Lc 9, 57-62: Disposiciones para el seguimiento
/ 1 octubre, 2014 / San LucasTexto Bíblico
57 Mientras iban de camino, le dijo uno: «Te seguiré adondequiera que vayas». 58 Jesús le respondió: «Las zorras tienen madrigueras, y los pájaros del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza». 59 A otro le dijo: «Sígueme». Él respondió: «Señor, déjame primero ir a enterrar a mi padre». 60 Le contestó: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios». 61 Otro le dijo: «Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de los de mi casa». 62 Jesús le contestó: «Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás vale para el reino de Dios».
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Catena Aurea: comentarios de los Padres de la Iglesia por versículos
San Cirilo
57-58. Aun cuando el Señor de todos es altamente generoso, no concede sus gracias simple e imprudentemente a cualquiera, sino sólo a aquellos que son dignos de recibirlas, esto es, a aquellos que apartan su alma de las manchas del pecado. Esto es lo que nos enseña la palabra evangélica, cuando dice: «Mientras iban caminando, uno le dijo: «Te seguiré adondequiera que vayas.»». Primeramente se acerca con mucha tibieza. Después se manifiesta que estaba lleno de pretensión, pues no pide simplemente seguir a Cristo, como otros muchos del pueblo, sino que aspiraba a las dignidades apostólicas. Y sobre esto dice San Pablo: «Ninguno tome para sí este honor, sino el que es llamado por Dios» (Heb 5,4).
No sin razón le hace también recusable de este modo; pues debían tomar su cruz para seguir al Señor y renunciar a todas las afecciones de esta vida, y esto es lo que el Señor reprendió en él, no censurándolo, sino corrigiéndolo.
Prosigue: «Jesús le dijo: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza.»» En sentido místico, llama zorras y aves del cielo a las astutas y malas potestades de los demonios. Como diciendo: Cuando las aves y las zorras encuentran habitación en tu alma, ¿cómo podrá Cristo descansar en ti? ¿Qué hay de común entre la luz y las tinieblas?
59-60. «A otro dijo: «Sígueme.» El respondió: «Déjame ir primero a enterrar a mi padre.»» El padre ya era anciano, y creía que haría algo laudable proponiéndose observar con él la debida piedad, según aquellas palabras: «Honra a tu padre y a tu madre» (Ex 20,12). Por lo que, al ser llamado al ministerio evangélico, diciéndole el Señor: «Sígueme», buscaba una tregua que fuese bastante para sostener a su padre decrépito. Por lo que dice: «Déjame ir primero a enterrar a mi padre.». No porque rogase enterrar a su difunto padre, ni Cristo, queriendo hacer esto, se lo hubiese impedido, sino que dijo sepultar, esto es, sustentar en la vejez hasta la muerte. Pero el Señor le dijo: «Deja que los muertos entierren a sus muertos». Es decir, había otros en su familia que podrían desempeñar estos deberes; pero me parece que muertos, porque no habían creído aun en Cristo. Aprende de ahí que la piedad para con Dios debe ser preferida al amor de los padres, a quienes reverenciamos, porque por ellos hemos sido engendrados. Pero Dios nos ha dado la existencia a todos cuando no éramos todavía, mientras que nuestros padres sólo son los instrumentos de nuestra entrada a la vida.
61-62. «También otro le dijo: «Te seguiré, Señor; pero déjame antes despedirme de los de mi casa.»» Esta oferta es admirable y digna de alabanza; sin embargo, querer despedirse de los que estaban en su casa, para renunciar a ellos, muestra que uno está dividido en el servicio de Dios, hasta que se decida firmemente a la renuncia. Porque el querer consultar a sus parientes, que no han de consentir con este propósito, es mostrarse vacilante. Por esto el Señor desaprueba su ofrecimiento.
Y prosigue: «Le dijo Jesús: «Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios.»». Pone la mano en el arado quien se encuentra dispuesto a seguir al Señor; pero mira hacia atrás el que pide tiempo para encontrar ocasión de volver a casa y conversar con sus parientes.
San Atanasio
57. Se atrevió a compararse con el poder inconcebible de Dios, cuando dice: «Te seguiré adondequiera que vayas»«. Porque seguir sencillamente para oír su doctrina le es posible a la propiedad de la naturaleza humana; la cual es realizada en frente de los hombres, pero no es posible concurrir con El donde quiera que exista, porque es incomprensible y no está circunscrito a lugar.
58. «Jesús le dijo: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza.»» En esto nos dio a entender el Señor la magnificencia de sus dones; como diciendo: Todas las criaturas pueden concretarse a un solo lugar, pero el Verbo de Dios es de un poder incomprensible; por tanto no digas: «Te seguiré a donde quiera que fueses». Mas si quieres ser mi discípulo, abandona las cosas irracionales, porque es imposible que quien vive en la irracionalidad sea discípulo del Verbo.
Beda
58. «Jesús le dijo: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza.»» Por lo cual se le dice: ¿Cómo deseas seguirme por la avaricia de ganar riquezas de esta vida, siendo así que soy tan pobre, que ni aún donde vivir tengo ni techo donde cobijarme?
No es que desprecia el honor de ser discípulo, sino que, después de cumplir los deberes de buen hijo, desea poder obrar con más libertad.
62. «Le dijo Jesús: «Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios.»» Poner la mano en el arado (como cierto instrumento de penitencia), es quebrantar la dureza del corazón con el leño y el hierro de la pasión del Señor y abrirle para que produzca frutos de buenas obras. Si alguno empieza a hacerlo y a semejanza de la mujer de Lot se deleita mirando lo que ha dejado, se priva ya de la recompensa del reino futuro.
62. «Le dijo Jesús: «Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios.»» Si, pues, el discípulo que iba a seguir al Señor, es reprendido porque quiere dar cuenta de ello en su casa, ¿qué será de aquéllos que, sin utilidad alguna, visitan las casas de los que dejaron en el mundo?
San Ambrosio
58. «Jesús le dijo: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza.»» Compara las zorras a los herejes, porque este animal engañoso, siempre ocupado en emboscadas, ejerce la rapiña del engaño; nada hay seguro, nada puede estar quieto, nada permite que esté protegido; porque busca la presa dentro de la misma morada de los hombres. Además, la zorra (animal astuto) se prepara una cueva y desea estar oculta en ella. Así son los herejes, que saben prepararse una casa (el sofisma) e intentan seducir a otros con sus argumentos. Este animal ni se amansa nunca, ni es para el uso. Por lo que dice el Apóstol: «Evita el trato con el hereje después de la primera y segunda corrección» (Tit 3,10). Las aves del cielo, que se toman frecuentemente para significar la malicia espiritual, hacen nidos, por decirlo así, en el corazón de los malos; y por tanto, dominando la maldad en los afectos de cada uno, no puede haber posesión de Dios. Mas cuando halla un alma inocente, reclina, por decirlo así, sobre ella la plenitud de su majestad, porque derrama con profusión la gracia en el corazón de los buenos. Así, pues, no parece razonable considerar sencillo y fiel a aquel hombre que el Señor juzgó digno de repulsión, cuando prometía seguirle con celo infatigable. Pero el Señor no se fija en la clase de servicios, sino en la rectitud de la intención, ni recibe los servicios de aquél cuya buena intención no está bien probada. La hospitalidad de la fe debe ser circunspecta; no sea que, abriendo a los infieles el interior de nuestra casa, caigamos en la perfidia ajena por una credulidad imprevisora. Y también el Señor actuó así para que adviertas que Dios no desprecia los servicios que se le hacen, sino las falsedades, puesto que rechaza al falso y acepta al inocente.
59-60. Prosigue, pues: «A otro dijo: «Sígueme.»». Decía esto a aquel cuyo padre sabía que se había muerto. Por lo que sigue: «El respondió: «Déjame ir primero a enterrar a mi padre.»».
Pero el Señor tiene buen cuidado de llamar a los que quiere. Por lo que prosigue: «Le respondió: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios.»». Cuando se nos impone el religioso cargo de enterrar a los cadáveres de nuestros semejantes, ¿cómo es que se prohibe a éste que entierre a su padre, sino para dar a conocer que las cosas de Dios deben ser preferidas a las de los hombres? Bueno es el deseo, pero mayor es el impedimento. Porque quien divide el celo, disminuye el afecto; y quien divide el cuidado, difiere el provecho. Por tanto, debe darse la preferencia a las cosas de mayor importancia. Así los apóstoles, para no ser absorbidos por el cuidado de los pobres, ordenaron ministros que hiciesen sus veces.
No es que se prohíba enterrar al padre, sino que se da la preferencia a la vida de fe sobre las exigencias de la naturaleza. Aquello se deja a los que aún no siguen a Cristo; esto se manda a los discípulos. Mas ¿cómo pueden los muertos enterrar a los muertos, si no entiendes aquí dos muertes: una de la naturaleza y otra de la culpa? Hay también una tercera muerte, con la que morimos al pecado y vivimos para Dios.
Podemos decir también que, como la boca de los impíos es un sepulcro abierto, se manda olvidar su memoria porque su importancia concluye con su vida. De esta manera no se aparta al hijo de la piedad filial, sino que se separa al fiel de la comunión del infiel. No es que haya prohibición de sepultar, pero nuestra comunión no será con gente muerta.
Crisóstomo
58. «Jesús le dijo: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza.»» Observa cómo el Señor practica la pobreza que había enseñado; no tenía mesa, ni candelero, ni casa, ni nada que se le parezca.
60. «Le respondió: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios.»» ¿Qué cosa más necesaria que enterrar a su propio padre? ¿Qué cosa más fácil? Pues en esto no había que gastar mucho tiempo. Luego se nos enseña por ello que no conviene pasar en vano ni un instante de tiempo (aunque mil cosas nos obliguen a ello), sino que más bien debemos preferir las cosas espirituales, aun a las más necesarias. El demonio, que siempre vigila, insiste deseando encontrar alguna ocasión, y si sorprende una pequeña negligencia, produce en nosotros una gran pusilanimidad (in Mat. hom. 34).
Habiendo dicho: «Sus muertos», demuestra que aquel muerto no era de El, sin duda porque había muerto en la infidelidad (in Mat. hom. 28).
Teofilacto
58. «Jesús le dijo: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza.»» Como veía que el Señor llevaba tras sí mucha concurrencia, esperaba que obtendría alguna subvención y que, si le seguía, podría reunir algún dinero.
San Agustín
62. «Le dijo Jesús: «Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios.»» Como diciéndole: Te llama el Oriente y tú miras al Occidente (de verb. dom. serm 7).
Griego
62. «Le dijo Jesús: «Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios.»» La repetida mirada a aquello que hemos dejado nos vuelve a la costumbre abandonada. Siempre es violento dejar lo que se ha poseído por mucho tiempo. ¿Acaso el hábito no nace del uso y la naturaleza del hábito? Difícil es quitar o alterar la naturaleza; porque, aunque ceda algo por violencia, vuelve velozmente a sí misma.
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Atanasio, obispo y doctor de la Iglesia
Obras: Seguir a Cristo por el camino recto.
Vida de san Antonio, 19-20.
«Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás vale para el reino de Dios» (Lc 9,62).
Un día vinieron todos los monjes a ver a Antonio y le rogaron les dijera una palabra. Les dijo:… Hemos comenzado, nos hemos comprometido a seguir el camino de la virtud. Ahora, marchémonos con el deseo de proseguir el camino hasta alcanzar el fin (Flp 3,14). Que nadie mire atrás, como la mujer de Lot (Gn 19,26), porque el Señor ha dicho: “el que pone la mano en el arado y mira atrás no es apto para el Reino de los cielos”. Mirar hacia atrás no es otra cosa que cambiar su propósito y volver a gustar las cosas de este mundo. No temáis cuando oigáis hablar de virtud y no os extrañéis de esta palabra. Porque la virtud no está lejos de nosotros: no nace fuera de nosotros; es asunto nuestro y la cosa más simple con tal que lo queramos.
Los paganos abandonan su país y atraviesan el mar para estudiar. Nosotros, no tenemos ninguna necesidad de abandonar nuestro país para llegar al Reino de los cielos, ni cruzar el mar para adquirir la virtud. Porque el Señor ha dicho: “El Reino de los cielos está dentro de vosotros” (Lc 17,21). La virtud, pues, no tiene necesidad más que de nuestro querer, puesto que está en nosotros y nace de nosotros. Si el alma conserva su inteligencia natural, la virtud nace en nosotros. El alma se encuentra en su estado natural cuando permanece tal como ha sido creada; ha sido creada muy bella y muy recta. Por eso Josué, hijo de Nun, decía al pueblo exhortándolo: “Que vuestro corazón sea recto ante el Señor, el Dios de Israel” (Jos 24,23). Y Juan Bautista: “Allanad vuestros senderos” (Mt 3,3). El alma recta es la que conserva su inteligencia tal como ha sido creada. Por el contrario, cuando se desvía y abandona su estado natural, es entonces que se habla de vicios en el alma. La cos, pues, no es difícil… Si tuviéramos que buscar la cosa fuera de nosotros, eso sería lo verdaderamente difícil, pero, puesto que está en nosotros, guardémonos de pensamientos impuros y conservemos nuestra alma sólo para el Señor, como si hubiéramos recibido un depósito, de manera que el Señor pueda reconocer su obra al encontrar nuestra alma tal como él la ha hecho.
Un compañero de San Francisco de Asís (siglo XIII)
Escrito: Escogió a los pobres.
Sacrum commercium, 19 y 20 . Alianza de San Francisco con la dama Pobreza. (Trad: Salvador Biain, o.f.m.- BAC 399- Madrid, 1998, 7ª edición –reimpresión-).
«El Hijo del hombre, no tiene dónde reposar la cabeza» (Lc 9,58).
Enamorado de tu belleza, el hijo del altísimo Padre se unió solamente contigo en el mundo y te halló fidelísima en todo. En efecto, antes de que Él descendiera a la tierra procedente de la patria luminosa, ya le tenías dispuesto un lugar adecuado, un trono donde sentarse y un lecho en que descansar: la Virgen pobrísima de la que nació, iluminando este mundo. Cierto es que saliste fielmente al encuentro del recién nacido, de suerte que en ti y no entre delicias hallara Él su morada preferida. Fue puesto -dice el evangelista- en un pesebre, porque no había sitio para Él en la posada. Y lo acompañaste siempre, sin separarte jamás de Él durante toda su vida, de modo que -cuando apareció en la tierra y vivió entre los hombres-, mientras las zorras tenían madrigueras y las aves del cielo nidos, Él, en cambio, no tuvo dónde reclinar la cabeza. Después, cuando abrió su boca para enseñar -Él que en otro tiempo había despegado los labios de los profetas-, de entre las muchas cosas que habló, fuiste tú la primera a quien alabó, la primera a quien enalteció al decir: Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos (Mt 5,3).
Además, en el momento de elegir a algunos testigos fidedignos de su santa predicación y gloriosa vida para la salvación del género humano, no escogió, ciertamente, a unos ricos mercaderes, sino a pobres pescadores, dando a entender con semejante predilección cómo deberías tú ser estimada de todos. Finalmente, para que se hiciera patente a todos tu bondad, tu magnificencia, tu fortaleza y dignidad; para dejar en claro que tú aventajas a todas las virtudes, que sin ti no puede haber ninguna y que tu reino no es de este mundo, sino del cielo, fuiste tú la única que permaneciste unida al Rey de la gloria cuando todos sus elegidos y personas queridas lo abandonaron cobardemente.
Pero tú, como fidelísima esposa y tiernísima amante, no te separaste ni un solo instante de su compañía; incluso te mantenías más firmemente unida a él cuando veías que era más despreciado de todos. Y en verdad que, si tú no lo hubieras acompañado, nunca habría podido recibir Él un menosprecio tan universal. Sólo tú le consolabas. No lo abandonaste hasta la muerte, y una muerte de cruz. Y en la misma cruz -desnudo ya el cuerpo, extendidos los brazos y elevadas las manos y los pies- sufrías juntamente con Él, de suerte que en el Crucificado nada aparecía más glorioso que tú.
San Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús
Ejercicios: La humildad es necesaria para la salvación.
Ejercicios espirituales, 2ª semana, día 12º
«Sígueme» (Lc 9,59).
Las tres clases de humildad: La primera clase de humildad es necesaria para la salvación eterna. Consiste en abajarme y humillarme tanto cuanto me sea posible para que obedezca en todo la Ley de Dios nuestro Señor. De manera que, aunque hicieran de mi el amo de todas las cosas creadas en este mundo o bien si en ello estuviera en juego mi propia vida temporal, nunca planearía transgredir un mandamiento, tanto divino como humano…
La segunda clase de humildad es una humildad más perfecta que la primera. Consiste en esto: me encuentro en un punto tal que no quiero ni me inclino más a la riqueza que a la pobreza, a querer antes honor que deshonor, a desear larga vida que vida corta, siendo ello igual para el servicio de Dios nuestro Señor y la salvación de mi alma…
La tercera clase de humildad es la más perfecta humildad: es cuando, incluidas la primera y la segunda, siendo igualmente alabanza y la gloria de su divina majestad, para imitar a Cristo nuestro Señor y asemejarme a él de manera más eficaz, quiero y escojo la pobreza con Cristo pobre antes que la riqueza, los oprobios con Cristo cubierto de oprobios antes que los honores; y que deseo más ser tenido por insensato y loco por Cristo, él que fue el primero en ser tenido por tal, antes que «sabio y prudente» en el mundo (Mt 11,25).
San León Magno, papa y doctor de la Iglesia
Sermón: La promesas de Dios han comenzado a cumplirse.
Sermón 71, para la resurrección del Señor : PL 54, 388
«El que echa mano al arado y sigue mirando atrás, no vale para el Reino de Dios» (Lc 9,62).
Amados míos, Pablo, el apóstol de los paganos no contradice en nada nuestra fe cuando dice: «Aunque alguna vez hayamos conocido a Cristo según la carne, ahora ya no es así» (2C 5,16). La resurrección del Señor no ha puesto fin a su carne, sino que la ha transformado. El aumento de su poder no ha destruido su sustancia; la calidad ha cambiado; la naturaleza no ha sido anonadada. Clavaron su cuerpo en la cruz: se volvió inaccesible al sufrimiento. Fue condenado a muerte: se volvió eterno. Lo mataron: se volvió incorruptible. Y se puede muy bien decir que la carne de Cristo ya no es la misma que conocimos; porque ya no queda en ella ningún rastro de sufrimiento o debilidad. Permanece la misma en su sustancia, pero ya no es la misma desde el punto de vista de la gloria. ¿Por qué sorprenderse, por otra parte, de que san Pablo se exprese así a propósito del cuerpo de Jesucristo cuando, hablando a todos los cristianos que viven según el espíritu, les dice: «Desde ahora ya no conocemos a nadie según la carne»?
Con ello quiere decir que nuestra resurrección ha comenzado en Jesucristo. En él, que murió por todos, nuestra esperanza ha adquirido consistencia. Ninguna duda ni reticencia en nosotros, ninguna decepción en la espera: las promesas se han comenzado a cumplir ya, y con los ojos de la fe, vemos las gracias de las que mañana seremos saciados. Nuestra naturaleza ha sido elevada; entonces, con gozo, poseemos ya el objeto de nuestra fe…
Que el pueblo de Dios tome conciencia que es «una nueva creación en Cristo» (2C 5,17). Que comprenda bien quién le ha escogido, y a quién el mismo ha escogido. Que el ser renovado no vuelva a la inestabilidad de su antiguo estado. Que el que «ha echado mano al arado» no cese de trabajar, que vele sobre el grano que ha sembrado, y que no se gire a mirar lo que ha abandonado. Este es el camino de salvación; esta es la manera de imitar la resurrección en Cristo.
Santa Teresa-Benedicta de la Cruz [Edith Stein]
Meditación: Cristo nos precede.
Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz
«Sígueme» (Lc 9, 59)
El Salvador nos ha precedido en el camino de la pobreza. A Él le pertenecen todos los bienes del cielo y de la tierra. Para Él no presentaban ningún peligro; podía usar de ellos al mismo tiempo que conservaba su corazón enteramente libre. Pero sabía muy bien que es casi imposible al ser humano poseer bienes sin subordinarse a ellos y hacerse su esclavo. Por esta razón lo abandonó todo, y con su ejemplo nos ha enseñado, aún más que con sus palabras, que sólo lo posee todo el que no posee nada. Su nacimiento en un establo y su huída a Egipto nos hacen comprender ya, que el Hijo del hombre no tendría un lugar donde reposar la cabeza. El que quiera seguirle debe saber que nosotros no tenemos aquí abajo una morada permanente. Cuanto más vivamente tomemos conciencia de ello, más ardientemente tenderemos hacia nuestra morada futura y exultaremos sólo de pensar que tenemos derecho de ciudadanía en el cielo.
San Juan XXIII, papa
Diario del alma: La voluntad de Dios es mi paz.
Junio 1957 (antes de su elección al Papado)
«Te seguiré adondequiera que vayas» (Lc 9, 57).
“En el atardecer, danos tu luz, Señor.” Estamos en el atardecer. Estoy en los sesenta-y-seis años de mi vida que es un don magnífico del Padre celestial. Las dos terceras partes de mis contemporáneos han pasado ya a la otra vida. Así que yo también me tengo que preparar para el gran momento. El pensamiento de la muerte no me produce inquietud… Mi salud es excelente y todavía robusta, pero no me tengo que fiar. Me quiero preparar a poder responder: “Aquí estoy”, a la llamada, tal vez inesperada. La vejez –que es otro gran don del Señor- tiene que ser para mí motivo de callada alegría interior y de abandono diario al Señor mismo, al que me dirijo como un niño hacia los brazos abiertos de su padre.
Mi ya larga y humilde vida se ha ido devanando como una madeja bajo el signo de la simplicidad y de la pureza. No me cuesta nada reconocer y repetir que no soy más ni valgo más que un pobre pordiosero. El Señor me hizo nacer en el seno de una familia pobre. El ha pensado en todo. Yo le he dejado hacer… Es verdad que “la voluntad de Dios es mi paz.” Y mi esperanza está puesta totalmente en la misericordia de Jesús…
Pienso que el Señor me tiene reservado, para mi completa mortificación y purificación, para admitirme en su gozo eterno, alguna gran aflicción o pena, del cuerpo y del espíritu antes de que me muera. Bien, pues, lo acepto de todo corazón, que sirva todo para su mayor gloria y el bien de mi alma y de mis queridos hijos espirituales. Temo la debilidad de mi resistencia y le pido que me ayude ya que no tengo casi ninguna confianza en mí mismo, pero una total confianza en el Señor Jesús.
Hay dos puertas que dan al paraíso: la inocencia y la penitencia. ¿Quién puede pretender, oh hombre frágil, encontrar la primera abierta de par en par? Pero la segunda es acceso seguro. Jesús pasó por ella con su cruz cargado, expiando nuestros pecados. El nos invita a seguirlo.
San Francisco Javier
Carta: Los peligros en el camino.
«Te seguiré adonde vayas» (Lc 9, 57)
En esta misión existen peligros más grandes que el veneno y que la muerte violenta… En primer lugar la pérdida de la esperanza y de la confianza en Dios, siendo así que es por su amor y servicio que queremos dar a conocer su Ley, y a Jesucristo, su Hijo, nuestro Redentor y Señor, como muy buen sabe. Puesto que es por su gran misericordia que nos ha comunicado estos deseos, y viendo los peligros que nos pueden llegar por su servicio, es un peligro incomparablemente superior a los males que nos pueden causar todos los enemigos de Dios, el que ahora nos falte la confianza en su misericordia y su poder. Si es importante para su más grande servicio, Dios nos guardará de todos los peligros de esta vida, y sin su permiso y su autorización, los demonios y sus ministros ningún mal nos pueden hacer. Por eso nuestra seguridad reside en la palabra del Señor: «El que ame su vida, según este mundo, la perderá, y el que la pierda por Dios, la encontrará» (Jn 12,25). Y en esta otra semejante : «El que mete la mano en el arado y mira hacia atrás, no es apto para el Reino de Dios».
San Juan Pablo II, papa
Catequesis (28-10-1987): ¿Quién es ese que llama?.
Audiencia General
«Sígueme» (Lc 9, 59)
[…] 3. Jesús llama a seguirle personalmente. Podemos decir que esta llamada está en el centro mismo del Evangelio. Por una parte Jesús lanza esta llamada; por otra oímos hablar a los Evangelistas de hombres que lo siguen, y aún más, de algunos de ellos que lo dejan todo para seguirlo.
Pensemos en todas las llamadas de las que nos han dejado noticia los Evangelistas: “Un discípulo le dijo: Señor, permíteme ir primero a sepultar a mi padre; pero Jesús le respondió:Sígueme y deja a los muertos sepultar a sus muertos” (Mt 8, 21-22): forma drástica de decir: déjalo todo inmediatamente por Mí. Esta es la redacción de Mateo. Lucas añade la connotación apostólica de esta vocación: “Tú vete y anuncia el reino de Dios” (Lc 9, 60). En otra ocasión, al pasar junto a la mesa de los impuestos, dijo y casi impuso a Mateo, quien nos atestigua el hecho: “Sígueme. Y él, levantándose lo siguió” (Mt 9, 9; cf. Mc 2, 13-14).
Seguir a Jesús significa muchas veces no sólo dejar las ocupaciones y romper los lazos que hay en el mundo, sino también distanciarse de la agitación en que se encuentra e incluso dar los propios bienes a los pobres. No todos son capaces de hacer ese desgarrón radical: no lo fue el joven rico, a pesar de que desde niño había observado la ley y quizá había buscado seriamente un camino de perfección, pero “al oír esto (es decir, la invitación de Jesús), se fue triste, porque tenía muchos bienes” (Mt 19, 22; Mc 10, 22). Sin embargo, otros no sólo aceptan el “Sígueme”, sino que, como Felipe de Betsaida, sienten la necesidad de comunicar a los demás su convicción de haber encontrado al Mesías (cf. Jn 1, 43 ss.). Al mismo Simón es capaz de decirle desde el primer encuentro: “Tú serás llamado Cefas (que quiere decir, Pedro)” (Jn 1, 42). El Evangelista Juan hace notar que Jesús “fijó la vista en él”: en esa mirada intensa estaba el “Sígueme” más fuerte y cautivador que nunca. Pero parece que Jesús, dada la vocación totalmente especial de Pedro (y quizá también su temperamento natural), quiera hacer madurar poco a poco su capacidad de valorar y aceptar esa invitación. En efecto, el “Sígueme” literal llegará para Pedro después del lavatorio de los pies, durante la última Cena (cf. Jn 13, 36), y luego, de modo definitivo, después de la resurrección, a la orilla del lago de Tiberíades (cf. Jn 21, 19).
4. No cabe duda que Pedro y los Apóstoles —excepto Judas— comprenden y aceptan la llamada a seguir a Jesús como una donación total de sí y de sus cosas para la causa del anuncio del reino de Dios. Ellos mismos recordarán a Jesús por boca de Pedro: “Pues nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido” (Mt 19, 27). Lucas añade: “todo lo que teníamos” (Lc 18, 28). Y el mismo Jesús parece que quiere precisar de “qué” se trata al responder a Pedro. “En verdad os digo que ninguno que haya dejado casa, mujer, hermanos, padres e hijos por amor al reino de Dios dejará de recibir mucho más en este siglo, y la vida eterna en el venidero” (Lc 18, 29-30).
[…] Y nosotros nos preguntamos una vez más: ¿Quién es éste que llama con autoridad a seguirlo, predice odio, insultos y persecuciones de todo género (cf. Lc 6, 22), y promete “recompensa en los cielos”? Sólo un Hijo del hombre que tenía la conciencia de ser Hijo de Dios podía hablar así. En este sentido lo entendieron los Apóstoles y los discípulos, que nos transmitieron su revelación y su mensaje. En este sentido queremos entenderlo nosotros también, diciéndole de nuevo con el Apóstol Tomás: “Señor mío y Dios mío”.
Homilía (05-07-1986): Llamada que abarca toda la existencia
Misa de Ordenación Sacerdotal. Medellín, Colombia. 28 de octubre de 1987.
«Sígueme» (Lc 9, 59).
[Sígueme…] Se trata, bien es verdad, de un seguimiento sacrificado, que excluye toda forma de instalación exigiendo la mayor disponibilidad, como es debido a quien no tiene donde reclinar la cabeza (Cf. Lc 9, 57-62). Es un compromiso que abarca la existencia toda, sin aplazamientos, sin componendas, tal como lo exige el Mesías, el Hijo de Dios, por cuya palabra la tempestad se serena, los enfermos son curados, son evangelizados los pobres, expulsados los demonios, reconciliada la humanidad y regenerada la vida. Exige el pleno sometimiento a la voluntad del Padre, lo cual os puede llevar, como a Pedro, a donde no hubiereis querido ir (cf. Jn 21,18). Pero El siempre va delante, llevando amorosamente la misma cruz que pone sobre nuestras espaldas y que El hace más llevadera. En efecto, dice el Señor: “Mi yugo es suave y mi carga ligera (Mt 11,30)”.
La vida que corresponde a estas exigencias, la vida en el nombre de este amor, abre delante de nosotros, al mismo tiempo, la perspectiva del gozo divino. “Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado” (Jn 15, 11). Es el “verdadero gozo pascual” (Presbyterorum Ordinis, 11), como característica de la identidad sacerdotal y como preludio al florecimiento de vocaciones sacerdotales.
He aquí la vocación sacerdotal y el servicio o ministerio sacerdotal en el Pueblo de Dios.
Catequesis (17-02-1988): Pobreza de Cristo.
Audiencia General
«Se despojó de sí mismo»
[…] 3. En este contexto, el hacerse semejante a los hombres comportó una renuncia voluntaria [de Cristo], que se extendió incluso a los «privilegios» que Él habría podido gozar como hombre. Efectivamente, asumió «la condición de siervo». No quiso pertenecer a las categorías de los poderosos, quiso ser como el que sirve: pues, «el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir» (Mc 10, 45).
4. De hecho, vemos en los Evangelios que la vida terrena de Cristo estuvo marcada desde el comienzo con el sello de la pobreza. Esto se pone de relieve ya en la narración del nacimiento, cuando el Evangelista Lucas hace notar que «no tenían sitio (María y José) en el alojamiento» y que Jesús fue dado a luz en un establo y acostado en un pesebre (cf. Lc 2, 7). Por Mateo sabemos que ya en los primeros meses de su vida experimentó la suerte del prófugo (cf. Mt 2, 13-15). La vida escondida en Nazaret se desarrolló en condiciones extremadamente modestas, las de una familia cuyo jefe era un carpintero (cf. Mt 13, 55), y en el mismo oficio trabajaba Jesús con su padre putativo (cf. Mc 6, 3). Cuando comenzó su enseñanza, una extrema pobreza siguió acompañándolo, como atestigua de algún modo Él mismo refiriéndose a la precariedad de sus condiciones de vida, impuestas por su ministerio de evangelización. «Las zorras tienen guaridas y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Lc 9, 58).
Catequesis (21-07-1993): Pobreza del clero.
Audiencia General
«El presbítero y los bienes terrenos»
[…] 5. Concluiremos esta catequesis dirigiéndonos una vez más a la figura de Jesucristo, sumo Sacerdote, buen Pastor y arquetipo supremo de los sacerdotes. él es el modelo del desprendimiento de los bienes terrenos para el presbítero que quiere conformarse con la exigencia de la pobreza evangélica. En efecto, Jesús nació y vivió en pobreza. Amonestaba san Pablo: «Siendo rico, por vosotros se hizo pobre» (2 Co 8, 9). A una persona que quería seguirlo, Jesús le dijo de sí mismo: «Las zorras tienen guaridas y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Lc 9,58). Esas palabras manifiestan un desasimiento completo de todas las comodidades terrenas. Con todo, no hay que deducir de ello que Jesús viviese en la miseria. Otros pasajes de los evangelios nos relatan que recibía y aceptaba invitaciones a casa de gente rica (cf. Mt 9, 10.11; Mc 2, 15.16;Lc 5,29; 7, 36; 19, 5.6), tenía colaboradores que lo ayudaban en sus necesidades económicas (cf. Lc 8, 2.3; Mt 27, 55; Mc 15, 40; Lc 23, 55.56) y podía dar limosna a los pobres (cf. Jn 13, 29). Sea como fuere, no cabe la menor duda de la vida y el espíritu de pobreza que lo caracterizaban.
El mismo espíritu de pobreza deberá animar el comportamiento del sacerdote, caracterizando su actitud, su vida y su misma figura de pastor y hombre de Dios. Se traducirá en desinterés y desprendimiento del dinero, en la renuncia a toda avidez avidez de posesión de bienes terrenos, en un estilo de vida sencillo, en la elección de una morada modesta, a la que todos tengan acceso, en el rechazo de todo lo que es o, incluso, a lo que sólo parece lujoso, y en una tendencia creciente a la gratuidad de la entrega al servicio de Dios y de los fieles.
6. Por último, añadimos que estando llamados por Jesús, y según su ejemplo, a «evangelizar a los pobres», «eviten los presbíteros, y también los obispos, todo aquello que de algún modo pudiera alejar a los pobres» (Presbyterorum ordinis, 17). Por el contrario, al alimentar en sí mismos el espíritu evangélico de pobreza, podrán mostrar su opción preferencial por los pobres, traduciéndola en participación y en obras personales y comunitarias de ayuda incluso material a los necesitados. Es un testimonio de Cristo pobre quedan hoy tantos sacerdotes, pobres y amigos de los pobres. Es una gran llama de amor encendida en la vida del clero y de la Iglesia. Si alguna vez el clero figuró en algunos lugares entre las categorías de los ricos, hoy se siente honrado, con toda la Iglesia, de estar en primera fila entre los nuevos pobres. Es un gran progreso en el seguimiento de Cristo por el camino del Evangelio.
Catequesis (12-10-1994): La llamada.
Audiencia General
«Sígueme» (Lc 9, 59)
[…] La expresión más característica de la llamada es la palabra: «Sígueme» (Mt8, 22; 9, 9; 19, 21; Mc 2, 14, 10, 21; Lc 9, 59; 18, 22; Jn 1, 43; 21, 19). Esa palabra manifiesta la iniciativa de Jesús. Con anterioridad, quienes deseaban seguir la enseñanza de un maestro, elegían a la persona de la que querían convertirse en discípulos. Por el contrario, Jesús, con esa palabra: «Sígueme», muestra que es él quien elige a los que quiere tener como compañeros y discípulos. En efecto, más tarde dirá a los Apóstoles: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros» (Jn 15, 16).
En esta iniciativa de Jesús aparece una voluntad soberana, pero también un amor intenso. El relato de la llamada dirigida al joven rico permite vislumbrar ese amor. Allí se lee que, cuando el joven afirma haber cumplido los mandamientos de la ley desde su juventud, Jesús, «fijando en él su mirada, le amó» (Mc 10, 21). Esa mirada penetrante, llena de amor, acompaña su invitación: «Anda, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme» (Mc 10, 21). Este amor divino y humano de Jesús, tan ardiente que en un testigo de la escena quedó muy grabado, es el mismo que se repite en toda llamada a la entrega total de sí en la vida consagrada. Como he escrito en la exhortación apostólica Redemptionis donum: «En él se refleja el eterno amor del Padre, que “tanto amó… al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna” (Jn 3, 16)» (n. 3).
3. También según el testimonio del evangelio, la llamada a seguir a Jesús implica exigencias muy amplias: el relato de la invitación al joven rico destaca la renuncia a los bienes materiales; en otros casos se subraya de modo más explícito la renuncia a la familia (cf., por ejemplo, Lc 9, 59-60). Por lo general, seguir a Jesús significa renunciar a todo para unirse a él y acompañarlo por los caminos de su misión. Se trata de la renuncia que aceptaron los Apóstoles, como afirma Pedro: «Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido» (Mt 19, 27). Precisamente al responder a Pedro Jesús indica la renuncia a los bienes humanos como elemento fundamental de su seguimiento (cf. Mt 19, 29). El Antiguo Testamento nos muestra que Dios pedía a su pueblo que lo siguiera mediante el cumplimiento de los mandamientos, pero sin formular exigencias tan radicales. Por el contrario, Jesús manifiesta su soberanía divina exigiendo una entrega absoluta a su persona, hasta el desapego total de los bienes y de los afectos terrenos.
4. Sin embargo, conviene notar que, aún formulando las nuevas exigencias que implicaba la llamada a seguirlo, Jesús deja a los llamados la libertad de elegirlas. No son mandamientos, sino invitaciones o consejos. El amor con que Jesús llama al joven rico, no quita a éste el poder de decidir libremente, como lo muestra el hecho de que no quiere seguirlo, por preferir los bienes que posee. El evangelista Marcos comenta que el joven «se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes» (Mc 10, 22). Jesús no lo condena por eso. Pero, a su vez, observa con cierta aflicción que a los ricos les resulta difícil entrar en el reino de los cielos, y que sólo Dios puede llevar a cabo ciertos desapegos, ciertas liberaciones interiores, que permitan responder a su llamada (cf. Mc 10, 23-27).
5. Por otra parte, Jesús asegura que las renuncias que exige la llamada a seguirlo obtienen su recompensa, un «tesoro en los cielos», o sea, una abundancia de bienes espirituales. Promete incluso la vida eterna en el futuro, y el ciento por uno en esta vida (cf. Mt 19, 29). Ese ciento por uno se refiere a una calidad de vida superior, a una felicidad más alta. La experiencia nos enseña que la vida consagrada, según el designio de Jesús, es una vida profundamente feliz. Esa felicidad se mide en relación con la fidelidad al designio de Jesús, a pesar de que, según la alusión que hace Marcos en el mismo episodio a las persecuciones (cf. Mc 10, 10), el ciento por uno no elimina la necesidad de asociarse a la cruz de Cristo.
Catequesis (30-11-1994): Sentido de la pobreza evangélica.
Audiencia General
La pobreza evangélica condición esencial de la vida consagrada
3. Si contemplamos a este Maestro, aprendemos de él el verdadero sentido de la pobreza evangélica y la grandeza de la vocación a seguirlo por el camino de esa pobreza. Y, ante todo, vemos que Jesús vivió verdaderamente como pobre. Según san Pablo, él, Hijo de Dios, abrazó la condición humana como una condición de pobreza, y en esta condición humana siguió una vida de pobreza. Su nacimiento fue el de un pobre, como indica el establo donde nació y el pesebre donde lo puso su madre. Durante treinta años vivió en una familia en la que José se ganaba el pan diario con su trabajo de carpintero, trabajo que después él mismo compartió (cf. Mt 13, 55; Mc 6, 3). En su vida pública pudo decir de sí: «El Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Lc 9, 58), para indicar su entrega total a la misión mesiánica en condiciones de pobreza. Y murió como esclavo y pobre, despojado literalmente de todo, en la cruz. Había elegido ser pobre hasta el fondo.
4. Jesús proclamó las bienaventuranzas de los pobres: «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios» (Lc 6, 20). A este respecto, hay que recordar que ya en el antiguo Testamento se había hablado de los «pobres del Señor» (cf. Sal 74, 19; 149, 4 s), objeto de la benevolencia divina (cf. Is 49, 13; 66, 2). No se trataba simplemente de personas que se hallaban en un estado de indigencia, sino más bien de personas humildes que buscaban a Dios y se ponían con confianza bajo su protección. Estas disposiciones de humildad y confianza aclaran la expresión que emplea el evangelista Mateo en la versión de las bienaventuranzas: «Bienaventurados los pobres de espíritu» (Mt 5, 3). Son pobres de espíritutodos los que no ponen su confianza en el dinero o en los bienes materiales, sino que, por el contrario, se abren al reino de Dios. Pero es precisamente éste el valor de la pobreza que Jesús alaba y aconseja como opción de vida, que puede incluir una renuncia voluntaria a los bienes, y precisamente en favor de los pobres. Es un privilegio de algunos ser elegidos y llamados por él para seguir este camino.
Catequesis (07-12-1994): Obediencia.
Audiencia General
Sígueme
1. Cuando Jesús llamó a los discípulos a seguirlo, les inculcó la necesidad de una obediencia a su persona. No se trataba sólo de la observancia común de la ley divina y de los dictados de la conciencia humana recta y veraz, sino de un compromiso mucho mayor. Seguir a Cristo significaba aceptar cumplir lo que él en persona mandaba y ponerse bajo su dirección al servicio del Evangelio, para la llegada del reino de Dios (cf. Lc 9, 60. 62).
Por ello, además de los compromisos del celibato y la pobreza, con su sígueme Jesús pedía también el de una obediencia que constituía la extensión a los discípulos de su obediencia al Padre, en su condición de Verbo encarnado, convertido en Siervo de Yahveh» (cf. Is 42, 1; 52, 13-53, 12; Flp 2, 7). Al igual que la pobreza y la castidad, también la obediencia caracterizaba el cumplimiento de la misión de Jesús; más aún, era su principio fundamental, traducido en el sentimiento vivísimo que lo impulsaba a decir: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4, 34; cf. Redemptionis donum, 13). El Evangelio atestigua que en virtud de esta actitud Jesús llega con plena entrega al sacrificio de la cruz, cuando ―como escribe san Pablo― él, que era de naturaleza divina, «se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2, 8). La carta a los Hebreos subraya que Jesucristo «aún siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia» (Hb 5, 8).
Jesús mismo reveló que su espíritu tendía a la oblación total de sí, casi por un misteriosopondus crucis, una especie de ley de gravedad de la vida inmolada, que tendría su manifestación suprema en la oración de Getsemaní: «¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú» (Mc 14, 36).
Benedicto XVI, papa
Ángelus (27-06-2010): Trabajar con Cristo.
27 de junio de 2010.
[…] El evangelista san Lucas nos presenta a Jesús que, mientras va de camino a Jerusalén, se encuentra con algunos hombres, probablemente jóvenes, que prometen seguirlo dondequiera que vaya. Con ellos se muestra muy exigente, advirtiéndoles que «el Hijo del hombre —es decir él, el Mesías— no tiene donde reclinar su cabeza», es decir, no tiene una morada estable, y que quien elige trabajar con él en el campo de Dios ya no puede dar marcha atrás (cf. Lc 9, 57-58.61-62). A otro en cambio Cristo mismo le dice: «Sígueme», pidiéndole un corte radical con los vínculos familiares (cf. Lc 9, 59-60). Estas exigencias pueden parecer demasiado duras, pero en realidad expresan la novedad y la prioridad absoluta del reino de Dios, que se hace presente en la Persona misma de Jesucristo. En última instancia, se trata de la radicalidad debida al Amor de Dios, al cual Jesús mismo es el primero en obedecer. Quien renuncia a todo, incluso a sí mismo, para seguir a Jesús, entra en una nueva dimensión de la libertad, que san Pablo define como «caminar según el Espíritu» (cf. Ga 5, 16). «Para ser libres nos libertó Cristo» —escribe el Apóstol— y explica que esta nueva forma de libertad que Cristo nos consiguió consiste en estar «los unos al servicio de los otros» (Ga 5, 1.13). Libertad y amor coinciden. Por el contrario, obedecer al propio egoísmo conduce a rivalidades y conflictos.
[Queridos amigos, está llegando a su fin el mes de junio, caracterizado por la devoción al Sagrado Corazón de Cristo. Precisamente en la fiesta del Sagrado Corazón renovamos con los sacerdotes del mundo entero nuestro compromiso de santificación. Hoy quiero invitar a todos a contemplar el misterio del Corazón divino-humano del Señor Jesús, para beber de la fuente misma del Amor de Dios. Quien fija su mirada en ese Corazón atravesado y siempre abierto por amor a nosotros, siente la verdad de esta invocación: «Sé tú, Señor, mi único bien» (Salmo responsorial), y está dispuesto a dejarlo todo para seguir al Señor. ¡Oh María, que correspondiste sin reservas a la llamada divina, ruega por nosotros!]