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Homilías y comentarios bíblicos
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Lc 1, 39-56 – La Visitación

/ 29 mayo, 2016 / San Lucas
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1 Texto Bíblico
2 Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
2.1 Padres Griegos
2.1.1 Homilía: Cuando aparece María el alma desborda de gozo
2.2 Juan Pablo II
2.2.1 Dives in Misericordia: La Madre de la Misericordia
3 Uso Litúrgico de este texto (Homilías)

Texto Bíblico

39 En aquellos mismos días, María se levantó y se puso en camino de prisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá; 40 entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. 41 Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel de Espíritu Santo 42 y, levantando la voz, exclamó: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! 43 ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? 44 Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. 45 Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá».
46 María dijo:
«Proclama mi alma la grandeza del Señor,
47 se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
48 porque ha mirado la humildad de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
49 porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí: su nombre es santo,
50 y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.
51 Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón,
52 derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes,
53 a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos.
54 Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia
55 —como lo había prometido a nuestros padres— en favor de Abrahán y su descendencia por siempre».
56 María se quedó con ella unos tres meses y volvió a su casa.

Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)



Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia

Padres Griegos

Homilía: Cuando aparece María el alma desborda de gozo

«¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?» (Lc 1,43)
Hom. griega del siglo IV atribuida erróneamente a San Gregorio de Neocesarea, llamado el Taumaturgo, nº 2: PG 10, 1156s

PG

«En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre e Isabel se llenó del Espíritu Santo.» Es así como obra la voz de María, que llena a Isabel del Espíritu Santo. Como una fuente eterna, con su lengua profética anuncia a su prima un río de gracias, y hace remover y saltar de gozo los pies del niño retenido en su seno: ¡Figura de una danza maravillosa! Cuando aparece María, llena de gracias, todo desborda de gozo.

«Entonces Isabel dijo a voz en grito: ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?» Eres bendita entre las mujeres. Eres el principio de su regeneración. Nos has abierto el acceso libre al paraíso y has disipado nuestros antiguos dolores. No, después de ti, la multitud de mujeres ya no sufrirá más. Las herederas de Eva ya no temerán más su vieja maldición, ni los dolores de parto. Porque Jesucristo, el redentor de nuestra humanidad, el Salvador de toda la naturaleza, el Adán espiritual que cura las heridas del hombre terrestre, Jesucristo, sale de sus sagradas entrañas. «¡Bendita eres entre todas las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!»

Juan Pablo II

Dives in Misericordia: La Madre de la Misericordia

«Cantaré eternamente las misericordias del Señor» (Sal 89 (88), 2)
n. 9

En estas palabras pascuales de la Iglesia resuenan en la plenitud de su contenido profético las ya pronunciadas por María durante la visita hecha a Isabel, mujer de Zacarías: «Su misericordia de generación en generación» (Lc 1, 50). Ellas, ya desde el momento de la encarnación, abren una nueva perspectiva en la historia de la salvación. Después de la resurrección de Cristo, esta perspectiva se hace nueva en el aspecto histórico y, a la vez, lo es en sentido escatológico. Desde entonces se van sucediendo siempre nuevas generaciones de hombres dentro de la inmensa familia humana, en dimensiones crecientes; se van sucediendo además nuevas generaciones del Pueblo de Dios, marcadas por el estigma de la cruz y de la resurrección, «selladas» (Cfr. 2 Cor 1, 21 s) a su vez con el signo del misterio pascual de Cristo, revelación absoluta de la misericordia proclamada por María en el umbral de la casa de su pariente: «su misericordia de generación en generación» (Lc 1, 50).

Además María es la que de manera singular y excepcional ha experimentado —como nadie— la misericordia y, también de manera excepcional, ha hecho posible con el sacrificio de su corazón la propia participación en la revelación de la misericordia divina. Tal sacrificio está estrechamente vinculado con la cruz de su Hijo, a cuyos pies ella se encontraría en el Calvario. Este sacrificio suyo es una participación singular en la revelación de la misericordia, es decir, en la absoluta fidelidad de Dios al propio amor, a la alianza querida por El desde la eternidad y concluida en el tiempo con el hombre, con el pueblo, con la humanidad; es la participación en la revelación definitivamente cumplida a través de la cruz. Nadie ha experimentado, como la Madre del Crucificado el misterio de la cruz, el pasmoso encuentro de la trascendente justicia divina con el amor: el «beso» dado por la misericordia a la justicia (Cfr. Sal 85 (84), 11). Nadie como ella, María, ha acogido de corazón ese misterio: aquella dimensión verdaderamente divina de la redención, llevada a efecto en el Calvario mediante la muerte de su Hijo, junto con el sacrificio de su corazón de madre, junto con su «fiat» definitivo.

María pues es la que conoce más a fondo el misterio de la misericordia divina. Sabe su precio y sabe cuán alto es. En este sentido la llamamos también Madre de la misericordia: Virgen de la misericordia o Madre de la divina misericordia; en cada uno de estos títulos se encierra un profundo significado teológico, porque expresan la preparación particular de su alma, de toda su personalidad, sabiendo ver primeramente a través de los complicados acontecimientos de Israel, y de todo hombre y de la humanidad entera después, aquella misericordia de la que «por todas la generaciones» (Lc 1, 50) nos hacemos partícipes según el eterno designio de la Santísima Trinidad.

Los susodichos títulos que atribuimos a la Madre de Dios nos hablan no obstante de ella, por encima de todo, como Madre del Crucificado y del Resucitado; como de aquella que, habiendo experimentado la misericordia de modo excepcional, « merece » de igual manera tal misericordia a lo largo de toda su vida terrena, en particular a los pies de la cruz de su Hijo; finalmente, como de aquella que a través de la participación escondida y, al mismo tiempo, incomparable en la misión mesiánica de su Hijo ha sido llamada singularmente a acercar los hombres al amor que El había venido a revelar: amor que halla su expresión más concreta en aquellos que sufren, en los pobres, los prisioneros, los que no ven, los oprimidos y los pecadores, tal como habló de ellos Cristo, siguiendo la profecía de Isaías, primero en la sinagoga de Nazaret (Cfr. Lc 4, 18) y más tarde en respuesta a la pregunta hecha por los enviados de Juan Bautista (Cfr. Lc 7, 22).

Precisamente, en este amor «misericordioso», manifestado ante todo en contacto con el mal moral y físico, participaba de manera singular y excepcional el corazón de la que fue Madre del Crucificado y del Resucitado —participaba María—. En ella y por ella, tal amor no cesa de revelarse en la historia de la Iglesia y de la humanidad. Tal revelación es especialmente fructuosa, porque se funda, por parte de la Madre de Dios, sobre el tacto singular de su corazón materno, sobre su sensibilidad particular, sobre su especial aptitud para llegar a todos aquellos que aceptan más fácilmente el amor misericordioso de parte de una madre. Es éste uno de los misterios más grandes y vivificantes del cristianismo, tan íntimamente vinculado con el misterio de la encarnación.

«Esta maternidad de María en la economía de la gracia —tal como se expresa el Concilio Vaticano II— perdura sin cesar desde el momento del asentimiento que prestó fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz hasta la consumación perpetua de todos los elegidos. Pues asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna. Con su amor materno cuida a los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada» (LG 62).





Uso Litúrgico de este texto (Homilías)

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