Lc 4, 1-13: Las Tentaciones en el desierto
/ 17 febrero, 2013 / San Lucas
DESIERTO – TENTACIÓN – VICTORIA DE CRISTO
El desierto
La Cuaresma comienza pues en el desierto, tierra desolada e inhumana (Dt 1,19; 32,10) y en consecuencia lugar predilecto del demonio y de los endemoniados (Mc 5,3-5); pero por la experiencia de abandono que puede vivirse allí y su extensión ilimitada, tierra donde se experimenta la proximidad de Dios, para Israel (Éxodo y Os 2,16; 13,15), para Jesús y para tantos que han querido vivir esta experiencia de la cercanía de Dios.
Que esta Cuaresma sea para todos los cristianos una experiencia real de la cercanía de Dios, aun en nuestros desiertos concretos de hoy.
Cuarenta días y cuarenta noches
Bajo esta forma que repite la cifra 40, la expresión evoca directamente a Moisés, antes y después del Becerro de Oro (Ex 24,18 y || 34,28). Hay muchas otras cuarentenas en el AT. Estas «Cuaresmas» aparecen siempre como un tiempo de castigo y de prueba, pero también de penitencia y de salvación, como lo es nuestra Cuaresma: «¡Este es el tiempo favorable, éste es el día de salvación!» (2Co 6,2b; cf. Sal 94, 8-11 comentado por Hb 3,7 hasta 4,11).
El tentador, la tentación
Satán es el adversario y más precisamente el Acusador (Sal 109,6; Zac 3,1-5). Diablo es la traducción griega, que significa originalmente: el que divide, desune, particularmente con la calumnia. Tentador, desde los orígenes (Gn 3).
La tentación puede ser:
- una prueba, de parte del hombre que pone a Dios a prueba (Sal 94,9) o de parte de Dios probando al hombre (Sal 81,8).
- una tentación propiamente dicha, en el sentido de seducción. En ese caso la tentación no se atribuye a Dios, sino solamente al Diablo (St 1,13-15).
No se excluye que el Diablo tiente a Cristo en los dos sentidos: a título de prueba, para medirle, no menos que para seducirlo y conducirlo a esposar sus puntos de vista. Pero precisamente, Satán no encontrará en Cristo la misma complicidad que en los demás hombres, hechos vulnerables por el Pecado Original.
En la tentación hay tres grados o fases: la sugestión, la delectación y el consentimiento. Nosotros cuando somos tentados vamos generalmente hasta la delectación, incluso a veces hasta el consentimiento. Pues nacidos de la carne de pecado, llevamos en nosotros mismos el combate que debemos librar. Pero Jesucristo, Dios encarnado en el seno de la Virgen María, vino al mundo exento de pecado y por lo tanto no había en él ninguna contradicción. Él puede ser tentando hasta la sugestión, pero la delectación malvada no tuvo ninguna acción en su espíritu. Por eso, toda esta tentación diabólica ocurrió en el exterior, no al interior (cf. Gregorio Magno, Sobre Mt 4,11 [PL 76,1135]).
Jesús, enviado por Dios para destruir el pecado y establecer el Reino de Dios encontrará naturalmente en su camino el «adversario» por excelencia de Dios y de su Reino, la serpiente del paraíso que desde los orígenes busca introducir el desorden en la obra del Creador (Gn 3; Sab 2,24; Jn 8,44; Ap 12,9).
Es necesario señalar que para muchos el diablo no es más que un mito, y hay incluso exégetas que tratan los pasajes evangélicos que hablan de él como una simple invención de la comunidad o un hagadá escriturario, obedeciendo a presupuestos filosóficos heredados del mundo griego. Como ya ha afirmado un conocido exorcista, la primera estrategia del demonio es tratar de convencernos de su no existencia.
LA TRIPLE TENTACIÓN Y SU SIGNIFICADO UNIVERSAL
¿Qué sentido tiene esta triple tentación a la que Jesús fue sometido? Podríamos decir que tienen un valor universal, pues todo hombre durante su vida tendrá que pasar por ellas. Estas tres tentaciones hablan de lo que cada ser humano vive a diario, siendo consciente de ello, o no.
A la triple tentación Jesús responde con tres Palabras de Dios tomadas del Deuteronomio, que Dios dio a su pueblo cuando Israel sucumbió a esas mismas tentaciones en el desierto, de camino hacia la tierra prometida: el hambre, poner a Dios a prueba cuando faltó agua en Massá, y la adoración del Becerro de Oro (Ex 16; 17; 32).
Leamos lo que comenta Benedicto XVI:
«Mateo y Lucas hablan de tres tentaciones de Jesús en las que se refleja su lucha interior por cumplir su misión, pero al mismo tiempo surge la pregunta sobre qué es lo que cuenta verdaderamente en la vida humana. Aquí aparece claro el núcleo de toda tentación: apartar a Dios que, ante todo lo que parece más urgente en nuestra vida, pasa a ser algo secundario, o incluso superfluo y molesto. Poner orden en nuestro mundo por nosotros solos, sin Dios, contando únicamente con nuestras propias capacidades, reconocer como verdaderas sólo las realidades políticas y materiales, y dejar a Dios de lado como algo ilusorio, ésta es la tentación que nos amenaza de muchas maneras.
Es propio de la tentación adoptar una apariencia moral: no nos invita directamente a hacer el mal, eso sería muy burdo. Finge mostrarnos lo mejor: abandonar por fin lo ilusorio y emplear eficazmente nuestras fuerzas en mejorar el mundo. Además, se presenta con la pretensión del verdadero realismo. Lo real es lo que se constata: poder y pan. Ante ello, las cosas de Dios aparecen irreales, un mundo secundario que realmente no se necesita. La cuestión es Dios: ¿es verdad o no que Él es el real, la realidad misma? ¿Es Él mismo el Bueno, o debemos inventar nosotros mismos lo que es bueno? La cuestión de Dios es el interrogante fundamental que nos pone ante la encrucijada de la existencia humana. ¿Qué debe hacer el Salvador del mundo o qué no debe hacer?: ésta es la cuestión de fondo en las tentaciones de Jesús».
(Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, 1ª Parte, Cap. II).
La primera tentación: Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan – NO SOLO DE PAN VIVE EL HOMBRE
Juan Bautista ya había dicho que «De estas piedras Dios puede suscitar hijos de Abraham» (Mt 3,9). Cuanto más hacer que algunas piedras se conviertan en pan. El diablo dice una verdad a medias, porque la desvía de su sentido, la saca de su contexto. Es lo que hace en Gn 3, cuando asegura: «No moriréis» (de envenenamiento); «Seréis como dioses» (cf. Jn 10,34, citando el Sal 81,6); «Vuestros ojos se abrirán» («Y vieron que estaban desnudos»). Lo que decía el tentador era cierto en un sentido, pero no en el buen sentido. Es esta duplicidad la que nos conduce a equivocarnos, si entramos en diálogo con él, como Eva.
Podemos aquí pensar en el peligro que supone una cierta interpretación de la Palabra de Dios que muchos manipulan para convencer, para su provecho personal, para fines sectarios… O bien tantas medias verdades que circulan hoy día en los medios y con las cuales muchos son convencidos e inducidos al error.
Sin duda ninguna Dios puede hacer muchos milagros, porque para Dios nada hay imposible. Jesús también puede hacer milagros, pues es el Hijo de Dios, y de hecho los hará, cuando sean necesarios para su misión, pero no para su provecho personal, pues si él cae en la manipulación cesaría de ser el Hijo que se refiere en todo a la voluntad de su Padre. Vemos pues a que nivel el argumento del tentador es engañoso y sutil.
Jesús responde tomando otra Palabra de la Escritura: no sólo de pan vive el hombre, sino de toda Palabra que sale de la boca de Dios…
Citando esta Palabra Jesús no solo corta en seco el diálogo al que el demonio quiere conducirle, sino que refuta al demonio con un argumento de autoridad: Él pone en práctica esta Palabra, haciendo de ella «su alimento».
¿Cuál es, en efecto, el alimento del «Hijo de Dios»? Será el mismo Jesús quien lo dirá a sus discípulos: «Mi alimento es hacer la voluntad de Aquel que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4,34). Lo que le nutre, es asimilar esa voluntad, de hacerla suya: como nuestro cuerpo asimila lo que comemos. La Escritura es esa Revelación, ese espejo donde Jesús lee la voluntad de Dios, nutriéndose de ella, es decir, entrando en ella y cumpliendo así la obra de salvación para la que ha sido enviado por su Padre. Pensemos por ejemplo en sus últimas palabras sobre la Cruz: «Todo está cumplido».
«Aquí se superponen la burla y la tentación: para ser creíble, Cristo debe dar una prueba de lo que dice ser.
Y esta petición se la dirigimos también nosotros a Dios, a Cristo y a su Iglesia a lo largo de la historia: si existes, Dios, tienes que mostrarte. Debes despejar las nubes que te ocultan y darnos la claridad que nos corresponde. Si tú, Cristo, eres realmente el Hijo y no uno de tantos iluminados que han aparecido continuamente en la historia, debes demostrarlo con mayor claridad de lo que lo haces. Y, así, tienes que dar a tu Iglesia, si debe ser realmente la tuya, un grado de evidencia distinto del que en realidad posee.
¿Qué es más trágico, qué se opone más a la fe en un Dios bueno y a la fe en un redentor de los hombres que el hambre de la humanidad? El primer criterio para identificar al redentor ante el mundo y por el mundo, ¿no debe ser que le dé pan y acabe con el hambre de todos? Cuando el pueblo de Israel vagaba por el desierto, Dios lo alimentó con el pan del cielo, el maná.
Se creía poder reconocer en eso una imagen del tiempo mesiánico: ¿no debería y debe el salvador del mundo demostrar su identidad dando de comer a todos? ¿No es el problema de la alimentación del mundo y, más general, los problemas sociales, el primero y más auténtico criterio con el cual debe confrontarse la redención? ¿Puede llamarse redentor alguien que no responde a este criterio? El marxismo ha hecho precisamente de este ideal -muy comprensiblemente- el centro de su promesa de salvación: habría hecho que toda hambre fuera saciada y que «el desierto se convirtiera en pan».
«Si eres Hijo de Dios…»: ¡qué desafío! ¿No se deberá decir lo mismo a la Iglesia? Si quieres ser la Iglesia de Dios, preocúpate ante todo del pan para el mundo, lo demás viene después. Resulta difícil responder a este reto, precisamente porque el grito de los hambrientos nos interpela y nos debe calar muy hondo en los oídos y en el alma. La respuesta de Jesús no se puede entender sólo a la luz del relato de las tentaciones. El tema del pan aparece en todo el Evangelio y hay que verlo en toda su amplitud.
Hay otros dos grandes relatos relacionados con el pan en la vida de Jesús. Uno es la multiplicación de los panes para los miles de personas que habían seguido al Señor en un lugar desértico. ¿Por qué se hace en ese momento lo que antes se había rechazado como tentación? La gente había llegado para escuchar la palabra de Dios y, para ello, habían dejado todo lo demás. Y así, como personas que han abierto su corazón a Dios y a los demás en reciprocidad, pueden recibir el pan del modo adecuado. Este milagro de los panes supone tres elementos: le precede la búsqueda de Dios, de su palabra, de una recta orientación de toda la vida. Además, el pan se pide a Dios. Y, por último, un elemento fundamental del milagro es la mutua disposición a compartir. Escuchar a Dios se convierte en vivir con Dios, y lleva de la fe al amor, al descubrimiento del otro. Jesús no es indiferente al hambre de los hombres, a sus necesidades materiales, pero las sitúa en el contexto adecuado y les concede la prioridad debida.
Este segundo relato sobre el pan remite anticipadamente a un tercer relato y es su preparación: la Ultima Cena, que se convierte en la Eucaristía de la Iglesia y el milagro permanente de Jesús sobre el pan. Jesús mismo se ha convertido en grano de trigo que, muriendo, da mucho fruto (cf. Jn 12, 24). El mismo se ha hecho pan para nosotros, y esta multiplicación del pan durará inagotablemente hasta el fin de los tiempos. De este modo entendemos ahora las palabras de Jesús, que toma del Antiguo Testamento (cf. Dt 8, 3), para rechazar al tentador: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 4). Hay una frase al respecto del jesuita alemán Alfred Delp, ejecutado por los nacionalsocialistas: «El pan es importante, la libertad es más importante, pero lo más importante de todo es la fidelidad constante y la adoración jamás traicionada».
Cuando no se respeta esta jerarquía de los bienes, sino que se invierte, ya no hay justicia, ya no hay preocupación por el hombre que sufre, sino que se crea desajuste y destrucción también en el ámbito de los bienes materiales. Cuando a Dios se le da una importancia secundaria, que se puede dejar de lado temporal o permanentemente en nombre de asuntos más importantes, entonces fracasan precisamente estas cosas presuntamente más importantes. No sólo lo demuestra el fracaso de la experiencia marxista.
Las ayudas de Occidente a los países en vías de desarrollo, basadas en principios puramente técnico-materiales, que no sólo han dejado de lado a Dios, sino que, además, han apartado a los hombres de El con su orgullo del sabelotodo, han hecho del Tercer Mundo el Tercer Mundo en sentido actual. Estas ayudas han dejado de lado las estructuras religiosas, morales y sociales existentes y han introducido su mentalidad tecnicista en el vacío. Creían poder transformar las piedras en pan, pero han dado piedras en vez de pan. Está en juego la primacía de Dios. Se trata de reconocerlo como realidad, una realidad sin la cual ninguna otra cosa puede ser buena. No se puede gobernar la historia con meras estructuras materiales, prescindiendo de Dios. Si el corazón del hombre no es bueno, ninguna otra cosa puede llegar a ser buena. Y la bondad de corazón sólo puede venir de Aquel que es la Bondad misma, el Bien.
Naturalmente, se puede preguntar por qué Dios no ha creado un mundo en el que su presencia fuera más evidente; por qué Cristo no ha dejado un rastro más brillante de su presencia, que impresionara a cualquiera de manera irresistible. Éste es el misterio de Dios y del hombre que no podemos penetrar. Vivimos en este mundo, en el que Dios no tiene la evidencia de lo palpable, y sólo se le puede buscar y encontrar con el impulso del corazón, a través del «éxodo» de «Egipto». En este mundo hemos de oponernos a las ilusiones de falsas filosofías y reconocer que no sólo vivimos de pan, sino ante todo de la obediencia a la palabra de Dios. Y sólo donde se vive esta obediencia nacen y crecen esos sentimientos que permiten proporcionar también pan para todos.»(Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, 1ª Parte, Cap. II).
La segunda tentación: tírate abajo – NO TENTARAS AL SEÑOR TU DIOS
El diablo de nuevo quiere incitar a Jesús a demostrar si Él es en realidad Hijo de Dios. Esta vez no mediante la necesidad de comer, sino a través de la sola vanagloria de hacer un milagro para demostrarlo.
El diablo se servirá una vez más de la Escritura, citando el Salmo 91, 10-13. Este salmo es por excelencia un salmo de confianza, que la Iglesia a escogido para los responsorios litúrgicos del tiempo de Cuaresma. Los versículos 11-12 son evidentemente una imagen; pero el demonio los toma en su literalidad material. Mt 4,11 y Mc 1,13b mostrarán en qué sentido “los ángeles sirven” y las bestias salvajes dejan de ser peligrosas, ante la presencia del Mesías. En esta segunda tentación también, el argumento del diablo no es en sí falso, mas falseado.
En Masá, la falta de Israel fue tentar a Dios diciendo: ‘Está el Señor con nosotros o no’, exigiendo de Él que se manifieste por un milagro (el agua salida de la Roca – Ex 17,7). Hasta Moisés dudó (Num 20, 10-12), sacando de ahí la lección de Dt 6,16, que citará ahora Jesús, Nuevo Moisés.
«El punto fundamental de la cuestión aparece en la respuesta de Jesús, que de nuevo está tomada del Deuteronomio (Dt 6, 16): «¡No tentaréis al Señor, vuestro Dios!». En el Deuteronomio, esto alude a las vicisitudes de Israel que corría peligro de morir de sed en el desierto. Se llega a la rebelión contra Moisés, que se convierte en una rebelión contra Dios. Dios tiene que demostrar que es Dios. Esta rebelión contra Dios se describe en la Biblia de la siguiente manera: «Tentaron al Señor diciendo: ‘¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?'» (Ex 17, 7). Esta tentación quiere conducirnos a probar a Dios del mismo modo que se prueba una mercancía. Dios debe someterse a las condiciones que nosotros consideramos necesarias para llegar a una certeza. Si no proporciona la protección prometida en el Sal 91, 1, entonces no es Dios. Ha desmentido su palabra y, haciendo así, se ha desmentido a sí mismo.
Nos encontramos de lleno ante el gran interrogante de cómo se puede conocer a Dios y cómo se puede desconocerlo, de cómo el hombre puede relacionarse con Dios y cómo puede perderlo. La arrogancia que quiere convertir a Dios en un objeto e imponerle nuestras condiciones experimentales de laboratorio no puede encontrar a Dios. Pues, de entrada, presupone ya que nosotros negamos a Dios en cuanto Dios, pues nos ponemos por encima de El. Porque dejamos de lado toda dimensión del amor, de la escucha interior, y sólo reconocemos como real lo que se puede experimentar, lo que podemos tener en nuestras manos. Quien piensa de este modo se convierte a sí mismo en Dios y, con ello, no sólo degrada a Dios, sino también al mundo y a sí mismo.
Esta escena sobre el pináculo del templo hace dirigir la mirada también hacia la cruz. Cristo no se arroja desde el pináculo del templo. No salta al abismo. No tienta a Dios. Pero ha descendido al abismo de la muerte, a la noche del abandono, al desamparo propio de los indefensos. Se ha atrevido a dar este salto como acto del amor de Dios por los hombres. Y por eso sabía que, saltando, sólo podía caer en las manos bondadosas del Padre. Así se revela el verdadero sentido del Salmo 91, el derecho a esa confianza última e ilimitada de la que allí se habla: quien sigue la voluntad de Dios sabe que en todos los horrores que le ocurran nunca perderá una última protección. Sabe que el fundamento del mundo es el amor y que, por ello, incluso cuando ningún hombre pueda o quiera ayudarle, él puede seguir adelante poniendo su confianza en Aquel que le ama. Pero esta confianza a la que la Escritura nos autoriza y a la que nos invita el Señor, el Resucitado, es algo completamente diverso del desafío aventurero de quien quiere convertir a Dios en nuestro siervo.»(Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, 1ª Parte, Cap. II).
El texto paralelo de 1Cor 10,9 hace referencia a la plaga de las “serpientes abrasadoras” de que fueron víctima los murmuradores del desierto (quienes serán salvados por la Serpiente de bronce, que Jesús citará como prefiguración de su muerte redentora sobre la Cruz en Jn 3,14). En este caso, el libro de los Números (21,4-9) no reprocha que los hebreos hayan pedido un milagro, sino que se hayan impacientado cayendo en la desesperación. Tanto como la presunción, la falta de fe y de esperanza les conduce a tentar a Dios: se puede pecar de omisión como de exceso; la verdadera confianza filial es, como nos lo enseña san Francisco de Sales, “no pedir nada, no rechazar nada”. El paralelo de Jdt 8,11-17 es el ejemplo de ese “Santo Abandono” sin condiciones, hasta en las situaciones más desesperantes y difíciles de nuestra vida. Pero en esa actitud de abandono no hay nada de pasivo ni de dimisión, Holofernes se dará cuenta de ello, sin demora! Al contrario, si nos apoyamos en Dios, no hay por qué dudar de nada.
La tercera tentación: todo esto te daré si postrándote me adoras – SOLO AL SEÑOR DIOS ADORARÁS Y LE DARÁS CULTO
Rechazado y vencido en las dos primeras tentaciones, Satanás ataca ahora de frente, en un ultimo intento: una alianza entre su Poder y la ambición humana.
Sobre una alta montaña
Más aún que Moisés (Dt 34,1-5), Jesús recibió la Promesa de “recibir en herencia las naciones, y por dominio los extremos del orbe” (Sal 2,8), luego de la investidura bautismal: “Tu eres mi Hijo” (||Sal 2,7). Pero como Moisés en el monte Nebo, Jesús tiene primero que morir; y es justamente su muerte que “echará fuera al príncipe de este mundo” y “atraerá hacia Él a todos los hombres” (Jn 12,31-32).
Todo esto me ha sido dado y yo lo doy a quien quiero… (Lc)
Una vez más Satanás dice algo de verdad. ¡Cuántos engaños se ocultan detrás de las verdades a medias! Jesús no niega ese poder relativo del enemigo (Lc 10,19), sobre todo cuando llegue “su Hora” que es en paralelo la hora del “poder de las Tinieblas” (Lc 22,53), y del “Príncipe de este mundo” (Jn 14,30). Pero la proposición es en sí engañosa, porque “Satanás ya está juzgado, va a ser echado fuera y caerá como un rayo” (Jn 16,11; 12,31; Lc 10,18). No obstante, su poder continúa, en la medida en que hacemos de él “el dios de este mundo” (2Cor 4,4) y hasta el retorno glorioso de Cristo “como un relámpago fulgurante que brilla de un extremo a otro del cielo” (Lc 17,24).
El poder de Dios no es un poder relativo, Dios, como lo confiesa la fe de la Iglesia es Todopoderoso, pero, ¿de qué poder se trata?
Benedicto XVI dirá:
«Jesús resucitado reúne a los suyos «en el monte» (cf. Mt 28, 16) y dice: «Se me ha dado pleno poner en el cielo y en la tierra» (Mt 28, 18). Aquí hay dos aspectos nuevos y diferentes: el Señor tiene poder en el cielo y en la tierra. Y sólo quien tiene todo este poder posee el auténtico poder, el poder salvador. Sin el cielo, el poder terreno queda siempre ambiguo y frágil. Sólo el poder que se pone bajo el criterio y el juicio del cielo, es decir, de Dios, puede ser un poder para el bien. Y sólo el poder que está bajo la bendición de Dios puede ser digno de confianza. A ello se añade otro aspecto: Jesús tiene este poder en cuanto resucitado, es decir: este poder presupone la cruz, presupone su muerte. Presupone el otro monte, el Gólgota, donde murió clavado en la cruz, escarnecido por los hombres y abandonado por los suyos. El reino de Cristo es distinto de los reinos de la tierra y de su esplendor, que Satanás le muestra. Este esplendor, como indica la palabra griega doxa, es apariencia que se disipa. El reino de Cristo no tiene este tipo de esplendor. Crece a través de la humildad de la predicación en aquellos que aceptan ser sus discípulos, que son bautizados en el nombre del Dios trino y cumplen sus mandamientos (cf. Mt 28, 19 s).
En el curso de los siglos, bajo distintas formas, ha existido esta tentación de asegurar la fe a través del poder, y la fe ha corrido siempre el riesgo de ser sofocada precisamente por el abrazo del poder. La lucha por la libertad de la Iglesia, la lucha para que el reino de Jesús no pueda ser identificado con ninguna estructura política, hay que librarla en todos los siglos. En efecto, la fusión entre fe y poder político siempre tiene un precio: la fe se pone al servicio del poder y debe doblegarse a sus criterios.
En la lucha contra Satanás ha vencido Jesús: frente a la divinización fraudulenta del poder y del bienestar, frente a la promesa mentirosa de un futuro que, a través del poder y la economía, garantiza todo a todos, El contrapone la naturaleza divina de Dios, Dios como auténtico bien del hombre. Frente a la invitación a adorar el poder, el Señor pronuncia unas palabras del Deuteronomio, el mismo libro que había citado también el diablo: «Al Señor tu Dios, adorarás y a él sólo darás culto» (Mt 4, 10; cf. Dt 6, 13).
El precepto fundamental de Israel es también el principal precepto para los cristianos: adorar sólo a Dios. Precisamente este sí incondicional a la primera tabla del Decálogo encierra también el sí a la segunda tabla: el respeto al hombre, el amor al prójimo. El poder de Dios en este mundo es un poder silencioso, pero constituye el poder verdadero, duradero. La causa de Dios parece estar siempre como en agonía. Sin embargo, se demuestra siempre como lo que verdaderamente permanece y salva. Los reinos de la tierra, que Satanás puso en su momento ante el Señor, se han ido derrumbando todos. Su gloria, su doxa, ha resultado ser apariencia. Pero la gloria de Cristo, la gloria humilde y dispuesta a sufrir, la gloria de su amor, no ha desaparecido ni desaparecerá.»
(Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, 1ª Parte, Cap. II).
LA VICTORIA DE CRISTO: Acabadas las tentaciones
Lc quiere decir con esto que en realidad no hay muchos tipos fundamentales de tentación. No ha de extrañarnos que la Tradición haya puesto en paralelo esta triple tentación con la triple concupiscencia denunciada por san Juan (||1Jn 2,16) : la de la carne (los panes), la de los ojos (apoyarse no en la fe, sino en los milagros) y la del orgullo (la Voluntad de Poder). Esta triple y fatal desviación es la misma que se encuentra al momento del Pecado Original: “El fruto del árbol era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr la Inteligencia (decidir por sí mismo del Bien y del Mal, y por lo tanto, dominarlo todo)” (Gn 3,6).
||Heb 4,15; 2,18 – Si Cristo ha conocido la tentación (como el bautismo, como la muerte y la resurrección), es por nosotros: para estar con nosotros en nuestras tentaciones, conocerlas por su propia experiencia humana (4,15), y más aún para venir en nuestra ayuda (2,18) estableciendo de su humanidad a la nuestra, en un gran “cuerpo místico”, unos “vasos comunicantes” entre su combate y los nuestros. Él toma sobre sí nuestra terrible vulnerabilidad y complicidad (desde Adán), y nos transmite algo de su firmeza y de su victoria sobre Satanás.
Como dirá nuestro querido papa Benedicto XVI:
“Las tentaciones de Jesús son un descendimiento a las pruebas que amenazan al hombre, porque solamente así el hombre que ha caído, puede levantarse. Jesús entra en el drama de la existencia humana, lo atraviesa hasta lo más profundo, con el fin de encontrar la “oveja perdida”, tomarla sobre sus hombros y conducirla al redil… El descendimiento “a los infiernos” de que habla el Credo, no se cumplió solamente en su muerte y después de su muerte, sino que es parte de todo el caminar de Jesús: Él debe retomar toda la historia desde sus comienzos – desde Adán –, recorrerla y sufrir hasta el extremo para poder transformarla”.
(Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, 1ª Parte, Cap. II).
El paraíso restaurado (Mt 4,11; Mc 1,13b).
La familiaridad con las bestias del campo evoca al mismo tiempo el paraíso terrestre a que estaba destinado el Primer Adán, de no haber sucumbido a la tentación (||Gn 1,28; cf. 2,19-20;4,7), y los profetas, que ven en la vuelta de esta paz paradisiaca el símbolo de la era mesiánica (||Is 11,6-9)
“El desierto, imagen opuesta a la del jardín, se convierte en un lugar de reconciliación y de salvación; las bestias salvajes, que representan la forma mas concreta de la amenaza que hacen pesar sobre el hombre la rebelión de la creación y el poder de la muerte, se convierten en amigos como en el Paraíso. La paz, que Isaías había anunciado para los tiempos mesiánicos, es restablecida. Donde el pecado ha sido vencido, donde la armonía del hombre con Dios es restablecida, se sigue la reconciliación de la creación; la creación desgarrada se convierte en un lugar de paz, como lo dirá san Pablo evocando los gemidos de la creación, que ‘aspira de todas sus fuerzas a ver esta revelación del Hijo de Dios’ (Rm 8,19). Los oasis de la creación que surgen, por ejemplo, en torno a los monasterios benedictinos de Occidente, ¿no son acaso una anticipación de esta reconciliación de la creación que viene de los hijos de Dios?; mientras que por el contrario, Chernóbil, por poner un caso, ¿no es una expresión estremecedora de la creación sumida en la oscuridad de Dios? ».(Benedicto XVI, Jesus de Nazareth, 1ª Parte, Cap. II).
|| Sal 91,13; Ex 23,20 – Lo que Cristo promete a sus discípulos en Mt 6,33 se comprueba primero en Él: por haberse confiado únicamente a su Padre, “todo lo demás le es dado por añadidura”, incluso el ministerio de los ángeles.
Por otra parte, los ángeles están consagrados al servicio de Dios. El hecho de que acompañen a Cristo (Mc 8,38; 13,27; Mt 25,31) como servidores, es uno de los signos de su trascendencia divina (Heb 1,4-14).
Lc 4,13 – El diablo se retira hasta un tiempo oportuno
El final en san Lucas nos advierte que la tentación en el desierto es solo el primer acto de un drama que va a desarrollarse rápidamente durante la predicación de Cristo, hasta el enfrentamiento definitivo, en Getsemaní y sobre la Cruz. Hasta ese momento decisivo Satán no aparecerá más, porque ha encontrado quien lo releve para tentar a Jesús:
- sea pérfidamente, a través de los fariseos, pidiendo un signo y especialmente que descienda de la cruz como de otro pináculo, con el fin de probar con el éxito que él es verdaderamente el “Hijo de Dios” (|| Mt 27,41; cf. 12,38-42;16,1-4).
- sea inocentemente, a través de sus discípulos por el contrasentido respecto del pan de que Cristo se preocupa (Mt 16,5-12), o la muchedumbre que, en su entusiasmo, hubiese querido hacerle rey (Jn 6,14-15)
Es impresionante señalar que en todos esos casos encontramos precisamente las tres formas de tentación primordialmente presentadas por el diablo en el desierto: el alimento terrestre, el milagro operado en provecho del taumaturgo, y la realeza temporal.
Durante nuestro caminar terrestre encontraremos también las mismas tres tentaciones. La Buena Noticia es que, unidos a Cristo, venceremos, pues él vino para hacer Pascua con nosotros.