Mt 28, 1-10 — El sepulcro vacío. Mensaje del ángel a las mujeres
/ 11 abril, 2020 / Evangelios, San MateoTexto Bíblico
1 Pasado el sábado, al alborear el primer día de la semana, fueron María la Magdalena y la otra María a ver el sepulcro.2 Y de pronto tembló fuertemente la tierra, pues un ángel del Señor, bajando del cielo y acercándose, corrió la piedra y se sentó encima.3 Su aspecto era de relámpago y su vestido blanco como la nieve;4 los centinelas temblaron de miedo y quedaron como muertos.5 El ángel habló a las mujeres: «Vosotras no temáis, ya sé que buscáis a Jesús el crucificado.6 No está aquí: ¡ha resucitado!, como había dicho. Venid a ver el sitio donde yacía7 e id aprisa a decir a sus discípulos: “Ha resucitado de entre los muertos y va por delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis”. Mirad, os lo he anunciado».8 Ellas se marcharon a toda prisa del sepulcro; llenas de miedo y de alegría corrieron a anunciarlo a los discípulos.
9 De pronto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: «Alegraos». Ellas se acercaron, le abrazaron los pies y se postraron ante él.10 Jesús les dijo: «No temáis: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán».
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Atanasio, obispo
Obras: El Salvador ha resucitado; Cristo vive; Cristo es la vida misma
«No tengáis miedo» (Mt 10,26)29-30: PG 25, 146-147 [Liturgia de las Horas]
Si mediante la señal de la cruz y la fe en Cristo conculcamos la muerte, habrá que concluir, a juicio de la verdad, que es Cristo y no otro quien ha conseguido la palma y el triunfo sobre la muerte, reduciéndola casi a la impotencia. Si además añadimos que la muerte —antes prepotente y, en consecuencia, terrible—, es despreciada a raíz de la venida del Salvador, de su muerte corporal y de su resurrección, es lógico deducir que la muerte fue aniquilada y vencida por Cristo, al ser él izado en la cruz.
Cuando, transcurrida la noche, el sol asoma e ilumina con sus rayos la faz de la tierra, a nadie se le ocurre dudar de que es el sol el que, esparciendo su luz por doquier ahuyenta las tinieblas inundándolo todo con su esplendor. Así también, cuando la muerte comenzó a ser despreciada y pisoteada tras la venida del Salvador en forma humana para salvarnos y de su muerte en la cruz, aparece perfectamente claro que fue el mismo Salvador quien, manifestándose corporalmente, destruyó la muerte y consigue cada día en sus discípulos nuevos trofeos sobre ella.
Si alguien viere a unos hombres, naturalmente pusilánimes, lanzarse confiadamente a la muerte sin temer la corrupción del sepulcro ni rehuir el descenso a los infiernos, sino provocarla con alegre disposición de ánimo; que no temen los tormentos, antes bien prefieren, por amor a Cristo, la muerte a la presente vida; más aún, si alguien fuera testigo de hombres, mujeres y hasta de tiernos niños que, a impulsos de su amor a Cristo, corren apresuradamente al encuentro con la muerte, ¿quién sería tan necio, tan incrédulo o tan ciego de entendimiento que no comprendiera y reconociera que ese Cristo —a quien tales hombres rinden un testimonio fidedigno— es el que concede y otorga a cada uno de ellos la victoria sobre la muerte y destruye su poder en todos aquellos que creen en él y llevan marcada la señal de la cruz?
Lo que acabamos de decir es un argumento no despreciable de que la muerte ha sido aniquilada por Cristo y de que la cruz del Señor ha sido izada como enseña contra ella. Respecto a que Cristo, común Salvador de todos y vida verdadera, haya obrado la inmortal resurrección del cuerpo, resulta mucho más evidente de los hechos que de las palabras para quienes conservan sano el ojo del alma.
Pues bien, si la muerte ha sido destruida y todos tienen el poder de vencerla por medio de Cristo, con mucha más razón la venció y la destruyó primeramente él en su propio cuerpo. Habiendo, pues, dado muerte a la muerte, ¿qué otra alternativa quedaba sino resucitar el cuerpo y erigirlo en trofeo de su victoria? ¿Y cómo hubiera podido comprobarse que la muerte había sido destruida, si no hubiera resucitado el cuerpo del Señor? Si lo dicho no fuera para alguien prueba suficiente en orden a demostrar su resurrección, preste fe a nuestras palabras al menos en base a lo que es comprobable con los ojos.
Pues si un muerto no puede hacer absolutamente nada: su recuerdo permanece vivo apenas hasta el sepulcro, y luego se desvanece; y si sólo los vivos pueden actuar y ejercer cierta influencia sobre los hombres: que lo compruebe quien quiera y, hechas las oportunas averiguaciones, juzgue por sí mismo y confiese la verdad. Pues bien: si el Salvador realiza entre los hombres tantas y tan estupendas cosas; si por doquier convence silenciosamente a tantos griegos y bárbaros a que abracen su fe y obedezcan todos su doctrina, ¿habrá todavía quien dude de que el Salvador ha resucitado, de que Cristo vive, más aún, de que es la vida misma?
San Juan Pablo II, papa
Audiencia General (01-02-1989): El primer signo de la Resurrección
«Entraron en el sepulcro y vieron...» (Mc 16,5)nn. 5-9
miércoles 1 de febrero de 1989
5. En el ámbito de los acontecimientos pascuales, el primer elemento ante el que nos encontramos es el «sepulcro vacío». Sin duda no es por sí mismo una prueba directa. La ausencia del cuerpo de Cristo en el sepulcro en el que había sido depositado podría explicarse de otra forma, como de hecho pensó por un momento María Magdalena cuando, viendo el sepulcro vacío, supuso que alguno habría sustraído el cuerpo de Jesús (cf. Jn 20, 13).
Más aún el Sanedrín trató de hacer correr la voz de que, mientras dormían los soldados, el cuerpo habla sido robado por los discípulos. «Y se corrió esa versión entre los judíos, ?anota Mateo? hasta el día de hoy» (Mt 28, 12-15).
A pesar de esto el «sepulcro vacío» ha constituido para todos, amigos y enemigos, un signo impresionante. Para las personas de buena voluntad su descubrimiento fue el primer paso hacia el reconocimiento del «hecho» de la resurrección como una verdad que no podía ser refutada.
6. Así fue ante todo para las mujeres, que muy de mañana se hablan acercado al sepulcro para ungir el cuerpo de Cristo. Fueron las primeras en acoger el anuncio: «Ha resucitado, no está aquí... Pero id a decir a sus discípulos y a Pedro...» (Mc 16, 6-7). «Recordad cómo os habló cuando estaba todavía en Galilea, diciendo: ‘Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores y sea crucificado, y al tercer día resucite’. Y ellas recordaron sus palabras» (Lc 24, 6-8).
Ciertamente las mujeres estaban sorprendidas y asustadas (cf. Mc 16, 8; Lc 24, 5). Ni siquiera ellas estaban dispuestas a rendirse demasiado fácilmente a un hecho que, aún predicho por Jesús, estaba efectivamente por encima de toda posibilidad de imaginación y de invención. Pero en su sensibilidad y finura intuitiva ellas, y especialmente María Magdalena, se aferraron a la realidad y corrieron a donde estaban los Apóstoles para darles la alegre noticia.
El Evangelio de Mateo (28, 8-10) nos informa que a lo largo del camino Jesús mismo les salió al encuentro, las saludó y les renovó el mandato de llevar el anuncio a los hermanos (Mt 28, 10). De esta forma las mujeres fueron las primeras mensajeras de la resurrección de Cristo, y lo fueron para los mismos Apóstoles (Lc 24, 10). ¡Hecho elocuente sobre la importancia de la mujer ya en los días del acontecimiento pascual!
7. Entre los que recibieron el anuncio de María Magdalena estaban Pedro y Juan (cf. Jn 20, 3-8). Ellos se acercaron al sepulcro no sin titubeos, tanto más cuanto que Marta les había hablado de una sustracción del cuerpo de Jesús del sepulcro (cf. Jn 20, 2). Llegados al sepulcro, también ellos lo encontraron vacío. Terminaron creyendo, tras haber dudado no poco, porque, como dice Juan, «hasta entonces no habían comprendido que según la Escritura Jesús debía resucitar de entre los muertos» (Jn 20, 9).
Digamos la verdad: el hecho era asombroso para aquellos hombres que se encontraban ante cosas demasiado superiores a ellos. La misma dificultad, que muestran las tradiciones del acontecimiento. al dar una relación de ello plenamente coherente, confirma su carácter extraordinario y el impacto desconcertante que tuvo en el ánimo de los afortunados testigos. La referencia «a la Escritura» es la prueba de la oscura percepción que tuvieron al encontrarse ante un misterio sobre el que sólo la Revelación podía dar luz.
8. Sin embargo, he aquí otro dato que se debe considerar bien: si el «sepulcro vacío» dejaba estupefactos a primera vista y podía incluso generar una cierta sospecha, el gradual conocimiento de este hecho inicial, como lo anotan los Evangelios, terminó llevando al descubrimiento de la verdad de la resurrección.
En efecto, se nos dice que las mujeres, y sucesivamente los Apóstoles, se encontraron ante un «signo» particular: el signo de la victoria sobre la muerte. Si el sepulcro mismo cerrado por una pesada losa, testimoniaba la muerte, el sepulcro vacío y la piedra removida daban el primer anuncio de que allí había sido derrotada la muerte.
No puede dejar de impresionar la consideración del estado de ánimo de las tres mujeres, que dirigiéndose al sepulcro al alba se decían entre sí: «¿Quién nos retirará la piedra de la puerta del sepulcro?» (Mc 16, 3), y que después, cuando llegaron al sepulcro, con gran maravilla constataron que «la piedra estaba corrida aunque era muy grande» (Mc 16, 4). Según el Evangelio de Marcos encontraron en el sepulcro a alguno que les dio el anuncio de la resurrección (cf. Mc 16, 5): pero ellas tuvieron miedo y, a pesar de las afirmaciones del joven vestido de blanco, «salieron huyendo del sepulcro, pues un gran temblor y espanto se había apoderado de ellas» (Mc 16, 8). ¿Cómo no comprenderlas? Y sin embargo la comparación con los textos paralelos de los demás Evangelistas permite afirmar que, aunque temerosas, las mujeres llevaron el anuncio de la resurrección, de la que el «sepulcro vacío» con la piedra corrida fue el primer signo.
9. Para las mujeres y para los Apóstoles el camino abierto por «el signo» se concluye mediante el encuentro con el Resucitado: entonces la percepción aún tímida e incierta se convierte enconvicción y, más aún, en fe en Aquel que «ha resucitado verdaderamente». Así sucedió a las mujeres que al ver a Jesús en su camino y escuchar su saludo, se arrojaron a sus pies y lo adoraron (cf. Mt 28, 9). Así le pasó especialmente a María Magdalena, que al escuchar que Jesús le llamaba por su nombre, le dirigió antes que nada el apelativo habitual: Rabbuní, ¡Maestro! (Jn 20, 16) y cuando Él la iluminó sobre el misterio pascual corrió radiante a llevar el anuncio a los discípulos: «¡He visto al Señor!» (Jn 20, 18). Lo mismo ocurrió a los discípulos reunidos en el Cenáculo que la tarde de aquel «primer día después del sábado», cuando vieron finalmente entre ellos a Jesús, se sintieron felices por la nueva certeza que había entrado en su corazón: «Se alegraron al ver al Señor» (cf. Jn 20, 19-20).
¡El contacto directo con Cristo desencadena la chispa que hace saltar la fe!
Regina Caeli (08-04-1996): Una noticia que no podemos silenciar
«Id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea...» (Mt 28,10)lunes 8 de abril de 1996
1. «No temáis. Id y avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán» (Mt 28, 10).
Estas palabras de la liturgia de hoy expresan la invitación de Jesús resucitado a las mujeres que acudieron al sepulcro el día de Pascua. «María Magdalena y la otra María» (Mt 28, 1) encuentran la tumba vacía y un ángel que les anuncia la resurrección del Señor. Ven, luego, a Jesús, que las envía a los Apóstoles, aún atemorizados por los acontecimientos de los días anteriores.
Hoy, lunes de Pascua, también para nosotros resuena el anuncio que la Iglesia repite desde sus comienzos: «¡Cristo ha resucitado!». Ésta es la buena noticia que todos estamos llamados a difundir, en virtud de nuestro bautismo y mediante el testimonio de nuestra vida.
Testimoniar la resurrección de Cristo y la esperanza que él nos ha traído es el don más hermoso que el cristiano puede y debe hacer a sus hermanos. Por tanto, a todos y cada uno repitamos: ¡Cristo ha resucitado, Aleluya!
2. Amadísimos hermanos y hermanas. Estamos en los días de la octava de Pascua, inmersos en el clima gozoso de la resurrección de Cristo. La liturgia considera toda la octava como un único día, para subrayar cuán intensamente deben concentrarse los fieles en ese acontecimiento fundamental. La Pascua es anuncio de radical novedad para nosotros y para la humanidad entera; es triunfo de la vida sobre la muerte. La Pascua es fiesta de renovación y regeneración. Dejemos que nuestra existencia sea conquistada por la resurrección de Cristo. Sintamos al Resucitado vivo y operante en nosotros y en el mundo.
Pidamos a la Virgen santísima, testigo silenciosa de la muerte y resurrección de Cristo, que nos introduzca a fondo en el gozo pascual. Lo haremos con el rezo del Regina coeli, que en el tiempo pascual toma el lugar de la oración del Ángelus.
Regina Caeli (05-04-1999): El acontecimiento más trascendente de toda la historia
«Ha resucitado de entre los muertos» (Mt 28,7)lunes 5 de abril de 1999
1. El anuncio: «Cristo, mi esperanza, ha resucitado» (Secuencia), sigue resonando en la liturgia de hoy. Así, el gozo espiritual de la Pascua se prolonga y se dilata en la Iglesia y en el corazón de los fieles.
La resurrección de Cristo constituye el acontecimiento más trascendente de la historia humana. Y ese acontecimiento ha dado a todos una nueva esperanza: esperar, ahora, ya no significa aguardar que suceda algo. Significa estar seguros de que algo ha sucedido, puesto que «el Señor ha resucitado y vive para siempre».
El primero en pronunciar las palabras que proclamaban la Resurrección fue un ángel junto al sepulcro vacío de Cristo. A las mujeres que acudieron al sepulcro al alba del primer día después del sábado, les dijo: «No está aquí, ha resucitado» (Mt 28, 5). Y ellas, «llenas de alegría, corrieron» (Mt 28, 8) a anunciarlo a los discípulos. Para los discípulos, temerosos y desconsolados, el anuncio del mensajero celestial, que las apariciones del Resucitado evidenciaron aún más, confirmó cuanto el Señor había anunciado. Confortados por esta certeza y llenos del Espíritu Santo, recorrerán después los senderos del mundo para hacer resonar el gozoso anuncio pascual.
2. Amadísimos hermanos y hermanas, en este «lunes del ángel» la liturgia nos invita a escuchar de nuevo las palabras del ángel, que también a nosotros nos anuncian el gran acontecimiento de aquel día. En ellas está el centro vivo del cristianismo. Designan el misterio que lo explica todo. Después de los ritos de la Semana santa, nuestros ojos contemplan ahora a Cristo resucitado. También nosotros estamos llamados a encontrarnos con él personalmente y a convertirnos en sus heraldos y testigos, como lo fueron las mujeres y los discípulos
«Cristo, mi esperanza, ha resucitado», repetimos hoy, pidiéndole la valentía de la fidelidad y la perseverancia en el bien. Imploremos, sobre todo, la paz, don que nos ha obtenido con su muerte y resurrección. Oremos para que conceda el don valioso de la paz especialmente a nuestros hermanos de Kosovo, donde las campanas de Pascua no han repicado y donde, por desgracia, continúa la guerra con destrucciones, deportaciones y muerte.
3. Encomendemos a María nuestra apremiante invocación. «Reina del cielo», tú que te alegras porque «aquel que llevaste en tu seno ha resucitado», alcanza consuelo y apoyo a los prófugos y a quienes sufren a causa de la guerra. Obtén serenidad y paz para todo el mundo.
Benedicto XVI, papa
Ángelus (09-04-2007): No temerás si te has encontrado con Cristo resucitado
«No temáis: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán». (Mt 28,10)lunes 9 de abril de 2007
Estamos aún llenos del gozo espiritual que las solemnes celebraciones de la Pascua producen realmente en el corazón de los creyentes. ¡Cristo ha resucitado! A este misterio tan grande la liturgia no sólo dedica un día —sería demasiado poco para tanta alegría—, sino cincuenta, es decir, todo el tiempo pascual, que se concluye con Pentecostés. El domingo de Pascua es un día absolutamente especial, que se extiende durante toda esta semana, hasta el próximo domingo, y forma la octava de Pascua.
En el clima de la alegría pascual, la liturgia de hoy nos lleva al sepulcro, donde María Magdalena y la otra María, según el relato de san Mateo, impulsadas por el amor a él, habían ido a "visitar" la tumba de Jesús. El evangelista narra que Jesús les salió al encuentro y les dijo: "No temáis. Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán" (Mt 28, 10). Verdaderamente experimentaron una alegría inefable al ver de nuevo a su Señor, y, llenas de entusiasmo, corrieron a comunicarla a los discípulos.
Hoy el Resucitado nos repite a nosotros, como a aquellas mujeres que habían permanecido junto a él durante la Pasión, que no tengamos miedo de convertirnos en mensajeros del anuncio de su resurrección. No tiene nada que temer quien se encuentra con Jesús resucitado y a él se encomienda dócilmente. Este es el mensaje que los cristianos están llamados a difundir hasta los últimos confines de la tierra.
El cristiano, como sabemos, no comienza a creer al aceptar una doctrina, sino tras el encuentro con una Persona, con Cristo muerto y resucitado. Queridos amigos, en nuestra existencia diaria son muchas las ocasiones que tenemos para comunicar de modo sencillo y convencido nuestra fe a los demás; así, nuestro encuentro puede despertar en ellos la fe. Y es muy urgente que los hombres y las mujeres de nuestra época conozcan y se encuentren con Jesús y, también gracias a nuestro ejemplo, se dejen conquistar por él.
El Evangelio no dice nada de la Madre del Señor, de María, pero la tradición cristiana con razón la contempla mientras se alegra más que nadie al abrazar de nuevo a su Hijo divino, al que estrechó entre sus brazos cuando lo bajaron de la cruz. Ahora, después de la resurrección, la Madre del Redentor se alegra con los "amigos" de Jesús, que constituyen la Iglesia naciente.
A la vez que renuevo de corazón a todos mi felicitación pascual, la invoco a ella, Regina caeli, para que mantenga viva la fe en la resurrección en cada uno de nosotros y nos convierta en mensajeros de la esperanza y del amor de Jesucristo.