
2.3 San Hilario De Trin. lib. 9
3 Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
3.1 San Juan Pablo Magno, papa
3.1.1 Catequesis, Audiencia general, 21-01-2004 : Los frutos de la paz verdadera
3.1.2 Catequesis, Audiencia general, 29-05-1991 : El Espíritu Santo, fuente de la paz
3.1.3 Catequesis, Audiencia general, 08-06-1988 : Amor al Padre, amor al hombre
3.1.4 Catequesis, Audiencia general, 23-03-1988 : ¿El Hijo es inferior al Padre?
3.1.5 Catequesis, Audiencia general, 24-06-1987 : Misión común del Padre y del Hijo
3.1.6 Homilía, Bogotá, 02-07-1986 : Desterrar el resentimiento
3.2 San Juan XXIII, papa Discursos, vol. V, p. 210
3.3 Francisco, papa
3.3.1 Regina Coeli, 07-04-2013 : De qué es fruto la Paz
3.4 Benedicto XVI, papa
3.4.1 Ángelus, 01-01-2013 : Armas para obtener la paz
3.5 Joseph Ratzinger, Meditaciones de Semana Santa, 1969

El Texto (Jn 14, 27-31a)

27 Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde.
28 Habéis oído que os he dicho: “Me voy y volveré a vosotros.” Si me amarais, os alegraríais de que me fuera al Padre, porque el Padre es más grande que yo.
29 Y os lo digo ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis.
30 Ya no hablaré muchas cosas con vosotros, porque llega el Príncipe de este mundo. En mí no tiene ningún poder;
31a pero ha de saber el mundo que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado.

Catena Aurea: comentarios de los Padres de la Iglesia por versículos

San Agustín In Ioannem tract., 77-79

27. «Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde.» Nos deja la paz en este mundo, con cuya ayuda vencemos al enemigo, y para que también aquí nos amemos mutuamente. Nos dará su paz en la vida futura, cuando reinaremos sin enemigos, y donde nunca podremos disentir entre nosotros. Y El mismo es nuestra paz, ahora que creemos que es y cuando le veamos tal cual es. Mas ¿por qué, cuando dice «La paz os dejo», no añade mía, y sí, cuando dice: Os doy? ¿Acaso habrá que sobreentender mía donde no se dijo? ¿O es que hay aquí algún sentido oculto? Quiso significar por su paz aquella que El tiene, y porque la paz que nos dejó en este mundo más bien puede llamarse nuestra que de El. Nada hay que esté en lucha con El, porque está completamente exento de pecado, y nosotros, en cambio, tenemos la paz que es compatible con el estado en que tenemos que decir: Perdónanos nuestras deudas (Mt 6,12). Pero también hay paz entre nosotros, porque sabemos del mutuo amor que nos tenemos. Pero ni aun esta paz es completa, porque no vemos mutuamente los pensamientos de nuestros corazones. Tampoco se me oculta que estas palabras del Señor pueden considerarse como repetición de un mismo pensamiento. Y al proseguir el Señor: «No os la doy yo como la da el mundo», ¿qué otra cosa es esto sino no como la dan los hombres que aman al mundo? Estos se conceden la paz a fin de gozar del mundo sin molestias; y cuando conceden la paz a los justos, de tal manera que dejan de perseguirlos, la paz no puede ser verdadera donde no hay verdadera concordia, porque sus corazones están muy separados.

Porque es la paz serenidad en el entendimiento, tranquilidad de ánimo, sencillez de corazón, vínculo de amor y consorcio de caridad, sin que pueda llegar a la heredad del Señor quien no quisiere observar el testamento de la paz, ni puede estar conforme con Cristo el que no lo esté con el cristiano (De verb. Dom. serm., 59).

«No se turbe vuestro corazón ni se acobarde». Podía turbarse y temblar el corazón de ellos, porque se ausentaba (aunque había de volver), y acaso entre tanto el lobo invadiría el rebaño por la ausencia del pastor.

28. «Habéis oído que os he dicho: “Me voy y volveré a vosotros.”» Iba en tanto que era hombre, más permanecía en cuanto era Dios. ¿Por qué así turbarse y temblar su corazón, cuando si bien se ocultaba a la vista, no abandonaba al corazón? Y para que comprendiesen que al decir que se iba hablaba en cuanto hombre, dijo: «Si me amarais, os alegraríais de que me fuera al Padre, porque el Padre es más grande que yo.» Por lo mismo de que el Hijo no era igual al Padre, por eso irá al Padre, desde el cual vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos. Mas también por lo mismo que es igual al Generador, no se separa del Padre, sino que está con El todo en todas partes, con igual divinidad, la cual no ocupa lugar. El mismo Hijo de Dios, igual al Padre en la forma de Dios (porque se anonadó no dejando la forma de Dios, sino tomando la de siervo), es también mayor a sí mismo, porque la forma de Dios, no perdida, es superior a la de siervo, tomada. Esta, pues, es la forma de siervo, respecto de la que el Hijo de Dios es menor, no sólo al Padre, sino también al Espíritu Santo. También respecto de esta forma de siervo, Cristo era inferior a sus propios padres, cuando siendo niño les estaba sometido según dice el Evangelio. Reconozcamos, pues, la doble naturaleza de Cristo: la una por la cual es igual al Padre, que es la divina, y la humana, que le hace inferior al Padre. Una y otra naturaleza no constituyen dos, sino un solo Cristo, porque Dios no es cuaternidad, sino Trinidad. Dijo asimismo: «Si me amarais, os alegraríais, porque voy al Padre», en atención a que la naturaleza humana merecía albricias por haber sido tomada por el Verbo Unigénito, que la había de hacer inmortal en el cielo, y hasta tal punto se había de sublimar en la tierra, que el polvo incorruptible se sentaría a la derecha del Padre. ¿Quién, que ame a Cristo en tal manera, no había de alegrarse, viendo su naturaleza elevada a grado inmortal, y esperando para sí gloria semejante por Cristo?

29. «Y os lo digo ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis.» ¿Cómo es esto? ¿Pues no debe creer el hombre, antes que suceda, todo aquello que tiene obligación de creer? En verdad que el mérito de la fe está en que no se vea aquello que se cree. Porque si bien se dijo: «Porque viste, creíste» (Jn 20,29), aquel a quien esto se dijo, no creyó lo mismo que vio: vio al hombre y creyó en Dios. Mas aunque se dice que se creen las cosas que se ven, como suele decir cada cual que ha creído con los ojos, sin embargo, no es ésta la fe que se edifica en nosotros, sino que por las cosas que vemos se opera en nosotros la creencia de aquellas que no se ven. Dice: «Cuando haya sucedido», porque después de la muerte, lo habían de ver vivo y subiendo al Padre. Y visto esto, habrían de creer que El es el Cristo, Hijo de Dios, porque pudo hacer esto y predecirlo antes que sucediese. Y habían de creer esto, no por una fe nueva, sino por la misma fe aumentada. O mejor, con una fe que faltó cuando murió, pero que renació con la resurrección.

30b-31a. «… porque llega el Príncipe de este mundo.» ¿Quién sino el diablo? Pero el diablo no es príncipe de las criaturas, sino de los pecadores. De aquí, cuando el Apóstol dice: «Contra los rectores del mundo» (Ef 6,12), expone en seguida lo que entiende por mundo: «De estas tinieblas», esto es, de los hombres impíos. «En mí no tiene ningún poder» ; porque ni Dios había venido con pecado, ni la Virgen había parido su carne de la descendencia del pecado. Y como si alguien le objetase: ¿Entonces cómo vas tú a morir, no teniendo pecado, cuando sólo éste es merecedor de la muerte? Continúa: «pero ha de saber el mundo que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado».

Pero que el Hijo sea obediente a la voluntad y precepto del Padre, no prueba, ni aun en los hombres, desigualdad de naturaleza, porque Cristo no sólo es Dios, por cuya naturaleza es igual al Padre, sino también hombre, por cuya naturaleza es menor que el Padre (Contra Arianos cap. 11).

Crisóstomo In Ioannem hom., 74

27. Como los discípulos al oír que el Señor se iba se turbaban pensando que después de su ausencia les amenazaban rencores y luchas, los consuela de nuevo diciendo: «Os dejo la paz, mi paz os doy.»

La paz exterior sirve muchas veces para el mal, y no aprovecha de nada a los que la tienen.

Como había dicho: «Os dejo la paz» (Jn 14,27) (cosa propia del que se ausenta), pudiendo esto turbarlos, dice: «No se turbe vuestro corazón ni se acobarde», porque esto lo sufrían por el amor y aquello por el miedo.

28. Aún no conocían los Apóstoles lo que significaba aquella resurrección que había predicho, diciendo «me voy y volveré a vosotros», ni tenían un concepto adecuado de El, sino que juzgaban que el Padre era superior. Quiere, pues, decirles: Aunque tembláis por mi causa, creyendo que yo no me basto para auxiliarme a mí mismo, ni confiáis en que de nuevo os veré después de la cruz, sin embargo, oyendo que voy al Padre, convenía que os alegraseis, porque voy hacia un ser superior, capaz de destruir todo lo que me molesta. Todas estas cosas se dirigían a la debilidad de los discípulos. Por eso añade: «Y os lo digo ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis.»

San Hilario De Trin. lib. 9

28b. «… porque el Padre es más grande que yo.» Si por la autoridad del donante el Padre es mayor que yo, ¿acaso se aminora el Hijo por la confesión de esta donación? El donante es mayor, en efecto, pero ya no es menor al que se le concede el que sea uno con El.

30. Aduce el mérito de la gloria que había de recibir, diciendo: «Ya no hablaré muchas cosas con vosotros.»


Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia

San Juan Pablo Magno, papa

Catequesis, Audiencia general, 21-01-2004 : Los frutos de la paz verdadera

SEMANA DE ORACIÓN POR LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS

1. «Mi paz os dejo» (Jn 14, 27). [Estas] palabras que pronunció Jesús durante la última Cena, son en cierto sentido  su testamento espiritual. La promesa que hizo a sus discípulos se realizará en plenitud en la Resurrección de Cristo. Al aparecerse a los Once en el Cenáculo, les dirigirá tres veces el saludo:  «¡Paz a vosotros!» (Jn 20, 19).

Por tanto, el don que hace a los Apóstoles no es una «paz» cualquiera, sino que es la misma paz de Cristo:  «mi paz», como dice él. Y para que lo comprendan bien, les explica de manera más sencilla:  Os doy mi paz, «no como la da el mundo» (Jn 14, 27).

El mundo, hoy como ayer, anhela la paz, necesita paz, pero a menudo la busca con medios inadecuados, en ocasiones incluso recurriendo a la fuerza o con el equilibrio de potencias contrapuestas. En esas situaciones, el hombre vive con el corazón turbado por el miedo y la incertidumbre. En cambio, la paz de Cristo reconcilia las almas, purifica los corazones y convierte las mentes.

Se siente cada vez más la exigencia de una profunda espiritualidad de paz y de pacificación… en todos los cristianos. En efecto, la causa de la unidad atañe a todos los creyentes, llamados a formar parte del único pueblo de los redimidos por la sangre de Cristo derramada en la cruz. No debemos desalentarnos ante las dificultades, antiguas y nuevas, que se presentan, sino afrontarlas con paciencia y comprensión, contando siempre con la ayuda de Dios. 

Amadísimos hermanos y hermanas, sintámonos fuertemente estimulados a esmerarnos por ser auténticos «constructores de paz» (cf. Mt 5, 9) en los ambientes en que vivimos.

Nos ayude y acompañe en este itinerario de reconciliación y de paz la Virgen María, que en el Calvario fue testigo del sacrificio redentor de Cristo.

Catequesis, Audiencia general, 29-05-1991 : El Espíritu Santo, fuente de la paz

1. La paz el gran deseo de la humanidad de nuestro tiempo. Lo es de dos formas fundamentales: la exclusión de la guerra como medio de solución de las diferencias entre los pueblos ―o entre los Estados― y la superación de los conflictos sociales mediante la realización de la justicia. ¿Cómo negar que la difusión de estos sentimientos representa ya un progreso de la psicología social, de la mentalidad política y de la misma organización de la convivencia nacional e internacional? La Iglesia que ―especialmente frente a las recientes experiencias dramáticas― no hace sino predicar e invocar la paz, no puede menos de alegrarse cuando constata los nuevos logros del derecho, de las instituciones sociales y políticas y, más a fondo, de la misma conciencia humana acerca de la paz.

Sin embargo, persisten también en nuestro mundo conflictos profundos que son el origen de muchas disputas étnicas y culturales, además de económicas y políticas. Para ser realistas y leales, no se puede menos de reconocer la dificultad, es más, la imposibilidad de conservar la paz sin un principio más elevado que actúe profundamente en los ánimos con fuerza divina.

2. Según la doctrina revelada, este principio es el Espíritu Santo, que comunica a los hombres la paz espiritual, la paz íntima, que se expande como paz en la sociedad.

Es Jesús mismo quien, hablando a los discípulos en el Cenáculo, anuncia su paz («os dejo la paz»: Jn 14, 27): paz comunicada a los discípulos con el don del Espíritu Santo, que establece en los corazones dicha paz. En efecto, en el texto de Juan la promesa de la paz sigue a la promesa de la venida del Paráclito (cf. Jn 14, 26). La obra pacificadora de Cristo se realizará por medio del Espíritu Santo, enviado para llevar a pleno cumplimiento la misión del Salvador.

3. Hay que notar que la paz de Cristo se anuncia y ofrece con el perdón de los pecados, como se observa en las palabras de Jesús resucitado a los discípulos: «La paz con vosotros (…) Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados» (Jn 20, 21-23). Se trata de la paz que es el efecto del sacrificio redentor consumado en la cruz, que alcanza su cumplimiento en la glorificación de Cristo.

Ésta es la primera forma de paz que los hombres necesitan: la paz conseguida con la superación del obstáculo del pecado. Es una paz que sólo puede venir de Dios, con el perdón de los pecados mediante el sacrificio de Cristo. El Espíritu Santo, que realiza este perdón en los individuos, es para los hombres principio operativo de la paz fundamental que reconcilia con Dios.

4. Según san Pablo, la paz es «fruto del Espíritu Santo», relacionado con el amor: «Fruto del Espíritu es amor, alegría, paz…» (Ga 5, 22). Se contrapone a las obras de la carne, entre las cuales ―según el Apóstol― figuran «discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias…» (Ga 5, 20). Se trata de un conjunto de obstáculos que son, ante todo, interiores, y que impiden la paz del alma y la paz social. Precisamente porque transforma las disposiciones íntimas, el Espíritu Santo suscita un comportamiento fundamental de paz también en el mundo. Pablo dice de Cristo que «es nuestra paz» (Ef 2, 14), y explica que Cristo hizo la paz y reconcilió a todos los hombres con Dios por medio de su sacrificio, del que nació un solo hombre nuevo, sobre las cenizas de las divisiones y las enemistades entre los hombres. Pero el mismo Apóstol agrega que esta paz se realiza en el Espíritu Santo: «Por medio de Cristo, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu» (Ef 2, 18). Se trata siempre de la única paz verdadera de Cristo, pero infundida y vivida en los corazones bajo el impulso del Espíritu Santo.

5. En la carta a los Filipenses, el Apóstol habla de la paz como de un don concedido a quienes, aún en medio de las angustias de la vida, se dirigen a Dios «mediante la oración y la súplica, acompañadas de la acción de gracias… y asegura: «La paz de Dios, que supera todo conocimiento, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús» (Flp 4, 6-7).

La vida de los santos es un testimonio y una prueba de este origen divino de la paz. Se muestran íntimamente serenos en medio de las pruebas más dolorosas y de las tormentas que parecen abatirlos. Algo ―o mejor, Alguien― está presente y obra en ellos para protegerlos del oleaje de las vicisitudes externas y de su misma debilidad y miedo. Es el Espíritu Santo el autor de esa paz que es fruto del amor, que él infunde en los corazones (cf. santo Tomás, II-II, q. 29, aa. 3-4).

6. Según san Pablo, «el Reino de Dios (…) es justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo» (Rm 14, 17). El Apóstol formula este principio cuando recomienda a los cristianos que no juzguen con malevolencia a los más débiles de entre ellos, quienes no lograban liberarse de ciertas imposiciones de prácticas ascéticas fundadas en una idea falsa de la pureza, como por ejemplo la prohibición de comer carne y de beber vino, costumbre de algunos paganos (como los pitagóricos) y también de algunos judíos (como los esenios). Pablo invita a seguir la regla de una conciencia iluminada y cierta (cf. Rm 14, 5-6. 23), pero, sobre todo, la inspiración de la caridad, que debe regular la conducta de los fuertes: «Nada hay de suyo impuro (…). Ahora bien, si por un alimento tu hermano se entristece, tú no procedes ya según la caridad. ¡Que por tu comida no destruyas a aquel por quien murió Cristo!» (Rm 14, 14-15).

Por consiguiente, Pablo recomienda no crear, perturbaciones en la comunidad, no suscitar conflictos y no escandalizar a los demás: «Procuremos (…) lo que fomente la paz y la mutua edificación» (Rm 14, 19), exhorta. Cada cual debe preocuparse por conservar la armonía, evitando usar la libertad del cristiano de manera tendenciosa que hiera y perjudique al prójimo. El principio que enuncia el Apóstol es éste: la caridad debe regular y disciplinar a la libertad. Al tratar un problema particular, Pablo enuncia el principio general: «El reino de Dios es paz en el Espíritu Santo».

7. El cristiano debe empeñarse, por tanto en secundar la acción del Espíritu Santo, alimentando en el alma las «tendencias del espíritu que son vida y paz» (Rm 8, 6). De aquí las repetidas exhortaciones del Apóstol a los fieles, para «conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz» (Ef 4, 3), para comportarse «con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor» (Ef 4, 3) y para abandonar cada vez más las «tendencias de la carne que llevan al odio a Dios» y que están en conflicto con las del Espíritu, que «son paz» (Rm 8, 6-7). Sólo si están unidos en «el vínculo de la paz», los cristianos se muestran «unidos en el Espíritu» y son seguidores auténticos de aquel que vino al mundo para traer la paz.

El deseo del Apóstol es que reciban de Dios el gran don, que es un elemento esencial de la vida en el Espíritu: «El Dios de la esperanza os colme de todo gozo y paz en vuestra fe (…) por la fuerza del Espíritu Santo» (Rm 15, 13).

8. Al concluir esta catequesis, quiero desear también yo a todos los cristianos, a todos los hombres, la paz en el Espíritu Santo. Y recordar una vez más que, según la enseñanza de Pablo y el testimonio de las almas santas, el Espíritu Santo hace reconocer sus inspiraciones mediante la paz íntima que ellos llevan en el corazón. Las sugerencias del Espíritu Santo van en el sentido de la paz, no en el de la turbación, la discordia, la disensión y la hostilidad frente al bien. Puede haber una legítima diversidad de opiniones sobre puntos particulares y sobre los medios para alcanzar un fin común; pero la caridad, participación en el Espíritu Santo, impulsa hacia la concordia y la unión profunda en el bien que quiere el Señor. San Pablo es categórico: «Dios no es un Dios de confusión, sino de paz» (1 Col 4, 33).

Esto vale, obviamente, para la paz de los ánimos y de los corazones en el seno de las comunidades cristianas. Pero cuando el Espíritu Santo reina en los corazones, los estimula a hacer todos los esfuerzos por establecer la paz en las relaciones con los demás, en todos los niveles: familiar, cívico, social político, étnico, nacional e internacional (cf. Rm 12, 18; Hb 12, 14). En particular, estimula a los cristianos a una obra de mediación sabia en la búsqueda de la reconciliación entre las gentes en conflicto y de la adopción del diálogo como medio que hay que emplear contra las tentaciones y las amenazas de la guerra.

Oremos a fin de que los cristianos, la Iglesia y todos los hombres de buena voluntad ¡se empeñen cada vez más en la obediencia fiel al Espíritu de la paz!

Catequesis, Audiencia general, 08-06-1988 : Amor al Padre, amor al hombre

4. Cristo es el «testigo fiel». Esta fidelidad —en la búsqueda exclusiva de la gloria del Padre, no de la propia— brota del amor que pretende probar: «Ha de saber el mundo que amo al Padre» (Jn 14, 31). Pero su revelación del amor al Padre incluye también su amor a los hombres. Él «pasa haciendo el bien» (cf. Act 10, 38). Toda su misión terrena está colmada de actos de amor hacia los hombres, especialmente hacia los más pequeños y necesitados. «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados y yo os daré descanso» (Mt 11, 28). «Venid»: es una invitación que supera el circulo de los coetáneos que Jesús podía encontrar en los días de su vida y de su sufrimiento sobre la tierra; es una llamada para los pobres de todos los tiempos, siempre actual, también hoy, siempre volviendo a brotar en los labios y en el corazón de la Iglesia.

9. Como «testigo fiel» Jesús ha cumplido la misión recibida del Padre en la profundidad del misterio trinitario. Era una misión eterna, incluida en el pensamiento del Padre que lo engendraba y predestinaba a cumplirla «en la plenitud de los tiempos» para la salvación del hombre —de todo hombre— y para el bien perfecto de toda la creación. Jesús tenía conciencia de esta misión suya en el centro del plan creador y redentor del Padre; y, por ello, con todo el realismo de la verdad y del amor traídos al mundo, podía decir: «Cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32).

Catequesis, Audiencia general, 23-03-1988 : ¿El Hijo es inferior al Padre?

5. […] Podemos saborear toda la densidad de la página del Papa San León Magno en su Carta al obispo Flaviano de Constantinopla (Tomus Leonis, 13 de junio, 449), que fue como la premisa del Concilio de Calcedonia y que resume el dogma cristológico de la Iglesia antigua:

«…el Hijo de Dios, bajando de su trono celeste, pero no alejándose de la gloria del Padre, entra en las flaquezas de este mundo, engendrado por nuevo orden, por nuevo nacimiento… Porque Él que es verdadero Dios es también verdadero hombre, y no hay en esta unidad mentira alguna, al darse juntamente (realmente) la humildad del hombre y la alteza de la divinidad. Pues al modo que Dios no se muda por la misericordia (con la que se hace hombre), así tampoco el hombre se aniquila por la dignidad (divina). Una y otra forma, en efecto, obra lo que le es propio en comunión con la otra, es decir, que el Verbo obra lo que pertenece al Verbo, la carne cumple lo que atañe a la carne. Uno de ellos resplandece por los milagros, el otro sucumbe por las injurias. Y así como el Verbo no se aparta de la igualdad de la gloria paterna, así tampoco la carne abandona la naturaleza de nuestro género». Y, después de referirse a numerosos textos evangélicos que constituyen la base de su doctrina, San León concluye: «No es de la misma naturaleza decir: ‘Yo y el Padre somos uno’ (Jn 10, 30), que decir: ‘El Padre es más grande que Yo´ (Jn 14, 28). De hecho, aunque en el Señor Jesucristo haya una sola persona de Dios y del hombre, sin embargo, una cosa es aquello de lo que se deriva para el uno y para el otro la ofensa, y otra cosa es aquello de lo que emana para el uno y para el otro la gloria. De nuestra naturaleza Él tiene una humanidad inferior al Padre; del Padre le deriva una divinidad igual a la del Padre» (cf. DS, 294-295).

Estas formulaciones del dogma cristológico, aún pudiendo aparecer difíciles, encierran y dejan traslucir el misterio del Verbum caro factum, anunciado en el prólogo del Evangelio de San Juan ante el cual sentimos la necesidad de postrarnos en adoración junto con aquellos altos espíritus que lo han honrado también con sus estudios y reflexiones para nuestra utilidad y la de toda la Iglesia.

Catequesis, Audiencia general, 24-06-1987 : Misión común del Padre y del Hijo

7. […] Cristo ha sido entregado por nosotros, como leemos en Jn 3, 16; ha sido “entregado” en sacrificio “por todos nosotros” (Rom 8 32). El Padre “envió a suHijo, como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10). El Símbolo profesa esta misma verdad: “Por nosotros los hombres y por nuestra salvación (el Verbo de Dios) bajó del cielo”.

8. La verdad sobre Jesucristo como Hijo enviado por el Padre para la redención del mundo, para la salvación y la liberación del hombre prisionero del pecado (y por consiguiente de las potencias de las tinieblas), constituye el contenido central de la Buena Nueva. Cristo Jesús es el “Hijo unigénito” (Jn 1, 18), que, para llevar a cabo su misión mesiánica “no reputó como botín (codiciable) el ser igual a Dios, antes se anonadó tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres… haciéndose obediente hasta la muerte” (Flp 2, 6-8). Y en esta situación de hombre, de siervo del Señor, libremente aceptada, proclamaba: “El Padre es mayor que yo” (Jn 14, 28), y: “Yo hago siempre lo que es de su agrado” (Jn 8, 29).

Pero precisamente esta obediencia hacia el Padre, libremente aceptada, esta sumisión al Padre, en antítesis con la “desobediencia” del primer Adán, continúa siendo la expresión de la unión más profunda entre el Padre y el Hijo, reflejo de la unidad trinitaria: “Conviene que el mundo conozca que yo amo al Padre y que según el mandato que me dio el Padre, así hago” (Jn 14, 31). Más todavía, esta unión de voluntades en función de la salvación del hombre, revela definitivamente la verdad sobre Dios, en su Esencia íntima: el Amor; y al mismo tiempo revela la fuente originaria de la salvación del mundo y del hombre: la “Vida que es la luz de los hombres” (cf. Jn 1, 4).

Homilía,  Bogotá, 02-07-1986 : Desterrar el resentimiento

VIAJE APOSTÓLICO COLOMBIA

1. […] Jesús resucitado, Pan de vida y Príncipe de la Paz, se hace presente entre nosotros y hace presente su misterio pascual, para decirnos una vez más, pero siempre con el mismo amor: “La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo” (Jn 14, 27).

Las palabras de Jesús, su presencia real en el sacramento eucarístico que estamos celebrando en este altar… inundan de luz nuestros propios corazones para que apreciemos cada vez más y convirtamos en inspiración de nuestras vidas los bienes que Cristo nos dejó: ¡su herencia de paz!

2. […] La paz que Cristo nos promete (Jn 14, 27)  y nos comunica es “la salvación de nuestro Dios” (Is 52, 10).  La gracia del bautismo nos configura con Cristo, nos hace semejantes a El, nos reviste de El, hasta participar en su misma filiación divina, como nos ha enseñado San Pablo: “Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo” (Ga 3, 26-27.  Y si todos somos hijos de Dios, hermanos de Cristo Jesús, por haber recibido el mismo bautismo y el mismo Espíritu, y por haber participado en el mismo “Pan de vida” (Jn 6, 48),  ¿no es verdad que la paz debe ser una realidad en todos los corazones, en todas vuestras familias y en toda vuestra patria?

4. Durante la última Cena, que nosotros conmemoramos ahora, Jesús, al prometernos como herencia su paz y su salvación, nos indicó el requisito que hemos de poner por parte nuestra: el amor. Este amor es un don suyo y es también colaboración nuestra. En realidad, es el fruto del Espíritu Santo enviado por Jesús de parte del Padre. Oigamos las palabras del Señor, que ahora repite para cada uno de nosotros: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él… El Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo” (Jn 14, 23-26).

Sí, amadísimos hermanos, el bien de la salvación —que es paz, gracia y perdón— brota, como de un manantial inagotable, de esa inhabitación de Dios en nosotros por el amor. El “Dulce huésped del alma”, inundando los corazones de su gracia y de su amor, anticipa ya en ellos el comienzo de la vida eterna, que consiste en la paz duradera dentro de las personas, de las familias y de los pueblos. La vida eterna, en efecto, es la presencia feliz y la permanencia del hombre en Dios mediante el amor. A esta vida eterna estamos llamados en Jesucristo, a ella nos conduce interiormente el Espíritu Santo Paráclito mediante su acción santificante.

[…] La paz que Cristo nos prometió y nos dejó en herencia es su propia paz, en contraposición a la falsa paz que prometen los ídolos de este mundo (cf. Jn 14, 27).  ¡Ojalá cada uno de vosotros y cada una de vuestras comunidades y familias goce de la paz que Cristo nos regala! Y que todos seáis sembradores de la paz, sin fronteras de tiempo y lugar.

Esta paz, fruto del amor entre Dios y los hombres, y obra de la justicia, es el bien mesiánico por excelencia; la primicia de la salvación y de la liberación definitiva que todos anhelamos.

La paz de Cristo es diversa de la del mundo, que se desvanece y agota en el bienestar efímero, en alegrías y placeres pasajeros.  La paz de Cristo no ahorra en verdad pruebas y tribulaciones, pero es siempre fuente de serenidad y de felicidad, porque lleva consigo la plenitud de vida, que mana a raudales de la presencia del Señor en los corazones. Si el nacimiento de Cristo fue el evento de paz para los hombres (cf. Lc 2, 14),  su “vuelta” o “paso” hacia el Padre, por la muerte y resurrección, se convirtió en la fuente de este don que es exclusivo de Cristo: “La paz os dejo, mi paz os doy” (Jn 14, 27).  He ahí el don que el Señor comunica a todos los hombres de buena voluntad.

8. […] No puedo menos de alentaros, a todos sin excepción, a proseguir sin descanso por derroteros de paz, conscientes de que ésta, sin dejar de ser tarea humana, es primordialmente un don de Dios. Reducirse pues a promover sólo proyectos limitados y humanos de paz, equivaldría a ir en pos de fracasos y desilusiones. Para llevar a cabo esta tarea inmensa de lograr la paz —que exige perdón y reconciliación—, el primer paso, que estoy seguro que daréis cada uno de vosotros, es el de desterrar de los corazones cualquier residuo de rencor y de resentimiento. Los años de violencia han producido heridas personales y sociales que es necesario restañar. La violencia que siega tantas vidas inocentes tiene su origen en el corazón de los hombres. Por esto un corazón que reza de verdad el “Padre nuestro” y que se convierte a Dios, rechazando el pecado, no es capaz de sembrar la muerte entre los hermanos.

9. ¿Quién puede negarse a perdonar cuando sabe que él mismo ha sido ya perdonado repetidas veces por la misericordia de Dios? “La paz comienza en el corazón del hombre que acepta la ley divina, que reconoce a Dios como Padre y a los demás hombres como hermanos” (Discurso a los obispos colombianos en visita «ad limina Apostolorum», 22 de febrero de 1985).

“Bienaventurados los constructores de la paz porque se llamarán hijos de Dios” (Mt 5, 9).  La paz es una obra ingente, que requiere un perpetuo quehacer por parte de todos… Y por que supone un perpetuo quehacer, realmente superior a las solas fuerzas humanas, vuestros templos y santuarios, dedicados muchos de ellos a Cristo y a la Santísima Virgen, deben convertirse en centros de oración comunitaria y comprometida por la paz.

10. Por desgracia, muchos hombres en el mundo contemporáneo se han dejado seducir por la tentación de la violencia armada, hasta llegar en muchas partes a los extremos insensatos del terrorismo que sólo deja tras de sí desolación y muerte. Desde [aquí] hago un llamado vehemente a quienes continúan por el camino de la guerrilla, para que orienten sus energías —inspiradas acaso por ideales de justicia— hacia acciones constructivas y reconciliadoras que contribuyan verdaderamente al progreso del país. Os exhorto a poner fin a la destrucción y a la muerte de tantos inocentes en campos y ciudades.

Hermanos y hermanas queridísimos, gracias a vuestro compromiso de haceros constructores de la paz, la salvación de Cristo ya empieza a ser realidad: “Porque los confines de la tierra verán la salvación de nuestro Dios” (Is 52, 10).

Doy gracias al Señor, junto con vosotros, por la obra de salvación, que se ha realizado aquí… Encomiendo el futuro de la Iglesia y de la sociedad a María, fiel a los designios salvíficos del Padre, Madre virginal de Cristo, instrumento de gozo en el Espíritu Santo y Reina de la Paz. Como Jesús os digo: “La paz os dejo, mi paz os doy… No se turbe vuestro corazón ni se acobarde” (Jn 14, 27).

¡Pueblo de Dios! “Ya reina tu Dios” en esta tierra (cf. Is 52, 7).  ¡Tú Dios reina! Así sea.

San Juan XXIII, papa Discursos, vol. V, p. 210

«Mi paz os doy» (Jn 14,27)

Príncipe de la paz, Jesús resucitado, mira con benevolencia a la humanidad entera. Sólo de Tï, espera ayuda y socorro. Como en tiempos de tu vida terrena, siempre prefieres a los pequeños, los humildes, los que sufren. Siempre vas buscando a los pecadores. Haces que todos te invoquen y te encuentran, para que tengan en Tí el camino, la verdad y la vida (Jn 14,6). Concedenos tu paz, cordero inmolado por nuestra salvación (Ap 5,6); (Jn 1,29): «¡Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo, dános la paz!»

He aquí, Jesús, nuestra oración: aleja del corazón de los hombres todo aquello que pueda comprometer su paz, confirmales en verdad, la justicia y el amor fraterno. Ilumina a los dirigentes; que sus esfuerzos por el bienestar de los pueblos, estén unidos en el esfuerzo para asegurar la paz. Enciende el deseo de todos para derribar las barreras que nos dividen, con el fin de fortalecer los vínculos de la caridad. Enciende la voluntad de todos para que estemos dispuestos a comprender, compartir y perdonar, con el fin de que todos estemos unidos en tu nombre y que triunfe en los corazones,las familias, el mundo entero, la paz, tu paz.

Francisco, papa

Regina Coeli, 07-04-2013 : De qué es fruto la Paz

[La paz que ofrece el Señor] no es un saludo ni una sencilla felicitación: es un don; más aún, el don precioso que Cristo ofrece a sus discípulos después de haber pasado a través de la muerte y los infiernos. Da la paz, como había prometido: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo» (Jn 14, 27). Esta paz es el fruto de la victoria del amor de Dios sobre el mal, es el fruto del perdón. Y es justamente así: la verdadera paz, la paz profunda, viene de tener experiencia de la misericordia de Dios.

[…] A los Apóstoles Jesús dio, junto a su paz, el Espíritu Santo para que pudieran difundir en el mundo el perdón de los pecados, ese perdón que sólo Dios puede dar y que costó la Sangre del Hijo (cf. Jn 20, 21-23). La Iglesia ha sido enviada por Cristo Resucitado a trasmitir a los hombres la remisión de los pecados, y así hacer crecer el Reino del amor, sembrar la paz en los corazones, a fin de que se afirme también en las relaciones, en las sociedades, en las instituciones. Y el Espíritu de Cristo Resucitado expulsa el temor del corazón de los Apóstoles y les impulsa a salir del Cenáculo para llevar el Evangelio. ¡Tengamos también nosotros más valor para testimoniar la fe en el Cristo Resucitado! ¡No debemos temer ser cristianos y vivir como cristianos! Debemos tener esta valentía de ir y anunciar a Cristo Resucitado, porque Él es nuestra paz, Él ha hecho la paz con su amor, con su perdón, con su sangre, con su misericordia.

Benedicto XVI, papa

Ángelus, 01-01-2013 : Armas para obtener la paz

[Jesucristo] el Verbo de Dios hecho carne, ha venido a traer a los hombres una paz que el mundo no puede dar (cf. Jn 14, 27). Su misión es derribar el «muro de la enemistad» (cf. Ef 2, 14). Y cuando en las orillas del lago de Galilea Él proclama sus «Bienaventuranzas», entre ellas está también «bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5, 9). ¿Quiénes son los que trabajan por la paz? Son todos aquellos que, día a día, tratan de vencer el mal con el bien, con la fuerza de la verdad, con las armas de la oración y del perdón, con el trabajo honesto y bien hecho, con la investigación científica al servicio de la vida, con las obras de misericordia corporales y espirituales. Los que trabajan por la paz son muchos, pero no hacen ruido. Como la levadura en la masa, hacen crecer la humanidad según el designio de Dios.

Joseph Ratzinger, Meditaciones de Semana Santa, 1969

«Me voy, pero volveré a vosotros» (Jn 14, 28)

El evangelista Juan remonta ambos sacramentos [del bautismo y de la eucaristía] a la cruz: los ve brotar del costado abierto del Señor (19,34) y descubre allí el cumplimiento de una palabra de Jesús en su discurso de despedida: «me voy y volveré» (griego). » Por lo tanto, vengo; sí, mi partida – la muerte sobre la cruz – es también mi regreso».

Mientras vivimos, nuestro cuerpo no es sólo el puente que nos une unos a otros, es también la barrera que nos separa, nos encierra en el reducto infranqueable de nosotros mismos… Su costado abierto es el símbolo de la nueva apertura que el Señor se granjeó en la muerte. En lo sucesivo, se quita la barrera de su cuerpo: la sangre y el agua fluyen de su costado a través de la historia en un flujo inmenso; como Resucitado, es el espacio abierto que nos convida a todos.

Su vuelta no es un acontecimiento lejano, situado al final de los tiempos: comenzó a la hora de su muerte, de donde vino a nosotros, de un modo totalmente nuevo. Así, en la muerte del Señor, se cumplió el destino del grano de trigo: si no es enterrado en tierra, queda infecundo, pero si cae en tierra y muere, da mucho fruto (Jn 12,24). Todos nosotros, todavía vivimos del fruto de este grano de trigo que murió. En el pan de la eucaristía, recibimos la multiplicación inagotable de los panes del amor de Jesucristo, bastante rico para saciar el hambre de todos los siglos.

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