Mc 8, 27-33: Profesión de fe de Pedro
/ 20 febrero, 2014 / San MarcosTexto Bíblico
27 Después Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de Filipo; por el camino preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo?». 28 Ellos le contestaron: «Unos, Juan el Bautista; otros, Elías, y otros, uno de los profetas». 29 Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?». Tomando la palabra Pedro le dijo: «Tú eres el Mesías». 30 Y les conminó a que no hablaran a nadie acerca de esto.
31 Y empezó a instruirlos: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser reprobado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días». 32 Se lo explicaba con toda claridad. Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. 33 Pero él se volvió y, mirando a los discípulos, increpó a Pedro: «¡Ponte detrás de mí, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!».
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Sermón: La pregunta de Cristo se dirige también a ti
«En el camino les preguntó y vosotros, ¿quién decís que soy yo?.»(Mc 8, 27-29)Sermones, Conversaciones, Tratado del Amor de Dios y cartas
[San Francisco de Sales quiere también responder a la pregunta que hace Cristo a los discípulos, y que hace a cada uno de nosotros: «¿Quién soy yo?»]
-Él es Nuestro Salvador y Redentor: Ése es su nombre, pues Jesús quiere decir Salvador. Él nos ha rescatado con su Pasión y muerte. Se ha hecho compañero de nuestra miseria para luego hacernos compañeros de su gloria. Te ruego, Teótimo, que te fijes con cuánto ardor desea Dios que seamos suyos. La Redención ha sido tan copiosa y abundante que nadie ya puede dudar de la misericordia divina
-Nuestro Médico: El excelente Médico de todas nuestras enfermedades. Venid a Mí, nos dice, y seréis curados. Y para el divino Médico es como un honor que le busquen los enfermos, sobre todo si sus enfermedades son incurables.
-Nuestro Maestro: Es el que el Padre ha enviado para enseñarnos lo que tenemos que hacer y desde entonces, debemos ajustar nuestra voluntad a la suya, quedándonos a la espera y en sencilla disposición de recibir todo con amor, sin otro deseo ni pretensión que darle gusto.
-Nuestro Amigo: Aprended de Él lo que tenéis que hacer y no hagáis nada sin su consejo, porque Él es el Amigo fiel que os conducirá y dirigirá y tendrá cuidado de vosotros, como de todo corazón se lo suplico.
-Nuestro Guía: Nos lleva de la mano; estrechádsela fuerte y caminad gozosos. Si os entra miedo, no temáis: vais con Jesús. Él os ayudará y cuando no podáis seguir, Él os llevará en sus brazos. Dios quiera que no nos fijemos mucho en las condiciones del camino sino que tengamos los ojos fijos en Aquel que nos conduce.
Y por fin, nuestro Modelo en todo, y nuestro Dios por los siglos de los siglos.
Sobre el Evangelio de san Mateo: Satanás nos invita siempre a negar la Cruz
«¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!» (Mc 8,33)Homilía 54
Pedro considera los sufrimientos y la muerte de Cristo desde el punto de vista puramente natural y humano, y esa muerte le parece indigna de Dios, vergonzosa para su gloria. Cristo le reprende y parece que le dice: «¡No! Los sufrimientos y la muerte no son indignos de mí. Unas ideas a ras de suelo entorpecen y extravían tu juicio. Aleja toda idea humana, escucha mis palabras consideradas desde el punto de vista de los designios de mi Padre y comprenderás que solo esta muerte es la que conviene a mi gloria. ¿Crees que sufrir es para mí una vergüenza? Debes saber que es la voluntad del diablo que yo no lleve a cabo de esta manera el plan de salvación».
Que a nadie le suban los colores a la cara por los signos de nuestra salvación, tan dignos de veneración y adoración; la cruz de Cristo es fuente de todo bien. Es gracias a ella que vivimos, que somos regenerados y salvados. Llevemos, pues, la cruz como una corona de gloria. Ella pone su sello a todo lo que nos conduce a la salvación: cuando somos regenerados por las aguas del bautismo, ella está allí; cuando nos acercamos a la santa mesa para recibir el Cuerpo y la Sangre del Salvador, ella está allí; cuando imponemos las manos sobre los elegidos del Señor, ella está allí. Cualquiera cosa que hagamos, se levanta ella allí, signo de victoria para nosotros. Por eso la ponemos en nuestras casas, en nuestras paredes, en nuestras puertas; la trazamos sobre nuestra frente y nuestro pecho; la llevamos en nuestro corazón. Porque ella es el símbolo de nuestra redención y de nuestra liberación y de la infinita misericordia de nuestro Señor.
Uso Litúrgico de este texto (Homilías)
por hacerpor hacer
Catena Aurea: comentarios de los Padres de la Iglesia por versículos
Teofilacto
Después que llevó a sus discípulos lejos de los judíos, les pregunta sobre sí mismo, para que sin temor a los judíos le respondan la verdad. «Desde allí -dice- partió Jesús con sus discípulos por las aldeas cercanas de Cesarea de Filipo».
Muchos creían que San Juan había resucitado de entre los muertos, entre ellos Herodes, y que después de su resurrección había obrado milagros. Después de haberles preguntado la opinión de los demás, les pregunta la suya, como se ve por las siguientes palabras: «Díceles entonces: ¿Y vosotros, quién decís que soy yo?».
Confiesa que El era Cristo, anunciado por los profetas. Pero San Marcos pasa por alto lo que contestó el Señor a la confesión de Pedro y los términos en que le declaró bienaventurado, porque así no parece que trata de adular a su maestro. San Mateo, sin embargo, lo refiere clara y llanamente.
Quería, pues, ocultar su gloria, para que los que pudieran escandalizarse por ello no mereciesen mayor pena.
Después que aceptó el Señor la confesión de los discípulos, que le llamaban el verdadero Dios, les revela el misterio de la Cruz. «Y comenzó a declararles cómo convenía que el Hijo del hombre padeciese», etc. Y les habla con toda claridad, es decir, de la futura pasión. No entendían todavía los discípulos el orden de la verdad, ni podían comprender la resurrección, juzgando que era mejor no padeciese.
Queriendo manifestar el Señor que era necesaria su pasión para la salvación de los hombres, y que sólo Satanás se oponía a ella para que no se salvase el género humano, llamó Satanás a Pedro, conociendo la oposición de éste a su pasión, y que era su adversario, puesto que Satanás significa adversario.
Pedro no conocía más que lo que es humano, puesto que sus afectos eran carnales, y por tanto quería el descanso para el Señor y no la crucifixión.
San Jerónimo super Mat. cap. 16
Este Filipo fue hermano de Herodes, del cual hablamos antes, y que en honor de Tiberio César, llamó Cesarea de Filipo al pueblo que lleva hoy el nombre de Paneas.
«Y en el camino les hizo esta pregunta: ¿Quién dicen los hombres que soy yo?»
Pseudo-Crisóstomo, vict. ant. e cat. in Marcum
Pregunta, aunque lo sabe, porque convenía que los discípulos en algún momento hablasen de El mejor que las gentes.
No dijo al demonio que lo tentaba: «Atrás», sino a San Pedro, dándole a entender que lo siguiese y que no se opusiese al objeto de su voluntaria pasión. «Porque no sabes las cosas de Dios -dice- sino las de los hombres».
Beda, in Marcum, 2, 35
Les pregunta primeramente cómo pensaban los hombres para examinar luego la fe de los mismos discípulos, pues de otro modo, podía fundarse su confesión en la opinión de la gente.
«Respondiéronle: Unos dicen que Juan Bautista, otros que Elías, y otros, en fin, que eres uno de los antiguos profetas».
Dijo esto movido por su afecto y buen deseo, como si quisiera decir: Eso no puede ser, y mis oídos se resisten a oír que el Hijo de Dios ha de ser muerto.
San Juan Crisóstomo, homilia in Matthaeum, hom. 54, 1- 55, 1
Por los mismos términos de la pregunta les induce a formar un concepto mejor y más elevado de El, separándolos de las multitudes. La respuesta del jefe de los discípulos, autoridad de los apóstoles, fue en nombre de todos la siguiente: «Pedro, respondiendo, le dice: Tú eres el Cristo».
O para infundir en ellos una fe pura después de realizado el escándalo de la cruz. Después de la Pasión, y poco antes de la Ascensión, les dijo: «Id y enseñad a todas las gentes» ( Mt 28,19).
Les habló así el Señor en esta ocasión, para hacerles ver que convenía hubiese testigos que después de su cruz y de su resurrección lo predicasen. De nuevo el fogoso Pedro se atreve solo entre todos a cuestionar. «Pedro entonces, tomándolo aparte, comenzó a reprenderle diciéndole: Sé propicio para ti, Señor; mas eso no sucederá» (vict. ant. e cat. in Marcum).
¿Cómo es, pues, que gozando de una revelación de Dios, cayó tan pronto San Pedro y perdió su estabilidad? Pero diremos que no es de admirar que ignorase esto, no habiendo recibido revelación sobre la pasión. Sabía por revelación que Cristo era Hijo de Dios vivo pero aún no le había sido revelado el misterio de la cruz y de la resurrección. Para manifestar, pues, que convenía que El llegase a la pasión, increpó a Pedro. «Pero Jesús, vuelto contra él -prosigue-, y mirando a sus discípulos, respondió ásperamente a Pedro, diciendo: «Atrás, Satanás» etc.
Documentos Catequéticos
San Juan Pablo II, papa
Catequesis, Audiencia general (04-03-1987)
6. Entre los habitantes de Jerusalén, por el contrario, las palabras y los milagros de Jesús suscitaron cuestiones en torno a su condición mesiánica. Algunos excluían que pudiera ser el Mesías. “De éste sabemos de dónde viene, mas del Mesías, cuando venga, nadie sabrá de dónde viene” (Jn 7, 27). Pero otros decían: “El Mesías, cuando venga, ¿podrá hacer signos más grandes de los que ha hecho éste?” (Jn 7, 31). “¿No será éste el Hijo de David?”. (Mt 12, 23). Incluso llegó a intervenir el Sanedrín, decretando que “si alguno lo confesaba Mesías fuera expulsado de la sinagoga” (Jn 9, 22).
7. Con estos elementos podemos llegar a comprender el significado clave de la conversación de Jesús con los Apóstoles cerca de Cesarea de Filipo. “Jesús… les preguntó: ¿Quién dicen los hombres que soy yo? Ellos le respondieron, diciendo: Unos, que Juan Bautista; otros, que Elías y otros, que uno de los Profetas. Pero El les preguntó: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?Respondiendo Pedro, le dijo: Tú eres el Cristo” (Mc 8, 27-29; cf. además Mt 16, 13-16 y Lc 9, 18-21), es decir, el Mesías.
8. Según el Evangelio de Mateo esta respuesta ofrece a Jesús la ocasión para anunciar el primado de Pedro en la futura Iglesia (cf. Mt 16, 18). Según Marcos, tras la respuesta de Pedro, Jesús ordenó severamente a los Apóstoles “que no dijeran nada a nadie” (Mc 8, 30). De lo cual se puede deducir que Jesús no sólo no proclamaba que Él era el Mesías, sino que tampoco quería que los Apóstoles difundieran por el momento la verdad sobre su identidad. Quería, en efecto, que sus contemporáneos llegaran a tal convencimiento contemplando sus obras y escuchando su enseñanza. Por otra parte, el mismo hecho de que los Apóstoles estuvieran convencidos de lo que Pedro había dicho en nombre de todos al proclamar: “Tú eres el Cristo”, demuestra que las obras y palabras de Jesús constituían una base suficiente sobre la que podía fundarse y desarrollarse la fe en que Él era el Mesías.
9. Pero la continuación de ese diálogo tal y como aparece en los dos textos paralelos de Marcos y Mateo es aún más significativa en relación con la idea que tenía Jesús sobre su condición de Mesías (cf. Mc 8, 31-33; Mt 16, 21-23). Efectivamente, casi en conexión estrecha con la profesión de fe de los Apóstoles, Jesús “comenzó a enseñarles como era preciso que el Hijo del Hombre padeciese mucho, y que fuese rechazado por los ancianos y los príncipes de los sacerdotes y los escribas y que fuese muerto y resucitado al tercer día” (Mc 8, 31). El Evangelista Marcos hace notar: “Les hablaba de esto abiertamente” (Mc 8, 32). Marcos dice que “Pedro, tomándole aparte, se puso a reprenderle” (Mc 8, 32). Según Mateo, los términos de la reprensión fueron éstos: “No quiera Dios, Señor, que esto suceda” (Mt 16, 22). Y esta fue la reacción del Maestro: Jesús “reprendió a Pedro diciéndole: Quítate allá, Satán, pues tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres” (Mc 8, 33; Mt 16, 23).
10. En esta reprensión del Maestro se puede percibir algo así como un eco lejano de la tentación de que fue objeto Jesús en el desierto en los comienzos de su actividad mesiánica (cf.Lc 4, 1-13), cuando Satanás quería apartarlo del cumplimiento de la voluntad del Padre hasta el final. Los Apóstoles, y de un modo especial Pedro, a pesar que habían profesado su fe en la misión mesiánica de Jesús afirmando “Tú eres el Mesías”, no lograban librarse completamente de aquella concepción demasiado humana y terrena del Mesías, y admitir la perspectiva de un Mesías que iba a padecer y a sufrir la muerte. Incluso en el momento de la ascensión, preguntarían a Jesús: “¿…vas a reconstruir el reino de Israel?” (cf. Act 1, 6).
11. Precisamente ante esta actitud Jesús reacciona con tanta decisión y severidad. En El, la conciencia de la misión mesiánica correspondía a los Cantos sobre el Siervo de Yahvé de Isaías y, de un modo especial, a lo que había dicho el Profeta sobre el Siervo Sufriente: “Sube ante él como un retoño, como raíz en tierra árida. No hay en él parecer, no hay hermosura… Despreciado y abandonado de los hombres, varón de dolores, y familiarizado con el sufrimiento, y como uno ante el cual se oculta el rostro, menospreciado sin que le tengamos en cuenta… Pero fue Él ciertamente quien soportó nuestros sufrimientos y cargó con nuestros dolores… Fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados” (Is 53, 2-5).
Jesús defiende con firmeza esta verdad sobre el Mesías, pretendiendo realizarla en Él hasta las últimas consecuencias, ya que en ella se expresa la voluntad salvífica del Padre: “El Justo, mi siervo, justificará a muchos” (Is 53, 11 ). Así se prepara personalmente y prepara a los suyos para el acontecimiento en que el “misterio mesiánico” encontrará su realización plena: la Pascua de su muerte y de su resurrección.
Catequesis, Audiencia general (07-09-1988)
… Desde los comienzos de su actividad mesiánica, Jesús insiste en inculcar a sus discípulos la idea de que «el Hijo del Hombre… debe sufrir mucho» (Lc 9, 22), es decir, debe ser «reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días» (Mc 8, 31). Pero todo esto no es sólo cosa de los hombres, no procede sólo de su hostilidad frente a la persona y a la enseñanza de Jesús, sino que constituye el cumplimiento de los designios eternos de Dios, como lo anunciaban las Escrituras que contenían la revelación divina…
3. Cuando Pedro intenta negar esta eventualidad («…de ningún modo te sucederá esto»: Mt 16, 22), Jesús le reprocha con palabras muy severas: «¡Quítate de mi vista, Satanás!, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (Mc 8, 33). Impresiona la elocuencia de estas palabras, con las que Jesús quiere dar a entender a Pedro que oponerse al camino de la cruz significa rechazar los designios del mismo Dios. «Satanás» es precisamente el que «desde el principio» se enfrenta con «lo que es de Dios».
4. Así, pues, Jesús es consciente de la responsabilidad de los hombres frente a su muerte en la cruz, que Él deberá afrontar debido a una condena pronunciada por tribunales terrenos; pero también lo es de que por medio de esta condena humana se cumplirá el designio eterno de Dios: «lo que es de Dios», es decir, el sacrificio ofrecido en la cruz por la redención del mundo. Y aunque Jesús (como el mismo Dios) no quiere el mal del «deicidio» cometido por los hombres, acepta este mal para sacar de él el bien de la salvación del mundo.
7. La pasión y la muerte de Cristo habían sido anunciadas en el Antiguo Testamento, no como final de su misión, sino como el «paso» indispensable requerido para ser exaltado por Dios. Lo dice de un modo especial el canto de Isaías, hablando del Siervo de Yavé, como Varón de dolores: «He aquí que prosperará mi Siervo, será enaltecido, levantado y ensalzado sobremanera» (Is 53, 13). Y el mismo Jesús, cuando advierte que «el Hijo del Hombre… será matado», añade que «resucitará al tercer día» (cf. Mc 8, 31).
8. Nos encontramos, pues, ante un designio de Dios que, aunque parezca tan evidente, considerado en el curso de los acontecimientos descritos por los Evangelios, sigue siendo un misterio que la razón humana no puede explicar de manera exhaustiva. Con todo, aunque es verdad que al hombre le resulta difícil encontrar una respuesta satisfactoria a la pregunta «¿por qué la cruz de Cristo?», la respuesta a este interrogante nos la ofrece una vez más la Palabra de Dios.
9. Jesús mismo formula la respuesta: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna» (Jn 3 16). Cuando Jesús pronunciaba estas palabras en el diálogo nocturno con Nicodemo, su interlocutor no podía suponer aún probablemente que la frase «dar a su Hijo» significaba «entregarlo a la muerte en la cruz«. Pero Juan, que introduce esa frase en su Evangelio, conocía muy bien su significado. El desarrollo de los acontecimientos había demostrado que ése era exactamente el sentido de la respuesta a Nicodemo: Dios «ha dado» a su Hijo unigénito para la salvación del mundo, entregándolo a la muerte de cruz por los pecados del mundo, entregándolo por amor: ¡»Tanto amó Dios al mundo», a la creación, al hombre! El amor sigue siendo la explicación definitiva de la redención mediante la cruz. Es la única respuesta a la pregunta «¿por qué?» a propósito de la muerte de Cristo incluida en el designio eterno de Dios.
Catequesis, Audiencia general (05-10-1988)
5. Jesús seguía con sus discípulos el método de una oportuna «pedagogía». Esto se ve, de modo particularmente claro, en el momento en que los Apóstoles parecían haber llegado a la convicción de que Jesús era el verdadero Mesías (el «Cristo»), convicción expresada por aquella exclamación de Simón Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16), que podía considerarse como el punto culminante del camino de maduración de los Doce en la ya notable experiencia adquirida en el seguimiento de Jesús. Y he aquí que, precisamente tras esta profesión (ocurrida en las cercanías de Cesarea de Filipos), Cristo habla por primera vez de su pasión y muerte: «Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días» (Mc 8, 31; cf. también Mt 16, 21; Lc 9, 22).
6. También las palabras de severa reprensión dirigidas a Pedro, que no quería aceptar aquello que oía («Señor, de ningún modo te sucederá eso»: Mt 16, 22), prueban lo identificada que estaba la conciencia de Jesús con la certeza del futuro sacrificio. Ser Mesías quería decir para Él «dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10, 45). Desde el inicio sabia Jesús que éste era el sentido definitivo de su misión y de su vida. Por ello rechazaba todo lo que habría podido ser o aparecer como la negación de esa finalidad salvífica. Esto se vislumbra ya en la hora de la tentación, cuando Jesús rechaza resueltamente al halagador que trata de desviarle hacia la búsqueda de éxitos terrenos (cf. Mt 4, 5-10; Lc 4, 5-12).
7. Debemos notar, sin embargo, que en los textos citados, cuando Jesús anuncia su pasión y muerte, procura hablar también de la resurrección que sucederá «el tercer día». Es un añadido que no cambia en absoluto el significado esencial del sacrificio mesiánico mediante la muerte en cruz, sino que pone de relieve su significado salvífico y vivificante. Digamos, desde ahora, que esto pertenece a la más profunda esencia de la misión de Cristo: el Redentor del mundo es aquel en quien se debe llevar a cabo la «pascua», es decir, el paso del hombre a una nueva vida en Dios.
Catequesis, Audiencia general (22-04-1992)
2. No podemos, sin embargo, contemplar el misterio de la resurrección sin echar una mirada a lo que la precedió: la victoria obtenida en Pascua tiene como presupuesto el sacrificio redentor de Cristo.
El Maestro divino, que había anunciado en repetidas ocasiones su resurrección, había subrayado al mismo tiempo que, antes de ella, debía recorrer el camino del dolor: «comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días» (Mc 8, 31). Al declarar que su pasión era necesaria, Jesús quería enseñar que, de acuerdo con la voluntad del Padre su misión debía cumplirse por medio del sacrificio.
En medio de la alegría de la Pascua no podemos olvidar los sufrimientos del Salvador que, mediante la cruz, mereció la salvación de la humanidad. La cruz ha desempeñado un papel esencial en la misión salvífica de Cristo, como él mismo recuerda después de su resurrección a los discípulos de Emaús (Lc 24, 26). A esos dos discípulos, entristecidos y desconcertados por el evento de su pasión, Jesús explica el sentido de las Escrituras proféticas, mostrando que el Mesías debía llegar al triunfo glorioso por el camino del sufrimiento.
Así, pues, ¿por qué asombrarnos de que la ley de la cruz, tan íntimamente relacionada con la vida y la actividad salvífica de Jesús, se aplique también a nuestra vida? A todos los que, aún hoy, se encuentran trágicamente inmersos en el misterio del sufrimiento, y podrían caer en la tentación del desaliento y la desesperación, conviene recordarles la verdad que enseñó y vivió Cristo: la cruz es necesaria en nuestra vida, pero como camino que conduce a la victoria del amor. Todos estamos llamados a unirnos a la ofrenda redentora de Cristo, a fin de compartir con él la alegría de la resurrección.
La Iglesia, por tanto… dirige una palabra llena de esperanza a todos los que sufren, a todos los que gimen bajo el peso de sus pruebas: «vuestra tristeza ―según la promesa de Jesús― se convertirá en gozo» (Jn 16, 20).
Benedicto XVI, papa
Catequesis, Audiencia general (17-05-2006)
[…] Pedro vivió otro momento significativo en su camino espiritual cerca de Cesarea de Filipo, cuando Jesús planteó a sus discípulos una pregunta precisa: «¿Quién dicen los hombres que soy yo?» (Mc 8, 27). Pero a Jesús no le basta la respuesta de lo que habían oído decir. De quien ha aceptado comprometerse personalmente con él quiere una toma de posición personal. Por eso insiste: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mc 8, 29). Es Pedro quien contesta en nombre de los demás: «Tú eres el Cristo» (Mc 8, 29), es decir, el Mesías. Esta respuesta de Pedro, que no provenía «ni de la carne ni de la sangre», es decir, de él, sino que se la había donado el Padre que está en los cielos (cf. Mt 16, 17), encierra en sí como en germen la futura confesión de fe de la Iglesia.
Con todo, Pedro no había entendido aún el contenido profundo de la misión mesiánica de Jesús, el nuevo sentido de la palabra Mesías. Lo demuestra poco después, dando a entender que el Mesías que buscaba en sus sueños es muy diferente del verdadero proyecto de Dios. Ante el anuncio de la pasión se escandaliza y protesta, provocando la dura reacción de Jesús (cf. Mc 8, 32-33).
Pedro quiere un Mesías «hombre divino», que realice las expectativas de la gente imponiendo a todos su poder. También nosotros deseamos que el Señor imponga su poder y transforme inmediatamente el mundo. Jesús se presenta como el «Dios humano», el siervo de Dios, que trastorna las expectativas de la muchedumbre siguiendo el camino de la humildad y el sufrimiento.
Es la gran alternativa, que también nosotros debemos aprender siempre de nuevo: privilegiar nuestras expectativas, rechazando a Jesús, o acoger a Jesús en la verdad de su misión y renunciar a nuestras expectativas demasiado humanas.
Pedro, impulsivo como era, no duda en tomar aparte a Jesús y reprenderlo. La respuesta de Jesús echa por tierra todas sus falsas expectativas, a la vez que lo invita a convertirse y a seguirlo. «Ponte detrás de mí, Satanás, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (Mc 8, 33). No me señales tú el camino; yo tomo mi camino y tú debes ponerte detrás de mí.
Pedro aprende así lo que significa en realidad seguir a Jesús. Es su segunda llamada, análoga a la de Abraham en Gn 22, después de la de Gn 12: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame, porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8, 34-35). Es la ley exigente del seguimiento: hay que saber renunciar, si es necesario, al mundo entero para salvar los verdaderos valores, para salvar el alma, para salvar la presencia de Dios en el mundo (cf.Mc 8, 36-37). Aunque le cuesta, Pedro acoge la invitación y prosigue su camino tras las huellas del Maestro.
Me parece que estas diversas conversiones de san Pedro y toda su figura constituyen un gran consuelo y una gran enseñanza para nosotros. También nosotros tenemos deseo de Dios, también nosotros queremos ser generosos, pero también nosotros esperamos que Dios actúe con fuerza en el mundo y transforme inmediatamente el mundo según nuestras ideas, según las necesidades que vemos nosotros. Dios elige otro camino. Dios elige el camino de la transformación de los corazones con el sufrimiento y la humildad. Y nosotros, como Pedro, debemos convertirnos siempre de nuevo. Debemos seguir a Jesús y no ponernos por delante. Es él quien nos muestra el camino. Así, Pedro nos dice: tú piensas que tienes la receta y que debes transformar el cristianismo, pero es el Señor quien conoce el camino. Es el Señor quien me dice a mí, quien te dice a ti: sígueme. Y debemos tener la valentía y la humildad de seguir a Jesús, porque él es el camino, la verdad y la vida.
Catequesis, Audiencia general (11-01-2012)
El Evangelio según san Marcos relata que desde el comienzo del viaje hacia Jerusalén, en los poblados de la lejana Cesarea de Filipo, Jesús había comenzado «a instruirlos: “el Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser reprobado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días”» (Mc 8, 31). Además, precisamente en los días en que se preparaba para despedirse de sus discípulos, la vida del pueblo estaba marcada por la cercanía de la Pascua, o sea, del memorial de la liberación de Israel de Egipto. Esta liberación, experimentada en el pasado y esperada de nuevo en el presente y para el futuro, se revivía en las celebraciones familiares de la Pascua. La última Cena se inserta en este contexto, pero con una novedad de fondo. Jesús mira a su pasión, muerte y resurrección, siendo plenamente consciente de ello. Él quiere vivir esta Cena con sus discípulos con un carácter totalmente especial y distinto de los demás convites; es su Cena, en la que dona Algo totalmente nuevo: se dona a sí mismo. De este modo, Jesús celebra su Pascua, anticipa su cruz y su resurrección.
[…] Con el don del pan y del vino que ofrece en la última Cena Jesús anticipa su muerte y su resurrección realizando lo que había dicho en el discurso del Buen Pastor: «Yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre» (Jn 10, 17-18). Él, por lo tanto, ofrece por anticipado la vida que se le quitará, y, de este modo, transforma su muerte violenta en un acto libre de donación de sí mismo por los demás y a los demás. La violencia sufrida se transforma en un sacrificio activo, libre y redentor.
[…] Queridos hermanos y hermanas, participando en la Eucaristía, vivimos de modo extraordinario la oración que Jesús hizo y hace continuamente por cada uno a fin de que el mal, que todos encontramos en la vida, no llegue a vencer, y obre en nosotros la fuerza transformadora de la muerte y resurrección de Cristo… Participando en la Eucaristía, nutriéndonos de la carne y de la Sangre del Hijo de Dios, unimos nuestra oración a la del Cordero pascual en su noche suprema, para que nuestra vida no se pierda, no obstante nuestra debilidad y nuestras infidelidades, sino que sea transformada.
Francisco, papa
Catequesis, Audiencia general (27-03-2013)
Jesús no vive este amor que conduce al sacrificio de modo pasivo o como un destino fatal; ciertamente no esconde su profunda turbación humana ante la muerte violenta, sino que se entrega con plena confianza al Padre. Jesús se entregó voluntariamente a la muerte para corresponder al amor de Dios Padre, en perfecta unión con su voluntad, para demostrar su amor por nosotros. En la Cruz, Jesús «me amó y se entregó por mí» (Ga 2, 20). Cada uno de nosotros puede decir: Me amó y se entregó por mí. Cada uno puede decir esto: «por mí».
… [Estamos invitados a] entrar cada vez más en la lógica de Dios, en la lógica de la Cruz, que no es ante todo aquella del dolor y de la muerte, sino la del amor y del don de sí que trae vida. Es entrar en la lógica del Evangelio. Seguir, acompañar a Cristo, permanecer con Él exige un «salir», salir. Salir de sí mismos, de un modo de vivir la fe cansado y rutinario, de la tentación de cerrarse en los propios esquemas que terminan por cerrar el horizonte de la acción creativa de Dios. Dios salió de sí mismo para venir en medio de nosotros, puso su tienda entre nosotros para traernos su misericordia que salva y dona esperanza. También nosotros, si queremos seguirle y permanecer con Él, no debemos contentarnos con permanecer en el recinto de las noventa y nueve ovejas, debemos «salir», buscar con Él a la oveja perdida, aquella más alejada. Recordad bien: salir de nosotros, como Jesús, como Dios salió de sí mismo en Jesús y Jesús salió de sí mismo por todos nosotros.
Alguno podría decirme: «Pero, padre, no tengo tiempo», «tengo tantas cosas que hacer», «es difícil», «¿qué puedo hacer yo con mis pocas fuerzas, incluso con mi pecado, con tantas cosas?». A menudo nos contentamos con alguna oración, una misa dominical distraída y no constante, algún gesto de caridad, pero no tenemos esta valentía de «salir» para llevar a Cristo. Somos un poco como san Pedro. En cuanto Jesús habla de pasión, muerte y resurrección, de entrega de sí, de amor hacia todos, el Apóstol le lleva aparte y le reprende. Lo que dice Jesús altera sus planes, parece inaceptable, pone en dificultad las seguridades que se había construido, su idea de Mesías. Y Jesús mira a sus discípulos y dirige a Pedro tal vez una de las palabras más duras de los Evangelios: «¡Aléjate de mí, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!» (Mc 8, 33). Dios piensa siempre con misericordia: no olvidéis esto. Dios piensa siempre con misericordia: ¡es el Padre misericordioso! Dios piensa como el padre que espera el regreso del hijo y va a su encuentro, lo ve venir cuando todavía está lejos… ¿Qué significa esto? Que todos los días iba a ver si el hijo volvía a casa: éste es nuestro Padre misericordioso. Es el signo de que lo esperaba de corazón en la terraza de su casa. Dios piensa como el samaritano que no pasa cerca del desventurado compadeciéndose o mirando hacia otro lado, sino socorriéndole sin pedir nada a cambio; sin preguntar si era judío, si era pagano, si era samaritano, si era rico, si era pobre: no pregunta nada. No pregunta estas cosas, no pide nada. Va en su ayuda: así es Dios. Dios piensa como el pastor que da su vida para defender y salvar a las ovejas.