Gn 15, 5-12.17-18: Dios hace alianza con Abrahán
/ 20 febrero, 2016 / GénesisHomilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
Joseph Ratzinger (Benedicto XVI)
Comentario
El Camino Pascual, BAC Popular, Madrid 1990, pp. 66-69.
[…] Quisiera proponer solamente una breve reflexión sobre la primera lectura del domingo: Gén 15,5-12.17-18, un texto que, en un primer momento, nos resulta francamente extraño. Se advierte en seguida la gran distancia de tiempo que le separa de nosotros; los exegetas afirman que estas palabras recogen una tradición muy antigua, vinculada a imágenes arcaicas, y esta lejanía temporal hace que nos sorprenda todavía más el hecho de que en las profundidades del texto se dibuje el misterio del Señor crucificado.
El acontecimiento que este pasaje nos transmite pertenece al centro de la historia de la salvación. Se nos relata la celebración del pacto entre Dios y Abraham. Aquí se inicia, pues, aquella alianza, aquel testamento, que continuará con Moisés y que hallará su figura definitiva en Cristo. La conclusión de este pacto se realiza en la forma usual entre pueblos que no conocían aún la escritura; observamos, además, que el tipo de contrato que aquí se celebra es el que con mayor seguridad garantizaba la fidelidad y la firmeza. Se divide en dos mitades un animal, y el contratante pasa por entre los pedazos esparcidos. Este rito era un juramento arriesgado, porque venía a expresar una obligación última e irrevocable, una especie de maldición sobre aquel que rompiera el pacto, de suerte que la vida y la felicidad de las partes quedaban vinculadas a la palabra dada. El gesto significa: la suerte de este animal dividido en dos mitades será mi suerte si no guardare mi palabra; a semejanza de este animal, sea yo también despedazado si fuera infiel. Con esta actitud, el hombre se declara dispuesto a entregar la vida por su palabra; une su vida a su palabra, la cual se convierte así en su destino, en un valor más elevado que la vida puramente biológica.
Obrando de este modo, Abraham cree, confía su vida a la palabra de este contrato; entrega su vida, de forma irrevocable, a la palabra de la alianza. La palabra se hace el espacio de su vida. Con esta disponibilidad a dar su vida por la palabra, el Patriarca inicia la confesión de los mártires, reconoce la majestad intangible de la palabra, de la verdad. Vale la pena sufrir por la fe. Vale la pena comprometer la vida y la muerte por la causa de la fe. Creer significa: introducir la propia vida en el espacio de la palabra de Dios; vincular nuestra vida y nuestra suerte a esta palabra; estar dispuestos a sacrificar nuestro prestigio, a renunciar a nosotros mismos y a nuestro tiempo por la palabra de Dios.
Con la afirmación de esta verdad hemos interpretado únicamente la parte más accesible del texto; tenemos que afrontar ahora un aspecto más oscuro y también más importante. Leemos en el texto que, cuando el sol estaba ya para ponerse, cayó un sopor sobre Abraham; la palabra que aquí se utiliza para expresar «sopor» es la misma que hallamos empleada en la historia de la creación, cuando Dios creó a la mujer de una costilla de Adán, mientras éste dormía. Este vocablo, tardema, sirve para indicar un sueño fuera de lo ordinario, un hacerse sordo a las cosas de nuestro entorno cotidiano; un sumergirse, a través de los diferentes planos del ser, hasta aquel fondo en el que el hombre entra en contacto con su origen y toca el centro último de la realidad: Dios.
En estas profundidades, Abraham ve algo sorprendente y excitante: una especie de horno y de fuego llameante pasa por entre las dos mitades de las víctimas. Horno y fuego representan el misterio invisible de Dios. El horno y el fuego son realidades a la vez domeñadas y peligrosas. De este modo se expresa el misterio inefable de Dios, que es, al tiempo, orden, disciplina y potencia suprema. La representación de Dios, su presencia misteriosa, pasa por entre los trozos dispersos de los animales. Esto significa que también Dios ejecuta el rito del juramento; también El vincula su vida y su felicidad a esta alianza; también El se declara dispuesto a entregar su vida por esta alianza; también El compromete su vida para cimentar una fidelidad irrevocable a la alianza. Así a primera vista, y desde una perspectiva filosófica, este hecho parece simplemente absurdo; ¿cómo podría Dios sufrir, morir, vincular su suerte a la alianza con los hombres, con Abraham? La respuesta es la cabeza ensangrentada, coronada de espinas, del Señor crucificado. El Hijo de Dios se ha hecho hijo de Abraham y ha cargado sobre sí la maldición del juramento roto por los hijos de Abraham. De esta suerte se realiza lo impensable, lo imposible de imaginar: el hombre es tan importante para Dios, que es digno de su pasión. Dios ofrece el precio de su fidelidad en el Hijo encarnado, que hace donación de su vida. Acepta ser dividido en partes, ser llevado a la muerte como aquellos animales, cuando el cuerpo del Hijo es arrancado de las manos del Padre y entregado a la muerte en el último acto de la pasión del Viernes Santo. Dios se toma al hombre en serio; Él mismo ha querido vincularse a su alianza, hasta el punto de que en la Sagrada Eucaristía, fruto de la cruz, pone su vida en nuestras manos, día tras día.
En la visión de Abraham, cuando tiene lugar el primer inicio de la alianza con el pueblo elegido, se levanta ya la primera estación del viacrucis. Esta es, bajo el velo del misterio, una primera visión de la pasión del Señor, del Dios crucificado; el misterio de la fe se expresa aquí en imágenes que surgen de la lejanía del mundo pagano. La enigmática visión de Abraham se hace realidad manifiesta para nosotros en el signo de la cruz. Con esta imagen, Dios llama hoy a la puerta de nuestro corazón; el texto del Antiguo Testamento no expresa más que la voz de Dios en el Evangelio: «Este es mi hijo elegido, escuchadle» (Lc 9,35).
La fidelidad de Dios, esa fidelidad que llega hasta la muerte, ha de suscitar nuestra fidelidad. La palabra de Dios es más importante que nuestra propia vida. Y esta primacía de la palabra de Dios no se afirma únicamente en el martirio cruento. El anuncio de un Dios que vincula su vida a la alianza con nosotros es un anuncio que se orienta a la vida cotidiana: el camino de la fidelidad se realiza en las cosas pequeñas, en la paciencia de la fe vivida día a día. Mirando la sangre de Cristo, nos convertimos cada vez más profundamente a su amor (véase 1 Clem. 7,4).