Así a primera vista, y desde una perspectiva filosófica, este hecho parece simplemente absurdo; ¿cómo podría Dios sufrir, morir, vincular su suerte a la alianza con los hombres, con Abraham? La respuesta es la cabeza ensangrentada, coronada de espinas, del Señor crucificado. El Hijo de Dios se ha hecho hijo de Abraham y ha cargado sobre sí la maldición del juramento roto por los hijos de Abraham.